Arma y padrino
Los que defienden la democracia
Debo decir que a mí la impertinencia verbal me parece civilizatoria
45 aniversario y poco que celebrar
Ni muerto ni funeral
He visto unas imágenes perturbadoras: un grupo de gente, en apariencia tan normal como cualquiera que se pueda cruzar uno mientras espera que el semáforo cambie a verde, se enfurecía cuando un periodista hacía preguntas a otra periodista, agrediéndole. El periodista que preguntaba era Vito Quiles ... y la periodista preguntada era Silvia Intxaurrondo. Pero eso es lo de menos, porque aquí lo espeluznante fue la reacción de los espontáneos, de los actores secundarios e irrelevantes de la escena. Y eso es independiente de todo lo demás, porque es justo ahí donde se cruza la frontera de la palabra a la acción (a la agresión). Debo decir que a mí la impertinencia verbal me parece civilizatoria, porque es ahí donde se ejerce el acto de contención que facilita el pacto social de renuncia a la violencia: consentimos que un maleducado pueda, quizá, en un momento dado, insultarnos o incomodarnos a cambio de que ninguno de nosotros haga uso de la violencia. Dicho de otro modo: me parece un peaje justo que alguien a quien no le gustan mis columnas me miente a la madre si, a cambio, ninguno me parte la cara.
Eran, digo, personas normales. Como usted y como yo (solo que usted y yo no le arrancaríamos de las manos a nadie su herramienta de trabajo por pensar diferente o porque ha incomodado a nuestro ídolo, de tenerlo). Empujaban y zarandeaban al chaval mientras otros coreaban «fuera, fuera» dando palmas, e Intxaurrondo se alejaba, impertérrita. Como si tras ella no dejase el lamentable espectáculo de un grupo de energúmenos enojados sino, no sé, un prado verde recién regado. A ella, plín. La escena es hipnótica. Como aquellas de nuestra infancia cuando en los noticiarios aparecía el asesino de turno recién detenido y una turba voluntariosa (nunca supe cómo ni por qué se congregaban allí, ni si eran siempre los mismos, como los hinchas del Betis es un poner) zabuqueaba el coche deseándole a gritos la peor de las muertes. Muy civilizado todo. Tan civilizado como los que se referían a ellos como «el pueblo defendiendo la democracia». Y ahí radica el verdadero peligro. Esa frase condensa la gran amenaza actual: una buena parte de la ciudadanía cree que 'democracia' es sinónimo de 'pensar como uno mismo' y 'fascismo' significa 'pensar diferente'. Y, de manera irresponsable, una serie de personajes siniestros (los Iglesias, los Monteros, los Urtasuns…) con espurios intereses alientan ese desconocimiento y dinamitan conceptos clave para la convivencia como 'respeto', 'pluralidad política', 'libertad de pensamiento' o 'intercambio de ideas'.
Está muy bien eso de la superioridad moral, oigan, como está muy bien todo placebo si funciona (nadie defiende una idea sin estar convencido de que es la mejor de entre todas). Pero impedir a otro expresarse solo porque disiente, aunque se vista de domingo y se sofistique con alambicadas construcciones hueras, poco tiene que ver con la defensa de las democracias y mucho con pulsiones totalitarias y ansias de silenciamiento. Lo grave aquí es que haya ya, a pie de calle, quien está dispuesto a hacer el trabajo sucio. Mientras la dama hace como que no va con ella y avanza.
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