Un archipiélago de montañas
Íñigo Jauregui Ezquibela
Sobre este blog
Íñigo Jáuregui Ezquibela es docente de profesión y antropólogo de vocación. El mayor legado que heredó de su padre fue la pasión por las montañas. Una pasión inmune al paso del tiempo y que revive cada vez que las visita o escribe sobre ellas y quienes las frecuentan o habitan.
Los prejuicios, además de jugar malas pasadas, resultan enormemente útiles a la hora de adaptar la realidad y los hechos a los esquemas preestablecidos que la educación, la sociedad o el hábito han ido depositando y construyendo en nuestra mente. Si digo esto es porque existe un prejuicio muy extendido, tanto entre los montañeros como entre los que no lo son, relacionado con las comunidades, minorías o etnias que residen en áreas de montaña. La idea a la que nos referimos consiste en asociar sistemáticamente estos grupos humanos con la autarquía, el aislamiento, el atraso o el conservadurismo. Y es probable que en algunos casos o circunstancias haya sido así, pero eso no significa que todos hayan seguido ese mismo patrón a lo largo del tiempo y del espacio. De hecho, la escasez endémica de recursos y la baja productividad de sus economías, en lugar de convertirse en un freno para su desarrollo, son los factores que, llegado el momento, los han llevado a innovar, emprender y romper el aislamiento a través de diferentes estrategias. La prueba la tenemos en los mugalaris, pastores y contrabandistas existentes en todos los territorios erizados de montañas, pero también en los oficios ambulantes en los que los montañeses se han desenvuelto con especial destreza (tratantes, canteros, leñadores, ferrones, mineros, arrieros, fabricantes de tejas, buhoneros…) o en el ejemplo del que nos ocuparemos a continuación.
Uno de los fenómenos migratorios más sorprendentes de la cordillera pirenaica es el de los movimientos estacionales protagonizadas por mujeres de la vertiente meridional que, durante varias décadas del siglo pasado, se estuvieron trasladando a Francia con el fin de emplearse en el servicio doméstico, la hostelería o la fabricación de calzado. Por lo que sabemos, el primer investigador en alertar sobre la existencia de estos desplazamientos fue un antropólogo norteamericano llamado William Douglass que, tras establecerse durante unos meses en la localidad navarra de Echalar con el fin de realizar su tesis doctoral, publicó en 1975 un ensayo titulado Echalar and Murelaga. Opportunity and rural exodus in two Spanish Basque villages en el que resume sus observaciones. Para ser sinceros, el espacio ocupado por la migración femenina transfronteriza en esta obra resulta poco relevante porque se limita a describir los desplazamientos observados en el pueblo objeto del estudio sin indagar en los antecedentes ni en otros ejemplos más significativos. A pesar de ello, resulta meritorio porque, al menos, registra y pone nombre a una realidad que, hasta ese momento, había pasado desapercibida y que en adelante será conocida con el apelativo de “migración golondrina” (ainara en euskara, hirondelle en francés). La adopción de este título obedece tanto a su carácter estacional como a que el desplazamiento de estas jornaleras coincidía en el tiempo con el de las aves del mismo nombre. Unas y otras abandonaban sus hogares a finales de septiembre o comienzos de octubre, dejaban transcurrir otoño e invierno, y regresaban durante la primera o primeras semanas de mayo.
Desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX, el principal y casi único destino de este flujo migratorio exclusivamente femenino y transpirenaico fue Maule o Mauleón, la capital del territorio vascofrancés de Zuberoa. El motivo de su presencia en esta y otras localidades del entorno como Licharre u Oloron Sainte Marie era la existencia de cerca de una veintena de talleres dedicados a la fabricación de alpargatas o espadrilles de cáñamo. Algunos de ellos tenían carácter artesanal, pero otros como las fábricas Béguerie, Bidegain, Bessouat o Cherbero eran auténticos emporios industriales que daban trabajo a centenares de obreras y elaboraban miles de piezas destinadas a la exportación al cabo del año. Para que nos hagamos una idea, en 1896 el censo de españolas empleadas en esta industria ascendía a 346; en 1911, la cifra superaba las 1.200 mientras que en 1936 era de 571 y de 473 en 1954. Estas operarias, contratadas en régimen de estacionalidad, constituían la obra de mano ideal para cualquier empresario del ramo porque además de ser tan jóvenes y diestras como sus rivales francesas, trabajaban a destajo, aceptaban salarios más bajos o peores condiciones laborales y no estaban sindicadas. Así lo confirman numerosos testimonios como el del informante J. Melle: “¡Ah, las aragonesas! Yo conocí el período cuando Cherbero empleaba 800 obreras en plena temporada. Ellas trabajaban en la trenza o el hilado porque les daban las peores tareas. Las más sucias. Pero ellas no decían nada. Estaban acostumbradas. Se alojaban sobre todo en la Alta Villa y Licharre, sobre todo con los suyos (…) Algunas se casaron en Mauleón, pero las tres cuartas partes regresaban. Amaban a su país. Venían y se iban durante algunos años. Eran jóvenes, chicas guapas que venían a trabajar y no se gastaban un céntimo”. Si no lo hacían era, seguramente, porque consideraban que se trataba de la única oportunidad que se les iba a presentar en la vida para mejorar su economía doméstica o personal, ver mundo, reunir un ajuar o adquirir artículos suntuarios para la reventa.
Íñigo Jauregui Ezquibela
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