Clase Teórica 5
Clase Teórica 5
A la ampliación de la base social sobre la que se asentó el ejercicio del poder político en Argentina,
acaecida durante el siglo XX a través de la incorporación de las clases medias urbanas primero y la
clase trabajadora y sus organizaciones sindicales después, siguió un proceso de profunda
restauración del poder de clase expresada en los llamados proyectos neoliberales.
David Harvey (2008) afirma que el neoliberalismo es, sobre todo, “un proyecto para restaurar la
dominación de clase, de sectores que vieron sus fortunas amenazadas por el ascenso de los
esfuerzos socialdemócratas tras la Segunda Guerra Mundial” (:4). De modo que, si en la actualidad
el neoliberalismo se ha convertido en un discurso hegemónico con efectos omnipresentes en las
prácticas político-económicas y en las maneras de pensar y sentir hasta el punto de que ahora forma
parte del sentido común con el que interpretamos, vivimos, y comprendemos el mundo; no ha sido
por su efectividad en términos del crecimiento económico -la cual ha sido muy limitada-, sino porque
ha logrado canalizar la riqueza desde las clases subordinadas a las dominantes y desde los países
más pobres hacia los más ricos. Este proceso ha involucrado el desmantelamiento de instituciones y
narrativas que impulsaron medidas distributivas más igualitarias en la era precedente.
En cuanto teoría de prácticas político-económicas, el autor sostiene que “el neoliberalismo propone
que el bienestar humano puede ser logrado mejor mediante la maximización de las libertades
empresariales dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada,
libertad individual, mercados sin trabas, y libre comercio” (:4). Alcanza con facilitar las condiciones
para la acumulación rentable de capital para crear riqueza y bienestar. Es decir, recupera los ideales
políticos de la libertad individual, valores que fueron amenazados, arguyeron, no solo por el
fascismo, las dictaduras y el comunismo, sino también por todas las formas de intervención estatal
que sustituyeron con juicios colectivos los de individuos dejados en libertad de elegir.
En este marco, el papel del Estado quedaría reducido en principio a la creación y preservación de un
marco institucional apropiado para tales prácticas. Le corresponde preocuparse por la calidad y la
integridad del dinero, establecer funciones militares, de defensa, policía y judiciales requeridas para
asegurar los derechos de propiedad privada y apoyar mercados de libre funcionamiento. Sin
embargo, en la práctica, la restauración del poder de clase no requiere de un mero corrimiento del
Estado de la esfera económica, tal como lo propugna el liberalismo económico, sino que, por el
contrario, necesita de un Estado activo y al servicio de dicho proceso de “canalización de la riqueza”.
Esto supuso, por un lado, el ataque contra instituciones destinadas a proteger los intereses de la
clase trabajadora -tales como los sindicatos- y los recortes a los gastos sociales y del Estado de
Bienestar transfiriendo a los individuos y a sus familias toda la responsabilidad respecto de su
bienestar. Y por el otro, la legalización de procesos tales como la commodification y privatización de
la tierra y otros activos públicos, como también la apertura de nuevos campos para la acumulación de
capital en terrenos anteriormente por fuera de los límites de rentabilidad (servicios públicos,
telecomunicaciones, transportes, educación, ejército, etc.). Esto supuso una transferencia de activos
de los campos público y popular a los dominios privados y de privilegio de clase.
Decíamos que mientras que la utopía subyacente al proyecto oligárquico fue la de “Paz y
Administración” u “Orden y Progreso”; los proyectos populares que se sucedieron se ocuparon de
extender ese progreso al conjunto de la población. Esto, que la literatura del área ha dado en llamar
como la “cuestión social” se asienta sobre los postulados de la igualdad respecto de las posibilidades
de participar del fruto de dicho progreso. Hinkelammert afirma que esta ética universal de la igualdad
es la ética de los débiles por excelencia, ya que los poderosos no la necesitan. Frente a ella, el
neoliberalismo reivindica la desigualdad natural y la lógica de la competencia: cada quien queda
librado a su suerte y a su capacidad para construir su bienestar. Su utopía es la de la libertad
absoluta, sin inmiscuir valores de ningún tipo, sin éticas universales, ni derechos humanos.
M. Thatcher, ferviente defensora de esta ideología afirmó abiertamente: “la sociedad ha muerto”. Los
seres humanos son seres libres y racionales, lo que los lleva a elegir y tomar decisiones en el
mercado que pueden impulsar en cada caso el desarrollo personal o la ruina. De alguna manera el
“progreso” -que deja de ser pensado en términos colectivos o de la especie humana para ser
entendido de manera individual- dependerá de la capacidad de cada persona para invertir
productivamente su capital humano. Los encargados de efectuar dichas inversiones son los propios
individuos y sus familias nucleares, pero nunca un colectivo mayor como, por ejemplo, el Estado.
Ya no se entiende que existe una brecha entre el ideal igualitario, por un lado, y las limitaciones
materiales que se presentan en la concreción de ese ideal, por el otro; sino que se produce la
aceptación de dicha brecha como natural. Von Mises, uno de los referentes teóricos de esta corriente
económica afirmaba: “la acumulación de capital a través de la competencia, que no es sino el libre
juego de las desigualdades, es la única forma de progreso económico” (Murillo,2011).
La conquista del Estado en manos del credo neoliberal fue realizada a través de diferentes formas.
En América del Sur ocurrió, inicialmente, a través de Golpes de Estado. No obstante, el proyecto
político-económico neoliberal instaurado por la vía autoritaria, se consolidó posteriormente tras la
transición democrática.
PROYECTO NEOLIBERAL AUTORITARIO (1976-1983)
Denominamos “Proyecto Neoliberal Autoritario” al instalado por la última dictadura militar durante los
años 1976-1983. Martín Asborno (1991) afirma que “este período consolida la conformación de un
nuevo bloque histórico que, si bien tiene su momento de génesis en 1955, es recién a partir de 1976
que irrumpe en el escenario político-social para convertirse en dominante” (:221). Este reúne al
capital industrial monopolista, bajo la hegemonía de la aristocracia financiera local, articulada
internacionalmente.
La política económica implementada tras el golpe militar de 1976, favoreció una determinada
asignación de la renta que acentuó la distribución regresiva del ingreso. La intervención del Estado
en la economía adquirió rasgos cualitativamente superiores a los anteriormente conocidos, siendo
cada vez un instrumento más permanente y vital para la implantación de ciertas políticas. El autor,
sostiene, citando a Hillcoat (1981) que “el antiestatismo postulado por el neoliberalismo en Argentina
ha tenido menos que ver con una reducción del Estado que con una orientación específica de la
regulación estatal a favor de ciertas fracciones capitalistas que se han beneficiado de las reformas
aplicadas por el régimen militar” (:227).
La reforma financiera de 1977 fue fundamental para garantizar el proceso de centralización del
capital en favor de los grandes grupos económicos del sector industrial y del sector bancario. La
misma tenía por objetivo reconstruir el sistema bancario privado, terminando con el anterior esquema
de centralización de los depósitos y fijación de los intereses a niveles “políticos” que permanecían
siempre por debajo de la tasa de inflación. Junto con el aumento de las tasas de interés se produjo
una sobrevaluación de la moneda y una progresiva reducción de las barreras arancelarias con el
objeto de avanzar sobre los sectores “ineficientes” de la economía local.
El resultado fue el comienzo de una fase recesiva que afectó principalmente a todos los sectores
vinculados al mercado interno y un progresivo fortalecimiento de algunos monopolios locales
vinculados con la aristocracia financiera internacional. Las ramas de la producción que resultaron
más favorecidas fueron: la petroquímica, la siderurgia, la petrolera, el aluminio, las empresas del
complejo aceitero-exportador; el sector productor de papel y celulosa, la pesca; y en menor medida
las automotrices, las cigarreras y algunas empresas del sector alimenticio. Se trató en general de
industrias dedicadas a la producción de materias primas y bienes de uso intermedio -insumos
industriales de uso generalizado-, en las que el país presenta ciertas ventajas comparativas en
términos de recursos naturales. Lo mismo ocurrió con la industria alimenticia de potencial
competitividad en el mercado internacional.
La centralización y concentración se expresó en estos sectores productivos a partir de la integración
vertical de varias firmas. Durante toda la gestión del gobierno militar las fusiones y las absorciones
fueron intensas. Paralelamente se produjo un notable avance en el conjunto de aquellos grupos
económicos ubicados como proveedores o contratistas del Estado, popularmente conocidos como “la
patria contratista”. Es en virtud de estas circunstancias que el autor pretende a lo largo del trabajo
discutir con la idea de la “desindustrialización”, proponiendo en su lugar la de la “reconversión
industrial". Esto en la medida en que entiende que “ciertas ramas de la producción -en forma muy
selectiva- avanzaron en términos de producción capitalista eficiente y racionalizada, presentando un
comportamiento claramente diferente al del resto de la economía” (:236).
