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QUÉDATE CONMIGO

ANYTA SUNDAY

Traducido por
VIRGINIA CAVANILLAS
Índice

Quédate conmigo

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
Primera publicación en 2019 por Anyta Sunday
Contacto: Bürogemeinschaft ATP24, Am Treptower Park 24, 12435 Berlín, Alemania.

Una publicación de Anyta Sunday


http://www.anytasunday.es

Copyright 2021 Anyta Sunday

Traducción: Virginia Cavanillas


Corrección: Pilar Medrano

Diseño de portada: Natasha Snow

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida sin previo permiso del propietario del
copyright de este libro.

Todos los personajes de este libro son ficticios y cualquier parecido con otras personas, vivas o muertas, es una
mera coincidencia.

Este libro contiene escenas de sexo explícito.


Quédate conmigo

Ben:

Está bueno a morir, está centrado y con su vida organizada y, en mi caso, además, está
prohibidísimo.

Hace un año que me hice cargo de la custodia de mi hermano Milo. Y se me da fenomenal cuidar
de él. Bueno, se me da bien. Más o menos. Vale, puede que se me dé fatal.
Mierda. Necesito centrarme. Necesito ser el mejor hermano del mundo. Y necesito vender la
casa de nuestros padres.
Aunque, primero, tengo que arreglarla. Y no es que a mí se me conozca por ser el rey del
bricolaje… Pero el profesor de Milo sí que lo es.
También es increíblemente guapo, fuerte y muy capaz. Así es Jack: mi polo opuesto, mi
modelo a seguir, mi fantasía nocturna.
Y Jack necesita un sitio en el que quedarse una temporada.
¿Qué hay de malo en que viva en nuestra casa durante medio año? Puedo mantener las manos
quietecitas. ¿No?

Jack:

Qué guapísimo es.

Pero entra en la categoría «padre de alumno» y tiene dieciséis años menos que yo.
Y esa es una línea que nunca he cruzado.
Que Dios nos asista.
Para mi maravilloso hijo.
Me retas, me llenas de alegría y aprendo de ti cada día.
Capítulo Uno

BEN

A ún medio dormido, entro en nuestra minúscula cocina poniéndome a trompicones unos


vaqueros ajustados.
—Joder. ¡Milo, corre, vamos con retraso!
—Tú vas con retraso, querrás decir.
Mi hermano de once años está sentado a nuestra mesa enana de comedor, apretujado en su
silla, con un buen puñado de cereales esparcidos frente a él y con varias manchas de leche
adornando su uniforme azul marino y dorado.
Me abrocho el botón de los vaqueros mientras cojo un cuenco y vuelco la caja de cereales
sobre él. Caen unas migajas y poco más.
Por favor, que haya Fanta en el frigorífico.
—No queda Fanta —me dice, riéndose, cuando ve a donde me dirijo.
El día acaba de convertirse en un auténtico desastre.
—¿Cuántas latas te has bebido?
Milo hace un gesto hacia la caja de cereales y me dice:
—Es que casi no quedaban.
Miro la superficie de la mesa y veo dos latas de Fanta volcadas y vacías.
—Si te hubieras echado los cereales que quedaban dentro del cuenco y no alrededor, habrías
tenido suficientes. Y yo no tendría que ir a mi mierda de trabajo de esta mala leche.
—¿De verdad crees que la Fanta hubiera ayudado algo en eso?
—Graciosillo. Coge la mochila, nos vamos al colegio.
Milo me saca la lengua.
—Tu momento favorito del día, ¿a que sí?
—Sobre todo en esos días en los que me dejas sin Fanta —le contesto, imitándolo, y
sacándole yo también la lengua.
—Tienes un problema, Benny.
—Tengo más de uno, renacuajo.
Se queda mirándome el pelo, mi pelo rojo anaranjado, y hace una mueca.
—Sí que lo tienes, sí.
Me río. De repente, noto un olor horroroso. Milo me dedica una sonrisa culpable.
—Los pedos no olerían tan mal si nos mudáramos a la casa principal. Más espacio, menos
peste.
No es su primer intento de salir de la casita de invitados en la que estamos viviendo, pero sí
es el más oloroso.
A ver, nos estamos quedando en la casa del jardín. Son solo dieciocho metros cuadrados y, sí,
nuestras habitaciones son enanas. Y vale que el baño lo componen solo un plato de ducha y un
váter, con lo que nos tenemos que lavar las manos en el fregadero de la cocina. Pero, oye,
tenemos lavavajillas. ¿Dónde ha quedado eso de dar gracias por las pequeñas cosas?
Milo me pone cara de corderito degollado e insiste:
—Porfaaaa… Quiero volver a mi antigua habitación.
Trago saliva con fuerza.
—No puedo tener esta charla desprovisto de Fanta como estoy ahora mismo.
—¿Desprovisto?
—Que me falta. Que no tengo.
Milo finge dispararme con dos dedos, como solía hacer mi padre.
—Puede que tú estés desprovisto de Fanta, pero yo no estoy desprovisto de fantasía.
Dejo de recoger los cereales que estoy recolectando de encima de la mesa y miro a mi
hermano pequeño. Se me hace raro verme tan reflejado en él. Y es algo que ha ido a más a lo
largo de este último año. Estoy orgulloso y preocupado a la vez. Es algo así como: no sé qué
cojones estoy haciendo con su educación, pero, oye, al menos cada día es más ingenioso.
Me meto en la boca los trocitos de cereales que he ido encontrando y cojo las llaves.
—Levanta el culo y al coche —le digo. Pero Milo se pone cómodo en la silla y me mira
desafiante—. Lo digo en serio, renacuajo.
No se inmuta.
—¿No deberías llevar puesta tu camiseta de Te Papa?
Bufo.
—Ni de coña voy a ponerme la camiseta del curro un minuto antes de lo necesario.
Se queda mirando la camiseta que llevo puesta y, de repente, me arrepiento mucho de no
haberme puesto el polo azul turquesa y blanco del trabajo. Mi hermano lee en voz alta:
—¿Pídemelo con educación y me tienes de rodillas al instante?
Hago una mueca de dolor.
Esto es lo que me pasa cuando no duermo. Que ni pienso en lo que me pongo.
—Quiere decir que con educación se llega a todas partes. Ya sabes, un «por favor», y me
pongo de rodillas a dar gracias por tan buenos modales.
No cuela.
—Deberías hacerte de rogar un poquito más —me dice.
Noto cómo una ola de calor empieza a treparme por el cuello. Mierda. ¿Qué debería
contestar? ¿Qué le hubieran dicho mis padres?
Claro que mis padres nunca hubieran necesitado contestar a semejante cosa, dado que nunca
hubieran usado una camiseta así de sugerente.
Hago girar las llaves en un dedo y miro hacia la puerta.
—Mira, un día descubrirás que sientes… cosas y es importante que sepas que eso no está
mal… Expresar lo que de verdad sientes no es algo malo, siempre y cuando los implicados estén
de acuerdo y se tomen precauciones. Bueno, ya sabes.
Milo observa mi incomodidad encantado. Quien dijera eso de «donde las dan, las toman»
tenía muchísima razón.
Mi hermano está haciendo lo mismo que hacía yo hace doce años: tocar las narices a mis
padres sin vergüenza alguna mientras Milo lloraba sin parar en su cuna.
—Ay, pues no sé —me dice sin poder disimular su sonrisilla. Aún no ha aprendido a hacerlo
—. ¿Por qué no me cuentas más?
—No con el estómago vacío. —Cojo mi cartera de donde suelo dejarla al lado de la tostadora
—. ¿Cuánto me va a costar que levantes el culo de la silla y lo metas en el coche?
—Veinte dólares.
—Pues sí que es verdad lo de que no estás desprovisto de fantasía —le digo, lanzándole dos
dólares.
Los coge y se dirige a la puerta.
—No es una fantasía —me dice en voz baja mientras pasamos por delante de la casa
principal de camino al coche, la gravilla crujiendo bajo nuestros pies—. Quiero volver a mi
antiguo cuarto.
Lo abrazo de lado, pegándolo a mi costado, y suspiro sobre su pelo rubio y suave.
—Creí que ya te había pagado para que dejaras de tocar temas incómodos.
Alza la vista y me mira.
—Algunos temas no tienen precio.
—Necesito beber algo.
Hacemos una parada de camino a Kresley, el colegio de Milo. Es él quien se baja del coche
en cuanto me detengo frente a la tienda, diciéndome que no tardará nada. Vuelve al momento
con una botella de mi refresco naranja favorito.
—Bébetela.
Quito el tapón, doy un trago y… qué cosa más deliciosa. Las burbujas me hacen cosquillas
en la lengua y en la garganta y, en cuestión de segundos, me burbujea hasta la sangre. Es
fantástico.
Cuando miro a mi hermano ya no sonríe. Ahora se limita a mirar por la ventana, dejándome
ver quién es en realidad: un niño que está sufriendo, que lleva su luto como puede y que, al igual
que yo, se esconde detrás de una capa de humor.
Quiero poder llegar a él, a esta parte de él. Igual que me gustaría que alguien hiciera
conmigo. Pero no sé cómo.
—Esta bebida es casi tan dulce como tú, hermanito.
Se encoge de hombros.
—Ninguno de mis profesores cree que sea dulce.
—Pff, profesores. Qué sabrán ellos.
—Multiplicar, la capital de Australia, cómo construir una casita para pájaros…
—A ver, sé contar, la capital de Australia es Canberra y… vale, en lo de la casita de pájaros
me has pillado.
Milo suelta una risotada.
—La capital de Australia es Sidney. Todo el mundo sabe eso.
Ay, madre. Y lo dice tan seguro. Sin saber que está equivocadísimo. La reunión con sus
profesores de esta tarde va a ser superdivertida.
—Bueno, a lo que iba: ninguno de ellos te conoce como te conozco yo.
Milo se cruza de brazos en un gesto de lo más dramático.
—Mi vida es tan triste…
Me incorporo al tráfico de nuevo y me bloqueo, se me cala el coche. Un autobús pita detrás
de mí.
Maldigo y arranco de nuevo, muy consciente de que Milo se está tensando a mi lado.
Conducir no es nuestro pasatiempo favorito.
Le sonrío para hacerle saber que lo tengo todo bajo control y hago una nota mental para
llevar el coche al taller este fin de semana.
El autobús vuelve a tocar el claxon cuando reduzco la velocidad ante la luz ámbar de un
semáforo.
—Qué pesado el del autobús, a lo mejor pita porque le gustas, en plan, que lo pones
cachondo.
—No seas grosero. —El conductor del autobús vuelve a pitar—. Pero sí, a lo mejor tienes
razón.
Cuando aparcamos en Kresley, Milo mira sin ganas a la marea de estudiantes que se dirige a
clase.
No quiero meterle prisa, pero el reloj del salpicadero me recuerda que en veinte minutos
tengo que estar vestido y con una sonrisa deslumbrante. Y el tráfico por el túnel a estas horas es
un infierno.
Bebo un poco más de Fanta.
—¿Qué pasa, Milo?
—Anoche vi tu portátil. Estaba abierto y le eché un vistazo cuando te fuiste al baño.
Me quedo helado.
Que. Alguien. Me. Mate. Ya.
—Vale, esto es un poco incómodo —digo.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
No es que alguna vez haya negado que soy gay. Es solo que… nunca ha salido el tema. Me
encojo de hombros.
—No creí que fuera importante.
—Pues sí que lo es. Y lo odio.
Agarro la botella con fuerza, el plástico se me resbala porque de repente la mano me suda
mucho.
—Pues tú no tienes opinión al respecto, Milo. Es mi vida.
—Pues es muy egoísta por tu parte. Y a mamá y a papá les habría parecido fatal.
No hay suficiente Fanta en el mundo que me ayude con ese golpe.
Tengo la garganta seca y la voz me sale ronca cuando digo:
—Bueno, supongo que ahora nunca lo sabremos.
A Milo le tiembla el labio inferior y no sé qué hacer: si seguir dolido por lo que me acaba de
decir o consolarlo yo a él.
Estoy cagándola a lo grande en el único trabajo que me encomendaron nuestros padres.
—Hablamos luego de esto, ¿quieres?
Milo sale del coche, pero se acerca de nuevo y me quita mi Fanta.
—Compra más, la vamos a necesitar.
Capítulo Dos

JACK

S oy su profesor, se supone que no debo reírme.


Pero me resulta difícil aguantar la risa mientras escucho las tonterías que Milo le está
diciendo a su amigo Devansh en mi clase de carpintería.
—Aleja tu sucio martillo de mi agujerito, alcornoque —le dice.
Miro a Milo por encima de las casitas para pájaros a medio construir que hay esparcidas por
encima de la mesa.
—¿Qué? —me pregunta él, con una sonrisa enorme—. El alcornoque es un tipo de madera,
es un insulto totalmente aceptable en esta clase…
—Para —le digo, y sigo lijando el pomo que estoy arreglando.
Hay cientos de razones por las que tengo a Milo trabajando en mi mesa. Y casi todas tienen
que ver con las barbaridades no aptas para menores que suelta por esa boca.
Si buscas en el diccionario la definición de «bocasucia», te aparecerá la foto de Milo
McCormick. Este niño no tiene filtro.
Tras varias quejas de algunos padres, la directora del colegio nos ha pedido a sus profesores
que lo atemos más en corto y lo controlemos un poco. Y hacemos lo que podemos, pero es difícil
ser duro con el crío.
Tiene once años y solo ha pasado uno desde que el coche de sus padres se precipitara por
Rimutaka Hill Road, cayendo en picado y matando a ambos en el acto. Todo el mundo lo sabe.
Toda Nueva Zelanda ha oído hablar del accidente de los McCormick. La noticia abrió cada
telediario aquel fatídico día, usándose como un recordatorio de la importancia de conducir con
cuidado tras la vuelta de las vacaciones de Semana Santa.
Este es el primer año que lo tengo en mi clase, pero, a juzgar por lo que sus antiguos
profesores dicen, antes del accidente Milo era un niño muy callado.
Me cuesta creerlo, la verdad.
—Mi religión dice, y creo en ello firmemente, que todos los extraterrestres tienen la polla del
tamaño de esta regla.
Por Dios. Hago un esfuerzo para no reírme.
Vuelvo a mirarlo.
—Eso es un nivelador, no una regla. Menos parlotear y más martillear.
Milo se ríe y le hace un gesto a su amigo que me alegro de no ver.
—Podría estar dándole al martillo toda la noche —dice.
¿Por qué el timbre nunca suena cuando uno más lo necesita?
Y sigue:
—Bueno, y si fuera un extraterrestre ni te cuento. O Jesús.
Se me escapa una risotada que cubro fingiendo toser. Estoy seguro de que este niño no sabe
nada de religión.
—Diez minutos para que acabe la clase —le digo—. Prohibido hablar hasta que suene el
timbre.
—¿O qué?
Aunque mi tono de voz es severo, si quiero que me haga caso, tengo que amenazarlo con
algo real.
—O Devansh y tú tendréis que recoger todo antes de iros.
—Pero si siempre nos obliga a recoger todo antes de irnos.
Intento que el cariño que siento por él no se note porque, además, mi reputación de profe
duro depende de ello.
—Todo. Vuestra mesa y las de vuestros compañeros. —Noto que va a replicar y añado—: Y
el serrín de las papeleras.
Eso parece funcionar, así que me lo apunto para usarlo en el futuro.
Cuando suena el timbre, todos los niños salen pitando menos él, que se queda sentado en su
taburete, jugueteando con el nivelador.
Me mira de reojo mientras recojo los martillos y algunos cuantos clavos desperdigados por
las cinco mesas de trabajo que componen mi taller. Me acerco a él.
—¿Qué pasa? —le digo.
—Esta tarde vienen los padres a conocer a nuestros profesores —dice, encogiéndose más en
su silla.
Me agarro al borde de la mesa y me agacho para quedar a su altura.
—Sí, lo sé.
Aparta la mirada.
—Mi hermano Ben va a venir.
La profesora Devon ya me ha comentado que ha pedido a Ben McCormick que venga. Por lo
visto fue su profesora hace unos doce años y dice que el comportamiento de Milo es idéntico al
de su hermano por aquella época. Y según parece, alguien tiene que hacerle saber a Ben que es
muy mala influencia y que no está preparado para ocuparse de su hermano.
—Había pensado que… ¿quizá usted podría hablar con él? —me dice.
—¿Quieres que le enseñe tu trabajo?
Se encoge de hombros.
—No, no sé… Da igual.
La mayoría de los padres no están interesados en conocer a los profesores de las asignaturas
optativas de sus hijos, pero nos solemos quedar igual en nuestras clases por si alguno decide
hacernos una visita. Me parece estupendo que su hermano venga a hablar conmigo, porque mi
taller de carpintería es la única clase en la que Milo está participando de forma activa. Puedo
contarle algo bueno sobre él, que seguro que lo necesita.
Porque, seamos sinceros, detrás de los martillos, los agujeritos, los alcornoques y los «mi
religión dice…», Milo es un niño que está sufriendo y que reclama atención como puede.
—¿De qué quieres que hable con tu hermano?
Milo parpadea rápido y aprieta con fuerza la mandíbula, como si estuviera tratando de
contener las lágrimas. Tratando de hacerse el duro y seguir con su fachada de graciosillo. Cómo
lo siento por él. Es solo un crío.
Solo eso: un crío.
—Estoy aquí para lo que necesites, Milo. Dime, ¿qué pasa?
A Milo se le rompe la voz cuando me dice qué es lo que quiere.
Capítulo Tres

BEN

¿D ónde mierda está el ala C?


Me detengo en medio del patio con un nudo en el estómago. Ya llego cinco minutos tarde y,
aunque recuerdo varios de los edificios de mis años en Kresley, no tengo ni idea de a dónde
dirigirme. ¿Ala C? Ni siquiera sabía que hubiera un ala C.
Por Dios, qué silencio. ¿Habré apuntado mal el día? ¿O es que los demás padres han llegado
puntuales como los adultos responsables que son?
Respiro una bocanada de la brisa salada que me rodea, deseando poder ser una gaviota para
sobrevolar en círculo los edificios y poder encontrar aquel al que se supone que tengo que ir.
Que seguro que la profesora Devon me echaría la bronca igual, pero bueno. Cabe la
posibilidad de que la edad le haya suavizado un poco el carácter.
Quizá no sea demasiado dura si le explico que se me ha calado el coche y he tenido que bajar
la cuesta hasta aquí en punto muerto. Y muerto de miedo es como estaba. Aterrorizado.
Ojalá. No pierdo la esperanza.
A ver… apuesto por el edificio de colores chillones. ¿O será ese otro más alto?
Había más luces encendidas en el alto.
Hay un camino rodeando el césped del patio, pero decido atajar por la hierba. Si puedo ganar
aunque sea solo un minuto…
Me resbalo en un charco de barro y me caigo de culo. Me apoyo con ambas manos en el
suelo y la hierba mojada y embarrada se cuela entre mis dedos.
Me levanto, riéndome.
Días como este son los que ponen a prueba mi entereza.
—Los atajos nunca acaban bien.
Me giro. A unos diez metros, apoyado contra la pared de la rampa que lleva a las clases de
arte y tecnología, puedo ver la silueta de un hombre. El sol se está poniendo a su espalda y me es
difícil verlo con claridad.
Me quito los manchurrones de barro de mis vaqueros buenos y digo:
—No hace falta que lo jures.
Se ríe.
—Espera un momento, que te traigo una toalla.
El hombre, un profesor o un padre que está en el cole como en su casa, entra en el pequeño
edificio a su lado.
No está en absoluto en la dirección a la que me dirigía, pero tampoco puedo ir con todo este
barro a la clase de mi hermano. Quizá este chico pueda darme indicaciones de hacia dónde tengo
que ir.
Me acerco a la rampa justo cuando sale mi héroe blandiendo la toalla de la salvación. Sus
ojos brillantes me recorren de arriba abajo conteniendo la risa de milagro.
Me pasa la toalla.
—Aquí tienes, sírvete tú mismo.
Me froto con rapidez. Un trozo de barro sale disparado del talón de mi bota y no me queda
más remedio que recogerlo con la toalla. Deslizo la mirada por el tipo y he de decir que ha
perfeccionado y mucho el estilo leñador: botas con puntera metálica, vaqueros y camisa de
franela.
Me yergo. El tío tiene un cuerpazo y exuda masculinidad por todas partes: hombros anchos,
mandíbula cuadrada con un ligero rastro de barba y cejas pobladas.
Unos ojos verdes absorbentes brillan llenos de humor, suavizando así la firmeza natural de su
rostro. Alza una ceja y le sonrío.
—¿Cuál es el protocolo a seguir en estos casos? ¿Te devuelvo la toalla o me la llevo a casa
para lavarla antes?
Me hace un gesto hacia la toalla en cuestión —más marrón ahora que su azul original— y la
coge con su enorme mano.
—¿A dónde te dirigías?
—Al ala C. Allí me espera una gallina loca con unas ganas tremendas de abrirme la garganta
y darse un festín con mis entrañas.
—¿La profesora Devon?
Le hago un gesto con los dedos fingiendo dispararle. Soy hijo de mi padre, qué le vamos a
hacer.
—Cinco puntos para Gryffindor.
Me señala el campo de fútbol y me dice:
—Está detrás del gimnasio.
Bajo la rampa y corro hacia el patio.
—Deséame suerte.
Oigo cómo se ríe entre dientes a mi espalda mientras me dirijo a toda prisa a mi destino.
—Con la camiseta que llevas, vas a necesitar algo más que suerte.
Joder. La camiseta. Sabía que se me olvidaba algo.
Al doblar la esquina, en un rincón oscuro, me la quito y me la pongo del revés, notando el
barro frío y pegajoso contra mi piel. Cuando llego al aula, ahí está la profesora Devon, con ese
aire tan profesor Snape que la caracteriza. Me siento en una silla frente a su escritorio repleto de
papeles.
Mirarla es como volver al pasado. Lleva el mismo estilo de siempre: chaqueta de lana y unas
gafas enormes que pueden dar la falsa impresión de que es moderna y va a la moda. Da unos
golpecitos en la mesa con la correa metálica de su reloj.
—Por Dios, profesora Devon, no ha cambiado usted ni un poquito.
Me mira con los ojos entrecerrados.
—Benjamin Jeremiah McCormick. Parece que tú tampoco has cambiado nada.
Las repentinas ganas de vomitar son enormes. ¿Está a punto de decirme que estoy haciéndolo
mal con Milo?
Por favor, por favor, que me diga lo que sea menos eso.
No puedo escuchar algo así.
Porque yo también creo que puede que lo esté haciendo mal.
Capítulo Cuatro

