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En un mundo que parecía haber avanzado en materia de igualdad de género, el auge de figuras políticas y líderes de corte populista representa un inquietante retroceso. Se trata de una reacción patriarcal que busca reimponer una masculinidad hegemónica, agresiva y excluyente, deslegitimando las conquistas feministas y reinstaurando un orden donde la autoridad y el poder vuelven a estar monopolizados por hombres que encarnan los valores más tradicionales del patriarcado.
Este fenómeno no es casual. La lucha feminista ha erosionado privilegios históricos, lo que ha provocado una respuesta furibunda de aquellos que se sienten amenazados por el avance de los derechos de las mujeres y de otros colectivos tradicionalmente oprimidos.
El discurso de estos “superhombres” no es sólo misógino, sino que también ataca todo aquello que tradicionalmente se ha asociado con lo femenino: la empatía, el diálogo o la cooperación. En su lugar, se glorifica la agresividad, la competencia despiadada y el desprecio por la vulnerabilidad. Esto no sólo refuerza un modelo de masculinidad tóxica, sino que también reconfigura el poder político en torno a valores profundamente autoritarios y excluyentes.
Estos líderes han encontrado en esta masculinidad exacerbada un nicho electoral eficaz. Con un discurso abiertamente antifeminista, captan a sectores de la población que ven en la igualdad una amenaza a su estatus. Se presentan como líderes sin concesiones, dispuestos a recuperar un orden perdido y a librar una batalla cultural contra lo que consideran una deriva de la sociedad. De ahí su desprecio sistemático por las políticas de igualdad, su negación de la violencia de género y su burla a cualquier intento de construir sociedades más plurales. Estos líderes políticos utilizan estrategias discursivas que buscan desacreditar a las mujeres en el poder y a las voces feministas, reduciéndolas a caricaturas exageradas que sólo buscan “victimizarse” o “destruir a los hombres”.
Uno de los mecanismos más utilizados en esta estrategia es la violencia digital y mediática contra mujeres que ocupan posiciones de poder o que tienen una voz influyente en el debate público. Redes sociales, medios de comunicación afines y seguidores fanatizados se convierten en instrumentos para el acoso sistemático, las amenazas y el hostigamiento.
La agresión no se limita a la crítica política: los insultos suelen tener una fuerte carga misógina, reduciendo a las mujeres a su apariencia física, su vida personal o su supuesta incapacidad para ejercer liderazgo. Esta violencia tiene efectos devastadores, no sólo para las víctimas directas, sino para todas aquellas mujeres que podrían considerar participar en política o en la esfera pública, generando un efecto disuasorio que perpetúa la exclusión de las mujeres en estos espacios de poder.
El problema no es sólo retórico. Las consecuencias prácticas de esta remasculinización del poder son profundas y peligrosas. La eliminación o debilitamiento de políticas públicas con perspectiva de género, el retroceso en el acceso a derechos reproductivos, el aumento de discursos de odio contra las mujeres y otros colectivos, e, incluso, el debilitamiento de organismos y leyes que buscan erradicar la violencia de género son apenas algunos ejemplos de los efectos de esta tendencia.
Pero la violencia no sólo se ejerce contra las mujeres. También hay una persecución activa contra aquellos hombres que no se ajustan al ideal de masculinidad hegemónica que estos líderes promueven. Hombres que defienden la igualdad de género, que se muestran vulnerables, que rechazan la violencia como forma de liderazgo o que simplemente no encajan en el modelo del “macho fuerte” también son objeto de burlas, agresiones y exclusión. Esto genera un entorno donde la masculinidad se convierte en un campo de batalla, y donde la única forma de validación aceptada es la dominación y la agresión.
Esta contrarreacción patriarcal no opera en el vacío. Encuentra su caldo de cultivo en el miedo y la frustración de sectores de la población que perciben que han perdido poder o relevancia en una sociedad que ha cambiado. En muchos casos, la crisis económica y la precarización laboral han servido como terreno fértil para el crecimiento de discursos que prometen un retorno a un pasado idealizado, donde los hombres ocupaban de manera indiscutida el espacio público y las mujeres estaban relegadas al ámbito doméstico. La precarización económica y la incertidumbre social han sido instrumentalizadas por estos líderes para fomentar un resentimiento que no sólo divide, sino que también perpetúa estructuras de desigualdad.
El riesgo de este fenómeno es mayúsculo. No sólo porque dificulta el avance de los derechos de las mujeres, sino porque refuerza estructuras de dominación y violencia que afectan a toda la sociedad. La masculinización del poder bajo estas premisas es un peligro para la democracia, pues fomenta liderazgos autoritarios, polarizantes y violentos. La política basada en la fuerza, la imposición y la negación del diálogo produce sociedades más fragmentadas y menos justas, donde las soluciones a problemas complejos se sustituyen por discursos de confrontación y exclusión.
Frente a este panorama, es fundamental que los movimientos feministas y cualquier fuerza política decididamente democrática, sea progresista o conservadora, respondan con estrategias sólidas y discursos que interpelen a una sociedad que aún se encuentra en disputa. Es necesario seguir visibilizando los efectos nocivos de esta retromasculinización y contraponer modelos de liderazgo más tolerantes e igualitarios. Esto implica no sólo resistir a la ofensiva patriarcal, sino también proponer alternativas que permitan imaginar nuevas formas de ejercer el poder, alejadas de la violencia y el autoritarismo.
La batalla no está perdida, pero requiere de una resistencia activa frente a esta nueva oleada reaccionaria que busca reinstaurar un patriarcado sin fisuras. La historia ha demostrado que los derechos nunca están garantizados de manera definitiva y que cada avance en igualdad puede verse amenazado cuando quienes se sienten incómodos con el cambio logran reorganizarse. Pero también ha demostrado que la lucha colectiva y la convicción pueden transformar sociedades y abrir caminos hacia un futuro más justo. El desafío es grande, pero la respuesta debe estar a la altura de la amenaza que enfrentamos.
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