Una de las características comunes a todos estos grupos ha sido su capacidad para aprovechar
integralmente las ventajas del capital financiero, con la combinación de actividades bancarias,
industriales y comerciales. El Estado contribuyó estratégicamente a entrelazar los intereses del
poder económico local con los intereses de la aristocracia financiera internacional, a través del
mecanismo de acumulación más importante desarrollado por este sector social: la deuda externa. Es
por ello que no sorprende que estos grupos económicos se hayan encontrado a su vez entre los
mayores deudores externos del sector privado. Esta deuda contraída por actores privados con
diferentes organismos del sector financiero internacional, sería posteriormente estatizada en 1982.
Eduardo Luis Duhalde (1999) denomina con el nombre de Estado de Excepción a todo Estado que,
“a partir de una crisis política grave, abandona temporalmente la normatividad del estado de derecho
para adquirir formas excepcionales al margen de la legalidad institucional que representa el modelo
de Estado democrático-parlamentario” (:212). Como ocurre, por ejemplo, con la declaración del
estado de sitio en un régimen democrático. Las dictaduras militares que se repitieron en el Cono Sur
durante la década de 1970, constituyeron un modelo arquetípico del Estado de Excepción que él
denomina “Estado Militar”. Esto en tanto que, durante las mismas, el aparato represivo del Estado
corporizado en las Fuerzas Armadas, militarizó la totalidad del Estado a través de la supresión y
subordinación de las demás estructuras, asumiendo las funciones de justicia de los tribunales, de
legislación del parlamento, etc.
Pero para garantizar la hegemonía de la oligarquía financiera y estabilizar un orden interno que
permitiera la implantación del nuevo patrón de acumulación que reclamaban los intereses del capital
extranjero en la América Latina de los años ‘70, el Estado Militar no resultaba suficiente: fue
necesario implantar el Estado Terrorista, que asentó su visión ideológica justificante en la “doctrina de
la seguridad nacional”. Se trata de una nueva forma del Estado de Excepción, pero que supuso un
cambio sustancial respecto de los que lo precedieron.
Esto en tanto que, partiendo de supuestos que se esgrimen como permanentes y que contradicen las
bases fundamentales del Estado democrático-burgués; afirma que el principio de sujeción a la ley, la
publicidad de los actos y del control judicial de los mismos, son los que incapacitan al Estado para la
defensa de los intereses de la sociedad. En función de ello es que aparece la necesidad de
estructurar, casi con tanta fuerza como el Estado Público, el Estado Clandestino, y como instrumento
de este, el terror como método.
Esto marca una diferencia esencial y cualitativa respecto de otros Estados de Excepción. El
terrorismo, ya no es un instrumento contingente al que se apela para reforzar la coacción que se
ejerce públicamente a través del conjunto de los órganos represivos estatales, sino que debe
incorporarse como actividad permanente y paralela del Estado mediante la doble faz de actuación de
sus aparatos coercitivos: una pública y sometida a leyes y otra clandestina, al margen de toda
legalidad formal.
Sobre estos elementos es necesario señalar dos reflexiones. En primer lugar, que la implantación del
orden, esta vez desvinculada de toda ética, permitió por primera vez en la historia nacional, la
consideración de lo que en otros regímenes totalitarios se ha definido como la “solución final”. El
disciplinamiento del movimiento obrero organizado en particular y de la sociedad toda en general a
través de la persecución de militantes políticos, sindicalistas y referentes de movimientos sociales,
fue legitimada en nombre de la erradicación de focos de grupos guerrilleros armados distribuidos en
el territorio nacional. Decir esto no significa ni la negación de la existencia de grupos armados ni de
los crímenes por ellos cometidos. Pero sí refutar el argumento de la “guerra sucia” o de la “teoría de
los dos demonios” como fundamento válido para justificar la utilización de la estructura y los recursos
del Estado al servicio de un ataque generalizado y sistemático contra la población civil. El Estado,
entendido en términos weberianos como la institución que condensa el monopolio de la violencia
física legítima en tanto reúne bajo su órbita la totalidad del aparato represivo de una Nación, no
puede ser equiparado con un actor político de una categoría diferente como fueron las agrupaciones
políticas que se inclinaron por la lucha armada.
En segundo lugar, que la lucha por la Memoria, la Verdad y la Justicia que inició tempranamente la
CONADEP con el Juicio a las Juntas y continuaron posteriormente Madres y Abuelas de Plaza de
Mayo junto a toda la constelación de Organismos de Derechos Humanos, logró probar de manera
contundente tanto la existencia de ese Estado Clandestino como de la recurrencia al terror como
modus operandis permanente y sistemático. Elementos ambos que se materializan en la actualidad
tanto en la ausencia de los cuerpos de los desaparecidos como en la presencia de los nietos
recuperados.
Frente a ello, la centralidad que otorgan los sectores negacionistas al cuestionamiento del “número
de desaparecidos” tiene dos objetivos claros. Por un lado, el de relativizar el alcance del mencionado
plan sistemático de exterminio y desaparición de personas, así como también de los mecanismos
criminales a los que se echó mano para su puesta en obra. Por el otro, el de desprestigiar el trabajo
realizado durante décadas por estos organismos, tarea que en virtud de su excepcionalidad ha sido
ampliamente reconocida a nivel internacional.
Por supuesto que el número de desaparecidos sólo puede ser estimativo. Pero esa imprecisión
justamente se explica en virtud de la clandestinidad del proceso desatada por los victimarios y no de
la manipulación intencionada de la verdad realizada por las víctimas. Aún así, esta cifra estimativa de
30.000 desaparecidos ha sido reconocida por el propio Ejército, que fue tan solo una de las fuerzas
involucradas en la represión. Militares y agentes argentinos que operaban desde el Batallón 601 de
Inteligencia enviaron a su par chileno Enrique Arancibia Clavel un documento donde estimaban haber
desaparecido a unas 22.000 personas entre 1975 y mediados de 1978, cuando aún quedaban por
delante cinco años para el retorno de la democracia. En julio de 1978, Arancibia Clavel envió un
telegrama con esta información a sus superiores de la Dirección de Inteligencia Chilena (DINA),
documento logró sacar a la luz el Archivo de Seguridad Nacional de la Georgetown University, a los
que accedió la prensa local en el año 2006. De modo que, todo reclamo por alcanzar un número de
personas desaparecidas debería ir acompañado de una exigencia hacia los Estados nacionales y
provinciales por multiplicar de los esfuerzos y los recursos destinados a construir más Memoria, más
Verdad y más Justicia. Sin eso, no es otra cosa que negacionismo.
Andrés Avellaneda (1986) afirma que durante la última dictadura “el discurso represivo no sólo
alcanzó a paralizar la cultura y la sociedad “concretas” con el acto de la censura, sino también logró
inmovilizar a la cultura y a la sociedad “posibles” por medio del ejercicio de la “autocensura” que
posibilitó la gradual internalización del sentido total del discurso en los productores de cultura” (:18).
Dos grandes unidades reúnen y subordinan los significados de ese discurso. Una de ellas establece
qué es el sistema cultural y cuáles son sus efectos sobre lo moral, lo sexual, la familia, la religión y la
seguridad nacional. Hay una cultura verdadera, legítima, nuestra, de adentro, que defiende la moral
y las buenas costumbres -la sexualidad reservada para el ámbito íntimo, el respeto por la iglesia
católica, sus preceptos e instituciones, la defensa de la soberanía y el territorio nacional- que se
opone a otra que es falsa, ilegítima y foránea que se encuentra al servicio de la promiscuidad, el
ateísmo y el marxismo. La segunda unidad es la del “estilo de vida argentino”, definido como un
conjunto de valores, un modo de ser, una tradición, y su relación con lo que le pertenece -lo
católico/cristiano- y con lo que se le opone -marxismo/comunismo-.
Los contenidos básicos de este discurso ya estaban asentados en 1976, gracias al trabajo realizado
por los gobiernos militares que se sucedieron en el poder entre 1966-1973. De manera que la última
dictadura sólo se ocupó de sistematizarlo, para que alcanzara la coherencia y la efectividad
deseadas. Este discurso se articula desde muy temprano sobre la idea de que el sistema cultural
propio y la nación misma se hallan expuestos al peligro de una infiltración o penetración ideológica
corruptora: el comunismo. Es sobre todo la juventud la que está expuesta a esta penetración que
pretende cambiar nuestro sistema de vida a través de ideas subversivas. Es por eso que el gobierno
militar se propone nada menos que “la transformación del sistema educativo y cultural” como método
para combatir la subversión. Una larga e ininterrumpida serie de prohibiciones y censuras,
encarcelamientos, desapariciones y exilios de intelectuales, artistas, escritores, docentes y científicos
dará pruebas de la aplicación de este discurso.