JACK

E stoy sentado a mi mesa mirando casas en uno de los portátiles del colegio. Necesito
encontrar un nuevo proyecto de remodelación y dejar de vivir en la casa que acabo de
terminar de reformar. Cuanto antes, además. Porque se la he vendido a mi ex y a su pareja, Sam,
y llevamos una semana viviendo juntos bajo el mismo techo. Y aunque nos llevamos muy bien,
no quiero seguir compartiendo pared con los tortolitos. Es muy raro.
Ha llegado el momento de encontrar una casa pequeña y destartalada que poder renovar.
Algo temporal y asequible.
Algo para hacer tiempo hasta que pueda comprar la casa de mis sueños. Esa por la que llevo
ahorrando ocho años.
Esa que compraré cuando el dueño se decida a vender.
Pero nada me llama la atención ahora mismo, nada me inspira.
Alguien se aclara la garganta.
Del brinco que doy me golpeo contra la mesa, justo encima del codo, en el llamado hueso de
la risa. Me trago el quejido y dirijo la vista hacia la puerta. Mi pulso se relaja.
No es el hermano de Milo.
Intercambio unas cuantas palabras con el visitante, un padre curioso, antes de que se vaya.
Un par de padres más se pasan por el taller, pero no hay rastro de Ben McCormick.
Miro el reloj: son las siete. Las entrevistas deberían de haber finalizado ya.
Espero diez minutos más, en caso de que se haya retrasado por lo que sea.
Aunque tengo el presentimiento de que Ben era el chico pelirrojo con el que me he
encontrado antes. El que llevaba esa camiseta tan desafortunada y estaba lleno de barro. Ese que
se ha encogido de dolor ante la mera mención de la profesora Devon. Ojalá le hubiera
preguntado. Ojalá hubiera aprovechado esos momentos para hablar con él de lo que Milo me ha
confesado con el corazón en la mano.
Recojo mi mesa y cierro la clase. Una suave brisa salada me acompaña hasta la parte trasera
del colegio, donde suelo aparcar mi camioneta; ocupa muchísimo y ya andamos bastante justos
de espacio en el aparcamiento para empleados.
Casi ha oscurecido, el cielo está teñido de un tono rojizo y las farolas iluminan las vallas de
madera de la calle.
En un día normal no se oiría ningún ruido salvo el soplar del viento y el sonido de mis botas
contra el suelo. Pero, esta noche, eso cambia.
Al otro lado de la calle, bajo las sombras de un pohutakawa, veo una figura que reconozco al
instante. Está levantando el capó de un coche, con sus vaqueros llenos de barro y las botas
hundidas en un charco.
El aire arrastra su voz hacia donde yo estoy:
—Vamos a ver, ¿qué es lo que estoy mirando exactamente? —Se saca el móvil del bolsillo y
la luz de la pantalla le ilumina la cara—. Google: ¿por qué cojones no me arranca el coche?
Sonrío. Generación Z total.
Él se ríe ante lo que sea que le muestra el móvil, sonando jovial y agotado al mismo tiempo.
—Pues vaya ayuda.
Se mete el teléfono en el bolsillo trasero de los pantalones y se inclina sobre el motor, como
si oler el aceite fuera a convertirlo en mecánico por arte de magia.
Cruzo la calle hacia él.
—¿Cómo va la cosa por ahí?
Alza la cabeza de golpe y yo sostengo el capó y lo levanto antes de que se dé un golpe contra
él. Parpadea. Luego, deja escapar una risotada carente de todo humor.
—Bueno, pues bien, no estoy sangrando ni nada. Por fuera al menos. Aún no.
Sus ojos oscuros están llenos de cautela. Y choca, porque lo que antes brillaba en ellos era
mera frustración y agobio por las prisas. ¿Qué narices le habrá dicho la profesora Devon?
—Estás teniendo un día estupendo, ¿eh?
Se ríe.
—Sí, el mejor. Y son solo las siete y cuarto. Todavía puede llegar al top 3 de los mejores días
de la historia.
Es rápido con el sarcasmo, pero creo poder leer más allá de sus palabras.
—¿Qué tienes pensado hacer?
—¿Para que este día llegue al top 3? No sé, sospecho que lo primero será suplicar al chico de
la toalla que me lleve a casa.
—Jack. —No sé por qué le digo mi nombre de pila. Reflexionaré sobre ello más tarde—. Si
no me equivoco, tengo a tu hermano Milo en clase.
Sonríe de forma tensa y da un paso atrás. Sí, este es Ben.
—Mira, siento que sea un alumno difícil. Ya sé que la estoy cagando, ¿vale? Pero, por favor,
no más flagelación por hoy.
Estoy agarrando el capó con tanta fuerza que creo que me quedará una marca permanente en
la palma de la mano.
—Espera, espera. Milo es un niño con un humor estupendo, tiene una imaginación fantástica
y es muy avispado. Tiene mucho potencial, podría hacer grandes cosas, y estoy feliz de tenerlo
en mi clase.
Ben emite un sonido muy bajito, como un hipo, y luego lo cubre con una risa.
—¿En serio?
Se me encoge el pecho. Milo usa el mismo mecanismo de defensa.
Estudio a Ben McCormick durante unos instantes. Debe de tener unos diez años más que
Milo y yo creo que, por lo menos, doce menos que yo. Es alto, casi de mi altura, pero tiene la
constitución delgada de un veinteañero. La ropa embarrada se le pega al cuerpo mostrando que
está en una forma envidiable. Es pelirrojo, su pelo es de un tono anaranjado muy brillante, el más
brillante que he visto en mi vida. Pero ese impacto de color se ve templado por sus ojos oscuros;
unos ojos llenos de agobio que ahora mismo tiene fijos en mi mandíbula.
Noto cómo se estremece. La noche es fría y si a mí, que estoy seco, el aire se me está colando
entre la ropa, me imagino que él estará helado.
—Milo es buen niño. —Tengo mucho más que decir al respecto, pero lo primero es lo
primero—. No tengo pinzas, pero si quieres te puedo llevar a casa.
Ben suspira.
—Joder, menos mal que no he tenido que suplicar. —Cierra el capó—. Me has tenido en vilo
durante unos segundos, ¿eh?
Pasa por mi lado y percibo su aroma, su olor a limpio.
Me aparto con rapidez.
Saca un pack de seis Fantas del asiento de atrás de su coche y le indico que me siga a mi
camioneta.
—¿A dónde te llevo?
—A Wainuiomata.
—¿A Wainui?
Eso está a más de una hora de aquí.
Una pequeña —muy muy pequeña— chispa de diversión ilumina sus ojos.
—Estoy de coña. Vivo en Berhampore, a cinco minutos colina arriba.
Se sube a la camioneta y, cuando deja la Fanta entre nosotros, veo que le tiemblan los dedos.
No creo que sea del todo por culpa del frío.
—Entonces, ¿eres profesor de Milo?
Deslizo las manos arriba y abajo por el volante antes de contestar:
—Sí, soy el profesor Pecker. Ha cogido mi clase de carpintería como optativa.
—¿Pecker? ¿Como polla en inglés? —Ben suelta una risa y, al darse cuenta de lo que ha
hecho, cierra los ojos y añade—: Perdona. Vaya madurez la mía.
Cambio de posición en mi asiento, una enorme sensación de empatía invadiéndome. A este
chico se le ha dado una responsabilidad enorme, se espera muchísimo de él y es tan joven. Estoy
indignado con la profesora Devon por lo que sea que le ha dicho. Está claro que Ben está
intentando hacerlo lo mejor que puede. Pero si hasta ha venido a la reunión de hoy, que ya es
más de lo que algunos padres hacen.
Su postura me dice que ahora mismo se debate entre darse por vencido y mantener la
compostura. Este pobre chico necesita un respiro.
—Puedes reírte, no pasa nada.
Me mira, puedo ver la duda en sus ojos.
—¿En serio?
—A ver, me apellido polla, claro que puedes reírte. Pero que conste que también significa
«pájaro».
Me alza una ceja, de un naranja más oscuro que su pelo.
—¿Los niños te putean sin piedad?
—Tengo una grapadora tamaño industrial encima de la mesa. —Arranco el coche—. El
único valiente que se atreve es tu hermano.
La expresión de Ben está entre el ataque de risa y la consternación.
—No, por favor, dime que no.
—Me llama profesor Pito Negro.
Ben se apoya contra el respaldo y respira con alivio, lo que me sorprende; si hubiera sido
cualquier otro padre hubiera reaccionado con preocupación.
—Por Dios, menos mal, creí que hacía bromas sobre tu polla o algo así. El pito negro es una
subespecie de pájaro carpintero. Tiene sentido.
No, no es en absoluto la reacción a la que estoy acostumbrado.
Me llevo una mano a la boca para ocultar una sonrisa. No hay duda de dónde ha sacado Milo
su falta de filtro. Estos hermanos encarnan a la perfección el dicho ese de «pájaros del mismo
plumaje siempre vuelan juntos».
Me detengo en el cruce que lleva a la carretera principal.
Ben dirige una mirada apesadumbrada al colegio antes de que me incorpore al tráfico.
—Veinticuatro años, un grado en economía medioambiental y aún no he superado el colegio.
Me río. Qué fácil es que te guste este chico.
Un poco demasiado fácil.
Me recuerdo a mí mismo que soy un profesor y que él es el tutor de uno de mis alumnos. Que
probablemente aún está sobreponiéndose a la pérdida de sus padres. Y que es una década y
media más joven que yo.
—Tenía la esperanza de que te pasaras por mi clase.
Ben se frota la nuca.
—No podía más.
—Lo entiendo, señor McCormick.
—¡Ben!
Me alegro de que me corrija.
—Lo entiendo, Ben.
—Pero esto es lo que hacen los adultos, ¿no? Escuchar lo que se les tenga que decir, aunque
eso les rompa el corazón.
Sube las piernas y apoya los pies en el asiento. Me produce ternura verlo ponerse cómodo.
Se lleva una mano a la camiseta, que ya me he dado cuenta de que lleva del revés y, sin darse
apenas cuenta, empieza a deslizar los dedos sobre uno de sus pezones. Aparto la vista de
inmediato y la fijo en la carretera.
—Antes de que me digas lo que sea que ha hecho Milo —me dice—, ¿puedes hacerme un
favor?
—Dime.
—Cuéntame cómo es el día a día de un adulto responsable.
Está tan perdido y, sin embargo, parece estar tomándoselo tan bien… Y esa sonrisa
encantadora que tiene…
Aprieto el volante con más fuerza.
—No hay una norma que sirva para todos.
—¿Cómo es tu día a día, por ejemplo?
—Mis circunstancias son completamente distintas a las tuyas.
Bufa, como si creyera que lo digo para hacerle sentir bien. Y no es así. Digo las cosas como
las veo. Puede que las vea a través de una lente más nítida, pero, aun así.
—Soy un tío soltero sin hijos y sin una casa a la que llamar «hogar». —Me aclaro la garganta
—. Tú eres el tutor de un niño de once años y no solo tienes que lidiar con el nivel de hormonas
propio de esa edad, también te las tienes que ver con un mundo entero de emociones adicionales.
Milo aún está aceptando que ha perdido a sus padres. —Ben se queda muy quieto. Añado—: Y
me da la sensación de que tú también lo estás. —Contiene la respiración—. Queremos apoyar a
Milo en todo lo que podamos.
—¿Queremos? ¿Quiénes?
—El profesorado. Se supone que la reunión de esta tarde era para eso. No para recriminarte
nada. —Le dedico una sonrisa que pretende ser alentadora—. Lo estás haciendo lo mejor que
puedes.
Le brillan los ojos y su expresión se llena de alivio. Sonríe. No mucho, pero lo suficiente. Y
me sorprende cuando se gira y me mira a los ojos. Sin agachar la cabeza y sin esquivar mi
mirada. Me mira con una confianza que no he experimentado en muchísimo tiempo.
—Cuéntame qué ha hecho Milo.
Capítulo Cinco

BEN

L o estoy haciendo lo mejor que puedo. Lo estoy haciendo lo mejor que puedo.
Cómo me afecta oír a alguien reconocerlo. Aunque no sea suficiente para limar el filo
puntiagudo de esa pregunta que se repite una y otra vez en mi cabeza: ¿Será «lo mejor que
puedo» suficiente?
Jack vuelve a hablar, su compostura es envidiable:
—Milo ha hablado conmigo hoy después de clase y…
—Espera, que tengo que prepararme mentalmente para lo que sea que está por venir, ¿es peor
que lo de Pito Negro?
—No es algo que haya hecho, lo que le preocupa es algo que ha visto en casa.
—Tch, tch —chasqueo la lengua—. Se suponía que me ibas a ayudar a rebajar un poco la
tensión, no a hacer que tuviera ganas de vomitar.
Los labios de Jack se curvan en un amago de sonrisa.
—Hagamos una cosa: te expongo los hechos y tú te limitas a contestar. No juzgaré tus
respuestas. Y si bajas la ventanilla antes de vomitar, mucho mejor.
Me paso las manos por los muslos y le echo huevos, a ver qué tiene que decirme.
—Dale, suéltalo.
—Milo está preocupado por algo que vio en tu ordenador…
—¿Qué? —No me lo puedo creer. Que Milo le haya hablado de esto a uno de sus profesores
está mal. Está más que mal. Quiero ser comprensivo, pero esto es pasarse—. Se coló en mi
habitación cuando yo estaba en el baño. No es que lo dejara por ahí a la vista. No soy tan
irresponsable. De hecho, juraría que había cerrado la ventanita.
—Ben —dice Jack con calma, aunque no sé cómo pretende que mantenga la calma en esta
situación mientras mi mente dibuja con total nitidez una bonita imagen de mi hermano y… mis
manos estrangulando su pequeño y estúpido cuello.
—¿Qué te ha dicho? ¿Que tengo que cambiar? ¿Que se escapará de casa si no lo hago? ¿Que
les contará a las autoridades procedentes que no tengo ni idea de cómo cuidar de él? ¿O que…?
—Ben. —El tono firme de Jack hace que me calle de golpe. Parece entre horrorizado y
confundido—. Has dicho muchas cosas y, a la vez, no las suficientes como para que entienda
algo.
Abro mi boca de nuevo, pero, al ver cómo me mira, vuelvo a cerrarla y escucho.
—He prometido no juzgarte, pero tienes que dejarme terminar.
—Debes de creer que soy la persona menos cualificada del mundo para criar a un
preadolescente.
Jack pone el limpiaparabrisas.
—Cero puntos para…
—Ravenclaw, sin duda —contesto.
Un momento…, ¿ha dicho cero puntos?
Nuestras miradas conectan durante un instante y el aire parece crepitar.
La lluvia ha empañado el cristal de las ventanillas. La calefacción ya se nota, hace calor
dentro de la camioneta y, a pesar de esa sensación de fracaso y ese nudo en el estómago, me
siento seguro, protegido.
Los ojos de Jack no se separan de la carretera; se para en cada stop, reduce la marcha ante las
luces ámbar de los semáforos, pisa el freno con cuidado, no duda; en ningún momento.
Me genera calma.
Como si por fin fuera a ser capaz de dormir.
—Milo vio que estabas buscando agentes inmobiliarios.
Me paso una mano por el pelo y me río.
—Soy gilipollas. ¿Eso es lo que vio?
Jack mueve las manos sobre el volante, se le marcan las venas.
—No me atrevo a preguntar qué es lo que creías que había visto.
—¡Y yo no me atrevo a decírtelo!
La risa de Jack es sincera, profunda y contagiosa.
—Me ha pedido que intentara convencerte de que no vendieras la casa.
—¿Y qué le hace pensar que podrías lograr algo así?
Fija sus ojos verdes en los míos antes de responder:
—En el colegio todos saben que hago reformas y remodelaciones de casas. De hecho, le
acabo de vender la última casa en la que he trabajado a nuestro profesor de educación física.
—¿Era a eso a lo que te referías con lo de que no tienes una casa a la que llamar «hogar»?
Jack se tensa, pero al instante asiente con un movimiento de cabeza.
—Sí, claro.
Ahí hay más de lo que me dice. Puede que esté en duda si soy o no una mala influencia para
mi hermano, pero no soy tan negado, sé leer entre líneas.
Y normalmente no me metería en lo que no me llaman, siendo «normalmente» la palabra
clave.
—¿Dónde vives?
—Newtown. Comparto pared con mi ex y su novio y estoy a la caza de un nuevo proyecto en
el que trabajar.
Me guiña un ojo y no soy inmune a su magnetismo. Y mucho menos con el dato tan
revelador que me acaba de dar.
Este es el profesor de Milo. El profesor gay de Milo.
El profesor gay y supersexi de Milo.
Voy a hacer un rápido ejercicio de conciencia y a confesar mis pecados de forma preventiva:
esta noche la imagen de sus ojos, sus labios y esas manos tan curtidas se vienen a la cama
conmigo.
—Milo cree que, si remodelo vuestra casa, la reforma puede cambiarla lo suficiente para que
quieras quedarte.
Acaba de tirarme un cubo de agua fría sobre la fantasía que estaba teniendo.
¿Es que Milo no piensa dejarlo?
¿No puede entender lo duro que es vivir en esa casa?
—Es muy inocente por su parte creer algo así.
—Bueno, él lo intenta, hay que reconocerle su mérito.
Levanto el pack de Fanta y me lo pongo en el regazo. Vamos a necesitar unas cuantas de
estas esta noche.
—Es aquí, a la izquierda, la casa de la esquina.
Jack aparca en un sitio libre justo enfrente y su mirada va hacia mi casa. Sus ojos recorren mi
propiedad de un lado a otro y, apretando el volante con fuerza, se le escapa un gemido como de
frustración.
Lo miro a él, a la casa y, de nuevo, a él.
—¿Qué pasa?
Capítulo Seis

JACK

«¿Q ué pasa?», me pregunta Ben.


Pues pasa que su casa es una auténtica preciosidad de 1920.
Es un chalé de una sola planta con tejados bajos a dos aguas, columnas que sobresalen en los
extremos de los hastiales y enormes ventanales con forma de arco.
Está pidiendo a gritos que la pinten; el jardín —bastante grande, ya que la casa hace esquina
— está descuidado y lleno de maleza, y las vides empiezan a trepar por la fachada.
Una sola mirada y ya me pican las manos de la necesidad de arreglarla. Ben me está mirando
desconcertado.
—Tienes que quitar la hiedra de las paredes exteriores —digo, afianzando mi agarre en el
volante—. Las raíces pueden poner en riesgo los cimientos de la casa y estropear los desagües.
—Habrá que añadirlo a esa lista interminable de cosas por hacer con la que nunca tendré
tiempo de ponerme.
Hago una mueca. La idea de salir del coche, cruzar el jardín y empezar a quitar yo mismo la
hiedra me tienta mucho. Pero es su casa. No es asunto mío.
—Si al final decides venderla, sería conveniente que la quitaras. Si haces unas cuantas
reformas podrías pedir un precio más alto.
Esta casa tiene un potencial tan enorme… ¡Madre mía, pero si los cristales de las ventanas
están rematados con vidrieras de colores! ¿Y ese tejado…?
Por Dios, hay un niño en el tejado.
Ben también lo ve y se quita el cinturón a toda prisa. Ambos salimos disparados por el
camino de entrada hacia la silueta oscurecida de Milo, que está haciendo equilibrismos sobre uno
de los pilares de la fachada. En la cercanía se oye a una mujer gritarle que baje de ahí y nosotros
nos dirigimos hacia un lateral de la casa, la gravilla del suelo golpeando contra nuestras botas y
contra la valla del jardín.
Yo sigo a Ben por inercia, para echar una mano. Lo haría por cualquiera, pero es que es Milo
quien está en el tejado y el corazón se me va a salir del pecho. Necesito que este niño aterrice en
suelo firme cuanto antes.
Ben le dice a Milo que baje el culo de ahí y una mujer de mediana edad, enfundada en un
abrigo que le queda demasiado grande, lo fulmina con la mirada.
—¿Ha vuelto a subir la escalera al tejado con él? —pregunta Ben a la señora.
Ella pasa a nuestro lado como una exhalación sin apenas poder disimular lo enfadada que
está.
—Esta es la última vez que me quedo a cuidar a tu hermano. Aprende a controlarlo de una
vez, Ben. Tus padres estarían muy decepcionados.
Ben retrocede como si sus palabras lo hubieran golpeado. El sonido de los pasos de la mujer
se pierde en la distancia y a punto estoy de ir tras de ella y soltarle cuatro cosas por haber dicho
algo tan insensible y con tan poco tacto.
Pero hay un niño trepando por el hastial, reclamando toda mi atención.
La luz de la luna baña el descuidado jardín, la casita de invitados adyacente y la silueta de
Milo que, sentado en el tejado, nos da la espalda, enfurruñado.
También me fijo en una celosía por la que hace tiempo trepó una vid de tomates.
Me muero de ganas de sacar mi voz de profe y decirle a Milo que se deje de tonterías y que
me escuche. Pero soy consciente de que, aunque Ben no lo deje ver, por dentro está entrando en
pánico, pensando que está siendo el peor hermano del mundo. Si le quito las riendas ahora, eso
mermará aún más su confianza.
Pero, por si acaso, compruebo la solidez de la celosía, dándole una sacudida. Nunca es malo
tener un plan B.
Ben me dedica una pequeña sonrisa.
—¿Sigues creyendo que hay que reconocerle el mérito por intentarlo?
Meto los dedos por la celosía, listo, pero a la espera.
Ben coge un limón de un árbol. No creo que sea la mejor de las ideas, pero me muerdo la
lengua. Lanza el limón hacia arriba y este aterriza contra las tejas, a un metro de Milo, que alza
la cabeza ante el sonido y observa cómo la fruta se va deslizando por el tejado hasta el canalón.
—¿Estás intentando matarme? —grita, indignado.
Ben le contesta con otro grito:
—Si la vida te da limones, lánzaselos a tu hermano hasta que se baje del puto tejado.
Otro limón vuela sobre la cabeza de Milo y él se agacha, haciéndose un ovillo contra las
tejas. Muy dramático él.
No voy a mentir: la escena me divierte.
Pero también me remueve algo por dentro.
Cuando era pequeño —bueno, y no tan pequeño, con veinte años también— soñaba con tener
una familia enorme y ruidosa. Nos imaginaba cenando juntos, contándonos mil cosas,
peleándonos por tonterías, para luego hacer las paces de las formas más ridículas y divertidas;
me imaginaba viviendo en una casa en la que, sin duda, habría trabajado como un esclavo, con
un marido con el que compartiría risas durante el día y gemidos por la noche.
¿Y qué obtuve en lugar de ese sueño? A mis padres y hermanos dándome la espalda.
Me deshago de ese mal recuerdo y me agarro a la celosía con tanta fuerza que no descarto
que se me clave alguna astilla.
Ben ha renunciado a su plan de lanzar limones.
—Baja o me bebo toda la Fanta. —Me mira y me dice en un susurro que escucho
perfectamente a pesar de la distancia entre nosotros—: ¿Puedes ir al coche y traérmelas? Para
que crea que voy en serio y eso.
Pues la verdad es que no soy yo muy partidario de perder de vista a estos dos, pero, aun así,
me acerco a mi camioneta.
Cuando vuelvo, Milo ya se ha girado para mirar a Ben y está hablando con él:
—No quiero que vendas la casa.
—Mira, no es algo inmediato. Pero, sí, vamos a venderla.
—No es justo.
—¿Aún no te has enterado, renacuajo? La vida no es justa.
Se quedan mirando el uno al otro. No quiero interrumpir este momento, pero una rama cruje
bajo mis pies y les alerta de mi presencia.
Milo se sorprende al verme.
—¿Profesor Pito Negro?
Ben sonríe antes de girarse y mirar a su hermano de nuevo y, en un principio, creo que le va a
decir que deje el motecito de una vez. Pero, no, nada más lejos de la realidad.
—El profesor Pito Negro tiene tu Fanta secuestrada —le dice a Milo.
A puntito estoy de poner fin a su enfrentamiento y empezar a dar órdenes. Si Milo fuera mi
hijo ya lo tendría metido en la cama y castigado sin internet durante dos semanas.
«No es mi hijo. No es mi hijo».
Ben me mira y, al ver mi cara, borra toda expresión de su rostro.
—Joder, estamos cabreando a tu profesor, ¿cuánto me va a costar que bajes? —dice,
sacándose la cartera del bolsillo.
—Cincuenta —contesta Milo a voces.
—Cinco.
—Cuarenta.
Esto no puede estar pasando de verdad. La forma de Ben de educar a su hermano es, cuando
menos, poco ortodoxa.
—Diez.
—Treinta y cinco. No aceptaré menos.
—Quince y una ducha antes de acostarte.
Milo se acerca al borde del tejado y grita:
—¿Tengo que lavarme el pelo?
Pobre Ben. Está empapado, lleno de barro y me consta que se siente fatal. Milo tiene que
dejar esta tontería ya.
Busco los ojos de Milo y le mantengo la mirada. Puede que no me corresponda, pero tengo
que hacer algo para ayudar a Ben. Mi voz suena firme cuando digo:
—Baja el culo, chaval, o te haré limpiar las papeleras de clase durante toda la semana.
—Vale. Quince dólares. Y me lavo el pelo.
Coge la escalerilla que había subido al tejado con él y empieza a bajar. Se la sujeto para que
no se tambalee.
Ben se acerca a mí por detrás, noto la calidez de su cuerpo contra mi espalda, y su «joder,
gracias» susurrado contra mi nuca es como una descarga eléctrica.
No puedo cruzar esa línea.
No puedo.
Capítulo Siete

BEN

S algo de mi trabajo en el Museo Nacional con un dolor de cabeza espantoso y tengo que
parpadear ante la brillante luz con la que me recibe esta tarde de otoño. El reflejo de la luz
del sol en el puerto me ciega y hace que me duela más la cabeza.
Creo que las gaviotas no han gritado más fuerte en su vida. Espero que el analgésico que me
he tomado me haga efecto pronto.
Ha pasado una semana desde la reunión de padres y profesores y, desde entonces, las cosas
están yendo de mal en peor. Lo cual es curioso, dado que todo lo que estoy haciendo es
precisamente para evitar eso.
Sin embargo, al comentarle a Gema, mi supervisora, la posibilidad de reducir mi jornada
laboral a treinta horas semanales para poder pasar más tiempo con Milo, ella ha puesto el grito en
el cielo. La idea es evitar que Milo tenga que ir y volver del colegio en autobús, quiero poder ir a
buscarlo. Pasar tiempo de calidad con él, hablar sobre cosas del cole, ayudarlo con los deberes,
hacer planes juntos por las tardes…
¿Y qué me ha dicho ella? Que si el resto puede conciliar su vida personal con un trabajo a
tiempo completo, yo también puedo. Y me parece horrible. Así que espero que, si un día tiene
hijos, se arrepienta y se coma sus palabras.
Está claro que hablo desde el cabreo, porque tiene razón: la gente se apaña con sus hijos y un
trabajo a tiempo completo. Y es una mierda tener que reconocer que yo no puedo. Tener que
rogar para que me reduzcan la jornada.
Este tema ya es suficiente para darme dolor de cabeza, pero el dilema de la venta de la casa
es un añadido que pesa mucho.
Milo no para de repetirme que quiere volver a su antiguo cuarto.
Milo, que me dejó de hablar hace dos días cuando llamé a la inmobiliaria para que vinieran a
echar un ojo a la casa.
De hecho, sigue sin hablarme, a pesar de que no parece que vayamos a venderla por ahora.
La de la inmobiliaria fue un sol, pero también muy directa: remodelar la casa sería muy
recomendable. Al menos una reforma pequeña, un buen lavado de cara.
Entro en el coche y repito el mismo mantra una y otra vez: «Tú puedes. Tú puedes…».
Intento venirme arriba. Subo los brazos por encima de mi cabeza y doy unos golpes en el
techo para infundirme fuerzas.
Funciona. Pero no tanto como una burbujeante y fantástica Fanta en vena.
Un buen polvo tampoco me vendría mal, pero que eso pase es tan improbable que hasta me
da la risa. En plan: ¿con quién voy a follar?
O lo que es más importante: ¿cuándo?
Mientras observo cómo un barco atraca en el puerto bajo el sol cegador, llamo a mi mejor
amiga, Talia.
Son horas intempestivas en Europa y me imaginaba que tendría el teléfono apagado, así que
le dejo un mensaje:
—Talia, cariño, soy yo, tu amigo del alma, ¿te acuerdas de mí? —Suspiro de forma
exagerada—. Competir con Europa es imposible, lo sé y lo entiendo, pero cuéntame qué tal te va
y si hay chicos monos en tu vida. Así podré vivir ese tipo de cosas a través de ti porque aquí el
tema está más bien complicado. Te mando besos. Mándame alguno de vuelta. Tuyos, de algún
tío bueno… Lo que quieras.
Estoy a punto de decirle que también estoy abierto a fotopollas, pero parece que este último
año —accidente mortal incluido— he madurado un poco.
Cuelgo y arranco el coche. El motor cobra vida sin problema gracias a la nueva batería y
respiro aliviado.
Cuando llego al centro comercial de Newtown me planteo coger una Fanta y largarme, pero
estamos escasos de comida en casa y creo que me va a tocar hacer la compra. Dedicar la única
hora libre que tengo a la semana para hacer alguna otra cosa, invertir ese tiempo en mí, es una
quimera. Pero como dicen los franceses: C’est la vie.
Si me doy mucha prisa en el súper, quizá aún me sobren veinte minutos para ducharme y
hacerme una paja rápida antes de tener que jugar a ser adulto otra vez.
—¡Abrid paso! —le digo a un grupo de estudiantes que está discutiendo quién de ellos
parece mayor para comprar vino. Paso de largo, pero, al instante, me veo en la obligación moral
de darles un consejo—: Chicos, deberíais considerar hacer esto sin los uniformes del colegio.
Oigo una risa masculina al otro lado del pasillo. Pinta mal para los uniformados si todo el
supermercado se está enterando de lo que planean. Me niego a creer que yo fui alguna vez así de
tonto, pero estoy seguro de que Talia tendría algo que decir al respecto.
Leche, cereales, Fanta y mucha comida precocinada lista para descongelar en el microondas.
Eso es lo que llevo en el carrito mientras me dirijo a la carnicería. Si lleno el frigorífico de
salchichas puedo usarlas para sobornar a Milo y que vuelva a dirigirme la palabra. Le encantan
las salchichas de pollo con guisantes.
Hay cola, como siempre. Pondero el coste/beneficio entre lograr que Milo me hable de nuevo
o darme una ducha calentita y agradable.
Suspiro.
No importa lo tentado que me sienta, siempre elegiré a mi renacuajo por encima de mí.
Y mira tú por donde, el universo decide recompensarme.
Dando la vuelta a la esquina, dirigiéndose al mostrador de la carnicería, aparece el profesor
buenorro de Milo.
La forma de andar de Jack es firme, sin titubeos. Su pelo oscuro brilla bajo la molesta luz del
súper. Cuando lo conocí me pareció algo mayor, pero quitando unas pocas arruguitas alrededor
de esos ojos superbrillantes y la dureza de sus manos, es más joven de lo que creía. ¿Treinta y
pocos?
Sus ojos reparan en mí y me dedica una sonrisa. Hace un gesto con la mano, saludándome.
—Ben McCormick —me dice, poniéndose detrás de mí en la cola.
—Jack Pecker —le contesto—. ¿No estará usted haciendo pellas, señor profesor?
Se ríe y reconozco ese tono profundo y seductor como la risa que escuché antes al lado de los
adolescentes vino-conspiradores.
—Tengo una jornada de treinta horas. Hoy es uno de los días que salgo antes. —Le suena el
teléfono—. Discúlpame un segundo.
Comprueba el mensaje y contesta. Mientras escribe, aprovecho para admirar su perfil. Tiene
la nariz afilada y la boca grande, en un gesto permanente de obstinación que cuadra a la
perfección con la dureza de su mentón. Esa es la mandíbula de un profesor al que es mejor no
tocarle los huevos. Sin embargo, sus ojos transmiten calma y brillan llenos de buen humor.
Mi mirada se desliza por su camisa de franela de cuadros verdes y negros. La lleva
desabotonada y con las mangas enrolladas hasta el codo. La tela parece gastada por el uso y
suave al tacto y seguro que huele a bosque, como él. Debajo de la camisa lleva una camiseta de
Swanndri que se le ajusta a su marcado torso.
El carro de la compra me entorpece la vista del resto, pero creo que lleva unos pantalones
negros de loneta con manchas de pintura y unas botas.
Alza una ceja y me dedica una mirada inquisitiva que hace que me ponga a hablar de
inmediato:
—Estoy en el supermercado porque… —Le señalo el pecho con un dedo—. Necesito
comprar camisetas. Que tengo un niño en casa al que no quiero traumatizar.
Me dedica una pequeña sonrisa.
—¿Cómo te va con Milo?
—Pues me está costando una fortuna lograr que se porte bien.
—¿Has considerado otros métodos? ¿Limitarle el tiempo de televisión o darle más tareas en
casa?
—Estamos en el siglo XXI, todo es digital, si quiere ver algo encontrará la forma de hacerlo.
—Miro hacia ambos lados y bajo el tono de voz para compartir una perla de sabiduría que he
aprendido por las malas—: Los niños de hoy en día tienen todo, todo el poder.
La risa de Jack es interrumpida cuando su teléfono suena.
Levanta un dedo, en la señal universal de «espera un momento», y contesta la llamada. Al
parecer va a hacer una cena para cuatro, y quien sea que esté al otro lado de la línea está
pateándose los pasillos en busca de queso parmesano.
—¿Sigues viviendo con tu ex y su novio?
Jack se guarda el móvil y me mira a los ojos con cautela.
—Sigo a la busca y captura del proyecto adecuado.
Me gustaría decirle que tenía razón en lo de la reforma de la casa y pedirle ayuda, pero no sé
cómo decírselo. Y tampoco sé si debería.
Lo que hago es charlar un rato con él. Bromear como solo suelo hacerlo con Milo y Talia y,
durante unos instantes, no soy un tutor cagándola en el cuidado de su hermano, solo un chico
hablando con otro chico.
Qué agradable.
La cola se mueve a paso de tortuga. A este ritmo, ya puedo ir olvidándome de mis veinte
minutos de ducha, no creo ni que tenga cinco.
Jack deja un momento su carro, se acerca al mostrador y se pone a mi lado. El aire crepita en
los centímetros que nos separan. A lo mejor la ducha en vez de caliente va a tener que ser fría.
Echa un vistazo a mi carro.
—Espero que esto no sea lo único que coméis.
—Soy buenísimo preparando… —me inclino y miro los congelados que he cogido— lasaña.
Y los fideos esos de «listos en dos minutos» también se me dan de muerte.
—Tu dieta da un poco de miedo.
—Da miedo de lo deliciosa que es.
Jack me mira con cara de horror y me dice:
—Mete algo verde en ese carro, por Dios.
—¿Wasabi?
Entonces, agarra el manillar de mi carro. Tiene la mano grande, con nudillos marcados y
cuadrados y las uñas cortas. Cuando reajusta su agarre su dedo meñique roza el mío y el contacto
con su piel callosa hace que toda la sangre del cuerpo me vaya directa a la polla.
Me gira el carro y lo coloca apuntando hacia el pasillo de productos frescos.
—Ve.
Hago como que estoy indignado, pero se me escapa una sonrisa.
—Te dejo encargado del tema salchicha.
Se mueve con la cola con la vista fija en mí. Hemos estado hablando de lo mucho que a Milo
le gustan las salchichas de pollo con guisantes, así que ya sabe que es lo que iba a coger en la
carnicería.
—¿Cuánto quieres?
—Tres kilos —digo mientras me dirijo hacia las verduras.
—Mucha salchicha me parece.
Le dedico una mirada por encima del hombro mientras me alejo.
—Mira, es la única salchicha a la que voy a tener acceso, así que…
Su ceja arqueada me sigue todo el camino hasta los calabacines. Y es una imagen que me
acompaña durante todo el día. No en la ducha, dado que he tenido un encontronazo con un
estante de latas de atún y he llegado cinco minutos tarde a recoger a Milo, pero sí se viene
conmigo a la cama donde, con una mano resbaladiza alrededor de mi necesitada polla, trato de
bombear y sacarme del sistema los quebraderos de cabeza que me da la vida.
Capítulo Ocho

