Yonquis y prostitutas alzan el vuelo con el teatro creyente de La Zaranda

La Zaranda ha comenzado un nuevo viaje. Ese viaje se llama Todos los ángeles alzaron el vuelo, pieza con la que continúan ejerciendo un teatro contra su tiempo y contra el tiempo. Un teatro creyente, popular y metafísico. En esta ocasión los de Jerez se han arriesgado con una propuesta situada hoy y aquí. Sus personajes son yonkis y prostitutas tan actuales como liminales, y la compañía se permite una trama propia de la novela negra, de un noir áspero que parece salido de un Chester Himes mesetario, pero que hinca sus dientes en El idiota de Dostoyevski.
Asistir al estreno de una obra de esta compañía es siempre un misterio, y el pasado 7 de marzo, en el Teatro Rojas de Toledo, volvió a serlo. El primer misterio es contemplar cómo los personajes van surgiendo en ese espacio negro como verdaderas apariciones alucinadas. Virgilio, atracador y camello, recién salido del trullo (Caspar Campuzano); Micaela, rumana yonqui y prostituta (Ingrid Magrinyá); La Alacrana, prostituta de L’Hospitalet (Natalia Martínez); Paco Cadena, proxeneta y camello que controla los polígonos (Enrique Bustos); y Ramonet, un pobre “idiota” con trastornos psicóticos e intelectuales a quien le cuesta hablar y vende lotería ya caducada (Paco de la Zaranda).
Sobre el escenario tan solo unos mínimos objetos: una caja de cerveza Imperial, dos sillas, los muelles de una cama desvencijada, unas mantas, unos zapatos rojos y unos libros viejos. Aun así, se consigue que la escena huela a polígono, a base de coca y plata quemada, a desarraigo y hambre tapada con alcohol mal procesado. Otra vez La Zaranda mira a los márgenes de la sociedad, como lo hizo siempre, pero esta vez ya no es el tabanco donde un mozo sueña fuera del tiempo, ni unos teatreros que hacen inventario de lo ya ido, ni trasuntos de cómicos de la legua, de feriantes a la Bergman que se disputan una herencia herrumbrosa. Estos ángeles son los desechos de la sociedad de hoy.
Uno puede detectar paisajes cercanos a la compañía, como ciertos barrios del propio Jerez o los caminos y vías del tren olvidadas de San Fernando. Pero el paisaje es tan andaluz como gallego o madrileño, tan catalán o valenciano como vasco o extremeño. Es un paisaje de desecho urbanita. Ahí fija la mirada La Zaranda, pero lo interesante es cómo lo hace y hacia donde mira.