Por fuera del discurso oficial de la censura hay otro discurso que lo acompaña subrayando y
ampliando significados o completando lo que la lengua oficial omite. Este discurso no oficial de
apoyo, que surge como un corpus organizado al compararse sus partes con el discurso oficial,
proviene de fuentes diversas: oficiales, dirigentes políticos, intelectuales. Las asociaciones ligadas al
catolicismo y a diferentes representantes de la iglesia católica desarrollan una tarea muy activa
respecto de este punto. Los militares usaron ese discurso no oficial para legitimar su legislación
represiva, presentándola como una respuesta obligada a un consenso social preexistente. Allí lo
doctrinario ultracatólico prevaleció abrumadoramente, en particular la familia y sus subtemas de
separación, aborto y patria potestad. La influencia de ese catolicismo rancio y ultraconservador en el
control de la cultura y la formación del discurso de censura resultó fundamental en todo el proceso.
Romina de Luca (2013) analiza el proceso de descentralización legal-administrativa que vivió la
educación a lo largo de este período, a través del traspaso de las escuelas primarias a las provincias
y de la llamada regionalización curricular. La autora sostiene a modo de hipótesis que lo actuado en
estos años no fue en sí una estrategia novedosa, sino que se trató de un momento de síntesis de los
diversos ensayos implementados previamente en el país a partir del período que se inicia con la
Revolución Libertadora de 1955. Afirma al respecto que las primeras transferencias se realizaron
durante la presidencia de Frondizi (1958-1962) a través de la firma de convenios particulares con
algunas provincias; y posteriormente durante el Onganiato entre 1966 y 1970. No obstante, fue
durante la última dictadura que la descentralización logró imponerse sobre todo el sistema educativo.
Tempranamente el gobierno de facto dió a conocer los lineamientos principales de su labor en
materia educativa. En abril de 1976, el entonces Ministro de Educación Pedro Bruera afirmaba que
“la educación estaba en un profundo estancamiento, en tanto no acompañaba a las necesidades y
los requerimientos efectivos del país” (:78). A eso sumaba que la estructura del sistema era
altamente burocrática producto de la intervención excesiva del Estado central en detrimento de los
gobiernos provinciales. En septiembre, la Asamblea del Consejo Federal de Educación debatió
cuáles debían ser los fines, objetivos y agentes del sistema educativo. En cuanto a los primeros trató
de definir el tipo de hombre que el proceso buscaba formar. En cuanto a los agentes, reconocía a la
familia en primer término, seguida por el Estado, la Iglesia Católica y demás confesiones religiosas y
asociaciones con personería jurídica o de otro tipo idóneas para el desarrollo de esta tarea.
La Asamblea dispuso la coordinación, regionalización y transferencia de los servicios educativos. La
regionalización curricular, implicaba que el Estado Nacional limitaría su intervención a la sanción de
un conjunto de nociones y lineamientos básicos para todo el país, que serían tomados como
indicadores de contenidos a ser desarrollados luego por cada región según sus propias necesidades
de enseñanza. Se especificaba que cada jurisdicción debía realizar “adecuaciones indispensables
para cada Estado” y se esperaba que la mayor participación de las provincias alcanzara la
capacitación laboral y la orientación vocacional brindada por cada escuela.
Transcurrieron dos años hasta que se resolvió la transferencia en 1978. Sin embargo, esta había
estado presente en los planes de los grupos gobernantes desde el derrocamiento de Perón. Se
revirtió así la estructura centralizada con que históricamente se había configurado el sistema
educativo argentino y que había permitido en medio siglo, la incorporación masiva de la población al
sistema educativo, consiguiendo al interior de la misma elevados niveles de alfabetismo.
PROYECTO NEOLIBERAL DEMOCRÁTICO (1983-1999)
Denominamos como Proyecto Neoliberal Democrático a los gobiernos de distinto signo político
partidario que se sucedieron en el poder desde la vuelta de la democracia hasta el año 2001. Nos
referimos a los gobiernos de Raúl Alfonsín primero, de Carlos Menem después y de Fernando De
La Rúa sobre el final del período. Nos interesa resaltar los elementos de continuidad entre este
neoliberalismo democrático y el autoritario que lo precedió. El golpe militar de 1976 resultó ser el
mecanismo necesario para la implantación de un nuevo bloque en el poder, liderado por el capital
nacional concentrado en alianza con el capital financiero transnacional. Sin embargo, una vez
superado el período autoritario, la alianza dominante se ocupó de la consolidación y extensión de
los beneficios conquistados en el período anterior. Esto supuso reafirmar el rol del Estado como
instrumento permanente y vital para la implantación de políticas favorables a sus intereses.
Ana Castellani (2002) destaca que desde los albores de la década del noventa, se aplicaron en la
Argentina políticas de estabilización y transformación estructural -como la desregulación, la
privatización y la apertura comercial y financiera- encuadradas en el modelo económico neoliberal
propuesto por los organismos internacionales de crédito para toda América Latina. Sin embargo,
después de transcurrida una década de la implementación de estas reformas, el país atravesaba
un profundo proceso recesivo, se encontraba al borde de la cesación de pagos, presentaba las
tasas de desocupación más altas de su historia y asistía a un pronunciado retroceso de las
condiciones materiales de vida de la mayor parte de su población.
Para explicar esta situación la autora desarrolla dos hipótesis a lo largo de su trabajo. La primera
de ellas es que el fracaso de tales políticas se debió a que los organismos internacionales partieron
de un diagnóstico equivocado. Para ellos, las causas del escaso desarrollo de los países
latinoamericanos se encontraban en el rol excesivamente intervencionista que había desempeñado
el Estado sobre la actividad privada a lo largo de las últimas décadas. La constante coacción
estatal sobre los agentes privados, habría sido la traba principal para propiciar el “crecimiento”
económico. Desde esta perspectiva de análisis, la única solución posible para resolver el problema
del crecimiento -no del desarrollo- era la de reducir drásticamente el aparato estatal. “Más mercado
y menos Estado” fue el lema que unificó las recomendaciones de estas organizaciones y que fue
asimilado por políticos, empresarios, economistas y periodistas del ámbito local y regional. Estos
actores conformaron el establishment, para quienes la única salida posible era la aplicación del
recetario neoliberal a secas, pero adaptado a las necesidades de los distintos sectores dominantes
nacionales.
En Argentina, afirma la autora, “la democracia recientemente recuperada se enfrentaba con graves
problemas: en el plano político, el desafío de armar y consolidar el funcionamiento de las
instituciones democráticas; en el plano social, procesar adecuadamente las múltiples demandas de
distintos sectores en procura de recuperar los ingresos perdidos durante la dictadura; en el plano
económico, resolver los grandes desequilibrios macroeconómicos (fiscal y externo), desmantelar el
régimen inflacionario vigente desde 1975 y recomponer la tasa de inversión interna marcadamente
deteriorada luego de años de política ortodoxa” (:101).
Después de un intento frustrado por implementar un plan de reactivación económica de tipo
nacional-desarrollista, Alfonsín viró hacia un plan de ajuste heterodoxo en 1984. Sin embargo,
todos los intentos realizados por el gobierno para efectuar privatizaciones parciales o procesos de
desregulación económica, fueron duramente resistidos desde el peronismo, principal partido de
oposición, quién frenó estas iniciativas en el Congreso Nacional. La crisis de la hiperinflación en
1989 marcó un punto de inflexión. La lectura que se impuso sobre la misma fue la de los sectores
dominantes: el agotamiento de un modelo estatal nacional populista. Eso explica la velocidad
inimaginable con la que se llevaron adelante las reformas estructurales propuestas por los
organismos internacionales, con el apoyo del gobierno y de vastos sectores de la población.
Si bien el plan de convertibilidad fue exitoso en el corto plazo en lo que respecta a la inflación
-puesto que se logró la estabilización general de los precios domésticos luego de varios años de
alta inflación-, produjo fuertes distorsiones en los precios domésticos y entre las rentabilidades
relativas de los sectores productores de bienes transables y no transables. Estos últimos resultaron
beneficiados al no estar sometidos a la competencia. Mientras la expansión del PBI pudo
sostenerse con el ingreso de capitales extranjeros y la privatización de empresas públicas, se
mantuvieron los éxitos iniciales del Plan. Pero luego de la crisis mexicana de 1994 y ante el reflujo
de los capitales hacia mercados más seguros, se hicieron evidentes las limitaciones propias de la
política implementada.
La contracara de la implementación de estas políticas fue el ensanchamiento de la brecha entre
ricos y pobres, la interrupción de la tradicional movilidad social ascendente que caracterizó a la
sociedad argentina durante décadas y la exclusión de amplios sectores de la población del
mercado laboral. Simultáneamente, durante los primeros años del gobierno de Menem, las
oportunidades de negocios creadas a través de la privatización de empresas estatales permitieron
organizar comunidades de negocios entre capitales nacionales y extranjeros que obtuvieron
márgenes de rentabilidad extraordinarios, como los del sector energético y de telecomunicaciones.
Esto sumado al incremento del endeudamiento y a un proceso de fuga de capitales, supuso una
brutal transferencia de ingresos a las fracciones de ese nuevo bloque económico hegemónico.