JACK

A travieso las pistas de tenis y las canchas de nétbol en mi camino hacia la parte trasera del
colegio, donde he aparcado mi camioneta. Noto un cosquilleo en el pie, que se me ha
quedado dormido tras una larguísima y soporífera reunión con el resto de profesores.
Ahora tengo que atravesar la ciudad para ir a Karori, porque he quedado con Howie, el actual
propietario de la casa de mis sueños. Me ha pedido que vaya esta tarde a tomar el té con él y
tengo el estómago lleno de mariposas desde que he recibido su llamada. Quizá ya esté listo para
que hablemos de dinero.
A través de la verja que separa las zonas deportivas de la calle veo a Milo rebuscando en su
mochila. Saca algo negro, pero no logro ver qué es.
Milo es el único niño que queda y no me extraña, dado que son casi las tres y media.
Me acerco a él preocupado porque siga por aquí, solo.
—¿Estás esperando a tu hermano aquí fuera?
—Hola, profesor Pito Negro. Sí, llegará enseguida.
—Quizá esté esperándote en el aparcamiento de la entrada.
Milo niega con la cabeza con rotundidad.
—Ya solo aparca aquí atrás.
Mi mirada va al lugar donde me encontré a Ben inclinado sobre el capó de su coche. ¿Solo
aparca aquí? Interesante…
No debería pensar en lo que eso podría significar. Ni sonreír.
Aun así, estoy haciendo ambas cosas.
Reparo entonces en los prismáticos que cuelgan del cuello de Milo. ¿Para qué los necesitará?
Echo un vistazo alrededor. Es el típico cul-de-sac de Wellington, con bonitas casas de los
cincuenta a ambos lados de la calle y con los campos de nétbol al fondo.
Nada que merezca la pena observar con unos prismáticos.
Las magnolias que salpican la acera son bonitas, pero se ven bastante bien sin necesidad de
cristales de aumento.
—¿Prismáticos? —le pregunto.
—Sí, Ben y yo hemos quedado para afianzar nuestros lazos afectivos —me dice haciendo
una mueca, como si le pareciera una idea tonta, pero sin poder evitar la sonrisa que se le escapa
de los labios.
—¿Ah, sí? —Creo que tratar de conectar con su hermano es un plan estupendo, pero lo de los
prismáticos me tiene un poco escéptico.
—Sí, vamos a hacer algo que nos gusta mucho a los dos —me dice, moviendo los
prismáticos a modo de péndulo—. Damos vueltas por el barrio y nos asomamos a los jardines de
la gente.
Parpadeo. Y vuelvo a parpadear. ¿Qué ha dicho?
—¿Quiere mirar? En ese jardín hay dos muy juntitos. —Milo levanta los prismáticos,
ofreciéndomelos.
Ay, por Dios.
Quizá a Ben se le está yendo de las manos más de lo que yo creía.
Con cuidado, vuelvo a bajar los prismáticos.
—Espiar a la gente es una invasión de su privacidad.
—Pero nunca entramos en la propiedad de nadie. Siempre miramos desde fuera. Y los
jardines son preciosos, ¿por qué no íbamos a hacerlo?
—¿Con prismáticos?
—Pero es que si no lo vemos de cerca nos perdemos los detalles y eso es lo mejor.
Se oye un motor y un momento después Ben está aparcando y saludando con un toque de
claxon. Al abrir la puerta del coche una botella sale rodando y él la persigue, intentando cogerla
entre maldición y maldición.
—Joder, lo siento, es tardísimo —dice—. No sabes el día que llevo. Y, encima, he cometido
el error de beberme un litro de Fanta antes de salir y ahora me va a explotar la vejiga porque el
tráfico era un auténtico infierno y he estado no sé cuánto tiempo en un atasco en el túnel
Victoria.
Coge la botella y la lanza dentro del coche. Es entonces cuando se percata de mi presencia.
Se yergue, mete los pulgares en los bolsillos de los vaqueros ajustadísimos que lleva puestos y
empieza a caminar hacia nosotros en una especie de pavoneo, contoneándose. Lo que me lleva a
pensar en nuestro encuentro de la semana pasada en el súper.
Me dedica una sonrisa seductora, haciendo que se le marque un hoyuelo a un lado de la boca,
antes de dirigir la vista hacia su hermano.
—Mierda, los prismáticos, me los he dejado en casa.
Milo se encoge de hombros.
—Podemos turnarnos los míos.
—Sí, ya, con lo acaparador que eres.
—Solo cuando la vista merece la pena.
Ben llega donde estamos. Una brisa de aire frío le revuelve el pelo y azota mi rostro, pero su
figura protege el resto de mi cuerpo del viento.
Milo mira a través de los prismáticos y se quita la correa del cuello, tendiéndoselos a su
hermano.
—Mira, echa un vistazo. Ahí, en el árbol kowhai.
Ben se los lleva a los ojos, mira y se ríe.
—¡Pero qué escándalo! Y vaya energía.
—A esa pájara le están dando de lo suyo, ¿eh?
—Hmm. Es un poco pronto.
—O muy tarde, según como lo mires.
Por Dios. Vaya dos pervertidos. Y encima lo hablan abiertamente. Doy un paso hacia Ben,
bloqueando su vista de la casa. Mi visita a Howie va a tener que esperar, antes voy a tener una
charla con este chico.
Se baja los prismáticos y me sonríe.
—Ey, que hay que avisar antes de hacer algo tan…abrupto.
—Ben, ¿quieres que te abra el baño de profesores?
Quiero hablar con él, pero no quiero hacerlo delante de Milo.
La cara de Ben se ilumina con alivio.
—Gracias. —Se saca del bolsillo las llaves del coche y se las pasa a Milo—. Vuelvo en diez
minutos, hay una Fanta en la guantera.
También le tiende los prismáticos, pero se los confisco antes de que los coja y emprendemos
el camino al baño.
Ben tiene que acelerar el paso para mantenerme el ritmo.
—Bueno, bueno, Jack, parece que nos encontramos de nuevo.
Le dedico una mirada de «a mí no me la cuelas» antes de contestar:
—Sí, qué casualidad, ¿no?
Lo dejo ir al baño antes de decirle nada. Espero a que salga y cierro el gimnasio de nuevo.
Estoy apoyado contra la pared exterior con los prismáticos en la mano. Ben le da la espalda
al patio y al sol, que ahora mismo juega al cucú-tras con las nubes. Nuestras sombras,
intermitentes y alargadas, parecen tocarse.
Ben me hace un gesto para que le devuelva los prismáticos, pero yo me los paso por la
cabeza y me los pongo alrededor del cuello.
—Mira, yo creo que esta no es la mejor forma de estrechar lazos con tu hermano.
Ben deja caer el brazo.
—¿Por qué no? Es divertido. Y de verdad que esos pájaros estaban en plena faena.
—Por eso precisamen… ¿Perdona? —Me toma un segundo asimilar sus palabras—. Milo ha
dicho algo como «a esa pájara le están dando de lo suyo» y he pensado que… No sé, creí que
hablaba de forma despectiva de una mujer. ¿Pájaros, dices?
Ben da un gritito de indignación antes de decir:
—Ha dicho «pájara», sí; y está mal dicho, sí, pero hablaba de eso, de pájaros, con sus picos y
sus plumas. Un tui hembra, para ser más exactos, uno de los pájaros más típicos de nuestro país,
ya sabes.
—¿Tuis? ¿Hablaba de pájaros de verdad?
Ben me mira con detenimiento, dándose cuenta de mi alivio. Entonces, se sonroja y se
balancea en sus talones.
—No me lo puedo creer —dice, indignado.
—Ben, yo…
—¡Creías que era un pervertido! —Hace una pausa y añade—: Pues que sepas que, si lo
fuera, no espiaría a las «pájaras». Pero que, además, no lo soy. No se me ocurriría. Jamás.
—He quedado como un idiota.
—Ya te digo.
Le paso los prismáticos.
—Te pido disculpas.
Le brillan mucho los ojos y parece divertido cuando, llevándose las manos a las caderas se
inclina hacia mí y me dice:
—Ya sabe lo que dicen, señor Pecker, que el perdón es mejor si va acompañado de una
buena acción —me dice. Le brillan demasiado los ojos y su sonrisa tiene un puntito travieso.
No sé de qué habla y no sé si debería preguntar, pero lo hago:
—¿Una buena acción?
—Si de verdad quieres que te perdone, ¿por qué no me ayudas con una cosa?
Noto el subidón de la anticipación en mi interior. No debería, pero me muero por saber a qué
se refiere.
—¿Con qué cosa?
Ben me envuelve el brazo con su mano y tira de mí hacia nuestros coches. Me dice que lo
siga con mi camioneta y, a pesar de que he quedado con Howie, eso es lo que hago.
Cinco minutos después me encuentro con un supersonriente Ben en la acera de enfrente de su
casa. Veo cómo Milo se aleja hasta perderlo de vista.
Una ráfaga de aire frío nos golpea. Huele a lluvia. Y a encrucijada. A eso también huele.
Ben me pasa los prismáticos y me dice con voz animada:
—Venga, pervertido, echa un vistazo a mi casa y luego hablamos de por dónde tengo que
empezar a meter mano.
Evito sonreír ante el doble sentido. Me parece a mí que también voy a tener que hablar con él
de este tema.
Cuando hablo, mantengo la sonrisa fuera de mi voz:
—Tendré que echar un vistazo al interior.
Me pasa sus llaves.
—Sírvete tú mismo.
Este chico va a acabar conmigo.
—¿No quieres saber si habrá que meter mucho martillo o no?
Obvia mi doble sentido y un pequeño escalofrío le recorre el cuerpo antes de que lo cubra
con una sonrisa.
—Estaré en la casa de invitados.
Entro en la casa y respiro el olor a cerrado de su interior. Hay polvo cubriendo cada
superficie. Es como entrar en un museo lleno de estanterías, libros y equipación deportiva.
Varias alfombras persas descansan sobre los suelos de madera, sus bordes un poco enrollados y
levantados.
La única habitación vacía es el dormitorio principal.
La empatía que siento ahora mismo es abrumadora.
Anoto un par de cosas en el móvil y me voy hacia la casita de invitados. Al salir, paso por el
cuarto de la colada, que huele a limpio, a lavadora recién puesta, lo que quiere decir que los
chicos sí se atreven a llegar hasta aquí.
Me encuentro a Ben sentado en el porche de la casa del jardín. Las piernas le sobresalen por
un lateral y las balancea inquieto, dando pataditas a la hierba bajo sus pies.
Cuando me ve, se levanta y se pone de nuevo esa sonrisa suya.
—Necesita meter mucho martillo, ¿no?
No llevo ni cinco minutos en su presencia y el aire ya está sobrecargado de electricidad
estática. Lo que me recuerda la de tiempo que ha pasado desde que alguien intentara ligar
conmigo, o me mirara con una lujuria tan evidente.
¿Y la de tiempo que hace que yo no respondo de forma tan brutal a alguien?
—Depende de los cambios que quieras hacer.
Le cuento las reformas que yo haría por lo que he podido apreciar a simple vista tras una
visita de veinte minutos. Ya no debería implicarme más. Debería sugerirle un par de contratistas
de confianza e irme a ver a Howie.
Pero, madre mía… Su mirada llena de deseo va directa a mi polla y de repente estoy
luchando contra las vívidas imágenes que invaden mi mente: yo empujándolo contra una de las
columnas del porche y comiéndole la boca; yo abriéndole los vaqueros a lo bruto y sacándole la
polla, que estará caliente y durísima en mi mano; yo haciendo que se sonroje, que gima y que se
corra en mi mano; yo, soportando todo su peso cuando, agotado, se apoye en mí y, en medio de
una sarta de palabrotas, me diga que nunca se había corrido de forma tan intensa.
Por Dios. Necesito dar media vuelta y volver a mi camioneta.
Doy un paso atrás, metiéndome las manos en los bolsillos.
La decepción en el rostro de Ben es evidente, pero se recupera enseguida, como si hubiera
estado esperando esta reacción por mi parte.
—Tú necesitas un proyecto, yo tengo uno, ¿qué me dices?
—No es buena idea.
—¿Por qué no?
—Creo que sabes por qué.
Abre la boca, vuelve a cerrarla y se pasa una mano por ese maravilloso pelo anaranjado.
—¿Tan obvio es que me gustas?
No es solo por los dobles sentidos de antes, ni por cómo su mirada me recorre de arriba
abajo.
—El otro día te chocaste contra una pared de latas de atún por mirarme.
Ben aprieta los labios.
—Te miraba porque te dejé encargado de la salchicha y, además, quería enseñarte mi
calabacín.
—Estabas fulminando con la mirada al chico con el que estaba hablando.
Ben alza las manos al cielo.
—Porque creí que te estaba robando.
—¿Robándome, qué? ¿Las verduras que tenía en el carro?
—¿Quién era?
—Mi ex, Luke. —Me acerco a él, riéndome—. Y la forma en la que estás frunciendo el ceño
prueba que tengo razón.
Se cruza de brazos.
—Vale. Me siento atraído por ti —dice en voz baja—. Pero es solo atracción física. Me caes
regular.
Graciosillo.
—No puedo tener nada con padres de alumnos. —Sé lo que va a replicar, así que, riéndome,
lo corto antes de que lo haga—: O hermanos.
—Pues qué putada. Pero tenía que intentarlo.
Puede que él tuviera que intentarlo, pero yo tengo que mantenerme firme.

S ENTADO EN EL COMEDOR DE LA CASA DE MIS SUEÑOS , ADMIRO SUS VIGAS Y SU PRECIOSA


estructura de madera. La luz que entra por el techo acristalado y por las ventanas de guillotina se
refleja en la superficie rojiza de la mesa de rimú.
Suspiro y doy un sorbo al té de lavanda que Howie acaba de preparar.
Él se ríe entre dientes y niega con la cabeza. Es mayor, con numerosas arrugas alrededor de
los ojos y manchitas en el dorso de las manos, que le tiemblan debido a su avanzada edad.
—Estás visualizando lo que harías con la casa, ¿a que sí? —me dice con voz ronca.
Puede que su aspecto físico no sea el de antes, pero de cabeza está fenomenal.
—Me has pillado —le digo mientras le sirvo un poco más de té.
—Me caes muy bien, Jack. Eres directo y muy honesto. Algo que mi sobrina me recuerda
constantemente.
Su sobrina es Stephanie Ryan, la directora de Kresley. Fue gracias a ella que descubrí esta
joya cuando hace unos años celebró aquí la barbacoa de Navidad.
Me inclino sobre la mesa, mirándolo a los ojos:
—No me tengas en vilo, anda, ¿vendes o no vendes?
—Pronto, hijo, de verdad.
—Y me la vas a vender a mí, ¿no? —Hay un punto desesperado en mi tono de voz, pero lo
suavizo con una sonrisa.
—Se la venderé a quien más la quiera.
—Pues sin duda ese soy yo.
Se queda mirándome por encima de su taza de té.
—Llevamos quedando… veamos… ¿ocho años ya?
—Ocho años y cinco meses.
—Me extraña que en estos ocho años no hayas tenido una pareja o formado una familia.
Es como si me diera un puñetazo y el efecto del golpe hace que tenga que apoyarme contra el
respaldo de la silla.
—Y tú dices que yo soy directo…
—Perdóname, Jack. Mira, he vivido mucho ya y en mi larga vida he conocido a mucha gente
y coincido con mi sobrina: tú eres de las mejores personas que me he encontrado. Me gustaría
que fueras feliz.
Asiento ante su disculpa y le digo:
—Esta casa me haría feliz.
—Ya sabes lo que dicen: tu hogar está donde tengas el corazón.
—El mío está aquí.
Me sonríe con tristeza.
—No creo que venda antes del verano, pero cuando esté listo, te lo haré saber.
Capítulo Nueve

JACK

P or Dios.
Me pongo la almohada sobre la cabeza y deseo muy fuerte que los próximos quince
minutos pasen volando. Todas las noches lo mismo: los golpes contra la pared, la vibración a
través de mi cabecero y los gemidos de Sam y Luke follando en la habitación de al lado.
Decir que es incómodo es quedarse corto.
Y, para colmo, también me pone cachondo. Tengo treinta y nueve años, ¿no debería tener un
poquito más de escrúpulos?
Cuando los jadeos se aceleran me aprieto más la almohada contra los oídos. Tengo la polla
tan dura que duele, pero la soledad que noto en el pecho duele aún más.
Hace mucho que no me despierto al lado de alguien que me importe.
Hace mucho que no me despierto rodeado de familia.
Hace mucho que no digo «te quiero» a nadie.
El cabecero traquetea contra la pared, los gemidos se hacen más altos y mi erección palpita
como una hija de puta.
Luke está enamorado de Sam. Son felices. Y yo estoy feliz por ellos.
Pero, por Dios, necesito mudarme cuanto antes.

C UANDO A LAS SEIS DE LA MAÑANA EMPIEZAN A FOLLAR OTRA VEZ , ME PONGO LA ROPA DE
correr y salgo a la calle.
Recorro las aceras cubiertas de hojas hasta Berhampore. No hago más que darle vueltas al
trabajo de remodelación que Ben me ofreció, y más desde que sé que Howie no venderá antes de
verano.
El chalé de los McCormick podría ser el trabajo temporal perfecto.
Lo sería, si no fuera por ese pequeño problemilla…
Paso corriendo frente a su casa y me quedo mirando su jardín trasero, que está en el borde del
llamado town belt de Wellington. Las agujas de pino que cubren el suelo crujen bajo mis pies,
liberando su aroma y especiando el aire.
—¿Jack?
Me detengo de forma abrupta. Que me pillaran no entraba en mis planes. Contaba con que
los chicos estarían dormidos a estas horas y que podría admirar su casa sin que me vieran
mientras pensaba en la locura que sería decir que sí y aceptar el trabajo.
Con una mueca, me giro hacia la voz de Ben y, al no verlo, echo un vistazo entre los árboles
y a los jardines adyacentes.
—Aquí —me dice, bajándose de un frondoso pohutakawa.
Tiene trozos de corteza de árbol pegados a los vaqueros y al forro polar que lleva subido
hasta la barbilla y, cuando se los sacude, hace que los prismáticos que lleva al cuello oscilen de
un lado a otro.
Me paso el antebrazo por la frente para quitarme el sudor y me acerco a él.
—Buenos días. Qué madrugador, ¿no?
Tiene ojeras, pero sus labios se curvan en una animada sonrisa.
—A quien madruga, Dios le ayuda.
—Le ayuda a ver pájaros, más concretamente —dice Milo en voz baja por encima de mi
cabeza.
Miro hacia arriba y veo unas piernas colgando de una rama.
—¿Es que este niño solo está en el suelo cuando está en el colegio, o qué? —le digo a Ben,
fingiendo susurrar, pero con toda la intención de que Milo me escuche.
—¡Aquí arriba hay un kākā!
Ben me pone los prismáticos en los ojos.
—Échale un vistazo —me dice.
—¿Qué tengo que buscar?
—Belleza en estado puro, Jack.
Dirijo los prismáticos hacia él y su sonrisa se hace más grande.
—¿Me especificas un poco más?
Riéndose, Ben se acerca más a mí y me señala con el dedo un punto por encima de Milo.
—Es bastante joven y tiene un precioso plumaje rojo pasión.
—Y que eso lo diga Ben… —añade Milo divertido.
Ben sonríe y se pasa una mano por su pelo rojizo.
Veo el pájaro, que está picoteando algo en el tronco del árbol; savia, supongo.
—Parece un kea —digo, lo que hace que ambos se queden muy callados—. ¿Qué?
Me quito los prismáticos y me encuentro a Ben negando con la cabeza.
—No eres tan omnisciente como pensaba.
Suelto una carcajada y le devuelvo los prismáticos.
—Esperabas demasiado de mí.
—¿Siempre sales a correr por aquí? —me pregunta Ben con curiosidad.
Me ha pillado.
—No.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
Hago un gesto hacia su jardín trasero y hacia la casa.
—¿Has llamado ya a los contratistas que te dije?
—Sí, y, por ahora, no tienen hueco. Así que o posponemos la obra o la vendemos sin
reformar, esperando conseguir un precio decente —me dice con un brillo de esperanza en los
ojos.
Milo le lanza una rama desde el árbol y Ben se aparta, acercándose a mí. Se para tan cerca
que su ligero aroma a jabón invade mis fosas nasales. Se pone ambas manos alrededor de la boca
y grita al árbol:
—¿A qué ha venido eso?
—No vamos a venderla. Profesor Pito Negro, por favor, arregle nuestra casa hasta que a Ben
le guste otra vez.
«Ellos tienen un proyecto y tú necesitas uno», me dice una voz en mi interior.
Miro a Milo y luego a Ben.
Una ráfaga de aire se cuela a través de los árboles. El olor a pino nos envuelve mientras los
primeros rayos de sol se asoman entre las ramas e iluminan las piñas secas, los troncos de
madera y el pelo brillante de Ben. Motas de luz doradas se reflejan en su cara y en sus ojos
oscuros, que me miran expectantes.
No soy consciente de decir las palabras.
Las palabras abandonan mi boca sin que apenas me dé cuenta.
—Vale —digo, frotándome la mandíbula y repitiéndome a mí mismo que todo irá bien—.
Haré las remodelaciones a cambio de vivir en la casa sin pagar alquiler. Tú te encargas de
comprar los materiales.
Ben se yergue.
—¿Lo harás?
—Pero este tipo de proyectos tardan, no se hacen de la noche a la mañana.
—Te llevará un tiempo, lo entiendo.
—Unos seis meses. Me gustaría vivir en la casa unos días antes de empezar, para
familiarizarme y ver su potencial. —Busco su mirada—. No soy de los que se precipitan sin
tener mil cosas en consideración antes.
Es listo, cuando se da cuenta de lo que quiero decir, sonríe.
—Yo sí que soy de esos. Es uno de mis mayores defectos.
Puede que sea un presagio de lo complicado que puede ser este año, pero tenía que dejar las
cosas claras. No soy de los que ceden a esa clase de impulsos.
Ahora se trata de ignorar ese aleteo tan inquietante que noto en el estómago.
Capítulo Diez

JACK

M ientras desayuno unos huevos revueltos en la mesa de comedor de Luke y Sam, no paro
de tocarme el cuello de la camisa. No suelo llevar camisa de vestir, no es mi prenda de
ropa favorita.
Luke entra en el comedor, bostezando. Le hago un gesto hacia la cocina con el tenedor y le
digo:
—Hay huevos en el horno y café en la cafetera. Y ya que vas, sírveme más café, anda.
Cualquier otro día, hacer el desayuno no significaría más que eso: que he hecho el desayuno.
Pero hoy el fin es poner a los chicos de buen humor, porque les voy a decir que me mudo y que
van a tener que pasar el sábado ayudándome a llevar todas mis cosas a la casa de Berhampore.
Luke se acerca con la cafetera, se sienta a mi lado y mete el tenedor en mi plato.
—Qué vago eres, tío —le digo sonriéndole.
—Yo me solía levantar con mucha energía por las mañanas, pero creo que me estoy haciendo
mayor.
—Quizá se deba a que no duermes lo suficiente…
Hace una pausa a punto de meterse el tenedor en la boca.
—¿Nos oyes?
—Bueno, digamos que me habéis ayudado a aceptar un proyecto que… dejémoslo en que va
a ser un reto.
—¿Te mudas?
—Sí.
Luke asiente con la cabeza y coge más huevos de mi plato.
—¿Es un proyecto complicado?
—No sabes cuánto.
Me levanto y le pongo un plato con huevos. Lo coge con una sonrisa.
—Están buenísimos —me dice. Luego se fija en mi camisa y añade—: Te veo distinto.
—¿Distinto? Devuélveme mis huevos.
Protege su plato con el brazo.
—Aparta. Con distinto quería decir que te veo bien.
—Yo creo que lo que querías decir es que está muy bien —dice Sam uniéndose a nosotros—.
¿A qué se debe la camisa?
Luke contesta antes de que lo haga yo, porque sabe que esta es la única camisa formal que
tengo y solo me la pongo dos veces al año.
—Hoy le dan los resultados de su evaluación como profesor. Aunque no sé por qué te
molestas arreglándote, a la directora Ryan le importa lo profesional que eres, no que des una
imagen de formalidad.
—Tienes toda la razón. Ahora vuelvo.
Sam me agarra del brazo.
—Déjatela puesta.
Luke se levanta de su silla y le da un beso a Sam.
—¿Quieres unos huevos revueltos?
Mientras se quedan ahí besándose y diciéndose cosas en voz baja, yo le pongo unos huevos a
Sam y le llevo una taza de café. Se respira ternura y cariño y eso hace que me dé cuenta de la de
tiempo que ha pasado desde que yo tuviera algo así. Follar he follado mucho, no soy ningún
monje, pero intimidad he tenido poca.
Nada desde… Bueno, pues desde Luke.
Luke me pilla mirándolos y su expresión se suaviza.
Pongo el plato frente a Sam y me centro en mi café.
—¿Vamos juntos a clase hoy?
Nuestros horarios no suelen coincidir, así que no siempre tenemos la posibilidad de compartir
coche, pero, cuando podemos, intentamos ahorrar al mundo un poco de tubo de escape.
—Hoy no puedo, a la salida tengo que ir a Lower Hutt. Jeremy ha reservado un campo de
fútbol sala.
Alzo una ceja.
—¿Fútbol sala?
Sam emite un quejido lastimero.
—Por mí. Los balones son más blandos.
Luke lo mira divertido.
—Tu hijo te adora.
—Adora reírse de mí, querrás decir.
Comparten una sonrisa cómplice y a mí me duele el pecho al verlo. No es solo la intimidad
de este momento, es el ambiente en sí mismo. Antes de que compraran esta casa, cuando yo vivía
aquí solo, el aire olía a madera, a pintura, a abrillantador. Ahora huele a la comida que prepara
Luke, a gel de ducha con olor a hierbas, a aftershave, al polvo de los libros de ambos y al sudor
que emana del gimnasio casero que se han montado. La casa es más cálida. Hay menos eco.
Se respira familia en cada bocanada de aire y eso hace que se reabra mi herida, que me toque
la fibra sensible.
Cojo la cartera y las llaves y me despido:
—Pásalo bien jugando al fútbol. —Le dedico un asentimiento de cabeza a Luke y añado—:
Te veo en el trabajo. E intentad descansar bien esta noche.
Luke se atraganta con los huevos.
—¿Que intentemos descansar? —me pregunta Sam.
—Sí. Porque mañana me vais a ayudar con la mudanza.