Hay varias claves en la obra. La primera es el nombre de ese camello recién salido de la cárcel que no es otro que el del autor de la Eneida, Virgilio. Él será el que llegue a ese infierno y guiará al espectador en los diferentes círculos descendientes que propone la obra al modo de la Divina Comedia de Dante. El segundo y más definitorio es el personaje de Ramonet, ese bobalicón al que esta troupe utiliza y que es el único personaje todavía inocente.
Ramonet citará a Shakespeare. Esa definitoria frase de Macbeth: “La vida no es más que una sombra que camina, un pobre actor que se pavonea y se agita durante su hora en el escenario, y luego no se le oye más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada”. Una frase que introduce otra de las grandes influencias de esta obra, otro de los grandes luceros a los que La Zaranda se agarra, como se agarró a Cervantes y Calderón en su anterior montaje, Manual para armar un sueño (2023), para no caer en un teatro burgués de la representación que imita a la vida.
La belleza salvará al mundo
“Dostoyevski, Dostoyevski”, grita Ramonet mientras los personajes van sucumbiendo en una trama que los aniquila. Y es que Ramonet es un trasunto del Príncipe Myshkin de la novela El idiota. Ese personaje inocente, ese niño inadaptado que será zarandeado por las pasiones y vicios de sus congéneres hasta llegar a la locura. Además, con ese grito, el dramaturgo de La Zaranda, Eusebio Calonge, alerta al espectador de que la obra no es tan solo una denuncia social.
Cuentan que Dostoyevski escribió El idiota después de contemplar el Cristo Muerto de Hans Holbein en Basilea. Una pintura terrible de Cristo en la que la gangrena comienza a comer sus pies y manos y su rostro muestra todo el horror de una muerte humana, nada divina. Dicen que Dostoyeski sufrió un episodio epiléptico frente al cuadro, que le costó aceptar cómo ese cuerpo yacente podía ser el del salvador del mundo. Su repuesta fue El idiota, una novela donde de lo terrible surgirá cierta posibilidad de esperanza, donde el ruso se enfrenta con toda su alma al nihilismo.
Este principio estético, ético y religioso es el que rige la pieza. La Zaranda mira a esos seres abandonados, ya sentenciados, donde no hay posibilidad de redención. Mira a las cunetas en vez de a los palacios. Su mirada no es efectista, ni sirve tan solo para denunciar la desigualdad y la injusticia social, que también, sino que nos enfrenta al sentido de esta vida. Una vida donde el tiempo destruye y aplasta al ser humano. Una vida donde los humillados no podrán esperar nada de los ricos, su liberación deberá venir de un igual. Si alguna respuesta puede haber, parece decir La Zaranda, estará en estos seres. No en los intelectuales, los ministerios o las ideologías, se hallará en ese mismo pueblo arrastrado durante siglos.
La obra es puro teatro de la resurrección. Un teatro en el que, si bien se parten de situaciones reales e identificables, al elevarlas y tratarlas con voluntad trascendente, se consigue que el espectador se abra, se identifique, y la catarsis entre el escenario y la platea se pueda dar. El príncipe Myshkin gritaba en la novela del ruso: “La belleza salvará al mundo”. La Zaranda, con toda la inocencia de quien todavía es capaz de querer y creer en sus personajes, se acoge a ese mismo grito.
Morirán todos y morirán mal. La Zaranda lo que propone es mirar con ellos más allá de la muerte para buscar esperanza, luz, salvación. Palabras que también buscaba Dostoyevski desde sus fuertes raíces cristianas. Sin oropeles ni iglesias, con la profundidad de quien nunca nombrará aquello que busca, Todos los ángeles alzaron el vuelo es una obra profundamente religiosa.

La obra cuenta con una de las interpretaciones más profundas de los últimos años de Paco de la Zaranda, también director de la compañía. Cuenta con dos incorporaciones femeninas, Magrinyá y Martinez, que aportan mundos, formas y que suman en todo momento. El vestuario de Encarnación Sancho es de un cromatismo barroco capaz de unir el polígono con Caravaggio. Es una gozada ver cómo le queda como un guante la estética chandalista a un actor ya bregado como Gaspar Campuzano, por ejemplo.
También cuenta con esa maestría sobre los objetos tan esencial en esta compañía. Ver, por ejemplo, la transmutación de esos libros viejos, que esconden toda la memoria del ser humano, es bien definitorio de su capacidad. Los libros llegarán a ser las lápidas de las tumbas de sus personajes, epitafios de esas historias condenadas de antemano. Unos libros que más tarde, en un final abrumador, se convertirán en las alas de esos ángeles imposibles.
La obra estará en Melilla el 21 y 22 de marzo. El 27 aterrizará en Marbella y el 29 lo hará en Donosti. Ahí comienza una larga gira: Huelva, Canarias, Tenerife, Vilanova, Valencia, Alicante… Tan solo señalar que la temporada que viene llegará a Madrid, pero no al Teatro Español, donde La Zaranda lleva ya años mostrando sus trabajos. La nueva dirección del teatro, dedicada al repertorio, ha estimado que La Zaranda no cabe. Estarán, eso sí, en La Nave 10 de Matadero.
Son 48 años trabajando desde la independencia. Ya en los ochenta, cuando todo el teatro independiente se profesionalizó, La Zaranda decidió que ellos seguían camino aparte. Anclados al mundo desde su pequeña nave en Jerez donde crean sus obras, La Zaranda ha trabajado siempre al margen de aquellos que se reparten la familia teatral institucionalizada. Pero da igual. El público peregrina para verlos. Y peregrinará hasta Matadero y allende si hace falta.
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