La autora sostiene que la década del noventa “puede entenderse como aquélla en la que se logró
articular un bloque hegemónico integrado por diversas fracciones de la burguesía local y por los
acreedores externos, que luego de imponer su propia mirada sobre la crisis hiperinflacionaria,
promovió la aplicación de un conjunto de políticas inspiradas en el CW en la medida en que las
mismas permitían la acumulación de cuantiosas ganancias y la transferencia de capitales hacia el
exterior” (:108).
La segunda hipótesis que pretende demostrar es que durante la década del ‘90 se afianzó una
relación bastante particular entre el Estado y la cúpula empresarial argentina, que impidió la
formación de un proceso de desarrollo endógeno genuino sustentado en innovaciones
tecnológicas. Esto se debe a que dicha relación se caracterizó por la permanente búsqueda de
ganancias extraordinarias de parte de las empresas más importantes del mercado local, a través
de la construcción de mecanismos de vinculación preferencial con los sectores del aparato estatal.
La cúpula empresarial argentina, siempre obtuvo del Estado o rentas basadas en la explotación
simple de recursos naturales o sustentadas en ventajas monopólicas basadas en barreras al
ingreso creadas y mantenidas por políticas gubernamentales y no por innovación. Por lo tanto, no
es un actor capaz de generar el desarrollo sostenido de la economía nacional a partir de la
activación de círculos virtuosos de crecimiento basado en la obtención de rentas tecnológicas. Por
el contrario, sólo realiza opciones blandas de adaptación tardía a los cambios producidos en el
contexto internacional, conjugado con la obtención de rentas de privilegio facilitadas por el Estado.
La crisis de 2001 dejó al descubierto que las reformas no sólo no solucionaron ninguno de los
problemas que venían a enfrentar, tales como la escasez de exportaciones, dependencia
tecnológica, insuficiente acumulación de capital; sino que además incorporaron otros como la
desocupación y la pobreza: “las políticas neoliberales en la Argentina han generado una asimétrica
distribución del ingreso, por medio de la cual los sectores asalariados pierden progresivamente su
nivel de participación, mientras que los sectores más concentrados del capital se apropian de una
porción cada vez más mayor del producto global” (:116).
Adriana Puigross (2003) afirma que el proyecto educativo neoliberal tuvo dos momentos diferentes.
Tras la recuperación de la democracia, se enunciaron los diagnósticos generales que pusieron de
manifiesto la crisis del sistema educativo argentino poniendo énfasis en su estructura autoritaria y
la necesaria democratización de las prácticas educativas. En consonancia con ello, la función
política principal de la educación estuvo dirigida a desmantelar el orden autoritario a partir de la
transmisión de valores democráticos. Habiendo sido el sistema educativo uno de los principales
instrumentos para la afirmación de las concepciones autoritarias por parte del anterior gobierno, la
acción de la gestión de Alfonsín en torno a la democratización de la educación fue trascendente.
Para ello convocó al conjunto de las fuerzas políticas y sociales a debatir sobre la educación
nacional y elevó al Congreso un proyecto de ley para conmemorar el centenario de la Ley Nº 1.420
con la celebración de un nuevo Congreso Pedagógico Nacional. El Congreso se inició en 1984 y
durante tres años puso a toda la sociedad a discutir qué educación quería para sus hijos, aunque
sus resoluciones no fueron vinculantes. Pero, además, Alfonsín terminó con el control policial a
estudiantes y a docentes, con la currícula dictatorial y con las restricciones al ingreso a la
enseñanza media y a las universidades. Respetó el derecho de huelga y suprimió el decreto que
prohibía los centros de estudiantes en los colegios secundarios. En el nivel universitario restableció
la autonomía, el cogobierno, la libertad de cátedra y el sistema de concursos.
El segundo momento tuvo lugar durante la década de 1990. El texto de Lucrecia Rodrigo (2006)
analiza el proceso de descentralización educativa llevado a cabo durante esos años. Para ello, en
primer lugar, realiza una reconstrucción genealógica de la política de descentralización educativa
nacional, a los fines de dar cuenta de cierta continuidad histórica en el proceso por el cual el
Estado argentino fue delegando, progresivamente, las competencias en materia educativa en favor
de las jurisdicciones provinciales. En segundo lugar, destaca cómo la urgencia del Estado central
por disminuir el gasto nacional en educación, fue una de las variables centrales que definieron la
adopción de dicha estrategia.
En cuanto al primero de estos puntos la autora sostiene que, en Argentina, la problemática de la
descentralización de la educación se enlaza con el proceso de consolidación del sistema
educativo. Esto en tanto que el ordenamiento jurídico reconoció desde el principio atribuciones en
materia educativa tanto para el Estado Nacional como para las provincias. Sin embargo, la
problemática de la construcción de la Nación impulsó un cambio en favor del mayor protagonismo
del Estado Central en la provisión de la educación elemental. “Así, aunque desde la Constitución
Nacional se prescribió el ordenamiento de un sistema educativo con participación provincial y
nacional en su dirección y organización, en la práctica fue el Estado Nacional quien asumió la tarea
educadora en el país como consecuencia del papel central que jugó la educación en los procesos
de integración social y de consolidación de la identidad nacional” (Bravo, 1994:91).
Rodrigo sostiene que pueden distinguirse tres momentos en los que se articula la política de
descentralización educativa en la Argentina. Un primer momento, que se inicia tras la Revolución
Libertadora que derrocó a Perón en 1955. En esta primera etapa fue el sector privado quien se
benefició: durante esta época se sancionó una ley que permitió la creación de universidades
privadas, a la vez que se reglamentó la legislación que otorgaba subsidios a las escuelas privadas.
La segunda etapa se inició a finales del gobierno de Frondizi, en 1962, cuando el PEN por decreto
dispuso la transferencia masiva a las provincias de todos los establecimientos de nivel primario. Sin
embargo, la medida no prosperó y el mismo año el gobierno nacional se vio en la obligación de
anularla. Sólo se transfirieron 23 escuelas dependientes del Estado nacional que funcionaban en la
provincia de Santa Cruz. Hubo un nuevo intento de transferencia durante el onganiato entre 1968
y 1970 pero que, al igual que el anterior, también tuvo un éxito limitado: sólo fue posible el traspaso
de 680 escuelas primarias nacionales a las provincias de Buenos Aires, Río Negro y La Rioja. A
pesar de su fracaso, en 1970 se derogó la Ley Láinez, lo que impidió al Estado nacional la creación
de nuevos establecimientos educativos en territorios provinciales.
Este proceso adquirió su mayor grado de desarrollo durante la última dictadura militar cuando, en
1978, el gobierno de facto transfirió obligatoriamente a las provincias las tareas de gestión y
financiamiento de las escuelas de nivel primario. “Los argumentos esbozados fueron la búsqueda
de eficiencia y calidad, apelando nuevamente a los orígenes federales del sistema educativo
argentino” (:92). Pero el real objetivo de la acción de transferirlas siempre estuvo vinculado con la
disminución del peso del rubro “educación” dentro del presupuesto nacional. Los resultados de este
proceso no parecen haber sido muy positivos para la educación argentina: las provincias que
carecían de los recursos suficientes para afrontar semejante transformación se vieron en la
obligación de cerrar establecimientos educativos.
La tercera etapa se inicia en la década de 1990 a partir de la sanción de la Ley de Transferencia de
Servicios Educativos de Nivel Medio y no Universitario Nº 24.049 a las jurisdicciones regionales
del país. Con esta ley se transfirieron a las provincias y a la ciudad de Buenos Aires las escuelas
de nivel medio que dependían del Ministerio de Educación Nacional, la gestión de los servicios
educativos de enseñanza privada dependientes de la Superintendencia Nacional de Enseñanza
Privada y las instituciones pertenecientes al Consejo Nacional de Educación Técnica. También se
transfirieron por decreto del PEN en 1992 las escuelas normales dedicadas a la formación de
docentes, finalizando así con la descentralización de la gestión, el gobierno y el financiamiento de
las instituciones educativas de todos los niveles, con la sola excepción del nivel universitario.
En el escenario de reforma del Estado y de ajuste fiscal anteriormente descrito, la descentralización
de los servicios públicos fue una de las estrategias fundamentales para aliviar las cargas fiscales
del Estado Nacional. Por consiguiente, aunque desde el discurso oficial se privilegiaron los
aspectos educativos como los motores de la transferencia -democratización, calidad y eficiencia-,
las razones financieras resultan centrales para comprender el proceso. Las reformas implicaron un
achicamiento del Estado Nacional y la correlativa expansión de los Estados subnacionales, quienes
asumieron las funciones descentralizadas, principalmente en las áreas de salud y educación.