E STOY SENTADO EN UNA SILLA DE TELA DESHILACHADA FRENTE A LA DIRECTORA R YAN MIENTRAS
ella echa un vistazo a sus notas con una sonrisa amable en los labios. Lleva un bléiser y una
camiseta que advierte de la importancia de tomar conciencia sobre el cáncer de mama.
—Yo creo que, en cuanto al tema laboral, eso es todo —me dice, relajándose en su sillón—.
Me ha dicho el tío Howie que estuvo contigo el otro día. Vas a verle casi tanto como yo.
Ambos nos reímos.
—Que sepas que siempre le hablo muy bien de ti —añade ella.
—Mientras se decide a venderme la casa, he aceptado otra obra, una pequeña remodelación
—le explico tras darle las gracias.
—¿De dónde sacas tanta energía?
—He ahí los beneficios de trabajar solo treinta horas a la semana. —Dudo unos instantes
antes de añadir—: Mira, el proyecto en cuestión es la casa familiar de Milo McCormick. Voy a
ayudarlos a poner la casa a punto para que puedan venderla.
Ella asiente despacio.
—Los McCormick. Dos chicos que no olvidaré jamás. —Niega con la cabeza—. Benjamin
se pasaba todo el día en este despacho. Ahora es Milo quien lo hace.
—Quería ir de frente e informarte de que iba a trabajar con el tutor de uno de nuestros
alumnos —le digo, tratando de deshacerme de la tensión acumulada en los hombros.
—No es la primera vez que ayudas a algún padre del colegio. Eres, sin duda, una de las
mejores cosas que le ha pasado a esta comunidad. —Me dedica una mirada de advertencia antes
de continuar—: No veo por qué esta vez debería de ser diferente.
Sé leer entre líneas, me acaba de decir: Sé tan profesional como lo eres siempre.
—Ninguna diferencia, no.
—Pues si está todo claro… —Se levanta—. Ahora es el turno de la profesora Devon.
Deséame suerte y a ver si puedo terminar a la hora de comer, ya sabes lo que le gusta a esa mujer
cotillear.
Y vuelvo a leer entre líneas: «No hagas ninguna tontería o la profesora Devon se enterará y
adiós a la casa de mis sueños».
Capítulo Once

BEN

U nos tíos llevan toda la mañana metiendo las cosas de Jack en la casa principal. Menos mal
que Milo y yo teníamos terapia y tenía excusa para escaquearme.
Ahora observo desde el otro lado de la calle, aún dentro del coche, mientras dos chicos y un
adolescente se despiden de Jack y se van.
Milo está chateando con un amigo y está tan absorto en la pantalla del móvil que todavía no
se ha enterado de que hemos llegado a casa.
Me quedo mirando cómo Jack lleva sus últimas cajas del porche al interior. Hoy no llueve y
los rayos de sol se posan en el descuidado césped y se reflejan en las vidrieras de las ventanas.
Jack levanta otra caja y, según se sumerge en la casa, la luz ilumina su espalda.
Lanzarle las llaves y decirle que se sirviera él mismo no ha sido la bienvenida más cálida.
Debería hacer algo al respecto. No sé, quizá, enseñarle cuál es el truco para abrir el pestillo de la
puerta del baño cuando se atasca.
Pero… Joder, ¿voy a poder entrar en la casa?
Aprieto fuerte el volante y Milo levanta la cabeza.
—Ah, que ya hemos llegado.
Se quita el cinturón.
—¿Cuánto quieres por enseñarle a Jack cómo desbloquear el cerrojo del baño? —le
pregunto.
—Cien dólares.
—¿Te has vuelto loco?
—Mil dólares —me dice con cara de determinación.
—La negociación no funciona así.
—Sí, funciona así si lo que quiero es que vuelvas a poner un pie en casa.
Cruza la calle a toda prisa y le dice algo a Jack antes de desaparecer por un lateral. Jack mira
entonces hacia mi coche y me ve.
Vale. Se acabó el esconderse.
¿Y qué importa si cada vez que he intentado entrar en la casa este último año he empezado a
hiperventilar?
Puedo con ello.
Lo saludo con la mano, me digo a mí mismo que tengo que quitarme esta tontería de encima
y dirijo mis pasos hacia Jack. El suelo del porche gimotea bajo mis pies de la misma forma que
lo hago yo al atravesar el umbral de la puerta.
Jack se sacude el polvo de las manos y me sonríe. Lleva unos pantalones de loneta oscuros,
estrechos a la altura de las caderas pero que le caen sueltos por las piernas y se le enrollan en la
parte superior de las botas. Lleva una camiseta roja remangada hasta el codo que se le ha
levantado un poco por la cintura, dejando ver un abdomen bronceado y con un ligero rastro de
vello oscuro.
—Me ha dicho Milo que me quieres enseñar una cosa.
Mi mirada va a la semioscuridad del interior.
—Sí. El pestillo del baño tiene truco.
Nos adentramos en la casa. Tras la puerta principal hay una galería no muy grande que ahora
mismo está llena de escaleras de mano y herramientas. Jack me observa mientras lo miro todo
con detenimiento y yo me meto las manos temblorosas en los bolsillos y le dedico una sonrisilla.
—Qué pedazo de decoración te estás marcando.
—Pues deberías ver el dormitorio: todo cajas.
Seguimos recorriendo el pasillo y echo un vistazo rápido a cada habitación.
—Tienes más cosas de lo que esperaba.
—¿Te parece mal?
Niego con la cabeza.
—No, no, pero es que te imaginaba más como un nómada. Solo con tus herramientas y toda
tu ropa en una mochila a tu espalda.
—No como un coleccionista de antigüedades y viejos muebles, ¿no?
—Aunque debería de habérmelo imaginado.
—¿Porque soy carpintero?
—Y una antigüedad.
Jack se ríe, aligerando un poco lo que me pesa estar aquí dentro.
Llegamos al baño, donde hay un plato de ducha, una bañera, un lavabo y, separado por una
puerta, está el váter. Entramos en el cubículo y cierro la puerta. Estamos a escasos centímetros el
uno del otro y el vello de la nuca se me eriza al sentir su respiración contra la piel. Un escalofrío
me recorre la columna vertebral ante su cercanía, a pesar de que está manteniendo tanta distancia
como le es posible.
Una pequeña ventana de vitral y una lámpara de techo de color borgoña crean una atmósfera
de lo más sugerente. Pero la emoción de sentir a un hombre tan cerca de mí choca con la pena
que me inunda al estar de nuevo en esta casa.
—Ti-tienes que levantar un poco la puerta y luego girar la llave; primero a la derecha y,
luego, a la izquierda. —Intento enseñarle cómo, pero no me sale y mi risa nerviosa flota entre
nosotros—. Me estoy luciendo.
Lo intento de nuevo, abochornado, hasta que los dedos de Jack cubren los míos y agarran la
llave.
—Déjame intentarlo a mí.
Me apoyo contra la pared muerto de vergüenza a la vez que Jack abre la puerta sin problema.
Él se dispone a salir del baño, pero yo lo adelanto como una exhalación y salgo antes que él.
Jack permanece impasible, su cara desprovista de toda emoción.
—Bueno, pues bienvenido y esas cosas. Ah, y tengo que advertirte de que a veces Milo se
cuela en la casa. Se pone nostálgico y yo…
Yo no me atrevo a entrar a buscarlo.
—Está bien, no pasa nada.
—Vale. Por lo demás, este es tu espacio y no te molestaremos. Aunque compartimos cuarto
de la colada, eso sí. La casita de invitados es pequeña y había que elegir entre lavadora y
lavavajillas y, bueno, no fue una decisión salomónica que digamos.
Cuando pasamos por delante del cuarto de mis padres, me quedo paralizado. Suelos de
madera oscura, papel pintado en tonos violeta… Los recuerdos me abruman, es como recibir un
puñetazo.
—¿Ben?
—¿Sip?
—¿Estás bien?
Sé que estoy respirando con dificultad.
—Sí, yo… eh… es que no suelo aventurarme tanto en la casa.
—Lo siento mucho.
—Cuanto antes la vendamos, mejor.
Retrocedo sobre mis pasos y entro en el salón donde observo una interesante mezcla entre las
cosas de Jack y nuestros muebles: las butacas que llevo viendo ahí toda la vida, al lado de la
mesita de café de Jack y una lámpara de madera hecha a mano.
Jack se apoya contra el marco de la puerta y me mira con cautela. Quiere hacerme preguntas,
lo sé. La cosa es que yo no puedo hablar de ello.
Si lo hiciera, lloraría, y llevo meses ocultando las lágrimas. A todo el mundo.
Incluso a Milo y él es la persona en la que más confío.
Centro la vista en la grieta de la vidriera del salón, un recordatorio de la rabia que me
inundaba cuando entré en casa justo después de sus muertes y empecé a recoger todas sus cosas.
Talia estuvo ahí conmigo e hizo tres viajes en coche a la parroquia más cercana para donar
algunas cosas.
El resto de sus pertenencias las recogió un camión. Su cama, el armario, la mecedora favorita
de mi madre…
Tanto la habitación de Milo como la mía están igual que antes, salvo por la ropa, que nos
hemos llevado parte de ella a la casita de invitados.
Supongo que Jack tendrá las cajas en mi antigua habitación.
Bien por él, es una forma muy efectiva de mantenerme alejado, no tengo huevos de entrar
ahí. Que tampoco es que Jack esté por la labor…
Sonrío y le digo:
—Si necesitas algo, ya sabes dónde estamos.
Capítulo Doce

BEN

E stoy de pie en la cocina con una bolsa de ropa para llevar a la lavadora y una pila de ropa
sucia a los pies que va creciendo por segundos. Cuando le he preguntado a Milo si tenía
algo para lavar, no me esperaba que me diera medio armario.
Ahora hay una montaña que me llega a la altura de los tobillos y no para de crecer.
Pantalones cortos, calcetines, camisetas interiores…
Cuando por fin las prendas de ropa dejan de salir volando del cuarto de Milo, le digo:
—¿Estás seguro de que esto es todo? —El sarcasmo es evidente en mi voz.
Entonces, una camiseta sale disparada y aterriza en mi cara. Huele tan mal que me la quito de
encima como si fuera dinamita.
Milo aparece en la cocina poniéndose los prismáticos alrededor del cuello.
Lo agarro del brazo antes de que salga por la puerta.
—Espera. No puedo con todo esto solo.
A regañadientes, me ayuda a llevar el cargamento de ropa sucia al cuarto de la colada de la
casa principal.
Abro la lavadora y meto primero la ropa de Milo.
—Acabo de decidir que solo necesitas tres camisetas. Una puesta, una en la lavadora y otra
de repuesto por si la que llevas se te moja o algo.
—Tres son superpocas.
—No para quien tiene que hacer la colada. —Saco la mitad del cuerpo que tenía metido en el
tambor de la lavadora y miro a Milo. Él parece que se da cuenta de la que se avecina y empieza a
darse la vuelta para intentar escaquearse—. Espera. Tienes once años. Yo empecé a poner
lavadoras a los doce. Y me acuerdo porque tus pañales y bodis llenos de caca estaban por todas
partes.
Milo da un gritito de horror y me dice:
—Tres camisetas me parecen bien. Mira, y si quieres dos, también.
Una risa hace que ambos nos giremos hacia el porche para mirar a Jack. Lleva unos vaqueros
que le quedan de muerte, una camisa de cuadros y el pelo húmedo y despeinado. Lleva una cesta
con ropa en las manos.
Han pasado dos semanas desde que se mudó a la casa principal, pero casi ni nos hemos visto.
Lo he mirado a escondidas, admirando su cuerpo sudoroso mientras arrancaba hiedra de la
fachada. Nos hemos saludado y sonreído de camino a nuestros respectivos coches y Milo le ha
tocado un par de veces las narices, cosa con la que, por cierto, Jack lidia a la perfección. Él sí que
sabe cómo poner a mi renacuajo en su sitio.
Es increíble lo que una voz autoritaria puede conseguir.
Pero esta es la primera vez que se ha acercado a nosotros.
—Tres camisetas son suficientes —reflexiona Jack—. A no ser que te dé por rebozarte por el
barro, algo que a tu hermano le gusta bastante.
La fuerza de su mirada me golpea dejándome medio aturdido.
Me apoyo contra la lavadora y le digo:
—Así que nos has oído, ¿eh?
—Sí, y me parece muy bien que Milo ayude con la colada. Aunque creo que sería mejor que
tuviera siete camisetas: una puesta, seis en la lavadora, y la ponéis solo una vez por semana.
Milo desaparece de nuestra vista creyéndose a salvo. Me imagino que está pensando que si
huye ahora se me olvidará mi plan de que me ayude con la ropa. Y yo ya estoy viendo lo que va
a pasar la próxima vez: que me cabrearé, le gritaré hasta quedarme sin aire y después me sentiré
tan culpable que yo mismo pondré la lavadora.
Jack deja su cesta en la mesa.
—Siete pares de calcetines también es buena opción.
—¿Qué te pasa a ti con el número siete? —Lo miro con recelo—. Enséñame tu ropa interior
—le digo, acercándome a él con descaro y metiendo los dedos en la cinturilla de sus vaqueros.
Me mira con una ceja alzada.
—Llevas ropa interior de esa en la que pone el día de la semana, ¿a que sí?
Jack se separa de mí y pasa por mi lado, dejando tras de sí un aroma que hace que se me
ponga la piel de gallina.
—No te rindes, ¿eh?
—Es una de mis mayores virtudes. Además, ¿tú te has mirado en el espejo? —le digo
mientras él coge el detergente.
—Joder, Ben… —Su voz suena firme y llena de frustración.
Me apoyo contra la secadora, a su lado. Está echándole jabón a la lavadora por mí y
poniendo un programa de lavado en agua fría. Ver a un hombre tan masculino haciendo algo tan
doméstico hace que algo me palpite por dentro. Es una sensación como de sentirse protegido,
seguro, y al cavernícola que llevo dentro le encanta.
Es ese mismo cavernícola al único al que le parece bien esta atracción tan inoportuna.
—Lo entiendo, Jack, en serio —le digo bajito—. La cosa no va a ir más allá de este tonteo,
prometido.
Me mira de reojo.
—Quizá también debamos evitar el tonteo en sí.
Le dedico la mirada más inexpresiva de mi repertorio.
—Venga, hombre, no me quites toda la ilusión.
Se esfuerza por no sonreír.
—Soy profesor de Milo.
—Esto de ser adulto es una mierda muy grande.
Entonces, sí, suelta una carcajada, aunque se recompone enseguida.
—Qué me vas a decir a mí.
En esos instantes de silencio solo se escucha el sonido del agua llenando el tambor de la
lavadora.
—Estás buenísimo, eres fuerte y, quitando ese desconocimiento tan absoluto que pareces
tener sobre los pájaros nativos de Nueva Zelanda, eres inteligente. Tres cosas por las que me
siento superatraído. Encima, te tengo muy a mano y, a ver, no nos engañemos, eso te hace estar
un diez por ciento más bueno.
Jack suelta una risotada y coge un puñado de la ropa sucia de Milo, haciendo un montón al
lado de la lavadora.
—A sincero no te gana nadie, ¿eh? —me dice.
—Ya, si yo sé que tienes razón. Debería salir y conocer a alguien porque, como siga así, el
síndrome del túnel carpiano no me lo quita nadie.
Jack cierra los ojos unos segundos antes de decir:
—¿Pero? Porque estoy casi seguro de que ahora va un «pero».
—Pero, entre el trabajo y Milo, lo de ligarme a un tío es un imposible. Y no me atrevo a
coger a nadie para que haga de canguro después del incidente del tejado…
Un grito estridente interrumpe lo que iba a decir.
—¿Milo? —Creo que se me va a salir el corazón por la boca.
Salgo corriendo y atravieso el jardín hasta la parte de atrás de la casa.
Milo está llamándome y el terror en su voz es evidente. Tengo tanta prisa en mi intento de
llegar a él, que me raspo con la valla de alambre, haciéndome un arañazo en la mano.
—Ben —vuelve a decir.
Por fin, tras saltar a toda prisa hierbas altas y raíces de árboles, llego a él. Está junto al tronco
de un pino, poniéndose de pie un poco tambaleante.
Oigo a Jack justo detrás de mí y lo escucho soltar una palabrota justo en el momento en que
lo hago yo.
Milo tiene sangre por toda la cara y una mano en la sien, presionándose la herida.
—Joder, joder, joder —repito mientras atraigo a Milo hacia mis brazos temblorosos.
Milo gime y se quita la mano de la herida. Se le ha abierto la piel, como un par de
centímetros y veo algo blanco. Me cago en la puta, que le estoy viendo el cráneo—. Joder, joder,
se está muriendo, lo he matado.
Mis padres me dejaron un trabajo. Uno solo.
—No lo has matado —dice Jack con voz firme mientras agarra a Milo y lo coge en brazos.
—Haz presión sobre el corte —le dice mientras se dirige hacia la calle—. Ben, vamos a
llevarlo al hospital en mi camioneta.
Yo no dejo de repetir mi mantra de «joder, joder, joder» hasta que llegamos a su coche.
—Sácame las llaves del bolsillo y abre la puerta.
Jack reajusta su agarre sobre mi hermano; está cargando todo su peso y tiene que notarlo en
los brazos.
Hago lo que me dice y le meto la mano en el bolsillo, pero tiene los pantalones muy
ajustados y me quedo atascado antes de lograr sacar las llaves.
—Mírame —me dice Jack con esa voz que te obliga a prestar atención.
Alzo la vista y lo miro por encima de la cabeza de Milo.
Jack es una mezcla perfecta de autoridad y calma.
—Es un corte pequeño. Se arregla con unos puntos.
—Puntos —repito, asintiendo con la cabeza como si fuera tonto.
—Ahora, respira y saca las llaves poco a poco.
Obedezco las instrucciones que me va dando Jack y hago todo lo que me va diciendo. Me
siento en el asiento del copiloto y ayudo a meter a Milo en el asiento delantero conmigo,
poniéndole la cabeza en mi muslo, mientras Jack le coloca las piernas contra el pecho.
Milo busca mi mano y me da un apretón.
—Voy a estar bien —me dice.
—Claro que sí, renacuajo, claro que sí.
Ha habido pocas personas verdaderamente importantes en mi vida: mi madre, mi padre, Milo
y Talia.
Nadie más.
Y no es que huya de la posibilidad de conectar con alguien, lo que ocurre es que ese tipo de
conexiones son excepcionales.
No sé qué es lo que hace a una persona ser importante en la vida de otra. Tener los mismos
principios y experiencias vitales une, por supuesto, pero es más que eso. Es el hecho de sentirme
cómodo con mi mejor amiga en cualquier momento, incluso en los silencios. Y el hecho de
sentirme seguro con mi hermano, aun en medio de una acalorada discusión.
Suena a locura total, pero es como si nuestras auras estuvieran destinadas a estar juntas.
Jack no es ninguna de esas personas importantes en mi vida.
Cómo iba a serlo, si apenas lo conozco.
Y, aun así, mientras miro cómo calma a mi hermano con unas palmaditas en la rodilla y
arranca el coche, se me encoge el corazón.
Porque es como si pudiera llegar a serlo.
Cuando llegamos al hospital un médico se lleva a Milo.
Jack y yo lo seguimos y es entonces cuando el subidón de adrenalina me pasa factura. Trato
de absorber la mayor cantidad de aire posible en una bocanada y Jack me pone una mano en la
espalda y me lleva hacia una silla. Su palma me arde contra el omóplato.
Parpadeo y miro el suelo, luego la sangre deslizándose por la cara de Milo, y a Jack que sigue
aquí, a mi lado. Sus dedos se deslizan hasta la parte baja de mi espalda donde se asientan de la
forma más natural.
—Ven —me dice, dándome un ligero empujoncito.
—No puedo perderlo de vista. No voy a dejarlo solo ni un minuto, jamás. —Hago una pausa
cuando, horrorizado, me doy cuenta de algo—. Nunca podré volver a acostarme con nadie.
El médico me mira y Milo gimotea, murmurando algo como que si alguien puede comprobar
si de verdad somos hermanos. Jack intenta no reírse mientras me lleva a la silla.
Me siento sin poder apartar los ojos del médico y de los puntos que le está dando a mi
hermano en la sien.
—Tengo una idea —dice Jack. Alzo la vista para mirarlo—. Me ofrezco a cuidar a Milo los
viernes por la noche.
Me apoyo en su rodilla y me incorporo, estudiándolo con detenimiento. Noto cómo sus
músculos se contraen bajo la palma de mi mano y me cuesta una barbaridad apartarme y dejar de
tocarlo.
—¿Por qué?
—Porque yo también he tenido veinticuatro años y creo que tienes que aprovechar los tuyos,
tomarte un descanso de lo de ejercer de padre.
—No puedo pedirte algo así.
—Estoy al otro lado del jardín y estamos hablando de unas horas a la semana. Y lo que es
más importante: Milo no puede conmigo.
Me río.
—Me tienes que decir tu truco.
Jack también se ríe y oírlo me calma los nervios.
Milo sonríe en cuanto el médico le coloca una venda sobre la herida. Le han lavado la cara,
pero la ropa sigue empapada de sangre.
—Al menos hemos sacado algo en claro de esta experiencia —murmura Jack.
—¿Que no puedo trepar a los árboles? —pregunta Milo, desanimado.
Jack niega con la cabeza.
—No. Que necesitas, como mínimo, tres camisetas.
Capítulo Trece

BEN

Q uiero que alguien me empuje contra una pared —cualquier pared me vale— y que me
folle como si no hubiera un mañana.
Hoy, un viernes de mediados de invierno, un par de semanas después de las
vacaciones escolares, estoy sentado en un bar de luz tenue, viendo la lluvia deslizarse por el
cristal mientras espero al chico con el que he quedado a través de Grindr.
Desde que acepté la oferta de Jack de hacer de canguro de Milo, los viernes se han
convertido en noches de cita.
Han pasado seis semanas desde su ofrecimiento y he salido con cuatro chicos diferentes.
Ninguno de ellos acabó en mi cama o, mejor dicho, yo no acabé en la suya. Que no quiero liar la
cabeza de Milo llevando extraños a casa como si eso fuera un vis a vis.
Cada viernes, cuando salgo de casa, Jack me sonríe, evitando fijarse en lo que llevo puesto.
Se limita a mirarme de reojo, a decirme que me lo pase bien y que tenga cuidado. Luego, a toda
prisa, se dirige a la estantería y coge algún juego; el Monopoly o el Scrabble.
No voy a mentir. Su mirada disimulada es una imagen que me llevo cada viernes conmigo
cuando salgo de casa.
Y es una distracción de la hostia, porque me paso la mitad de mis citas dándole vueltas a qué
pensará Jack tras esas expresiones tan comedidas y cautelosas.
Que es, precisamente, lo que estoy haciendo ahora mismo.
Mi teléfono cobra vida a mi lado y veo que es una foto de Talia con una cara de resaca que
no puede con ella y un chico altísimo con pinta de crápula a su lado.

Talia: ¿Por qué siempre que me enamoro de un chico resulta que es gay? LOL.
Ben: Lo que tienes que hacer es volver a casa y ser un imán de gais para mí.

Talia: Ya eres bastante imán tu solito, no necesitas mi ayuda.

Ben: Estoy esperando a un chico ahora mismo y en lo único en lo que puedo pensar es en Jack y
en Milo jugando a algo en casa. Tengo un problema.

Talia: Tienes unos cuantos, Ben.

Ben: Ja, ja, ja. Pero sí, eso es verdad.

Talia: Solo cinco meses más y seré de nuevo tu mosca cojonera.

Ben: Mi conciencia, querrás decir.

Talia: Eso también.

Mi cita, Felix, aparece por la puerta en esos momentos con una chaqueta informal y una
pajarita. Lleva un corte de pelo muy chulo y tiene una sonrisa encantadora.
Entierro muy profundo todos mis pensamientos sobre Jack y me centro en mi cita. Jack no
puede follarme; Felix, sí.
Cuando me ve, se dirige al rincón en el que estoy sentado.
Meta: echar un polvo.
Primer paso: Dar una oportunidad a este chico.
Viene como dando saltitos, pero hay un momento en el que parece titubear.
Tiene estilo, mucha presencia y es muy atractivo. Pero no es tan alto como Jack, ni tan fuerte.
Y veo cierta duda en sus ojos cuando toma asiento frente a mí.
Es la misma duda que veo en Jack cada día.
Me inclino hacia delante y entrelazo los dedos de las manos.
—Felix, ¿no?
Varios mechones oscuros le caen sobre la frente. Tiene unos ojos preciosos y una voz
relajante.
—Sí, encantado de conocerte, Ben.
Le doy la mano que me tiende. Es un gesto superformal para un chico de veintipocos años,
pero me gusta. Es algo que Jack haría…
Me deshago de ese pensamiento. Venga, que tengo que dar una oportunidad a este chico.
—¿Puedo invitarte a una cerveza?
—¡No puedo hacer esto! —dice de repente, poniéndose de pie—. Lo siento. A lo mejor no
soy gay. Ni bisexual. No sé.
Oh.
Vale.
—¿Felix?
Nervioso, se ríe. Y me siento tan identificado con esa reacción que algo se me contrae en el
pecho al verlo.
Yo también me pongo de pie.
—¿Y qué tal si nos tomamos algo sin más, sin pretensiones?
Lo hace despacio, pero asiente.
Cuando llegan nuestras cervezas, vuelve a disculparse:
—Creí que a lo mejor… Pero nada, no siento nada. Lamento haberte hecho creer que…
Mi suspiro forma pequeñas ondas en la espuma de mi cerveza.
—No te preocupes, porque tampoco creo que hubiéramos llegado a nada, últimamente parece
que no logro implicarme en ninguna de mis citas.
Me vibra el teléfono.