La conclusión del proyecto de transferencia resultó posible a pesar del reclamo de las
organizaciones sindicales, porque tuvo lugar en un contexto marcado por un fuerte aumento de la
recaudación de los impuestos coparticipables, lo cual se tradujo en un incremento de las
transferencias efectuadas desde el Estado Central a las provincias. Los recursos provinciales casi
se duplicaron entre 1990 y 1992 de manera que, aprovechando esta coyuntura favorable, al Poder
Ejecutivo Nacional no le costó demasiado imponer la transferencia de los centros educativos. La
mayoría de los gobernadores aceptaron financiar la transferencia con los recursos propios
provenientes de la coparticipación, a cambio de que el gobierno nacional garantizara cubrir
automáticamente el costo mensual de los servicios transferidos toda vez que el nivel de impuestos
total recaudado no alcanzara el promedio mensual del período abril-diciembre 1991.
Myriam FELDFEBER y Nora GLUZ (2011) sostienen que el proceso de transformación educativa
desarrollado durante la década de los 90’ se inscribe en el proceso de descentralización,
privatización y desregulación de los servicios sociales que acompañó a la reforma del Estado.
Durante las presidencias de Carlos Menem (1989-1999) se dio la autodenominada “transformación
educativa” que buscó establecer nuevos criterios de gestión en el funcionamiento del sistema,
basados en los principios de autonomía y responsabilidad individual por los resultados educativos.
Para ello la legislación constituyó uno de los instrumentos fundamentales que apuntaló la reforma.
En el texto se enumeran los elementos más relevantes del período en materia educativa. Se
destaca la Ley Federal de Educación (LFE) de 1993 que fue la primera en abarcar todo el sistema
educativo; el Pacto Federal Educativo de 1994 como herramienta para concertar federalmente las
acciones y los recursos para la implementación de la LFE; la Ley de Educación Superior de 1995,
que plasmó un modelo de Estado evaluador asociado a la lógica de mercado; y la Reforma
Constitucional de 1994, que incluyó los principios de gratuidad y equidad en materia educativa.
Para “compensar” las desigualdades se desarrollaron políticas asistenciales a través del Plan
Social Educativo (PSE), que funcionó desde 1993 hasta 1999 e incluyó entre sus iniciativas,
infraestructura escolar, material didáctico, útiles escolares, estímulo a las iniciativas escolares y
becas para estudiantes en riesgo de abandonar sus estudios. Operó centralizadamente, ya que la
definición de prioridades y líneas de acción se hicieron en el Ministerio de Educación Nacional,
mientras que las provincias se limitaron a seleccionar las escuelas que debían entrar a los distintos
programas. Esto implicó un cambio en los modelos de prestación de aspiración universal que se
habían expresado a lo largo de la historia del sistema educativo nacional.
Las autoras sostienen que “la implementación de la reforma de los 90’ redefinió el rol docente del
Estado, trasladó la responsabilidad a las jurisdicciones a la par que re-centralizó mecanismos de
control en manos del gobierno nacional; profundizó las diferencias entre las jurisdicciones y las
tendencias a la fragmentación del sistema; agudizó los problemas no resueltos del federalismo;
deslegitimó el saber de los docentes frente al saber de los expertos y situó a estudiantes en
condición de pobreza en el lugar de sujetos asistidos” (:343).
Gabriel Nardacchione (2012), por su parte, analiza los ejes retórico-políticos que articularon el
debate educativo-docente en Argentina durante la década de 1990. Sostiene al respecto que el
mismo osciló entre quienes sostenían la necesidad de una reforma modernizadora del sistema
educativo y quienes impulsaban una defensa político-sindical del modelo de educación pública.
Esta disputa se articuló a su vez en torno a los dos grandes paradigmas de reforma educativa que
se consolidaron a escala mundial a principios de la década de 1990.Ambos modelos estuvieron
encarnados por diferentes organismos internacionales: el Banco Mundial, por un lado, y
CEPAL-UNESCO por el otro. Pero a su vez cada paradigma tenía sus representantes en el país de
la mano de un think-tank local. En Argentina el paradigma del BM fue encarnado por FIEL, la
Fundación Banco de Boston, la UCA y el partido político “Acción por la República”. Mientras que el
de CEPAL-UNESCO fue sostenido por FLACSO. Este último es el que acabaría por imponerse.
El autor afirma que “el paradigma de la transformación educativa en Argentina se correspondió con
el marco ideológico general que ordenaron las relaciones entre el Estado y la sociedad. Esto es, la
primacía de la competitividad por encima de la formación ciudadana, la preponderancia de la
capacitación individual por sobre la integración social, la influencia de los imperativos
internacionales -a través de bancos y organismos- por sobre las demandas políticas internas, la
primacía de los resultados sobre la definición de las normas y, finalmente, el reemplazo de las
formas tradicionales de gestión normativa de la escuela por nuevos modos de gestión” (:415).
No obstante, aún en este contexto, se resistieron una serie de medidas sostenidas por el modelo
del Banco Mundial: no se fomentó un mercado de créditos educativos que introdujera la inversión
privada en la escuela pública; tampoco se promovió la privatización de la enseñanza superior
(terciaria y/o universitaria); y la introducción de incentivos individuales para fomentar el
perfeccionamiento docente no se implantó en el corazón de la reforma de la carrera magisterial. El
Ministerio de Educación tampoco tomó en cuenta los distintos proyectos de privatización ni de
municipalización del servicio educativo.
En contrapartida con los modelos educativos que proponían distintos actores exógenos y que
buscaban imponer sus condiciones al Estado argentino, la actividad sindical tuvo siempre una
doble faceta: la crítica del funcionamiento del sistema educativo en tanto docentes y la
reivindicación sindical en tanto trabajadores. La CTERA cumplió permanentemente ese doble rol.
No obstante, su intervención reconocería dos momentos bien diferenciados: a) una primera etapa
de resistencia sindical a favor de los derechos laborales (1990-1996) y b) una segunda en defensa
del espacio público de la educación pública (1997-1999). En la primera desarrolló una crítica
puntual de la reforma educativa en sus aspectos pedagógicos y laborales, subrayando los peligros
que representaba para los derechos docentes. Mientras que en la segunda, constituyó el marco
ideológico que serviría de punto de partida de una oposición político y social al gobierno nacional.
Para ello realizó un trabajo de identificación sistemática de las políticas educativas con las políticas
generales del gobierno de Menem, denunciando el trasfondo neoliberal de la reforma educativa.
Esto supuso el pasaje de la técnica a la política y el cambio del eje pedagógico-organizacional a
uno económico-social. La crítica de la CTERA, más discreta y puntual durante la transferencia de
los servicios a las provincias y la sanción de la LFE (1992-1993), subiría de tono frente a la reforma
educativa de 1994. La entidad reaccionaría contra la desresponsabilización del Estado en materia
educativa, el desfinanciamiento de los sistemas provinciales y la descalificación de los docentes.
El segundo periodo (1997-1999) se caracterizó por la articulación política. La CTERA abandonaría
la defensa sindical de sus derechos para pasar a la ofensiva política; articulando una red de
actores políticos y sociales, así como una crítica global de la política educativa en el marco de una
propuesta alternativa que contenía dos dimensiones principales: a) una reivindicación del
financiamiento y del compromiso del Estado sobre el ámbito educativo y b) una afirmación de los
valores y principios de la escuela pública.
No obstante, dentro de este modelo crítico, la CTERA no dudó en tomar posición frente a los ejes
sistémicos que proponía la reforma educativa. La calidad no debía ligarse a la eficiencia, ni a
criterios “teóricamente” objetivos de evaluación, sino a la recuperación del financiamiento, de los
valores ético-políticos y de la justicia del sistema educativo. Éste no debía incluir políticas
focalizadas sino universales, extendiendo la participación a todos los actores involucrados. La
relación educación-trabajo no debía centrarse en criterios mercantiles de oferta-demanda, ni
separar el trabajo intelectual del manual. Por el contrario, tenía que desarrollar las capacidades de
los alumnos, favoreciendo su comprensión de la realidad productiva y social. Los contenidos no
debían estar ligados ni a un mercado de conocimientos específico ni a un proceso de apropiación
natural de los mismos, sino a comprender su producción socio-histórica. La participación de los
docentes no debía limitarse al aula, sino también a la discusión de los ejes de la política educativa.
¿PROYECTOS POLÍTICOS Y EDUCATIVOS EN DISPUTA EN EL SIGLO XXI?
El último punto de esta unidad enuncia una pregunta: ¿Nos encontramos frente a proyectos
políticos y educativos en disputa en el siglo XXI? Formulamos este interrogante porque esperamos
que, en virtud del carácter contemporáneo de los acontecimientos abordados, puedan interpelar los
materiales bibliográficos que aquí les ofrecemos en diálogo con su propia vivencia como partícipes
del sistema educativo -sea como estudiantes o en el marco del desempeño de sus prácticas
docentes- a los fines de elaborar una respuesta para esta pregunta.
Asumimos como hipótesis de trabajo que, en las dos primeras décadas de este siglo, asistimos a
una nueva edición de la contienda que enfrenta proyectos políticos en disputa; pero que aún así,
los elementos de ruptura conviven con los de continuidad. Hemos decidido referir a los gobiernos
de Néstor y Cristina Kirchner que se sucedieron en el poder entre 2003-2015 como referentes del
“Proyecto Nacional y Popular”, intentando trazar una cierta continuidad con el proyecto político del
yrigoyenismo y particularmente del peronismo; y al gobierno de Mauricio Macri que ocupó el poder
entre 2015 y 2019 como “Proyecto Neoliberal Conservador”, intentando destacar sus semejanzas
con el proyecto político imperante desde la última dictadura militar -en el que se alternaron
gobiernos radicales y peronistas- hasta la caída del gobierno de la Alianza en diciembre de 2001.
En primer lugar, nos gustaría destacar el principal elemento de continuidad entre ambos: el
reforzamiento de la condición del país como proveedor de commodities en el mercado
internacional. Esto supone la existencia de un consenso generalizado respecto de la consolidación
de un patrón de acumulación de tipo extractivista, basado en la sobre-explotación de recursos
naturales, en gran parte no renovables, a través de un variado conjunto de actividades productivas
como son la megaminería a cielo abierto, la explotación hidrocarburífera, la expansión de la
frontera agrícola y forestal, etc.
Es en torno a este modelo productivo que se articuló el llamado “consenso de los commodities”
que lúcidamente mencionaba la “Revista Crisis” de cara a las elecciones de 2011 y al que entendía
como el dato duro que persistiría a la coyuntura electoral, independientemente de sus resultados.
Las consecuencias de esta lógica de acumulación son de público conocimiento. En términos
políticos y económicos, estos esquemas no sólo atentan contra la diversificación de las estructuras
productivas y favorecen la concentración de las rentas económicas en pocas manos -tanto internas
como extranjeras-; sino que fundamentalmente incrementan la dependencia externa, siendo la
Argentina tomadora de precios internacionales y dependiente de la demanda extranjera para la
colocación de estos productos.
En términos sociales dicha concentración se traduce en una profundización de los niveles de
desigualdad. Por un lado, el desarrollo de los procesos de explotación intensivos requieren de
costosas maquinarias e inversiones que reducen las posibilidades de participación de los pequeños
y medianos productores. Esto es particularmente evidente en el caso de la minería, donde un
puñado de empresas transnacionales se ocupa de la explotación de estos recursos a escala global;
pero también en el caso de la agricultura, donde los elevados costos productivos favorecen la venta
y/o arrendamiento de las parcelas más pequeñas en manos de los grandes productores.
Por último en términos ambientales, el avance de estas actividades productivas ha sido
acompañado en los diferentes territorios con la pérdida o el deterioro de bienes comunes, tales
como ocurre con la megaminería y la contaminación de los cursos de agua que pone en peligro la
vida de los pobladores y sus actividades productivas; o la expansión de la frontera agrícola a costa
del desmonte de bosques nativos y el incremento de ciertas patologías en poblaciones afectadas al
uso sistemático de plaguicidas y otros productos de base química.
Sin embargo, se reconocen también al interior de esta línea de continuidad, notables elementos de
ruptura. El texto de Eduardo Gudynas (2011) recupera este doble juego enunciando que, a pesar
del mentado “giro a la izquierda” latinoamericano, los sectores extractivistas mantienen su
importancia y son uno de los pilares de las estrategias de desarrollo actuales. Es por ello que
afirma que los llamados gobiernos progresistas no solo han mantenido esa tendencia, sino que
buscaron profundizarla, ampliándola a nuevos sectores.
Sin embargo, agrega que a pesar de la persistencia del estilo extractivista, no debe asumirse que
este es idéntico al que se observaba bajo gobiernos conservadores. Por lo tanto, la segunda tesis
que defiende en su análisis es que bajo el signo de los gobiernos progresistas se genera un nuevo
estilo de extractivismo. En el neoextractivismo progresista, el Estado es mucho más activo, con
intervenciones tanto directas como indirectas, sobre los sectores extractivos. Esto le permite captar
una mayor proporción del excedente, que destina a programas sociales que permiten una mayor
legitimación, tanto de los gobiernos como de los propios emprendimientos extractivistas.
A diferencia del extractivismo convencional caracterizado por el papel acotado del Estado que se
reduce a una estrategia de dejar hacer, dejar pasar; en el neoextractivismo cumple un papel mucho
más activo en el establecimiento de regulaciones que posibiliten esa apropiación del excedente que
mencionamos en el párrafo precedente. Esto se evidencia por ejemplo en la renegociación de
contratos de explotación, el incremento de las regalías pautadas, la obligación de cancelar divisas
en el país y la promoción del rol de empresas estatales en la explotación de los citados recursos.
La llegada al poder de Mauricio Macri en diciembre de 2015, dio origen a un nuevo proyecto
político. Siguiendo el argumento de Gudynas, esto supuso la transición de un extractivismo de tipo
progresista a otro de tipo conservador. Eso cambia el papel que se le reserva al Estado, el uso que
se hace de los excedentes que se capturan y la legitimación política que construyen en su entorno.
Puede decirse que el extractivismo progresista había tenido en la Argentina kirchnerista, elementos
neodesarrollistas y distributivos. El economista Claudio Katz define como los rasgos fundamentales
del neodesarrollismo la existencia de una mayor intervención estatal, la implementación de políticas
económicas heterodoxas, la promoción de procesos de industrialización y la reducción de la brecha
tecnológica. ¿Cuáles fueron las consecuencias concretas de la aplicación de estas políticas? En
primer lugar, el rol activo del Estado en la actividad extractivista. El estado intervino de manera
directa en algunos procesos -como ocurrió con Vaca Muerta tras la compra de YPF- pero también
de manera indirecta a través de su regulación -como por ejemplo a través de la obligación de las
mineras y petroleras de liquidar la totalidad de las divisas generadas con sus exportaciones en el
mercado cambiario local- y del gravado de impuestos –como las retenciones a la exportación-.
Pero, además, de manera simultánea, el Estado procuró estimular y sostener paralelamente el
proceso de industrialización que había quedado trunco con el golpe de 1976. Lo hizo a partir de
una política arancelaria proteccionista que permitió fundamentalmente la expansión de la industria
ligera nacional con eje en un conglomerado de pequeñas y medianas empresas; y a partir de la
consolidación de un mercado interno lo suficientemente activo como para absorber esa oferta.
Para lograrlo hubo que sellar la segunda pata del extractivismo progresista: su carácter distributivo.
Los excedentes recaudados fueron inyectados en el mercado interno bajo la forma de una
multiplicidad de políticas y programas sociales -AUH, Progresar, Procrear, jubilaciones de amas de
casa, etc.- que contribuyeron a garantizar un consumo interno sostenido a la industria nacional. Por
otra parte, el reforzamiento de las garantías laborales, junto con el impulso de los convenios
colectivos de trabajo y la firma de acuerdos paritarios que se actualizaban por encima de los
niveles de inflación, sumados a la implementación de políticas económicas heterodoxas -como los
subsidios al transporte, los combustibles, los servicios, etc.- contribuyeron a sostener en el tiempo
la capacidad adquisitiva del salario de la masa de los trabajadores. No obstante, estas acciones
impactaron de manera diferencial entre trabajadores registrados y quienes quedaban por fuera del
sistema provisional, engrosando las filas de los trabajadores informales.
Por último, avanzó también en el impulso hacia la reducción de la brecha tecnológica, que encontró
su ícono en la puesta en órbita de los satélites ARSAT, pero que también se vio reflejado en la
creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología, así como también la ampliación y el sostenimiento
presupuestario del sistema científico y tecnológico integrado por CONICET, INTA, INTI, entre otras.
Esta inversión en términos de la constitución de un mercado interno y de la consecución de una
cierta soberanía tecnológica, se emparentó con otras dos decisiones fundamentales orientadas a
reducir los niveles de dependencia externa del país: la política de desendeudamiento internacional
y el reforzamiento de los procesos de integración regional y la cooperación sur-sur.
En el primero de los casos, los acuerdos de renegociación de la deuda le permitieron a la Argentina
una quita inédita de alrededor del 75% sobre su monto total y la aceptación por alrededor del 90%
de los acreedores privados de los canjes propuestos contra títulos de deuda. Como resultado de
estas negociaciones, a lo largo del período, no sólo había decrecido considerablemente el
porcentual de la deuda en relación al PBI, sino que también se había modificado la composición de
la misma, reduciéndose el componente externo en relación al interno.
Por otra parte, el tejido de alianzas estratégicas regionales -aprovechando los triunfos electorales
de Chávez en 1999 en Venezuela, de Lula Da Silva en Brasil en 2002 y de Evo Morales en Bolivia
en 2006- permitió una actuación regional en bloque en las instancias de negociación hemisférica
que logró contrarrestar la hegemonía norteamericana. Entre los logros de esta estrategia pueden
mencionarse el rechazo a la firma del ALCA y la conformación de la UNASUR como instancia de
concertación política paralela a la OEA. A estos se sumaron otros nexos de cooperación de tipo Sur
– Sur, con países como Rusia, China o India, en una estrategia orientada a reducir los niveles de
dependencia externa generados por la propia posición argentina en el tablero geopolítico mundial.