Jack: Milo se ha escapado por la ventana de su cuarto y lo he encontrado en la casa principal.


No quiere irse, voy a dejar que se quede en su antiguo dormitorio.

Me bajo del taburete.


—Lo siento, Felix, mi hermano me necesita.
—Claro, claro, no importa, sé lo que es. Tengo cuatro hermanos, tres de ellos más pequeños
que yo.
—Madre mía, pero si yo casi no puedo con uno.
Se ríe. Yo me despido de él con un movimiento de mano y salgo por la puerta hacia el frío
helador de la noche. De aquí a casa hay un paseo de unos quince minutos, pero yo hago el
camino en diez.
Cuando llego a la parte trasera de la casa principal, me muevo nervioso por el porche.
«Venga, Ben, tú puedes», me animo a mí mismo.
Entro.
La vidriera agrietada ha sido reparada, el cuarto de la colada y los baños tienen baldosas y
lavabos nuevos, tres de las ventanas ahora tienen doble acristalamiento y mi cuenta bancaria es
más que consciente de todos estos cambios.
Al llegar al salón, hago una pausa. Jack está sentado en una butaca leyendo, la luz de la
lámpara de pie ilumina su rostro y el libro que tiene en las manos. Es una imagen muy
acogedora, pero también solitaria.
Creo que no me ha oído entrar.
—¿Jack? —lo llamo, dando unos toques al marco de la puerta.
Se le cae el libro en la mesita que tiene al lado y, cuando la camisa que lleva desabrochada se
le abre mostrando su pecho musculoso, se cruza de brazos para cubrirse un poco. Me sonríe de
forma cautelosa, como lleva haciendo desde hace unas semanas.
No, parece que no he logrado mi objetivo de dejar de pensar en los gestos indescifrables de
Jack…
—Ben, ya estás de vuelta —me dice, y yo entro en el salón haciendo crujir el suelo de
madera mientras el espacio entre nosotros se electrifica—. No tenías que haber venido tan
deprisa, esa no era mi intención —añade.
—Bueno, no estaba seguro… ¿Está bien? ¿Dónde está?
—En su cama, durmiendo.
Ah, vale. Así que no está hecho un ovillo llorando en una esquina… Supongo que podría
haber llamado antes.
O no, porque creo que solo necesitaba una excusa para volver a casa.
Me acerco a la butaca que está al lado de la de Jack. Debería coger a Milo y volver a la casita
de invitados, pero necesito mi charla postcita, que se ha convertido ya en tradición.
Lo habitual suele ser que, tras una cita decepcionante, entre directo en la casa del jardín y me
encuentre a Jack sentado a nuestra mesa minúscula, trabajando en diseños para la casa principal.
Milo suele llevar bastante tiempo dormido y, en lugar de dejar que Jack se retire, suelo sacar dos
cervezas, pasarle una a él y empezar a hacerle preguntas.
Y esta noche también quiero eso.
—¿Me puedo sentar aquí un momento? —le pregunto.
—Es tu casa.
—Pero eres tú quien vive aquí ahora mismo.
—Siéntate, traeré algo de beber.
Me siento, disimulando una sonrisa. Creo que esta parte de la noche es tan importante para él
como lo es para mí.
—¿Una Fanta? —le pregunto.
Jack suelta una risotada.
—Nunca jamás tendré esa podredumbre en mi frigorífico.
—Bueno, yo tengo, puedo acercarme a por…
Me dedica una mirada asesina con la que me reta a que tenga valor de ir a la casita a por mi
bebida burbujeante. Es el gesto más expresivo que me ha dedicado en semanas.
—¿Qué tal un café?
No voy a dormir igual, así que, ya puestos…
—Vale.
Jack sale del salón y, cuando me deja solo, el espacio donde estoy se me cuela bajo la piel.
Recuerdo a Milo gateando y escondiéndose detrás de esta misma butaca para hacer caca en el
suelo. Recuerdo a mamá volviéndose loca al descubrirlo y a mi padre limpiándolo.
Los recuerdos duelen. Sobre todo, los buenos.
Me levanto de la butaca y voy tras Jack. Su presencia llena la pequeña cocina y se
desenvuelve en ella como si llevara años viviendo aquí. Qué raro se me hace que conozca tan
bien la cocina en la que crecí.
—Ya casi está —me dice. Y puedo olerlo, el aroma a café recién hecho y a conversaciones
inminentes.
Él me contará las travesuras que ha intentado Milo esta vez y yo me reiré, con una especie de
nudo en el estómago por lo mucho que me gustaría haber formado parte de ese momento.
Mientras Jack saca un par de tazas, echo un vistazo a los papeles que hay en la encimera. Son
diseños para reformar la cocina.
—Quería hablar contigo de algo que se me ha ocurrido: tirar un par de paredes y hacer una
zona diáfana uniendo cocina, salón y comedor.
Me cuesta visualizarlo sobre los bocetos.
—¿Uniendo la parte de la galería? ¿Será suficiente?
—No, esa pared, no. —Con el dedo, señala un punto a nuestra espalda—. La idea es quitar la
que va del dormitorio principal al salón.
¿Hacer pedacitos el cuarto de mis padres?
—Lo que ahora es el comedor sería un estupendo dormitorio principal —continúa Jack
mientras sirve un par de cafés—. Pero solo si te parece bien. Eso sí, incrementaría bastante el
valor de la casa.
Para venderla.
Porque eso es de lo que se trata todo esto.
Ese es el único motivo por el que Jack está aquí.
Respiro hondo y asiento. Cuando hablo, lo hago con voz ronca.
—Me parece bien, hazlo.
—Hablaré con un arquitecto amigo mío de las posibilidades y te enseñaré los planos con
algunas ideas que se me han ocurrido.
Me giro y me apoyo contra la encimera imitando la postura de Jack, que está en la misma
posición frente a mí. Me mira por encima de su taza mientras da un trago al café y me dice:
—¿Qué tal tu cita?
—Mejor que la de la semana pasada. El chico era superagradable y estaba
superinteresadísimo en mí.
Jack asiente.
—No me hablaste de la cita de la semana pasada, ¿tan mal fue?
No le comenté nada porque me daba vergüenza.
—No pareció gustarle que fuera pelirrojo. Decía que le recordaba a Garfield y a su infancia.
Jack hace una mueca.
—Dime que no es verdad.
—Me dijo que debería actualizar mi perfil en Grindr. Que daba lugar a error. —Me saco el
móvil del bolsillo y le enseño mi foto de perfil—. ¿Tú qué crees?
Me mira con cautela, luego coge el teléfono y bloquea la pantalla. Me lo devuelve.
—Si no fue capaz de ver lo increíble que eres es que es imbécil.
Cojo el móvil mientras noto cómo un rubor me trepa por el cuello. El silencio que se ha
hecho entre nosotros magnifica el cosquilleo que siento en el pecho.
Jack cambia de postura contra la encimera.
—Puedes volver a salir si te apetece. La noche es joven.
Me encojo de hombros, haciendo que se derrame un poco de café entre mi pulgar y mi dedo
índice. Saco la lengua para lamer las gotitas y veo cómo Jack se queda muy quieto mirándome.
Sus ojos van a los míos e inmediatamente devuelve la vista a su café.
Hago como que no me he dado cuenta, pero joder, esto de que sea el profesor de mi hermano
es una putada muy grande. Quiero oírle admitir que nos imagina follando tan a menudo como lo
hago yo. Quiero que me baje los pantalones, que me quite la camiseta y que me agarre las
muñecas. Quiero que me dé la vuelta y me ponga de cara a la pared. Quiero notar el frío del
lubricante en el culo seguido por su necesitada polla.
Y quiero hacerle lo mismo a él.
Para mi desgracia, nuestra relación no está en ese punto.
Tengo que meterme más en el papel de adulto, canalizar el respeto y la atracción que siento
por él y llevarlos al terreno de la amistad.
Porque espero que sea eso lo que empieza a haber entre nosotros.
Nos terminamos el café y yo me acerco de puntillas a la antigua habitación del renacuajo.
Está hecho un ovillo bajo un edredón de flores y animalitos, y la luz de la luna que se filtra en la
habitación le ilumina la cara. Aún se le nota bastante la cicatriz de la sien.
Un recordatorio viviente de la mierda de tutor que soy.
Jack se para a mi lado, su susurro me acaricia el lóbulo de la oreja.
—Si quieres, podría llevarlo en brazos a la casa del jardín…
—¿Pero?
—¿Pero quizá podríamos dejarlo dormir aquí esta noche? Parece estar muy a gusto.
Tiene razón.
No creo que debamos perturbar su sueño.
Suspiro y mis ojos se encuentran con los de Jack. Es como si pudiera leer cada uno de mis
pensamientos.
—¿No te importa? —le pregunto.
—Para nada.
Nos dirigimos juntos hacia la puerta trasera. Es hora de que me marche, pero no quiero
hacerlo. Estar a su alrededor es como estar envuelto en un manto de calidez. La casa no me duele
tanto cuando él está cerca.
—¿Qué planes tienes para este fin de semana? —le pregunto, arañando segundos en el
umbral de la puerta.
—Hay una casa en Eastbourne que mañana tiene una jornada de puertas abiertas. Había
pensado pasarme por allí y echar un vistazo, buscar un poco de inspiración.
—Quizá pueda ir contigo. —Me aclaro la garganta, porque he sonado un poco sin aliento—.
Quiero decir… para saber en qué fijarme cuando llegue el momento de comprar casa.
Aprieta los labios en una fina línea, pensativo.
—¿Y Milo?
Mierda.
—Se viene con nosotros.
—¿Crees que querrá?
—Claro.
Sea como sea, arrastraré a Milo conmigo a esta jornada de puertas abiertas. Quiero aprender
todos los entresijos de la compraventa de casas.
Quiero pasar más tiempo cultivando esta amistad entre Jack y yo.

P OR PRIMERA VEZ EN MUCHO TIEMPO ME SIENTO A TOPE . E S SÁBADO , NO TENGO QUE TRABAJAR Y
Milo se ha levantado de un humor estupendo por haber podido dormir en su antiguo cuarto. Y
parece que el buen rollo, aparte de ser contagioso, le está durando mucho, porque ya es casi de
noche y él sigue pletórico.
Vamos por la carretera de la costa de camino a Eastbourne. Jack conduce con su camisa de
cuadros remangada hasta los codos y mi hermano no para quieto entre nosotros mientras los
últimos rayos de sol atraviesan el parabrisas, reflejándose en su pelo.
Cojo el último trozo de la chocolatina rellena de caramelo y noto cómo la presión de mis
dedos hace que se despedace un poco bajo el envoltorio. Empiezo con otra tanda de preguntas
para Milo:
—¿A qué pájaro, nativo de Nueva Zelanda, le gusta revolotear entre humanos en zonas
boscosas?
—¡Al abanico maorí!
—¿Nombre en inglés?
—Fantail.
—¿Nombre maorí?
—Pīwakawaka.
—Pregunta para nota: ¿por qué les gusta tanto estar alrededor de la gente?
Milo pone los ojos en blanco.
—Porque al andar movemos la tierra, hacemos que los insectos se muevan y así se los
pueden comer. Obvio.
—Una pregunta más y te doy lo que queda de chocolatina.
«Jugar limpio» no es una expresión con la que Milo esté familiarizado. Me mira con esos
ojitos y me dice algo que sabe que me desarmará.
—Tú eres mi fantail.
¡Ja!
—¿Porque te persigo sin descanso?
—No, porque fantail suena como Fanta y eso es tan tú…
Ay, cómo me gusta mi hermano.
Es el mejor.
Milo se mete lo que queda de la chocolatina con un ansia, que nadie diría que se acaba de
comer tres onzas.
Jack nos mira y niega con la cabeza. Se está dejando barba y la luz de la puesta de sol hace
que su cara resplandezca.
—Vaya dos —nos dice.
—Hay que querernos así, profesor Pito Negro.
Capto la atención de Jack por encima de la cabeza de Milo.
—Si yo soy un fantail y tú un pito negro, habrá que pájarobautizar al niño, ¿no? ¿Qué
sugieres?
—Soy un kiwi —dice Milo.
—Todos somos kiwis —dice Jack—. Eso no vale.
Me encanta que Jack nos siga el rollo con tanto entusiasmo. Hace que algo en mi interior se
ponga a dar saltitos. Cojo a mi hermano, agarrándole por el cuello y haciéndole una llave de
cabeza. Cuando le froto la coronilla, él intenta apartarse, muerto de risa.
—Necesitas un nombre que se adapte mejor a… —Mis ojos van a la carretera al notar que
Jack está reduciendo la velocidad. Doy un gritito al ver lo que está pasando—. ¡Pingüinos!
¡Milo, hay pingüinos cruzando la carretera!
—¡Pero si es imposible verlos! —dice mi hermano, quitándome las palabras de la boca.
—Joder, qué cosa más mona —digo, agarrándome a mi hermano.
Milo se acerca más al cristal, siguiendo los pasos de las pequeñas aves que atraviesan el
cruce habilitado para ellos mientras se dirigen a sus nidos.
—Quiero acurrucarme con ellos y acariciarles la tripa con la nariz —dice.
—No si yo llego antes…
Jack se gira para mirarnos con una mano en el volante y una sonrisa en los ojos.
Le alzo una ceja y él se pone de nuevo de frente, mirando hacia la carretera. Se aclara la
garganta antes de hablar:
—Entonces, si yo también quiero acurrucarme con ellos, tengo que ponerme a la cola, ¿no?
Suelto una carcajada ante la sorpresa de ver a Jack participando activamente en nuestras
chorradas.
Cuando los pingüinos desaparecen por su lado de la carretera, Jack emprende de nuevo el
camino, tomando las siguientes curvas aún bastante despacio. Aparcamos frente a un parque
infantil con abundantes zonas verdes. A un lado hay una cafetería con terraza al aire libre y, al
otro, una playa de guijarros.
El crepúsculo cae sobre el mar en calma y baña el mundo de un color rosado. Las luces de la
cafetería parpadean y la brisa nos trae el rumor de las conversaciones de los clientes.
Mientras nos bajamos de la camioneta, un coche aparca a nuestro lado. Tiene las ventanillas
abiertas y el olor procedente de él —a sal, a aceite y a fish ’n’ chips— consigue que se me haga
la boca agua.
—La casa está al otro lado de la colina —dice Jack, por encima de la capota.
Hago una mueca, porque todavía no le he dicho a Milo qué hacemos aquí.
—¿Qué casa? —pregunta entonces él.
Jack sigue andando sin ser consciente de que he recurrido a dudosos subterfugios para
arrastrar a mi hermano hasta aquí.
—Es una jornada de puertas abiertas. Una casa familiar con vistas al mar…
—No, no, no, no —repite Milo en voz baja una y otra vez.
Con solo mirarme, Jack se da cuenta. Me sonrojo.
—¿Podrías traernos un café y un chocolate caliente? —le pido.
—No, no quiero chocolate caliente —dice mi hermano, enfadado.
Articulo un «por favor» y, tras dudar unos segundos, Jack me hace caso.
Cuando se va, Milo pasa por mi lado hecho una furia y yo lo sigo hasta el césped, donde se
para de espaldas al mar, que ahora se tiñe de un color anaranjado; las montañas al otro lado de
Wellington parecen una corona sobre su cabeza cuando se gira hacia el parque infantil haciendo
un mohín.
Tras unos minutos, por fin se dirige a mí:
—Me dijiste que este viaje era para ver pingüinos.
—Te dije: «Podemos ver pingüinos y alguna otra cosa».
—Pero creí que «alguna otra cosa» sería tomarnos un helado en la playa, no llevarme
engañado a comprar una casa.
—No vamos a comprarla. Quiero aprender en qué fijarme para que, cuando lo hagamos, el
techo de tu dormitorio no se desplome y se te caiga encima.
—Pues espero que se me caiga encima. No quiero mudarme.
—Bueno, tendremos que hacerlo en algún momento.
—¿Y por eso me has traído aquí con falsos presexos?
—Pretextos.
—Mi religión dice, y creo en ello firmemente, que los hermanos mayores son las peores
personas del mundo.
—Mala suerte, renacuajo.
—Quiero que desaparezcas.
—No siempre conseguimos lo que queremos.
—A lo mejor solo tengo que desearlo muy fuerte.
Suspiro. Veo a Jack acercarse con dos vasos de papel. Joder, creo que nunca he necesitado
tanto un café.
—¿Y si yo lo deseo muy fuerte crees que conseguiré que algún día te vayas a la cama cuando
te lo digo sin necesidad de tener que sobornarte antes?
—Si tanto quieres que pase eso a lo mejor tienes que hacer algo, ¿no? No solo enfadarte
conmigo porque tú eres un padre de mierda.
Doy un paso atrás ante lo que siento como un puñetazo y veo cómo Jack hace una pausa en
su camino hacia nosotros.
El dolor y la vergüenza me recorren de pies a cabeza.
Milo sale disparado hacia el parque y yo me doy media vuelta, dando una patada a un matojo
en la hierba que sobresale. La pareja del coche me está mirando y mis mejillas arden del
bochorno.
Jack deja los vasos en un banco y se acerca a mí con su paso firme y seguro. Me pone la
mano en el hombro y me da un apretón, trasmitiéndome su apoyo. Es más de lo que me merezco.
—Siéntate, tómate el café.
Nos dirigimos al banco y me dejo caer a su lado, cogiendo uno de los vasos.
El banco es de un blanco apagado y tiene montones de iniciales grabadas en él. Está cargado
con el peso de historias de amor pasadas y de promesas de amores futuros. Paso el pulgar por las
letras talladas en el espacio que hay entre Jack y yo: «W+S SIEMPRE», «T+G», «P+K».
¿Cuántos de ellos seguirán enamorados? ¿Estarán casados?
¿Habrán tenido hijos que les hayan roto el corazón?
Milo es una silueta encima del tobogán. Tiene las rodillas dobladas contra el pecho y la
cabeza gacha.
—Bueno, pues tendré que reconocer que la he cagado a lo grande. —Doy un sorbo al café—.
Por cierto, gracias.
—Criar a un niño no es fácil.
Me río entre dientes y compruebo que la tapa del vaso esté bien cerrada.
—Sé que los niños dicen tonterías y maldades sin pensar. No debería haberme afectado tanto.
—Sí, los niños sueltan mierdas que en realidad no piensan y se les permite. Es parte de su
desarrollo como personas. Los padres petan y dicen cosas que luego desearían no haber dicho
nunca. Es parte de su desarrollo como padres.
Lo que le agradezco esto, el alivio que siento al oírlo…
—¿Cómo puedo saber si lo estoy haciendo bien o mal?
Cambia de postura y nuestros hombros se rozan. Es un contacto agradable, sólido, y me
encantaría que no se alejara.
—No sé. Ponte alguna meta relativamente fácil y parte de ahí.
Vuelvo a mirar a mi hermano. Puede que Jack tenga razón. Puede que ponerme metas más
asequibles en lo que a Milo se refiere me ayude a hacerlo mejor.
—Tiene que entregar un trabajo antes de las vacaciones de primavera. Del antiguo Egipto. Si
lo aprueba, podríamos considerarlo como un triunfo, ¿no? Una meta alcanzada.
Lo puedo dejar en las exposiciones de Egipto del museo mientras me espera a que salga del
trabajo.
—Me parece bien —dice Jack y, cuando lo miro, me sonríe—. Estás haciéndolo lo mejor que
puedes, de verdad, estoy impresionado.
Sus palabras de ánimo van directas a mi pecho y escondo la liberación que siento al
escucharlo en otro sorbo de café.
—Y voy a cambiar más cosas en mi vida.
—¿Como qué? ¿Vas a dejar de pagar a Milo para que se vaya a la cama?
Gimoteo antes de contestar:
—Vale, lo intentaré, pero no. Me refería a que quiero dejar de trabajar en atención al cliente
y usar mi grado para algo. Buscar otro trabajo.
—Me parece un plan estupendo. Me ofrezco a echar un ojo a tu currículum y a las cartas de
presentación; si quieres.
—Por supuesto que quiero —le digo y él se ríe. Dejo el café en el banco entre nosotros—.
Será mejor que vaya a hablar con él.
Jack me detiene poniéndome la mano en la rodilla.
—¿Me dejas a mí?
Por primera vez desde que lo conozco, Jack suena nervioso. ¿Pensará que le voy a decir que
no se meta? Porque no lo voy a hacer. No tengo ni idea de qué decirle a Milo.
De hecho, que se ofrezca, me quita un peso de encima.
—¿Harías eso?
Me da un apretón en la pierna y se pone de pie.
—Será un placer.
Me apoyo contra el respaldo del banco y veo cómo Jack se transforma en una silueta, una
figura a lo lejos. Se sube a la plataforma donde está el tobogán y se pone en la misma postura
que mi hermano, con las rodillas dobladas y la espalda contra un travesaño de madera.
Paso la mano por las iniciales de los enamorados y suspiro. Las llaves que tengo en el
bolsillo me queman y a duras penas me contengo de sacarlas y añadir un par de letras más a la
madera.
Capítulo Catorce

JACK

A pretujados en una miniplataforma de madera astillada, Milo y yo miramos hacia el


océano. Las gaviotas vuelan y bajan en picado hacia las rocas y las luces de las montañas
parpadean en la distancia.
El silbido del aire se arremolina a nuestro alrededor.
Cambio de postura. Milo nota cómo me muevo y hunde más la barbilla contra el pecho. Se le
pone el pelo en la cara, lo tiene tan largo que casi llega a cubrirle los ojos.
—¿Puedo decir algo? —le pregunto.
Se encoge de hombros a modo de respuesta.
—Lo siento, Milo.
Alza la vista y me mira con el ceño fruncido, como si hubiera estado esperando que le echara
la bronca. Me rompe el corazón.
Entiendo la reacción de Ben, pero también entiendo la de Milo. No es fácil para ninguno de
los dos.
—Me ha traído engañado.
Miro a Ben. Sigue en el banco, inclinado hacia delante, con los codos sobre las rodillas y
sujetando el café con ambas manos.
—Creo que tu hermano necesitaba esta excursión. —Milo me interrumpe emitiendo un
sonido de frustración y alzo una mano para que me deje continuar—. No estoy diciendo que la
manera de conseguir que vinieras haya estado bien. Ben es consciente de que lo ha hecho mal y
lo siente. ¿Pero este viajecito en coche? ¿Correr una miniaventura y dejar de lado las tareas
diarias? Eso sí lo necesitaba.
Vaya si lo necesitaba y, por Dios, lo mucho que yo necesitaba dárselo.
A Milo le tiembla el labio.
—¿Cuántas veces voy a tener que decir que no quiero irme de nuestra casa? —Se sorbe la
nariz—. Es lo único que me queda de ellos.
Se me hace un nudo en la garganta.
Lo entiendo.
Y entiendo lo imposible que es decir o hacer lo correcto en este caso.
—No puedo ni imaginarme el dolor por el que estás pasando. —Una ráfaga de aire se cuela
por el espacio que hay entre nosotros—. O lo mal que lo está pasando tu hermano.
—A él le da igual.
Le pongo un dedo bajo su barbilla húmeda por las lágrimas y le giro la cara hasta que me
mira.
—Ben te va a buscar cada día al colegio, te lleva a ver pájaros, te hace la colada, se asegura
de que te duchas y te lavas el pelo. —Milo me escucha parpadeando muy rápido y, entonces, le
pregunto con suavidad—: ¿Te parece que eso lo haría alguien a quien le da igual?
El crío suelta una especie de sollozo antes de hablar:
—Tengo quinientos veintisiete dólares en el cajón de los calcetines. Está obsesionado con
que me lave el pelo. Y hace un par de meses compró una cantidad brutal de salchichas y fiambre
de pollo con guisantes para lograr que volviera a hablarle.
Se ríe y yo lo hago con él. Me acuerdo de lo de las salchichas y «cantidad brutal» lo define a
la perfección.
Milo mira hacia su hermano.
—Jo, parece tan cansado y tan triste, ¿verdad?
—Parece preocupado.
Y guapísimo e inaccesible.
Las suelas de los zapatos de Milo chirrían contra la superficie de madera.
—Lo que parece es que necesita unos fish ’n’ chips para cenar.
Sonrío.
—Pescado rebozado extracrujiente, patatas fritas dulces y vistas a la playa… me encanta —le
digo.
Milo se posiciona para bajar.
—Yo me encargo de que el fantail me siga hasta la camioneta —me dice antes de
desaparecer bajo el techo del túnel que cubre el tobogán.
Una vez abajo, se dirige a su hermano con determinación. Veo cómo el sol, que ya
desaparece en el horizonte, hace resplandecer sus rostros y, cuando Ben le dedica a Milo la
madre de todas las sonrisas, mi corazón se derrite un poco. Lo abraza, mirándome por encima de
la cabeza del crío.
Entonces, Milo me hace un gesto para que vaya y yo me bajo de la plataforma de un salto y
los sigo al coche.
Ben hace una pausa en la puerta del copiloto.
—Vete a ver la casa, Jack, que Milo y yo te esperamos aquí.
Abro mi puerta y me pongo tras el volante.
Ben también se sube a la camioneta, pero protestando:
—Lo digo en serio. Has venido hasta aquí buscando inspiración.
De repente, se da cuenta de que se ha subido en el centro y se sorprende. Nuestros brazos se
están tocando y, la verdad, ahora mismo me importa una mierda si nos hemos tocado más de lo
normal esta tarde, porque este momento vale más que el decoro.
Mañana rebajaré el nivel de intimidad de nuevo.
Me inclino sobre él para coger el cinturón de seguridad y se lo paso por las caderas. La parte
baja de su abdomen ondula ante la caricia de mis nudillos y su respiración acelerada me hace
cosquillas en la barbilla.
Me retiro cuando oigo el clic del cinturón en la hebilla y arranco el coche. Antes de ponerme
en marcha, los miro y les digo:
—El pingüino de ojos amarillos vive en el bosque, ¿verdadero o falso?
Capítulo Quince

JACK

Y
taller.
a ha terminado mi jornada laboral, pero me he quedado en clase revisando el currículum y
las cartas de presentación de Ben y, en ello estoy, cuando la directora Ryan entra en mi