Es decir: en su vertiente kirchnerista el modelo siguió siendo inequitativo y generando
desigualdades, pero el Estado procuró asumir frente a ello una estrategia “correctiva”, reparadora.
Esto supuso en términos concretos y discursivos, el establecimiento de una cierta preeminencia de
la política por encima del tecnicismo económico, que se tradujo particularmente en la inversión de
la subordinación a los organismos multilaterales de crédito que había caracterizado la política
económica durante la década de los ‘90. Fue justamente este punto lo que le permitió, a un
gobierno que había llegado al poder con un escaso apoyo electoral, construir su base de
legitimación política alrededor de un cierto consenso de orientación anti-neoliberal.
Kirchner necesitaba construir hegemonía y contaba para eso con la crisis de 2001 como un punto
de inflexión, como un símbolo del cambio de época del que podía servirse como mito fundacional.
Para lograrlo sostuvo las políticas de asistencia económica creadas por Duhalde para aplacar la
emergencia social, lo que le permitió cooptar en parte a los movimientos sociales que permanecían
muy activos. Pero también impulsó una política activa en materia de Derechos Humanos -con eje
en los crímenes del terrorismo de Estado primero y durante las gestiones de Cristinista Fernández
en los derechos de los feminismos y colectivos LGBTI+- que le permitió sellar una alianza política
con los movimientos sociales y las fuerzas políticas progresistas que perdura hasta la actualidad.
Decíamos anteriormente que con la llegada al poder de la alianza Cambiemos el modelo
extractivista progresista deja paso al extractivismo conservador. Es decir, el extractivismo persiste,
pero esta vez despojado de toda pretensión neodesarrollista y distributiva. En otras palabras, se
vuelve extractivismo, a secas. Esto supuso una redefinición del rol del Estado que se traduce más
que en una ausencia o retirada, en términos de una profunda redefinición de su presencia. Ahora el
Estado gestiona activamente en favor de los intereses directos de las compañías multinacionales.
Un ejemplo paradigmático respecto de este punto es la supresión de las retenciones a la minería.
Por otra parte, siendo el extractivismo a secas un modelo productivo anclado en la explotación de
materias primas, conduce inexorablemente a una reprimarización de la estructura productiva que
convive junto con la expansión del tercer sector, de manera paralela al abandono de toda estrategia
de industrialización. Esto último aparece condensado en las siguientes decisiones de política
económica: 1) la apertura de importaciones o lo que es lo mismo, la reducción de los aranceles de
los derechos de importación; y 2) la abrupta devaluación que disparó el precio de los insumos que
se cotizan a precio dólar -ya sin cotización oficial- lo que sumado al incremento de las tarifas
energéticas supuso un importante aumento en los costos de producción que se vio trasladado al
precio final del producto y a la consecuente contracción de los niveles de consumo.
Esto último se vincula a su vez con un segundo elemento: siendo el extractivismo un modelo que
produce en función del mercado internacional, se despreocupa de la consolidación del mercado
interno. En este contexto, la eliminación de los subsidios en rubros sensibles como energías y
transportes, la paralización de programas sociales y el congelamiento de la obra pública,
-disposiciones que deben ser entendidos al interior de un plan macroeconómico ortodoxo que
busca alcanzar las metas fiscales requeridas por los organismos de crédito como contraparte de su
voto de confianza- generan una pérdida progresiva del poder adquisitivo de amplios sectores de la
población que se traducen en una contracción generalizada de los niveles de consumo.
En este contexto la estrategia prevista por el gobierno para detener la caída de la rentabilidad de
las empresas, consiste en la adopción de una serie medidas orientadas a aumentar la flexibilización
y precarización laboral de los trabajadores, entre los que caben mencionarse los decretos
orientados a limitar los juicios por accidentes laborales y las presiones en torno al establecimiento
de un techo a los acuerdos paritarios; ambos orientadas a “reducir” los costos laborales. El
problema de esta estrategia reside en que la reducción de los costos salariales supone de manera
paralela la reducción de la capacidad de consumo de los mismos trabajadores y junto con ella una
reducción en la demanda de los productos de las compañías que los emplean.
Por último, el desarrollo tecnológico ha sido históricamente el principal cuello de botella que han
encontrado los países que asentaron sus procesos de industrialización en el modelo de sustitución
de importaciones. El desarrollo de la industria ligera que produce para el mercado interno demanda
de la importación de insumos y bienes de capital necesarios para la ejecución del proceso
productivo. Mientras que, la exportación de bienes primarios, en virtud del deterioro de los términos
de intercambio, es insuficiente para cubrir esa demanda. Esto genera un profundo desequilibrio en
la balanza comercial que se traduce en escasez de divisas. El desarrollo tecnológico pretende en
este sentido operar en ambas dimensiones: favoreciendo la producción interna de insumos y
bienes de capital e incrementando el valor de los bienes exportados en virtud de su valor agregado.
Esta deja de ser una variable relevante en el contexto de un modelo económico orientado a la
reprimarización de la economía.
El abandono de la pretendida autonomía tecnológica, sumado al progresivo desmantelamiento de
las condiciones y las garantías que sostenían el mercado interno; se complementa a su vez con las
otras dos herramientas que habían sido utilizadas hasta entonces para reforzar los márgenes de
maniobra del gobierno nacional en términos de política económica: la vuelta al endeudamiento
internacional y la priorización de las relaciones norte-sur. En un video que se viralizó en las redes
sociales en julio de 2015, el equipo económico de Mauricio Macri integrado por Carlos Melconian,
Miguel Ángel Broda y José Luis Espert, anunciaban expresamente que Argentina tenía “que pedirle
al Fondo” para aumentar sus reservas y “volver sobre sus pasos” corriéndose de las “alianzas
bizarras con Venezuela” para volver a “Occidente”.
En esta dirección se encaminaron las primeras decisiones del gobierno que incluyeron el acuerdo
con los fondos buitres vía emisión de nueva deuda -que si bien fue obra del macrismo sólo resultó
posible gracias al apoyo recabado entre diferentes sectores opositores- y la participación en el Foro
Económico de Davos y la creación de un “Mini Davos” en tierra argentina, así como también la
llegada de una “Misión” del Fondo Monetario Internacional después de muchos años en los que
esto no sucedía. Estos movimientos que se registraron en el inicio de la gestión, anticiparon la
apertura de una nueva fase de endeudamiento con el mencionado organismo. Según los datos del
INDEC entre finales de 2015 y finales de 2019, la deuda externa bruta se incrementó en un 76%.
Pero además, según los datos del balance cambiario presentado por el propio Banco Central para
este período, el Estado utilizó esos fondos para subsidiar la compra de divisas por parte de los
agentes privados. Esto supuso una reedición de la secuencia de endeudamiento estatal seguido de
fuga de capitales que inauguró el plan económico de Martínez de Hoz.
Por otra parte, la desactivación de las alianzas regionales -a partir del cuestionamiento a Venezuela
en el marco de las reuniones del Mercosur o el rápido reconocimiento del Gobierno de Temer en
Brasil surgido de una maniobra política cuanto menos sospechosa-, sumadas a un retorno a las
“relaciones carnales con Estados Unidos” -con la visita de Obama a la Argentina primero y la de
Macri a Trump después-, a las giras emprendidas por el Presidente por los principales países
europeos -Francia, Holanda, Alemania- y a la insistencia con un acuerdo de libre comercio del
Mercosur con la Unión Europea, dan cuenta de la segunda de estas cuestiones.
En síntesis: en su vertiente macrista el modelo acentúa las desigualdades que le son propias,
adoptando el Estado un papel sumamente activo en ese proceso de expansión y profundización.
García Delgado (2016) sostiene que en este proceso el “poder vuelva al poder”. Es decir que, con
el ascenso de la coalición política liderada por el PRO, el poder fáctico y corporativo de las
empresas más concentradas, cuenta ahora también con el poder del Estado.
Sin embargo, tal como señala el documento de trabajo de agosto del 2016 elaborado por el Centro
de Investigación y Formación de la República Argentina (CIFRA), esta vuelta presenta al menos
dos elementos novedosos. En primer lugar, es la primera vez que esto se produce a través del voto
ejercido democráticamente, es decir, sin fraude ni golpe de Estado. En segundo lugar, si bien
supone el retorno al patrón de acumulación basado en la valorización financiera del capital vigente
entre 1976 y 2001; mientras que en dicho período los grupos económicos locales y los grandes
terratenientes pampeanos constituyeron la fracción hegemónica dentro del bloque de poder, en la
actualidad son empresas, bancos y fondos de inversión transnacionales los que ocupan esa
posición. Esta conformación de la fracción hegemónica, explica la celeridad con que se adoptaron
las medidas orientadas a la desregulación del mercado financiero tales como la eliminación de los
controles cambiarios, la apertura del movimiento y el blanqueo de capitales, la emisión de deuda
para el pago a los holdouts, el incremento de las tasas de interés y la eliminación del cepo.
Es en función de todo lo expuesto que planteamos que las primeras décadas del Siglo XXI, nos
encuentra frente a una nueva edición de la disputa histórica entre proyectos políticos antagónicos.
Ahora bien, asumimos que, si dichos proyectos representan relaciones de dominación diferentes,
es probable que encarnen proyectos educativos también distintos.
En el artículo de Feldfeber y Gluz (2011) anteriormente citado, las autoras señalan que durante la
presidencia de Néstor Kirchner la legislación constituyó el instrumento privilegiado para orientar las
políticas educativas. Es por eso que entre los años 2003 y 2007 se sancionaron la Ley de Garantía
del salario docente y 180 días de clase de 2003. La primera contempla la posibilidad de asistencia
financiera del Poder Ejecutivo Nacional a las jurisdicciones provinciales que no pudieran saldar
deudas salariales con su personal docente, a los fines de garantizar continuidad en la actividad
educativa. La segunda, por su parte, fija un ciclo lectivo anual mínimo de 180 días efectivos de
clase para los establecimientos educativos de todo el país y estipula que, en caso de
incumplimiento, los gobiernos provinciales deben adoptar las medidas necesarias a fin de
compensar los días de clase perdidos. Por otra parte, la Ley del Fondo Nacional de Incentivo
Docente de 2004 prorrogó el fondo creado en 1998 para otorgar aumentos salariales a través de
una suma fija para todo el personal docente del país hasta la aprobación de una norma integral de
financiamiento educativo. Esto ocurriría en 2005 con la sanción de la Ley de Financiamiento
Educativo que estableció el incremento progresivo de la inversión en educación, ciencia y
tecnología hasta alcanzar en el año 2010 una participación equivalente al 6% del PBI. Esa misma
norma creó el Programa Nacional de Compensación Salarial Docente, para contribuir a compensar
las desigualdades en el salario inicial docente entre las diferentes provincias. Se sancionaron
también en el mismo período la Ley de Educación Técnico Profesional que regula y ordena esta
modalidad en el nivel medio y superior no universitario y la Ley Nacional de Educación Sexual
Integral que reconoce el derecho estudiantil a “recibir educación sexual integral en los
establecimientos educativos públicos, de gestión estatal y privada”.
Corresponde una especial mención a la Ley de Educación Nacional de 2006 en tanto evidencia
tanto elementos de ruptura como de continuidades respecto de lo establecido en la reforma de la
década de 1990. Las autoras sostienen que “el primer aspecto a destacar es la conceptualización
de la educación como bien público y como derecho social y la centralidad del Estado en la garantía
de este derecho. Estos principios se yuxtaponen con la formulación de la educación como un
derecho personal y con el rol de la familia como agente natural y primario de la educación tal como
lo establecía la ley federal de educación de 1993” (:347).
En términos de organización curricular modificó nuevamente la estructura de niveles y ciclos,
volviendo a los niveles de educación primaria y secundaria. A su vez, se extendió a cuatro años la
duración de la formación inicial. Por otra parte, creó el Consejo Federal de Educación, un
organismo de concertación, acuerdo y coordinación de la política educativa nacional y el Instituto
Nacional de Formación Docente. A este último le fueron asignadas las tareas vinculadas a la
capacitación gratuita del cuerpo docente, que fue a su vez asumida como una obligación del
Estado. La norma incorporó también dos nuevos tipos de gestión: las escuelas de gestión social y
cooperativa, reconociendo de este modo las experiencias educativas que desde la crisis están
desarrollando distintas organizaciones de la sociedad, incluidos los nuevos movimientos sociales.
A partir del análisis de esta normativa, las autoras concluyen en que “las transformaciones en la
política educativa del periodo en cuestión muestran importantes avances y no pocas
ambigüedades. Los cambios legislativos y en la política nacional permitieron un incremento de la
inversión educativa, el establecimiento de un piso salarial docente en todo el país, un intento de
recuperar políticas de inspiración universal y una mayor preocupación por la articulación del
sistema educativo federal. No obstante, no se avanzó en la discusión respecto de qué es lo público
en educación sosteniendo la definición de las escuelas en función del tipo de gestión (estatal,
privada, social y cooperativa), continuaron con modalidades de intervención por programas hacia
los sectores en condición de pobreza superponiendo objetivos universales y particulares y no se
han logrado articular políticas que ayuden a resolver los problemas de larga data vinculados con la
gestión federal de la educación y con la fragmentación del sistema” (:350).
Las políticas educativas implementadas durante el primer mandato de Cristina Kirchner se
concentraron en lograr la inclusión de los sectores excluidos del sistema, para cumplir con la
obligatoriedad escolar establecida en la LEN. En esta línea se inscriben, además de la AUH, las
políticas para la escuela secundaria obligatoria y el desarrollo de un programa de inclusión digital a
través del programa “Conectar-Igualdad”, tendiente a la inclusión digital. En esta dirección se
sumaron las leyes de Centros de Estudiantes y de Promoción de la convivencia y el abordaje de la
conflictividad social en las instituciones educativas en el año 2013; el Decreto que promueve el
Programa de Respaldo a Estudiantes Argentinos (Progresar), la Ley del Sistema Nacional de
Bibliotecas Escolares y Unidades de Información Educativas y la Ley de Educación Inicial de 2014.
Todas estas medidas se basaron y ejecutaron conjuntamente con el incremento del financiamiento
educativo: en el año 2009 la inversión superó la meta prevista llegando a representar el 6,4% del
PBI; pero como es sabido, el crecimiento de los recursos no ha logrado modificar los desiguales
niveles de inversión educativa entre los distintos distritos provinciales.
Laura Rodríguez (2017) analiza las decisiones más relevantes – destinada a los niveles primario,
secundario y superior no universitario- que se implementaron durante el primer año de la gestión
del Ministro de Educación y Deportes, Esteban Bullrich (diciembre 2015- diciembre 2016)
correspondiente a la coalición de gobierno “Cambiemos”. La hipótesis que guía el trabajo es que
durante esta gestión se trató de sentar las bases para una nueva educación, ignorando lo realizado
en la fase precedente, sobre la idea base de que el sistema educativo debía estar al servicio de las
necesidades del sector privado empresarial. Destaca también el desconocimiento de los nuevos
funcionarios sobre el área y las cuestiones educativas. Esto último se puso de manifiesto cuando,
en una de las primeras disposiciones del Ministerio de Educación y Deportes se hacía referencia a
la Ley Federal de Educación y el Pacto Federal Educativo, ambas derogados por la LEN.
La autora destaca que en febrero de 2016 se publicó el Decreto N°336 que establecía que los
convenios celebrados con universidades nacionales o privadas cuya continuidad no había sido
expresamente solicitada hasta el 29 de febrero de 2016, quedarían sin efecto a partir del 1 de abril
de 2016. La medida tuvo un impacto sensible en la planta del personal de los distintos organismos
públicos, ya que cientos de trabajadores habían ingresado como personal de asistencia técnica. A
partir de esto se vieron afectados los equipos centrales y los que gestionaban en el territorio
Programas como Progresar, Conectar Igualdad, Primaria Digital, CAJ, CAI, FinEs, Turismo
Educativo, Orquestas Infantiles y Juveniles y Radios Escolares.
Si bien el CFE, aprobó por medio de la resolución N° 286 el Plan Nacional de Formación Docente
(2016-2021), hacia fin de año la encargada del área notificó a todos los docentes que no impartían
las clases en los cursos y en los Postítulos -alrededor de 2600-, que sus contratos cesaban porque
habían decidido cerrarlos y enviar esos fondos a las provincias. Debido al rechazo que provocaron
estos cierres, el ministro Bullrich debió revisarlos en enero de 2017, dando marcha atrás en
muchos casos particulares. En diciembre de 2016 Conectar Igualdad se transfirió a la órbita de
Educ.ar Sociedad del Estado, dentro del Ministerio de Educación y Deportes (Decreto 1239/16). En
el transcurso del año las nuevas autoridades de Conectar Igualdad modificaron las orientaciones
teóricas y pedagógicas con las que venían trabajando los docentes en las provincias, al tiempo que
se desfinanció la entrega de computadoras.
Desde mediados del año 2016 distintas entidades civiles y gremiales comenzaron a llamar la
atención por una evidente subejecución del presupuesto del Ministerio. En suma, el primer año de
gestión marcó una clara tendencia hacia la desfinanciación y la descentralización de las políticas
socioeducativas. La autora agrega que el presupuesto para ese primer año eliminó la formación en
investigación, el otorgamiento de becas para posgrado y especialización, la formación y promoción
de proyectos institucionales de memoria y derechos humanos, la provisión de bibliotecas para los
institutos y la publicación de materiales diversos, entre otros.
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