A su lado hay un hombre en vaqueros desgastados, cinturón de cuero y unas botas de piel
llenas de barro. Tiene una sonrisa despreocupada, ojos oscuros y un hoyuelo en la barbilla. Jamás
he visto a nadie con menos pinta de profesor que este tipo, pero debe de ser la persona que va a
sustituir a la profesora Stacey en su baja por maternidad.
La directora Ryan me sonríe y nos presenta:
—Jack Pecker, te presento a nuestro nuevo profesor, Mort Campbell.
—Bienvenido a los talleres de arte y tecnología —le digo—. Ese lugar donde lo sabemos
todo sobre sierras, taladros, soldadoras y cómo desatascar la impresora 3D.
Mort se ríe y veo cómo me mira de arriba abajo. Es un instante, yo creo que ni él mismo es
consciente de que lo está haciendo, pero mi radar gay se dispara.
—Mort empezará después de las vacaciones de primavera.
Un soplo de aire fresco se extiende por la clase en esos momentos, cuando Ben abre la puerta
y entra. Lleva unos vaqueros que están un poco rotos a la altura del muslo, botas, y una toalla
contra el pecho.
Aparece aquí con una sonrisa cautivadora e inconsciente, como si hubiera venido a mi taller
un millón de veces ya, cuando en realidad es la primera vez que lo hace.
—¡Ey, Jack! —Sus ojos reparan entonces en la directora Ryan y en Mort Campbell y se para
de golpe—. Estás ocupado, lo siento.
La ceja de la directora Ryan se eleva de forma exagerada.
—Benjamin McCormick —dice.
Ben la saluda con la mano sonriendo con resignación.
—Ey, directora Ryan.
Ella lo estudia con detenimiento, como si estuviera calculando su grado de madurez o algún
indicio de que nuestra relación pueda suponer algún problema.
Yo sonrío, tenso. Odio cómo nos está mirando, cómo las preguntas parecen estar hirviendo
en su cabeza.
Quiero que Ben se vaya.
Quiero que vuelva más tarde.
Ben da un paso atrás, girando sobre sus talones, en el momento en que se da cuenta de lo que
pasa; en el momento en el que descubre que no lo quiero aquí.
Se me sube el corazón a la garganta.
—Ben, espera, por favor —le ruego.
Se detiene y, con cautela, se va hacia un rincón del aula.
—Dame un segundo —le pido.
Asiente y se entretiene mirando las baldas y las casitas para pájaros de los alumnos.
Devuelvo mi atención a la directora Ryan, que sigue mirándonos a ambos con los labios
apretados en una fina línea y cara de preocupación. Le mantengo la mirada, diciéndole con los
ojos que no hay nada que esconder, nada de lo que preocuparse.
Que no hay nada entre Ben y yo.
Nada.
Se me revuelve el estómago.
Mort dice algo que no logro oír y la directora Ryan asiente.
El calor que desprenden las miradas de reojo de Ben me está dejando en carne viva.
—Estoy deseando empezar a trabajar con vosotros. —Acepto la mano que Mort me tiende.
Se queda mirándome unos segundos y el apretón de manos se extiende un poco más de lo
necesario. No es nada que la directora Ryan pueda notar, pero yo sí lo noto.
Algo se cae al suelo al otro lado de la clase.
Ben también lo ha notado.
—Lo siento —balbucea Ben—. Qué mamón, cómo putoresbala.
Una ola de cariño me invade a la vez que hago una mueca mental al escuchar sus palabras.
—Sigamos con la visita guiada —dice la directora, que se dirige a la puerta con Mort. Antes
de irse, me mira, y añade—: Este fin de semana voy a ir a ver a Howie.
Me cuesta horrores seguir sonriendo.
—Dale recuerdos.
—Claro.
Se van, pero su advertencia velada se queda conmigo.
Ben ha dejado la toalla en una de las mesas de trabajo y está apoyado contra una de las
estanterías sin parar de mover un pie. Se mete las manos en los bolsillos de los vaqueros, pero
parece pensárselo mejor y vuelve a sacarlas, llevándose con ellas el forro del interior. Al darse
cuenta, refunfuña y lo vuelve a meter.
Me paso la mano por la mandíbula y la barba me raspa los dedos. Llevo ya una semana sin
afeitarme.
—He llegado en mal momento, ¿eh? —me dice.
—No pasa nada.
Me acerco más a él, pero las últimas palabras que me ha dirigido la directora Ryan hacen que
deje una buena distancia entre nosotros.
—Bonitas pajareras —me dice, cogiendo una de la balda y mirándola con interés—. Esta es
de mi hermano.
—No tienen nombre, ¿cómo lo sabes?
Se ríe entre dientes y gira la casita. En la parte de atrás pone: «Se vende. Y estoy que trino».
Apoyo el culo contra la mesa de trabajo y me cruzo de brazos para así evitar la tentación de
agarrarlo del cuello, atraerlo hacia mí y sacarle a besos cada curiosidad y doble sentido sobre
pájaros que conozca. Sería un beso maravilloso. Un beso infinito.
Ben sigue con la mirada fija en la toalla.
Le levanto una ceja.
Se ríe, devuelve la pajarera de Milo a la estantería y coge la toalla. Con dedos temblorosos
me la tiende.
—Toma, te la traía para, ya sabes…
Me mira mientras la cojo y me la llevo al pecho. La mantengo ahí, pasando el pulgar arriba y
abajo por el borde.
Vuelve a llevarse la mano al bolsillo, pero esos pantalones son tan estrechos que no logra
meter los dedos.
—Me iba a poner la camiseta de «Pídemelo con educación y me tienes de rodillas al
instante» en plan broma, ya sabes, pero cómo me alegro de no haberlo hecho.
Por Dios.
—Sí, yo también me alegro.
—La directora Ryan me estaba mirando como si hubiera venido a comerte la polla o algo así.
—Hace una pausa—. Que me haya presentado con una toalla tampoco creo que haya ayudado
mucho a mi causa.
Me aprieto más la toalla contra el pecho. Este chico va a acabar conmigo.
Ben suspira de forma audible.
—Ya sé que no puede ser, que eso no va a pasar —dice—. Bueno… parece que tenéis
profesor nuevo, ¿eh?
Mi voz suena ronca cuando por fin hablo:
—El profesor Campbell va a sustituir una baja maternal.
—Está bastante bueno, ¿no?
Ben está tratando de sonsacarme información, pero yo no caigo.
—Tu tipo, ¿no? —le pregunto.
Me fulmina con la mirada.
Una brisa con olor a mar se cuela en la clase cuando Luke entra por la puerta.
—Jack, ¿has visto al profesor nuevo? Creo que puede que tengamos un tercer miembro en
nuestro club. Ah, hola… ¿Ben, verdad? Nos conocimos en el supermercado. Te ayudé a colocar
las latas de atún, ¿te acuerdas?
He hablado con Luke de Ben. Por supuesto que lo he hecho. Sabe que le fascinan los pájaros
y varias cosas más. Sin embargo, no sabe lo que Ben significa para mí.
Se miden con la mirada. Ben lo hace con los ojos entrecerrados y una sonrisa tirante.
De verdad que este chico va a acabar conmigo.
Veo a Milo a través de la ventana. Nos está mirando con una mochila gigante a la espalda. Lo
saludo con la mano al mismo tiempo que Ben nos dice un rapidísimo «adiós».
—He retocado un par de cosas de tu currículum, nada, detalles, ¿quieres llevártelo?
—¿Me lo enseñas luego? —Se va a paso rápido hacia la puerta—. Tengo una minimeta que
cumplir con Milo.
—¿El trabajo de Egipto?
Me hace un gesto con los dedos, como si me disparara, tal y como hizo el día que nos
conocimos.
—Un pajarito me ha dicho que empiece por ahí.
Me río por el juego de palabras y me giro hacia Luke, que me está mirando raro.
Dejo de sonreír.
Capítulo Dieciséis

BEN

E stoy en la cama, encorvado sobre mi portátil sobrecalentado, con el calefactor a tope y una
pared separándome de los ojos curiosos de Milo, a quien puedo oír abriendo y cerrando
cajones en la cocina. Lo de este niño es increíble, siempre buscando comida, y eso que nos
hemos tomado una lasaña precocinada hace apenas veinte minutos.
Compruebo una vez más el itinerario que he planeado para el próximo fin de semana. El
viernes que viene los profesores de Milo tienen que asistir a un curso fuera de Kresley y he
aprovechado que no hay clase para organizar un viaje a Kapiti. Un fin de semana entero para
respirar el aroma a mar y a primavera y para no centrarnos en nada más que en observar especies
protegidas de pájaros.
Jack tiene la tarde del viernes libre, una información muy valiosa a la que llevo dando vueltas
varias semanas. ¿Sería raro invitarlo a venir con nosotros? Odio la idea de que pase el finde aquí
solo.
Debería preguntarle.
Pero puede que me diga que no…
Se escucha un golpeteo de nudillos en la puerta principal y Milo se dirige a abrir como una
apisonadora.
—¡Jack! —oigo decir a mi hermano.
Hablando del rey de Roma.
Escucho su conversación a través de la pared. Jack le pregunta a mi renacuajo qué tal está y
qué demonios está comiendo.
Sonrío.
—¿Dónde está tu hermano?
Creo que Milo le contesta, pero no lo oigo porque estoy tan emocionado que en cuanto
escucho que pregunta por mí, grito:
—¡Estoy aquí!
Jack da unos golpecitos en mi puerta y asoma la cabeza.
—Ben —me dice con una sonrisa que he echado muchísimo de menos, a pesar de haber
tenido el privilegio de verla esta misma mañana.
—Pasa y cierra la puerta, que Milo no tiene permitido entrar.
Jack entra y se oye el clic del picaporte a su espalda. Se queda a cierta distancia,
observándolo todo: el escritorio, que está lleno de papel de regalo, el botiquín que compré tras la
caída del árbol de Milo, una caja con ropa de verano, un rollo de papel higiénico y unos cuantos
paquetes de clínex.
Se ha quitado las botas —que seguro que ha dejado perfectamente colocadas en el porche
exterior— y tiene un pequeño agujero en el calcetín a la altura del dedo gordo.
Se queda mirando lo que llevo puesto: calcetines gordos de lana que me llegan hasta media
pierna, pantalones cortos, camiseta y albornoz. A ver, es que no esperaba compañía.
—Llevo meses preguntándome cómo sería tu habitación.
Y es raro que esta sea la primera vez que la ve, teniendo en cuenta la de veces que hemos
estado sentados juntos en la mesa de la cocina, a solo una pared de distancia.
La verdad es que estaba convencido de que habría echado un vistazo a mi cuarto cuando yo
no estaba. No me hubiera importado, pero saber que ha respetado mi espacio me deja calentito
por dentro.
Vuelve a mirar mi estiloso atuendo y sus labios se curvan en una sonrisa. Ardo de ganas de
preguntarle lo del fin de semana que viene. Abro la boca para invitarlo, pero me acojono y
termino diciendo otra cosa:
—Gracias por ayudarme con las cartas de presentación. Hice los cambios que me sugeriste y
las envié.
—Ya me diste las gracias ayer.
Lo sé, pero cuando uno se pone nervioso, se repite, qué le vamos a hacer.
—Es verdad, se me había olvidado —digo, dándome un golpe en la frente.
—Encantado de ayudar. —Dirige la vista hacia mi portátil—. ¿Puede saberse por qué Milo
no tiene permitido entrar?
—¡No estoy viendo porno!
Ambos nos quedamos quietos como estatuas. De verdad que a veces yo mismo me pregunto
cuál es mi problema.
Jack se aclara la garganta.
—Pensé que quizá estabas mirando casas.
Ah, claro, eso.
Me muevo en la cama para dejarle sitio.
—No, mira, echa un vistazo.
Jack duda unos instantes y luego se deja caer a mi lado. El colchón protesta y yo boto un
poco sobre la mullida superficie. Se pone unas almohadas en la espalda y mira la pantalla.
—¿Un santuario de aves en Isla Kapiti?
—Es una sorpresa para Milo —le digo, contándole lo que he planeado.
Jack me dirige una mirada llena de respeto y ternura.
—Le va a encantar.
«¿Quieres venir con nosotros?», quiero preguntar.
Parpadea un par de veces y centra la vista de nuevo en el ordenador. Se aparta un poco de mí,
es algo milimétrico, pero lo noto.
Me trago la pregunta porque presiento que me va a decir que no. Se negará porque es lo que
debe hacer.
—¿Y qué te trae a nuestra humilde morada?
Me mira sorprendido.
—¿Que es viernes por la noche? —me dice con el ceño fruncido.
Viernes de cita. Me cago en la leche.
—Claro, es verdad.
Se levanta de la cama.
—Te dejo para que puedas vestirte.
—No, no te vayas. —Me tapo la boca con el puño y toso. Espero que suene real—. Es que…
estoy con catarro, me arde la garganta y todo.
Me mira con cautela.
—No tiene buena pinta.
—Ya. No creo que sea prudente salir por ahí a esparcir gérmenes y eso, así que…
—¿Te quedas esta noche entonces?
—Sí, eso parece. Y puedo jugar con vosotros. ¿Qué tal una partida a Los colonos de Catán?

T RAS UNA NOCHE DE JUEGOS DE MESA Y UN DUERMEVELA CONSTANTE , ME LEVANTO EL SÁBADO


por la mañana con el alegre canturreo de Milo.
Me pongo el albornoz y me dirijo a la cocina. Estoy casi seguro de que me estoy imaginando
lo que tengo ante mis ojos.
Milo está sentado a la mesa y no hay cereales de chocolate esparcidos por todas partes.
En su lugar, hay una enorme cartulina, rotuladores, una barra de pegamento y cosas escritas
en unas letras huecas espantosas.
Pero da igual que el formato sea así de feo.
—¿Estás haciendo el trabajo de clase? —le pregunto con tono de incredulidad.
—Qué va, hago esto para pasar el rato, es superdivertido —me contesta con sarcasmo.
Pone pegamento a un recorte con letras impresas y lo aplasta contra la cartulina al lado del
dibujo de una pirámide.
Leo lo que pone en el recorte y suena bastante acertado.
—Estoy pasmado de que hayas empezado sin que yo te insistiera. Al final las visitas al Te
Papa han funcionado, ¿eh?
—Y Wikipedia.
Esto es bueno, ¿no? Esto es estupendo.
Es justo lo que el colegio quiere de Milo, que esté más centrado.
Frunzo el ceño cuando veo que pega otros tres recortes y dice que ya ha terminado.
—¿Ya está listo para entregar? —le pregunto.
—Bueno, quizá pueda mejorar un poco el título —dice, cogiendo un rotulador.
No hay razón para preocuparse, así que intento deshacerme de esa sensación como de agobio.
Nunca había visto a Milo esforzarse tanto en lo que a deberes se refiere.
—Vale. Ahora tengo que hacer una llamada, pero cuando hayas acabado con eso, salimos a
hacer un par de recados y, a la vuelta, cogemos los prismáticos y nos vamos un rato al town belt,
¿vale? Luego tengo que ir a trabajar —esto último lo digo bostezando.
—¿Trabajas hoy? —gimotea.
Entiendo cómo se siente, pobre.
—Sip, y tú vienes al Te Papa conmigo. Puedes visitar alguna otra exposición.
Lo dejo quejándose y salgo al patio exterior con el móvil. Marco y me apoyo en una de las
columnas, descansando el peso del brazo contra el esquinazo y notando cómo se me clava en el
bíceps. Mi llamada va directa al buzón de voz.
—Ey, Talia, ¿cuándo vuelves de Alemania? La diferencia horaria me está matando. ¿Te has
fumado un porro en alguno de esos bares tan chulos de Ámsterdam? Y, por cierto, gracias por la
postal de la faloteca de Islandia, qué clase la tuya. Porque encima sirvió para recordarme qué
pocos falos he visto yo este año. Pero bueno, que te llamaba porque no contesté a tu último
mensaje el otro día, lo siento. Lo de Milo me sigue quedando muy grande. —Hago una pausa y
miro a mi hermano a través de la puerta abierta—. Aunque puede que estemos haciendo
progresos poco a poco, no sé.
Entonces me doy cuenta de que Jack está a unos metros de mí, al lado del limonero, echando
restos de comida en el compostador, para convertir los residuos orgánicos en abono.
—¿Cuánto has oído? —le pregunto.
Cierra el compostador y pone un cubo sobre la tapa.
—Te diré que Ámsterdam tiene unos quesos buenísimos.
Vamos, que lo ha oído todo. Incluso lo de los falos. Y lo de no haber visto muchos
últimamente.
Intento no ponerme demasiado rojo y es curioso, porque el sexo no suele avergonzarme. He
recibido tantas fotopollas que yo también podría abrir un museo de penes y tener mi propia
faloteca.
Jack me mira como si quisiera preguntarme algo, pero aprieta los labios en una fina línea.
Creí que estábamos profundizando en nuestra amistad, pero desde que aparecí por su clase, se ha
cerrado otra vez.
Y lo entiendo.
Pero es una mierda.
—Voy a acercarme al súper —me dice, sacando las llaves del coche del bolsillo. Al verlo,
vuelvo a la caída de Milo, a la sangre deslizándose por su cara, a mis dedos apresados en el
bolsillo del pantalón de Jack mientras él, con toda la seguridad del mundo, me calmaba—. ¿Ben?
Alzo la vista de donde la tengo fija en su bolsillo.
—Perdona, ¿qué?
Creo que está intentando no sonreír, pero sus ojos lo delatan.
—Si necesitas hacer la compra, en el maletero de la camioneta hay espacio de sobra.
No puedo evitar el bostezo que se me escapa.
—No hace falta, gracias. Íbamos a ir al supermercado y luego a dar una vuelta por el town
belt.
—Os puedo llevar. Donde sea.
—Vamos contigo —digo encantado, incapaz de esconder mi entusiasmo.
—¡He acabado! —dice Milo a mi espalda.
Sonrío a Jack con orgullo.
—Ha hecho el trabajo. Él solito.
Quiero la aprobación de Jack más de lo que debería. Y me la da cuando curva sus labios y me
regala una pequeña sonrisa.
Agarro el móvil con fuerza… Ups, se me había olvidado que estaba dejando un mensaje. Me
despido de Talia:
—Vale, me voy. Eso que acabas de escuchar es un pequeño atisbo de cómo funciona mi vida
familiar —le digo, y cuelgo.
Capítulo Diecisiete

BEN

D urante las noches siguientes no duermo bien, así que cuando llega la mañana del jueves y,
nada más levantarme, descubro que Milo no está en su cuarto, al cansancio que llevo días
arrastrando se le suma un cabreo considerable.
Convencido de que se ha escapado para colarse en su antiguo cuarto, me dirijo a la casa
principal y, efectivamente, ahí lo encuentro. Cojo su mochila y sus cosas del colegio y, sin parar
de quejarme en voz baja durante todo el camino de vuelta, le lanzo todo sobre la cama,
despertándolo de golpe.
—Vístete. Salimos en veinte minutos —le digo. Él gimotea y se da media vuelta—. Hablo en
serio, renacuajo, hoy no estoy de humor para perseguirte.
Me giro y veo a Jack en el pasillo mirándome con cara de preocupación. Lleva sus
pantalones de loneta oscuros, una camiseta ajustada y estaba en pleno proceso de ponerse una
camisa de cuadros encima.
—¿Estás bien? —me pregunta mientras se termina de poner la camisa y se sube las mangas
hasta los codos.
Me encojo de hombros y me dirijo a la cocina, siguiendo el olor a café en el aire.
Me pongo una taza y le paso otra a Jack.
—¿Qué pasa? —me pregunta.
Me apoyo contra la encimera y cojo la taza con ambas manos. Está tan caliente que me
quemo un poco los dedos y a punto estoy de dejarla caer.
—Ayer tuve un día de mierda en el trabajo.
—¿Y eso?
—Mi supervisora quiere que trabaje este fin de semana.
—Que es cuando habías organizado el viaje, ¿no?
—Pues sí. Y este café no está todo lo fuerte que debería. Ni todo lo dulce que debería. O
quizá es porque no tiene gas. Hoy es un día de Fanta, sin duda.
—Mi frigorífico es zona libre de Fanta. —Me dedica una sonrisa llena de compasión—. Y
siento que se te hayan ido a la mierda los planes.
—He intentado llegar a un acuerdo, comprometiéndome a trabajar varios fines de semana
seguidos, pero no ha aceptado. Al parecer, ni siquiera había aceptado mi solicitud de días libres.
—Lo lamento.
—C´est la vie, ¿no? —Me encojo de hombros—. Pero, mira, me alegro de que fuera una
sorpresa y Milo no supiera nada, así no tengo que decepcionarlo.
Jack se pasa una mano por el pelo. Es como si quisiera acortar la distancia entre nosotros y
darme un abrazo, pero se contiene. Siempre se contiene.
Se da la vuelta y empieza a sacar sartenes y cuencos. Veo cómo saca unos huevos del
frigorífico.
Poco después, el maravilloso olor a huevos revueltos envuelve el ambiente.
Me acabo el café observando cómo Jack hace el desayuno y cómo los músculos de la espalda
se le contraen con cada movimiento. Pone huevos en un plato, unta mantequilla en una tostada y
se gira hacia mí.
Oigo a Milo bostezar por el pasillo y eso me saca de mi ensoñación, devolviéndome al
presente.
—Gracias por el café. Voy a terminar de arreglarme, te dejo comer en paz.
Empiezo a moverme para irme, pero Jack me detiene y me tiende el plato que acaba de
servir.
—Esto es para ti. Come.
—Pero es tu desayuno.
Se hace a un lado y veo que en la encimera hay otros dos platos. Me pasa un tenedor.
—Tienes pinta de necesitar proteínas.
—¿Lo dices por mis ojeras?
—Y por lo pálido que estás.
Sonrío y lo sigo a la mesa de comedor, donde me siento y empiezo a comer con ansia antes
incluso de que Jack haya decidido dónde sentarse.
—Joder, qué cosa más deliciosa. —Me meto más en la boca—. Creo que te vas a arrepentir
de tus palabras.
Está de pie a mi lado, sus ojos brillan sonrientes.
—¿Por qué lo dices?
—Porque no me importa seguir pálido como un muerto siempre y cuando sigas
alimentándome con tu… —bajo la mirada hasta su entrepierna— proteína.
Se sienta de forma apresurada en la silla que está justo al lado de la mía y, aunque sé que no
ha sido intencionado, nuestras rodillas se rozan.
Jack llama a Milo y le dice que coja su plato de la cocina y lo traiga a la mesa.
Al momento estamos los tres mirándonos las caras mientras nos comemos nuestros huevos
revueltos.
No tengo ni idea de por qué o de qué está pasando ahora mismo, pero esta mañana tan atípica
es una forma muy estupenda de empezar el día.

P ERO LA MAÑANA ESTUPENDA NO SE CONVIERTE EN TARDE ESTUPENDA . C UANDO SALGO DEL


trabajo llueve. Mucho. Sin parar.
Y además llueve en el ángulo exacto para que las gotas me azoten la cara, se deslicen por mi
cuello y se me cuelen por dentro de la chaqueta.
Necesito una Fanta, y la necesito ya.
Salgo corriendo hacia mi coche y me encuentro un charco naranja en el asiento del copiloto.
No tengo claro qué me molesta más: lo empapada que está la tapicería o que solo queden un par
de tragos de Fanta en la botella.
Veo que hay una toalla en el asiento de atrás, justo al lado de la chaqueta de Milo.
Pongo la toalla sobre el desastre y salgo del aparcamiento. En vez de ir al súper, iré a por mi
hermano al colegio y así le llevo la chaqueta.
Venga, buen plan.
Un escalofrío me recorre el cuerpo de lo empapado que estoy.
—No pasa nada, todo controlado —me digo a mí mismo.
Entonces Jack me llama y doy gracias por tener un coche medio moderno con Bluetooth, así
puedo hablar con él sin dejar de prestar atención a la carretera.
Me quedo en el carril izquierdo, y descarto el entrar al túnel. Iré por la costa, que tardo más o
menos lo mismo y tengo más cobertura.
—Jack, ¿ya has acabado por hoy? Justo ahora estaba yendo a Kresley.
Su voz me envuelve y llena el interior del coche.
—Hola, Ben, qué bien que te localizo.
Me yergo en mi asiento y levanto el pie del acelerador.
—¿Qué pasa?
—Luke y Sam me han pedido que arbitre un partido de fútbol y luego me han invitado a
cenar así que…
—No estarás en casa esta tarde.
Hay un pequeño silencio antes de que me conteste.
—Sí, eso. Quería que lo supieras.
Algo revolotea en mi interior. Que me llame para decírmelo es algo… no sé, muy
considerado. Nunca antes lo había hecho y no tiene por qué darme explicaciones.
—Bueno, pues pásatelo bien en la cena. Pero no demasiado, ¿eh? —Me río.
—También han invitado al nuevo profesor.
Me tenso.
—¿Al profesor Campbell?
—Sí.
Agarro el volante con fuerza.
—¿Te han organizado una cita?
Otro silencio.
—Eso parece.
—Ah, vale. Fenomenal. Guay. Pásalo bien.
—Es solo una cena.
—Bueno, pues cuidado con lo que comes… Me refiero a la comida como tal, o sea en la
cena, no decía… —Me horrorizo yo mismo al oírme.
Vale, esto es por lo que Jack nunca me dará una oportunidad, porque, según parece, de
madurez ando regular.
Mi humor cae en picado al instante.
—¿Sabías que los albatros tienen el índice de divorcio más bajo?
—Que los albatros… ¿qué? —Jack suena divertido y para nada sorprendido por mi cambio
radical de tema.
—En el reino de las aves, digo. Son superfieles.
—Una cualidad digna de admiración.
—Siempre vuelven con sus parejas.
—¿Ben?
—Por desgracia, algunos se sienten atraídos por los bancos de atún y viajan durante días, con
lo que sus parejas se quedan solas en el nido, esperando, preguntándose dónde estarán, deseando
que vuelvan… —Jack se queda callado y yo lo único que quiero es que la tierra me trague.
Riéndome, añado—: Mañana, más curiosidades sobre los albatros. Cuando vuelva de mi cita.
Esa última parte la recalco mucho.
—Ben…
—Ten una noche estupenda, voy a entrar al túnel, te tengo que dejar, ¡adiós!

A PARCO FRENTE AL COLEGIO , PERO , ESTA VEZ , LO HAGO EN LA PARTE DE DELANTE .


Está más cerca del ala C y de mi hermano.
Sigo dentro del coche cuando me suena el teléfono, indicándome que me ha llegado un
correo.
«Gracias por su interés en el puesto de asesor de comunicaciones del Departamento de
Conservación. Lamento informarle de que no ha sido seleccionado para una entrevista».
Vale. Pues muy bien.
Cierro los ojos y me apoyo contra el reposacabezas.
—Venga, que sigo teniéndolo todo controlado —me recuerdo a mí mismo—. Todo
controlado.
Cojo la chaqueta de Milo, me coloco la capucha de la mía y, entre charcos, me dirijo al ala C.
Cuando suena el timbre, los niños salen disparados de sus aulas y yo los sorteo en mi camino
hacia la clase de Milo. Al llegar, lo encuentro metiendo sus cosas en su mochila, cerca del
escritorio de la profesora Devon.
El aula está ordenadísima, qué barbaridad.
La profesora Devon me ve, me saluda con un asentimiento de cabeza y me pide que me
acerque.
Me vuelve a sonar el teléfono, una llamada esta vez, y miro a ver quién es. Talia.
Joder, qué mal momento. Ahora mismo debe de ser una hora intempestiva en Europa, así que
seguro que me llama medio borracha. Esas son las mejores llamadas, superdivertidas, y no me
vendrían nada mal unas risas, la verdad.
La profesora Devon me está mirando mal, así que vuelvo a meterme el móvil en el bolsillo de
los vaqueros.
Me armo con la más encantadora de mis sonrisas y me acerco a ella. Milo pasa por mi lado,
mascullando que me espera en el coche. Le doy su chaqueta y las llaves.
—Ha explotado una botella de Fanta en el asiento del copiloto. Siéntate encima de la toalla,
¿vale?
Sale de clase y yo me encuentro con la mirada de la profesora Devon. Nunca ha sido de las
que sonríen, y no espero que lo haga ahora, pero sí tengo esperanza de que me vaya a decir que
Milo se está esforzando más.
—Me alegro de que te hayas pasado por aquí, Benjamin.
—Quién lo diría. Como no sonríe y eso —bromeo.
Hace una mueca. No llega a sonrisa, pero me vale.
—Ya he corregido los trabajos. —Busca entre la pila de cartulinas y saca la de Milo—. A la
vuelta de las vacaciones tendrán que entregarme otro. Será un trabajo individual, un ensayo sobre
un personaje de relevancia mundial, y les daré tres semanas para hacerlo. Espero que Milo se
esfuerce un poco más que con este.
Echo un vistazo a la cartulina que tengo entre los dedos. En un lateral, en la parte superior,
pone la nota.
Dos puntos de dieciocho.
—Los dos puntos son por los dibujos.
—Ya. —Mi tono de voz es seco—. Me pareció que la información sobre Egipto era bastante
aceptable.
—Lo es. También es un copia pega de lo que pone en Wikipedia.
—Buscó él mismo en internet. Creí que habría adaptado y reescrito los puntos más
importantes…
—Quizá deberías pasar más tiempo ayudando a Milo con sus deberes y menos
confraternizando con sus profesores.
Se me hace un nudo en el estómago.
No me gusta nada lo que la profesora Devon está insinuando, pero es que me ha dejado sin
palabras.
—Ya —digo como puedo—. Estaré más encima de él.
—Muy bien. Ahora, si me disculpas, tengo otra reunión.
Me dirijo a la salida, enrollando un poco la cartulina.
—Vale.
Me alejo del ala C y camino bajo la lluvia hasta el coche.
Milo no me mira cuando me pongo tras el volante y a mí ahora mismo tampoco me apetece
demasiado mirarlo a él.
Noto cómo me desinflo y, cuando arranco el coche, digo lo único que se me ocurre:
—Los atajos nunca acaban bien.
Capítulo Dieciocho

JACK

C uando estoy recogiendo para irme, la profesora Devon me sorprende entrando en mi clase.
—¿Tienes un momento? —me dice.
Es una pregunta que no admite más respuesta que un «por supuesto».
—Pasa, siéntate —le digo, ofreciéndole una silla que no acepta.
Se recoloca las gafas sobre la nariz y asiente de forma tensa.
—No nos llevará mucho tiempo.
—¿Es por lo malhablado que es Milo? Porque creo que está mejorando, poco a poco, pero
parece estar madurando y…
—Tiene que ver con Milo y con su hermano.
Me tenso, me siento en un taburete que tengo cerca y la miro a los ojos.
—¿Qué es lo que te preocupa?
—Milo usa tu nombre de pila cuando habla de ti en clase. Te llama Jack. Y nos regala miles
de historias sobre lo unido que estás a él y a su hermano.
—No es ningún secreto que estoy trabajando en su casa.
—No estarás intimando demasiado con ellos, ¿verdad? —me pregunta con desconfianza.
—Los detalles de nuestra relación no te conciernen.
Me mira con preocupación antes de decir:
—Ten cuidado, Jack.
Cuando hablo, lo hago con seguridad, intentando mantener mi voz firme:
—Te recuerdo que en mi contrato no hay ninguna estipulación que me prohíba tener relación
con padres de alumnos fuera del colegio.
Y, en el sentido estricto de la palabra, así es.
—Y lo dice el hombre que ha revisado su contrato para comprobarlo. Aun así, la política del
colegio desaconseja tener una relación sentimental con los padres o tutores de sus alumnos.
—¿Quién ha dicho nada de una relación sentimental? Además, solo trabajo aquí media
jornada y Milo tiene mi asignatura como optativa.
—Siendo profesor se te exige un comportamiento intachable, más que en otras profesiones.
Tanto tus compañeros como los padres miran todo lo que haces con lupa, dentro o fuera del
colegio.
—Patricia…
—Y si eso no fuera suficiente, hay que tener en cuenta el momento tan delicado por el que
están pasando. Benjamin y Milo son ahora muy vulnerables, y uno no se puede aprovechar de
eso.
La acusación de que pueda estar aprovechándome de ellos se me clava en el pecho. Me dirijo
a la puerta y la abro, invitándola a irse.
—Gracias por venir, profesora Devon —la despido, controlando a duras penas la rabia que
ahora mismo me hierve por dentro.
Ella camina hacia la puerta y, antes de salir, hace una pausa y, negando con la cabeza, me
dice:
—Es solo un niño con ropa de adulto.
Espero hasta que sé que no puede oírme y, entonces, cierro de un portazo.

E STOY ENFADADO .
Más conmigo mismo que con la profesora Devon.
Enfadado porque, en parte, tiene razón. Porque, aunque no he traspasado la línea, estoy ahí,
pegadito a ella, con un pie casi encima.
No puedo dejar que lo mío con Ben vaya más allá de la amistad. Mi relación con mis
compañeros, el trabajo que tanto adoro y la casa de mis sueños dependen de ello.
Llego a casa de Luke y Sam con la idea de intentar centrarme en el momento. Quizá, si me
abro un poco, salten chispas entre Mort y yo.
Cenamos shepherd’s pie con un vino buenísimo. El rico olor a cebolla, a ajo y a queso al
horno flota en el ambiente. La comida está deliciosa, pero ni el pastel de carne ni el puré de
patatas son tan reconfortantes como deberían.
—¿Te encargaste tú de la obra de esta casa? —me pregunta Mort. Tiene una voz con un deje
ronco que evoca risas y buen humor.
Hablamos un rato sobre la remodelación que hice mientras Sam y Luke no nos quitan el ojo
de encima.
Mort está interesado, se lo noto en los ojos.
—¿Y qué te trae a Wellington? —le pregunto.
Duda unos segundos antes de contestar.
—La muerte de mi padre.
—Lo siento, tío.
—Ojalá yo pudiera decir lo mismo.
No añade más y nosotros no insistimos.
—Bueno, ¿y te gustan los profesores de Kresley? —pregunta Sam, rompiendo un silencio
que se estaba alargando un poco más de la cuenta.
—¿Te gusta la profesora Devon? —pregunto yo en voz baja.
Tres ceños fruncidos dirigidos en mi dirección me hacen lamentarme al instante de mi falta
de profesionalidad.
Jugueteo con la carne en mi plato mientras Sam y Luke toman el relevo y retoman la
conversación.
Tras diez minutos, alguien me da una patada por debajo de la mesa. Luke me está sonriendo.
—Jack, ¿me ayudas con el postre?
En una esquina de la cocina, Luke pone nata montada a la tarta Pavlova que ha hecho
mientras Sam y Mort hablan animadamente sobre sus juegos Arcade favoritos.
—¿Qué pasa? —me susurra Luke.
—Nada. —Pongo unas rodajas de kiwi decorando la parte superior de la tarta—. ¿Qué
piensas de Ben?
Luke hace una pausa.
—¿A qué te refieres?
—A… no sé, en general.
—¿Qué quieres que piense de él si no creo que haya estado más de dos minutos en su
presencia?
Me paso la mano por la barba, tengo los dedos pegajosos del liquidillo del kiwi. Voy a estar
oliendo a fruta toda la noche hasta que me duche.
—Nada, da igual. Mort es muy agradable.
—Jack…
—Sirvamos el postre.
Ya en la mesa, le dedico a Mort una sonrisa enorme.
—Eres profesor de ciencias naturales, ¿no? Dime, ¿sabías que los albatros tienen la tasa de
divorcio más baja del reino de las aves?

L LEGO A CASA A MEDIANOCHE Y CAIGO RENDIDO EN LA CAMA . H E FRACASADO MISERABLEMENTE


en mi intento de abrirme y volcar mis atenciones románticas en otra parte.
Mi intento de acercarme a Mort ha parecido fingido y forzado.
Me paso las manos por la cara y suelto un gruñido.
Si me hubiera ido un minuto antes de clase… Si la profesora Devon no hubiera tenido a bien
contarme lo que opinaba al respecto…
Seguiría a caballo entre un lado de la línea y el otro.
Cierro los ojos, dándole vueltas a mi conversación con Patricia, a todo lo que me ha dicho.
Tengo que mantener la distancia. Tengo que decirle a Ben que deje de tontear conmigo.
En esos momentos oigo el crujir de la madera al otro lado de mi puerta. Será Milo colándose
en su antigua habitación.
Espero a que todo esté en silencio de nuevo y, entonces, me levanto. Pongo mis pies
descalzos en el frío suelo y salgo de mi cuarto. Antes de mandar un mensaje a Ben para
informarle de que su hermano está aquí, quiero cerciorarme de que Milo no haya venido al baño
medio sonámbulo como hizo hace unos días.
La alfombra oriental me hace cosquillas en las plantas de los pies a medida que avanzo por el
pasillo. Se escucha entonces un resuello procedente de la habitación principal, lo que hace que
me apresure en esa dirección. Eso no ha sonado a Milo para nada.
Hago una pausa en la puerta entreabierta y, en un mero segundo, mis intenciones de poner
distancia entre nosotros desaparecen de mi mente.
Ben está sentado en el suelo, entre los dos grandes ventanales, y la luz de la luna que se cuela
a través de los cristales estampa sombras alargadas y cuadradas en la habitación. Lleva un bóxer,
una camiseta de dormir y unas chanclas.
Me ve y baja la vista hacia sus pies, húmedos por el rocío del jardín.
—Jack —me dice, y se ríe entre dientes—. Solo estaba… un poco nostálgico.
Me acerco a él despacio. Sigue riéndose, pero sus ojos están desprovistos de todo rastro de
humor.
—Yo… eh… no pretendía despertarte.
—No estaba dormido.
Y si lo hubiera estado, no me hubiera molestado.
—Menos mal. —Su mirada va de mis pies descalzos, a mi bóxer y a mi fina camiseta. Aparta
la mirada en el momento en que nuestros ojos se encuentran—. No tienes que quedarte, estarás
cansado.
Me agacho frente a él, apoyando una rodilla en el suelo.
—¿Estás bien?
—¿Lo dices por mis ojeras y la palidez de mi cara?
—Lo digo porque pareces estar ahogándote.
—Bueno, supongo que no puedo estar siempre buenísimo e impresionante.
—No he dicho que te vea mal —me corrijo rápidamente—, solo perdido.
—Perdido. No, no estoy perdido. Sé bien dónde tengo que ir, pero… —su voz se rompe y es
un sonido que me desgarra por dentro— no sé cómo llegar. No tengo ni idea.
—Ben —susurro—, ¿qué pasa?
Él apoya la cabeza contra el papel de flores de la pared tragando saliva de forma perceptible.
—¿Es horrible que piense en cómo sería mi vida si mis padres no se hubieran ido a pasar
aquel fin de semana a Waiarapa? Es una pregunta tonta, lo sé, y la respuesta no cambia nada. Y
soy feliz con Milo, y con estar ahí para él. Lo quiero. Lo quiero mucho.
—Lo sé —le digo, poniéndole las manos en las rodillas.
Le tiembla el labio e intenta reírse para deshacerse de la emoción que amenaza con
desbordarlo. Se aclara la garganta.
—Pero, a veces, pienso en ello, ¿sabes? Y en cómo sería tener a alguien a mi lado
ayudándome a criarlo. A educarlo. Alguien que se lo llevara alguna vez de excursión, a vivir
alguna aventura, para que yo tuviera un poco de tiempo libre. Y leer. O recuperar horas de sueño.
—¿Ha pasado algo hoy?
Baja la cabeza y la apoya en las rodillas.
Le paso un brazo por los hombros y es entonces cuando rompe a llorar. Son sollozos
silenciosos que calmo acariciándole el cuello y atrayéndolo contra mi pecho. Se agarra a mi
cintura, clavándome los dedos en las costillas, su respiración filtrándose por la suave tela de mi
camiseta.
Respiro hondo, empapándome de su olor, y lo abrazo más fuerte.
—¿Ben?
—Ha sacado dos puntos de dieciocho en el trabajo de Egipto. Yo supervisé ese trabajo y creí
que estaba bien. La profesora Devon me pilló por banda cuando fui a recogerlo y…
Siento su dolor, cada uno de sus sollozos se me clava muy dentro y lo abrazo más fuerte,
acariciándole la espalda para tratar de calmarlo.
—Tampoco es que me dijera mucho —continúa—. Me pasó el trabajo y me dedicó una
mirada que me dejó muy claro lo mucho que la estoy cagando. Porque lo estoy haciendo, y no
solo con respecto a Milo. Me han rechazado en tres de los trabajos que solicité, ni siquiera he
conseguido que me llamen para una entrevista. Y se me ha olvidado el pin de la tarjeta de crédito
porque como no duermo… Porque es así, casi no duermo. Me tumbo en la cama y me digo a mí
mismo que tengo que dormir, pero lo único que hago es pensar en todas las cosas que tengo que
hacer y en las otras muchas cosas que me gustaría estar haciendo en su lugar.
Me rompe escucharlo. Sus palabras, el tono de su voz. Le retiro el pelo de la cara y le pongo
un mechón tras la oreja, pero se le suelta al segundo, cayendo de nuevo sobre su frente.
—Si necesitas que te ayude en algo más…
—Es que no es tu problema. Para nada. Pero te veo y quiero que lo sea. —Trata de apartarse,
pero lo retengo a mi lado—. Lo siento. Se supone que lo mío son las risas, hacer bromas y eso;
no…
—Se te permite llorar.
—¿Te quedarás en nuestras vidas? —Su respiración se desliza por mi abdomen—. ¿Te
quedarás en nuestras vidas, por favor? ¿Como amigo? ¿Aunque yo no pueda evitar tontear
contigo?
Este chico me está rompiendo el corazón. Joder.
—Tontea lo que quieras. Me quedo.
Capítulo Diecinueve

BEN

R ompo unos huevos en un cuenco de cristal, corto un poco de queso feta en cuadraditos y
lo pongo en un plato de porcelana.
Tengo en la encimera todos los ingredientes que necesito, así que supongo que ahora solo
tengo que mezclarlos todos… ¿no?
Me agacho para coger una sartén de la balda de abajo de uno de los armarios, pero en esta
casa hay muchas y muy distintas. ¿Cuál cojo? ¿La antiadherente? ¿La de hierro fundido?
Cojo la de hierro y me giro para encontrar a Jack de pie en la puerta de la cocina. Está
descalzo, con un bóxer azul marino que revela un paquete generoso y la camiseta de dormir
sobre la que lloré a mares anoche.
Me mira, desde mi pelo aún mojado de la ducha que acabo de darme, pasando por mi
camiseta de manga larga y mis vaqueros negros.
Mis chanclas hacen flip flop en el suelo cuando me acerco a él.
—Jack, buenos días.
Estudia mi cara, supongo que buscando alguna señal de que recuerdo lo de anoche.
Por supuesto que recuerdo mi arrebato. No fue mi mejor momento.
—Buenos días —me dice con cautela.
La sartén pesa en mi mano y la dejo sobre la encimera.
—Esperaba que no aparecieras aún por la cocina y tener tiempo para sorprenderte con el
desayuno.
Ve toda la comida que tengo fuera y me mira con desconfianza.
—¿Sabes hacer huevos revueltos?
—Son huevos, se mezclan con un tenedor, no puede ser tan difícil, ¿no?
—Te he visto hacer la compra. Llenas el carro con dos tipos de productos: «Añádale agua y
listo» y «Siete minutos en el microondas y a comer».
—¿Quieres que te recuerde a dónde te llevaron tus asunciones erróneas con los prismáticos?
Jack contiene la sonrisa.
—Me llevaron justo donde estoy ahora mismo.
—Exacto.
Voy hacia los fogones mientras Jack se pone un vaso de agua y empieza a hacer café.
Cuando el café está listo, pone una taza en frente de mí y me mira por encima de la suya,
precavido, estudiándome.
Espero que mi cara roja y lacrimosa de ayer haya vuelto a su maravilloso y ligeramente
pecoso ser.
—¿Cómo lo llevas? —me pregunta tras darle un sorbo a su café.
—¿Con los huevos?
Me dedica una miradita antes de contestar:
—Con Milo. Con lo poco que duermes. Con todo. Ayer te fuiste a toda prisa.
Tenía que irme pitando. La intimidad que estábamos compartiendo era más de lo que podía
manejar. Quería quedarme. Quería preguntarle si se acurrucaría en la cama conmigo toda la
noche. Pero no quería ponerlo en una posición incómoda en la que tuviera que decirme que no y
rechazarme.
No quería oírle decirme que no.
Me aparté de él, le di las gracias y me fui.
—Mira, siento el numerito de ayer.
—No lo sientas.
Me froto la nuca.
—Pues lo siento, pero sí que lo siento. Muchísimo. No hay nadie en el mundo que lo sienta
más que yo. Nadie en el mundo más avergonzado que yo. Nadie en el mundo más mortificado
que…
Jack aprieta los labios en una fina línea y me corta:
—Ben, para. ¿Estás bien?
Cojo el salero mientras veo cómo espera mi respuesta con impaciencia.
—Sí. Gracias por estar ahí —digo en un hilo de voz.
Esas palabras no son nada, minucias patéticas que no reflejan ni una pequeña parte de la
gratitud que siento. Pero son las únicas palabras que me salen.
Jack se acerca más a mí y me da un ligero codazo.
Me sonríe.
—¿Cuánta sal crees que necesitan esos huevos?
Dejo el salero y me río.
—En vez de hacerlos yo, ¿puedo mirar mientras tú los haces?
Me da un golpecito de cadera, apartándome y tomando el mando de la cocina.
—¿Se ha levantado ya Milo? —me pregunta.
—Está viendo Avatar con un cuenco de cereales de chocolate. Tenemos media hora antes de
que nos pida a gritos una Fanta.
Jack niega con la cabeza.
—Hay que deshacerse de la comida basura.
Suelto una risotada.
—Buena suerte tratando de convencernos a cualquiera de los dos. Pero oye, te animo a que le
pongas ganas y lo intentes.
Jack echa los huevos en la sartén y pone su voz de profesor:
—Puedo ser muy persuasivo.
Y eso tiene un efecto inmediato en mí, algo me burbujea por dentro haciendo que la
necesidad de tontear sea abrumadora. Es como la necesidad de toser cuando se te seca la
garganta.
Me contengo de milagro.
—¿Cuáles son tus planes para este viernes gris tan agradable?
—Después de la clase que tengo hoy quiero ir a mirar papel de pared y algunas molduras.
Luego iré a comprar comida de verdad —me dice dirigiéndome una mirada intencionada.
—Oye, que ya llevo meses comprando brócoli y otras cosas verdes.
—Cosas verdes que luego dejas que se pudran en tu frigorífico. Pura labia, Ben.
Tiene razón. Pero es oírle decir «labia» y mi imaginación va directa donde no tiene que ir.
—¿Qué más tienes planeado?
Cojo los huevos que me ofrece y gimoteo cuando los pruebo. Jack alza la vista de golpe,
agarrando su plato con fuerza.
—Una cosa te voy a decir —le digo con la boca llena—. Te diría que sí a todo lo que me
pidieras siempre y cuando siguieras dándome de comer.
Jack parece recomponerse y dice:
—Los huevos no son nada. Pero voy a hacer la cena esta noche. Para ti, para mí y para Milo.
—¿Porque hay por ahí alguna cosilla a la que quieras que te diga que sí? —le pregunto
pasándome la lengua en plan seductor por el labio inferior.
—No, por tu salud —me contesta poniendo los ojos en blanco.
Capítulo Veinte

JACK

B en lleva toda la tarde mirándome de reojo y cada una de sus miradas me quema, generando
una corriente eléctrica dentro de mí. Hasta que, como un reloj, la voz de la profesora
Devon se cuela de nuevo en mi cabeza.
La noche anterior complica un poco más mi decisión de mantener las distancias, pero lo
lograré. Porque puede que no tenga permitido cruzar esa línea con Ben, pero por mis huevos que
nadie puede prohibirme ser su amigo. Y que tontee lo que quiera. No cederé. Estaré bien.
Me arde el dedo, me lo he quemado al sacar del horno el pollo con verduras que he hecho,
pero no es nada en comparación al fuego que contienen las miradas de Ben.
Cuando deja de mirarme y su atención se dirige a Milo quiero gritar. Aullar incluso.
Milo ha repetido dos veces de patatas y de salsa y, ahora que ha terminado, baja la vista a su
regazo donde lleva toda la cena escondiendo —mal— el móvil. Alza la vista y sonríe a su
hermano y, al hacerlo, se le marca más la cicatriz, pasando de un tono pálido a un rosa oscuro.
—Tengo que llamar a Devansh.
Ben se encoge de hombros.
En apenas un parpadeo Milo ya está casi en la puerta. Hay que ver lo rápido que es capaz de
moverse cuando tiene algo que lo motive.
—Espera un momento —le digo, y se detiene al instante. Señalando su plato, añado—:
¿Crees que ese plato va a llegar él solo a la cocina?
—Jo, ¿tengo que recogerlo? —dice con cara de consternación.
Ben respira hondo, como preparándose para la disputa, y recuerdo su sinceridad cuando ayer
me confesó cómo le gustaría tener a alguien que lo ayudara a educar a Milo. Así que contesto
antes de que él tenga que hacerlo:
—Sí, chaval, es lo mínimo que puedes hacer como agradecimiento a quien te ha hecho la
cena.
—Sí, pero… es que tenía que haber llamado a Devansh hace diez minutos.
—Pues entonces será mejor que te des prisa —le digo, deslizando el plato por la mesa hacia
él.
Milo me fulmina con la mirada y luego dirige la vista a Ben, suplicándole con los ojos que lo
salve.
Ben articula un «gracias» en mi dirección y se relaja en la silla.
—Ya lo has oído, renacuajo.
Milo se acerca a la mesa dando fuertes pisotones y hace un estrépito enorme al dejar el plato
y los cubiertos en el fregadero.
Cuando se va, lo hace dando un portazo y Ben hace una mueca de dolor al escucharlo.
—Lo siento, Jack.
Le hago un gesto con la mano, quitándole importancia.
—¿Has terminado? —le pregunto.
—Estaba buenísimo —me dice y, subiendo y bajando las cejas de forma sugerente, añade—:
Ahora ya puedes pedirme lo que quieras.
Me río.
—Voy a recoger.
Ben se pone de pie y empieza a recolectar platos.
— No, siéntate. Tú has cocinado, yo recojo. —Sus ojos oscuros se encuentran con los míos y
nuestras miradas se enlazan durante unos instantes—. No soy tan tonto como mi hermano.
—Pero sí igual de sabelotodo.
Su sonrisa se hace más grande.
—Parece que estamos siendo una gran influencia el uno para el otro, ¿eh?
Me río y una ola de calidez me invade.
Me suena el teléfono.
—Ey, Luke.
Ben empieza a recoger los platos más despacio.
Luke me pregunta si me animo a un partido de fútbol.
—¿El domingo? —le digo—. Cuenta conmigo, pero, un momento, ¿cómo vamos de
jugadores? ¿Necesitamos hacer un poco de bulto? —Ben está negando con la cabeza a lo bestia
—. ¿Puedo llevar a alguien?
Cuando cuelgo, Ben sigue negando con la cabeza.
—Bulto te voy a dar yo a ti, uno flácido e inútil.
—Es un partido amistoso con Luke, Sam y los amigos de su hijo. Y, además, estaba
pensando dejarte a ti aquí y llevarme a Milo.
—Oh —dice con la vista fija en su plato y el ceño fruncido, a pesar de lo que acaba de decir
sobre no ser bueno al fútbol.
Cojo mi plato, rodeo la mesa y le quito los que tiene apilados en las manos. Desde tan cerca
puedo olerlo: huele a primavera y a hierba húmeda con un toque almizclado.
—Si quieres venir, estaré encantado. Pero creí que si me llevaba a Milo podrías tener algo de
tiempo libre. Y leer. Y recuperar horas de sueño.
Ben parpadea y me sonríe con afecto.
Llevamos los platos a la cocina y nos dividimos las tareas. Ambos miramos a la vez el reloj
digital que hay encima del frigorífico y espero a que mencione que es viernes, noche de cita.
No lo hace.
Quizá se le haya olvidado que es viernes.
Yo no se lo recuerdo.
«¿Y ahora, qué?» es la pregunta que flota en el ambiente cuando nos dirigimos al salón. Ben
ralentiza sus pasos y mira alrededor, como buscando una razón para quedarse.
Quiero decirle que no necesita una razón.
Se acerca al buró donde tengo los planos con los diseños de la casa de mis sueños.
—¿Qué es esto?
—¿No te lo había enseñado?
Con el estómago lleno de mariposas, despejo la mesa de centro —mi mesa de madera de
kauri— y desenrollo el plano.
Ben pone un posavasos en cada esquina para que el papel quede estirado.
—¿Un boceto a color de una casa?
No de una casa cualquiera.
—Mi sueño.
Ben alza una ceja.
—Tu sueño, ¿eh? —Ben estudia el plano con el diseño de interiores—. Qué detallado.
—Solo llevo ocho años imaginándomelo.
—Es una casita preciosa.
—¿Casita? Me matas. —Paso el dedo por la parte donde está el boceto de la casa por fuera:
por el porche, con sus grecas de hierro fundido, su tejado metálico y sus columnas de madera—.
Esto no es una casita, es una casa de campo de principios del siglo XX.
Y, entonces, me vengo muy arriba y le explico entusiasmado las reformas que haría en la
parte de atrás, manteniendo intacta la fachada principal para que conserve toda su esencia.
—Esta casa es mi futuro —añado.
—Los diseños son demasiado específicos, ¿están basados en algún modelo?
Y eso es lo mejor.
—Sí. Una casa en Karori.
—¿Y se vende?
—El propietario es un tipo muy divertido y tremendamente honesto cuya salud ha empeorado
en los últimos años. Lleva un tiempo planteándose vender la casa y mudarse con su hija a
Christchurch. Y sabe bien que le tengo echado el ojo; sabe incluso que estaría dispuesto a
pagarle de más. Pero aún no ha decidido cuándo mudarse.
—¿Y eso podría pasar en cualquier momento?
—Según parece, en verano.
—¿A final de año?
Suspiro.
—Pues eso espero. De hecho, llevo ocho años esperando. —Aunque también es verdad que,
hasta ahora, no había tenido el importe total del posible precio de venta. Eso lo he logrado en los
últimos seis meses—. Y tengo esperanza de que de este verano no pase. —Cuando veo que me
sonríe siento un enorme alivio al saber que mi pasión le divierte—. Es el amor de mi vida. Mi
hogar.
Ben lee mis notas sobre la pintura.
—¿Hasta el punto de haber pensado que las ventanas estarán ribeteadas en color carmín y
alabastro?
—Hasta el punto de haber pensado que las ventanas estarán ribeteadas en color carmín y
alabastro.
En la distancia, oímos cómo Milo llama a su hermano. Me levanto y Ben hace lo mismo.
Una corriente de electricidad estática llena el mínimo espacio que nos separa y tengo que
esforzarme por no acortar la distancia.
Milo vuelve a llamar a Ben, que niega con la cabeza y sonríe de medio lado.
—Este niño, siempre tan insistente.
Vacilante, acerca una mano a mi hombro y noto la calidez de sus dedos atravesar la tela de
mi camisa. El efecto es inmediato y muy tentador, y tengo que hacer un esfuerzo real para
refrenarme y no calmar el ligero temblor en su brazo y atraer su cuerpo contra el mío.
Él, que creo que es consciente de ello, me mira a los ojos antes de hablar:
—Espero que tu sueño se haga realidad.
Se aleja de mí, dejándome con una extraña sensación de desasosiego.
Miro los planos de la casa y luego hacia la puerta por la que ha desaparecido y digo en voz
alta:
—Yo también.
Capítulo Veintiuno

JACK

L a última semana antes de las vacaciones de primavera pasa volando y, sin darme apenas
cuenta, es viernes de nuevo. Es como si mi vida estuviera hecha de viernes. La semana
entera es un gran viernes.
Y, los viernes, a mí se me hace un nudo en el estómago.
Hace un par de semanas Ben dijo que estaba enfermo.
La semana pasada se le olvidó.
¿Qué pasará esta noche?
Debería animarlo a que salga. Los dos encontronazos que he tenido hoy con la profesora
Devon son motivo más que suficiente. Ben tiene razón: esta señora puede decirlo todo con solo
una mirada.
El cielo está oscuro, lleno de nubes negras, y justo cuando estoy atravesando los campos de
nétbol, la lluvia empieza a caer. Me cubro la cabeza con el brazo y empiezo a correr hacia el
aparcamiento. A través de la capa plateada con la que la lluvia lo cubre todo, veo a Ben apurando
a Milo para que se suba rápido al coche.
Ben tiene una especie de don, ese aire animado que desprende es increíble. Da igual que haga
mal tiempo, da igual que lleve el peso del mundo sobre los hombros, él consigue hacerse con la
fuerza necesaria para seguir adelante.
Cuando abre su puerta, mira por encima de la capota del coche. ¿Me estará buscando?
Se sorprende cuando me ve. Supongo que porque, aunque hoy los niños salían antes, los
profesores en teoría, no. Yo estoy de vacaciones desde ayer, pero tenía que pasarme y cerrar
unos temas en clase.
Ben se aparta el pelo de los ojos, la lluvia hace que se le aplaste contra la cara.
Me dirijo hacia él corriendo.
—Te estás empapando, métete en el coche.
—¿Tienes planes? —me pregunta.
—No hasta más tarde.
Más tarde, cuando tenga que quedarme con Milo.
—¡Pues síguenos!
Entra en el coche y cierra la puerta, esperando a que le indique con las luces que estoy listo
antes de ponerse en marcha.
Conducimos a través de la lluvia y, antes de que me dé cuenta, estamos en el cine viendo una
película para adolescentes sobre deportes y primeros amores.
Milo se sienta entre nosotros y yo me paso hora y media intentando no mirar a Ben, a pesar
de las miradas que él me dedica cada dos por tres.
Tengo que convencerlo de que salga esta noche.
Nada más acabar la película nos dirigimos a casa y yo sigo a Ben y a Milo por el jardín hasta
la casita de invitados. Son casi las ocho, ya va siendo hora de que Ben se prepare para su cita.
Una vez dentro, Milo se dirige a su habitación teléfono en mano, y Ben se deja caer en una
silla. Cuelgo nuestras cazadoras en el perchero de fuera y me acerco a él, pero tengo que apartar
la vista de inmediato para no ver cómo estira las piernas, los brazos…
—Estoy más que listo para una partida de Scrabble —le digo.
—¿Sí?
—Milo y yo tenemos un pique para ver quién logra jugar antes la letra «Q».
—Ya. Y es viernes de cita… —La decepción es evidente en su rostro. Y, entonces, se lleva la
mano a la boca y tose de forma nada creíble. Llevaba ya dos semanas sin toser—. Sigo sin estar
al cien por cien.
Debería insistir y convencerlo de que salga.
—Déjame que te ponga un vaso de agua.
Pero ¿qué estoy haciendo?
—¿Puedes colorearla de naranja, ponerle un poco de gas y la hostia de azúcar?
Le dedico una mirada de lo más mordaz.
—Me estoy planteando muy en serio hacerme cargo de tu dieta y ser yo quien te haga la
comida cada día. —Me mira como si no le pareciera mala idea. Trago saliva con fuerza—.
¡Milo! ¿Te apetece una partida de Scrabble?
—¿Valen las palabrotas? —contesta Milo desde su habitación.
Ben se ríe al escucharlo y dice:
—Si no valen, yo no juego.
Niego con la cabeza.
—Si están en el diccionario, valen —les digo a ambos.
—¿En el diccionario de la calle, quieres decir? —A Ben no le afecta para nada mi mirada de
no me toques los huevos. Es igual que su hermano.
Milo entra entonces en la cocina. Se ha cambiado los calcetines por unos secos de rayas
blancas y azules. Coge el Scrabble, me lo pone contra el pecho y me sonríe.
—Monte el tablero, profesor Pito Negro, mientras yo cojo una Fanta.
Vuelvo a negar con la cabeza.
—Renuncio, os doy por imposibles.
Es mentira, no renuncio ni un poquito.
Ben detiene a Milo, agarrándolo por la muñeca, y me mira antes de decirle:
—Palabrotas o veneno naranja, elige una.
Milo planta el culo en la silla, resoplando. Mira a su hermano y le pregunta:
—¿Cuál eliges tú?
Ben hace una mueca.
—Hmm… No sé.
Milo se da unos golpecitos en la barbilla, pensándoselo.
—Vas a escoger la Fanta, ¿a que sí?
Ben le hace el gesto de dispararle con los dedos.
—Cinco puntos para Hufflepuff.
—Soy de Slytherin.
—¡Pero si no sabes cuál es la capital de Australia! No eres lo suficientemente listo como para
ser de Slytherin.
—¿Pero sí lo suficientemente cuqui como para ser de Hufflepuff?
—Vale, tienes razón, no tienes casa. Supongo que podríamos ahogar nuestras penas bebiendo
una…
Me coloco a su espalda y le pongo las manos en los hombros con firmeza. La tela de la
camiseta es fina y suave y noto cómo sus músculos ondulan bajo mi toque. Le doy un apretón y
él gime.
Me gustaría poder darle un buen masaje.
Le quito las manos de encima y digo:
—No te levantes. Vosotros ponéis el tablero y yo me ocupo de las bebidas.
Cuando empiezo a alejarme, Ben finge susurrar, pero con toda intención de que lo oiga:
—Vaya mandón, ¿eh? —le dice a su hermano.
Milo suelta una risita.
—Pero si a ti te tiene muchísimo enchufe, se nota que eres su favorito. Tendrías que verlo en
el colegio.
Durante unos instantes, lo único que se oye es el sonido de la lluvia golpeando con fuerza
contra el tejado. Una tormenta de primavera, algo caliente de beber y mis chicos favoritos
montando un juego de mesa… Esa es la definición de mi noche perfecta. Podría acostumbrarme
a esto.
El agua de la tetera empieza a desbordarse y cierro el grifo a toda prisa. Por Dios, qué
distraído estoy. Estas ensoñaciones cada vez son más frecuentes, y cada vez duran más.
«Hay que tener en cuenta el momento tan delicado por el que están pasando. Benjamin y
Milo son ahora muy vulnerables, y uno no se puede aprovechar de eso». Las palabras de la
profesora Devon hacen desaparecer mi fantasía de un plumazo.
Con un movimiento brusco, pongo la tetera al fuego.
Llamaré a Mort después de las vacaciones de primavera. Enfocaré este interés romántico tan
potente en otra persona. Mort es encantador. Mort es mayor que Ben. Mort no está en una
situación delicada.
—Pero ¿qué cojones…? —Ben mira el tablero de Scrabble con el ceño fruncido—. ¿Acabas
de echar un escupitajo en el tablero, renacuajo?
Milo bufa.
—¿Qué te crees que soy, un camello?
—Oh-oh… Jack, dime por favor que la tetera lleva la hostia de tiempo hirviendo —me dice
Ben mientras saco tres tazas del armario.
—Pues no —contesto, girándome hacia él.
—Eso me temía.
La expresión de Ben es de derrota, de puro cansancio. Traga con dificultad y me hace un
gesto hacia el techo. Sigo la dirección de su mirada y veo una gotera enorme, el agua a punto de
caer de nuevo sobre el tablero. Por eso me preguntaba Ben lo del agua hirviendo, como si esto
pudiera ser a causa del vapor… Nop, el yeso está empapado.
—Dios mío —digo, apagando la tetera y desenchufándola. Este tipo de fugas pueden ir a
peor; podría incluso derrumbarse parte del techo—. Milo —le urjo con firmeza—, vete a la casa
principal. Ben, coge lo que vayáis a necesitar y ve detrás. Cortaré la corriente y haré una
reparación provisional para que aguante.
Espero tener algo de tela asfáltica por ahí.
Le lanzo las llaves a Milo, que me mira con ojos esperanzados ante la posibilidad de dormir
en la casa principal. Tarda un segundo en ponerse las botas de agua y salir pitando por la puerta.
Ni siquiera la cierra, lo que hace que se cierre sola de un portazo cuando el viento golpea
contra la parte exterior.
—¿Cuánto tiempo te llevará arreglarlo? —me pregunta Ben con cautela, pasándose las
manos por los bíceps una y otra vez.
Freno sus movimientos poniendo mis manos encima de las suyas. Nuestros dedos quedan
enlazados y él levanta la vista para encontrarse con mi mirada.
—¿Aguantarás una noche en la casa principal?
La confianza con la que me mira me llega muy dentro.
—¿Puedo dormir contigo? —Dudo unos instantes y él se da cuenta, así que añade a toda
prisa—: Como amigo.
Una gota de agua cae entre nosotros y lo mando a su cuarto, diciéndole que coja una bolsa de
viaje y la llene.
—Lo primero es frenar la caída del agua y comprobar el tejado. Puede que tenga que quitar el
aislante actual y poner una capa protectora entre las vigas. Si no tengo suficiente tela asfáltica
podría usar una lona impermeable, porque lonas tengo varias en galería.
—¿Jack?
Dejo mis divagaciones sobre las posibles reparaciones y me paso una mano por la barba
antes de contestar:
—Sí, Ben, puedes dormir conmigo, yo te cuidaré.
Capítulo Veintidós

BEN

E stoy en la puerta de atrás con los prismáticos, pero la lluvia hace imposible vislumbrar la
casita de invitados. Jack va y viene de una casa a la otra, lleva ya casi una hora trabajando.
Un escalofrío me recorre de pies a cabeza ante la ráfaga de aire frío que me da de frente y
dejo caer los prismáticos sobre el pecho. Me apoyo contra la puerta abierta, a una distancia
prudencial de la lluvia torrencial que aplasta la hierba contra el suelo.
Jack aparece al fin en el porche, se detiene frente a mí y se quita las botas.
—Creí que estarías ya dentro.
—Y he estado dentro —le digo, inclinándome sobre el marco de la puerta—, comprobando
que Milo estaba bien. Me ha dicho que prefiere estar en la cama jugando a algo en el móvil que
estar conmigo. Según parece, mis nervios lo ponen nervioso.
—Me daba la impresión de que últimamente lo llevabas mejor.
—Cuando tú estás en casa, sí —le suelto—. Quiero decir que… Me apetecía estar aquí fuera,
bajo la lluvia y la luz de la luna llena, y espiarte mientras trabajabas.
Jack arquea una ceja.
—Ben, conmigo puedes ser sincero.
—Vale, en ese caso… Empújame contra esa pared y chúpame la…
—No tan sincero.
Me separo de la puerta y camino despacio hacia el interior.
—Estoy nervioso. Mi antiguo cuarto es la única habitación en la que aún no he entrado.
—Puedo entrar contigo.
—¿Y desnudarte?
—Ben… —La advertencia es evidente en su tono.
Me giro y entro en la casa de espaldas, sin apartar la vista de Jack.
—Estás mojado, necesitas ropa seca o cogerás un catarro.
—¿Un catarro de los tuyos o uno de verdad? —dice con voz suave.
Vale, me ha pillado.
Le dedico una sonrisa avergonzada.
Jack entra en la casa con seguridad y, tras unos segundos, yo lo sigo.
Pasamos por la habitación de Milo y asomo la cabeza para darle las buenas noches. Ya está
medio dormido, así que apago la luz y le cierro la puerta.
El siguiente cuarto es mi antiguo dormitorio. Jack hace una pausa en el umbral y me dice:
—No tienes por qué entrar ya mismo.
—Sí, sí tengo que hacerlo. Necesito acabar con esto de una vez por todas —le respondo
abrazando mi propio cuerpo.
Se me acelera el pulso y me acerco más a él. Cuando atravieso la puerta lo hago tan cerca de
Jack que noto la manga empapada de su camiseta contra la mía. El vello del antebrazo se le eriza
y parece entrelazarse con el mío. Nos separamos.
Se oye el clic del interruptor y la luz de la lámpara de techo ilumina la habitación.
Entro en pánico, pero no por la cantidad de recuerdos que poco a poco empiezan a venirme a
la cabeza, sino porque de repente soy consciente de que Jack ha estado durmiendo en este cuarto.
La habitación no está mal, pero es muy juvenil. Está todo lleno de marcos con dibujos de
pájaros nativos de Nueva Zelanda, ilustraciones hechas a mano en colores muy vivos que
parecen sacadas de un cuento. También hay figuritas talladas en madera: kiwis, tuis y pukekos
que yo mismo hice hace tiempo y que son tan de aficionado que hasta duele mirarlos.
¿Haberse estado quedando en mi dormitorio habrá hecho que cambie la imagen que tiene de
mí?
Jack parece preocupado, se lo noto en los ojos.
—¿Demasiadas emociones? —me pregunta.
Sí, pero no por las razones que él cree.
Pero no puedo admitir eso, me da muchísima vergüenza.
La necesidad de convertir esta habitación en algo más maduro y sofisticado es abrumadora.
El suelo de madera cruje bajo mis pies en mi camino hacia el asiento que hay bajo la ventana.
—Aquí sentado hice un trabajo espectacular sobre el impacto ecológico del turismo en
Nueva Zelanda —le digo, señalando al alféizar.
Creo ver en sus ojos que entiende lo que estoy pensando.
A mí me arde la garganta.
—¿Venías mucho de visita cuando estabas en la universidad?
Que me pregunte por la carrera —por mi edad adulta, digamos— me hace gimotear.
—Joder, ¿tan evidente soy?
—Siempre te escondes detrás de alguna broma.
Me siento en el alféizar y noto cómo el frío se me cuela a través de la tela de los vaqueros.
—Soy una persona horrible. He entrado en este cuarto esperando que los recuerdos y cada
detalle sobre mis padres me golpeara de lleno y, sin embargo, aquí estoy, entrando en pánico por
lo que tú puedas pensar de mí.
—No entres en pánico, pienso muy bien de ti.
Su sonrisa se evapora cuando se da cuenta de que tengo la mirada fija en su boca. Sus ojos
me estudian con atención y se tensa, como esperando que vaya a saltarle encima o algo.
Y ganas tengo. Joder, las ganas que le tengo.
Pero solo cuando él también quiera.
La figura de una gaviota cuelga del techo, la luz de la lámpara ilumina e incide sobre las
pinceladas infantiles en tonos blancos y grises. Las alas y el cuerpo están conectados por un hilo
amarillo y, si tiras del pico, las alas se mueven.
Debería estar llena de polvo, pero está impoluta.
Jack tira del pequeño cordel y las alas, aunque chirrían un poco, se mueven arriba y abajo.
—Se llama Juan.
—¿Por Juan Salvador Gaviota? —me pregunta con las cejas arqueadas.
Le disparo con los dedos.
—Cinco puntos para Gryffindor.
Se ríe, y es una risa sincera y profunda que acompaña con todo su cuerpo y hace que la tela
empapada de la camiseta se le pegue al pecho. Puedo ver cómo se le marcan los pezones contra
la fina tela y cómo la piel de los brazos se le pone de gallina. Trago saliva con dificultad.
—Deberías quitarte la ropa.
Jack empieza a quitarse la camiseta, pero está tan calada que no da más de sí y se le queda
atascada en la cabeza. Suelta un gruñido y yo intento no soltar una carcajada.
Me acerco a él y el aire crepita entre nosotros; él se tensa al notar cómo me acerco, así que le
digo:
—No estoy intentando nada… Es solo que estás…
—Atascado, sí; me he quedado atascado —dice, sus palabras amortiguadas por la tela que le
cubre la boca.
Me mira avergonzado a través del cuello de la camiseta como si fuera una tortuga. Me acerco
más a él, mis dedos rozando su cálida piel antes de agarrar el dobladillo y empezar a quitársela.
Le acaricio el pecho con los nudillos entrando en contacto con su carne de gallina y su vello
mojado. Huele a madera, a lluvia y a desodorante y me empapo bien en su aroma antes de dar un
último tirón a la camiseta que, al caer, roza nuestras piernas; las suyas aún enfundadas en unos
vaqueros mojados.
Los ojos de Jack brillan divertidos. Y no se mueve, no va inmediatamente al armario a coger
una camiseta seca. El vello oscuro de su pecho está húmedo y se pega a sus firmes músculos;
tiene la piel de gallina alrededor de los pezones, puntitos que se elevan como pequeños guijarros.
Tiene que estar helado y, sin embargo, su cuerpo irradia calor.
Sus ojos verdes están en total armonía con la pared a su espalda y con el color de las fundas
de almohada de mi cama. Todo es tan verde. Y sus pupilas se están dilatando.
Inhalo de forma brusca y ambos nos separamos a la vez, dando un salto hacia atrás.
Jack se acerca a la cómoda y saca una camiseta del cajón. Se parece a la que llevaba puesta
mi noche de enajenación, cuando lloré a mares sobre él.
E S la misma camiseta.
—¿Hay por ahí algún colchón de sobra? No me suena haber visto ninguno —me dice.
—No, no hay. —Y no quiero arrastrar uno de los de la casa del jardín con esta lluvia—. Pero
si me pasas una de las almohadas duermo en el suelo sin problema.
—No hace falta, esta noche podemos compartir cama.
—¿Seguro?
«Di que sí, di que sí».
—Sí —me responde, desabrochándose los pantalones.
Me giro hacia la ventana. La oscuridad de fuera en contraposición con la luz del interior crea
un efecto espejo en el cristal. Me estoy poniendo muy cachondo.
—¿Quieres que veamos algo? —me pregunta.
—Estoy cansado, ¿qué tal si nos…?
—¿Vamos a la cama?
—Sí, y hablamos un rato. —Me bajo la cremallera de los vaqueros mientras intento no mirar
el reflejo de Jack quitándose los pantalones—. ¿Cómo está el tejado de la casita de invitados?
¿Muy mal?
Engancho los pulgares en la cinturilla de los vaqueros y me los quito.
Jack se ha girado y veo por el cristal cómo me mira el culo. Cuando habla, su voz es ronca y
el sonido va directo a mi polla.
—Vamos a tener que cambiarlo.
Me lleva un momento darme cuenta de lo que acaba de decir. ¿Cambiarlo? Me quedo helado
unos segundos.
—¿Cuánto tiempo te llevará?
Sus ojos se encuentran con los míos en el cristal.
—Siento mucho que te cueste tanto estar en esta casa.
—No. O sea, sí. A ver, cada vez es más fácil.
Me giro para quedar cara a cara con él. Ambos estamos en camiseta y ropa interior y mi polla
no está por la labor de fingir inocencia y relajarse.
Jack lo nota y se dirige a la cama. Yo me recoloco el paquete en un movimiento rápido y me
acerco por el otro lado.
—Me… Me llevará un par de días repararlo —me dice—, pero no podré empezar hasta que
deje de llover.
Pues el pronóstico meteorológico dice que va a estar lloviendo durante los próximos diez
días.
—¿Eso significa que vamos a estar dos semanas viviendo contigo? —pregunto, retirando la
colcha.
Jack apaga la luz y la habitación queda sumida en la oscuridad, pero no es total, la luz de la
luna es fuerte y nos vemos perfectamente.
—Si prefieres, puedo preguntarle a Luke y a Sam si podéis quedaros unos días con ellos.
—No —contesto, quizá demasiado rápido.
—Vale, entonces pediré prestada una cama supletoria.
Me meto en la cama y, al entrar en contacto con las sábanas, me da un escalofrío.
—Frío, frío, frío —repito, tapándome.
Jack hace lo mismo y una pequeña corriente de aire me acaricia el pecho. Me pongo de lado
y me acerco un poco más a él. Me detengo antes de que nuestros cuerpos se toquen, pero lo
suficientemente cerca como para notar su calidez en brazos y piernas.
Los ojos de Jack brillan con deseo contenido, pero, sobre todo, con cautela, contienen una
advertencia.
—Estamos a punto de tener una conversación muy incómoda, ¿a que sí? —le pregunto.
—Forma parte de todo el rollo este de ser adultos.
Me separo un poco de él.
—Suéltalo.
—Lo nuestro tiene que seguir siendo platónico.
Quiero discutírselo, pero sé que sería en vano. No sé de qué pasta está hecho Jack, pero sea
de lo que sea, es algo muy duro. Da igual que yo le guste, y que sepa que estoy disponible y
dispuesto; no cederá.
Lo admiro, pero a la vez lo aborrezco por ello.
—Está bien, Jack. Quiero acostarme contigo, pero tu amistad me importa mucho más.
Me pongo de espaldas y me quedo observando el techo, las pegatinas de bocas de rana que
brillan de forma tenue sobre nuestras cabezas.
—Esta situación es muy frustrante —dice él.
Me río.
—Ya te digo. —Giro la cabeza para mirarlo. Está de lado, una mano bajo la almohada y la
otra sobre el colchón, en el espacio que hay entre nosotros—. Pero lo entiendo, tienes mucho que
perder. Vamos a hacer algo fuera de peligro, hablemos.
—¿De qué quieres hablar?
—De ti.
Capítulo Veintitrés

JACK

H ay unos cuantos centímetros entre nosotros y tengo que seguir centrado en mantener esa
distancia. Tengo que asegurarme de que nuestros cuerpos no se rozan, ni las puntas de los
dedos de los pies.
Jamás el pronóstico de diez días de lluvias me había molestado tanto.
Y tampoco había estado nunca tan emocionado ante la perspectiva.
Me gustaría que la habitación estuviera más oscura. Ojalá hubiera cerrado las cortinas. Ojalá
el cuerpo de Ben fuera solo un bulto indistinguible bajo las sábanas.
Pero no, su rostro resplandece en la oscuridad. Su nariz, el contorno de sus labios, el mechón
de pelo que le cae sobre los ojos y que parece estar pidiéndome a gritos que lo retire…
Una corriente de electricidad crepita entre nosotros y la tentación de acortar la distancia es
abrumadora.
¿Qué me impide hacerlo? ¿La sociedad? ¿Un tema moral? Sí, ambas, pero hay algo más.
Algo que no sé definir, pero que está ahí, como un hilo invisible del que no se puede tirar, que se
resiste a ceder.
Ben se pone ambas manos bajo la cabeza y el mechón se desliza por su frente.
—¿Cómo era la habitación de tu infancia? —me pregunta.
Hago una especie de barrera con la manta entre nosotros y me pongo bocarriba.
—¿Mi habitación?
Los labios de Ben se curvan en una sonrisa.
—Seguro que hiciste tu propio escritorio a los diez años o algo así. Y puede que, en algún
rincón del cuarto, tuvieras una casita para pájaros un poco cutre, una que hiciste cuando tenías
tres años y no podías con el peso del martillo.
Me río entre dientes, a pesar de que miles de recuerdos de mi infancia me vienen a la cabeza
de forma repentina, dejándome en carne viva.
—¿Alguna conjetura más?
—Seguro que olía a serrín y las paredes estaban llenas de fotos de jugadores de fútbol
buenorros. —Ben hace un sonidito, como si estuviera pensando—. Y tenías una estantería, hecha
a mano también… Puede que tu padre te ayudara a hacerla. Me la imagino medio torcida y a
punto de caerse por el peso de los CD y DVD que tenías en sus baldas.
—Esa estantería existía y, junto con los CD y los DVD, tenía también alguna cinta VHS —
añado yo—. La casita para pájaros la hice a los ocho. Y el resto no está muy desencaminado
tampoco. Mi padre me ayudó con el escritorio.
—Tengo una imagen supernítida.
—Pero la cama no era como te la estás imaginando.
Siento la sonrisa de Ben aunque no la vea, se le nota en la voz cuando dice:
—¿Cómo sabes que estaba pensando en tu cama?
Suelto una carcajada.
—Llámalo suerte.
—¿Cómo era? ¿Una de esas con dosel?
—Una litera. —Mi respuesta hace que se gire para mirarme con curiosidad—. Compartía
habitación con mi hermano.
Ben alza las cejas al escucharme.
—¿Tienes un hermano?
Se me seca la garganta.
—Sí, mayor que yo.
—¿No… os lleváis bien? —me pregunta con cuidado.
Clavo los dedos en el colchón antes de contestar:
—De pequeños, sí. Solíamos jugar juntos en el bosque. Hicimos una casa en un árbol. Y
excavaciones secretas.
—¿Y ahora? —me lo dice muy bajito, con un poco de tensión, como si estuviera conteniendo
el aliento.
Me quedo mirando las sombras que las ramas del pohutakawa del jardín dibujan en el techo
de la habitación.
—No. No tenemos ningún tipo de contacto.
—Jack…
Ben se mueve, el colchón hundiéndose bajo su peso mientras cierra la distancia eléctrica que
nos separa. Cierro los ojos, pero siento cómo me mira.
El corazón me va a mil por hora. Mi interior batalla entre no hacer nada o agarrarlo por el
cuello y atraerlo hacia mí para comérmelo a besos. Pero los recuerdos que acabo de revivir me
mantienen anclado a mi lado de la cama.
Despacio, vuelvo a abrir los ojos. Ben me está mirando. Veo cómo traga con dificultad.
—¿Tienes contacto con algún miembro de tu familia? —me pregunta, le tiembla la voz.
Cojo aire con tanta fuerza que noto cómo mi pecho se expande al respirar.
—No.
—¿Es porque…?
—Sí.
—¿Te echaron de sus vidas?
—Sí, cuando salí del armario el día que cumplí veintidós años.
Ese fue el día en el que mi familia me dio la espalda y decidió no aceptar mi preferencia
sexual. Nunca podré olvidar la mirada de tristeza de mi hermano y cómo cogió la biblia y se fue
directo al Salón del Reino a rezar.
Noto la respiración de Ben contra la mejilla y, cuando lo miro, sus ojos son un pozo de pena
y tristeza.
—Así que lo sabes.
—¿Qué es lo que sé? —pregunto en un hilo de voz.
—Lo que es quedarte sin familia en un abrir y cerrar de ojos.
Nos quedamos mirándonos. Yo soy testigo de su dolor y él, del mío. No hablamos en un
buen rato, distraídos con las sombras que bailan en el techo.
—Duele —susurra tiempo después.
—Sí. —Me cuesta hasta decirlo, tengo la garganta cerrada.
Su meñique acaricia el mío y las sábanas se elevan un poco cuando toda su mano envuelve la
mía. Noto las yemas de sus dedos contra las uñas, está esperando a que le diga que sí, que esto
está bien.
Me quedo muy quieto.
La caricia de sus dedos sobre el dorso de los míos es muy íntima.
Empieza a apartarse, noto su respiración contra el pecho justo antes de que se aleje, pero,
entonces, atrapo sus dedos entre los míos. Su palma se aferra al dorso de mi mano y su
respiración suena entrecortada, exactamente igual que la mía.
Le aprieto con suavidad la mano.
Capítulo Veinticuatro

BEN

E l brillo del arcoíris se cuela en la habitación.


Así es como sé que la mañana de hoy tiene algo raro.
Me estiro en la cama, mis dedos rozando la madera del cabecero, mi erección evidente bajo
las sábanas.
Jack ya no está en la cama y se oye jaleo en el salón.
Y eso es lo raro, porque en la casita de invitados yo soy el primero en levantarme, y lo hago
antes de que salga el sol.
Miro mi móvil, que descansa en la mesilla de noche: ¿las ocho de la mañana?
Me cago en la puta, pero si he dormido como un tronco.
Llevaba sin dormir tanto desde… Desde hace mucho tiempo.
Compruebo mis mensajes y, al instante, desearía no haberlo hecho. Mi jefa me pregunta si,
aparte de lunes, martes y miércoles, podría trabajar la mañana del jueves antes de empezar con
mis vacaciones.
Lo que me recuerda que Milo sí está de vacaciones ya y que va a odiar pasar la semana
vagando por el museo mientras yo trabajo.
Cierro los ojos y escucho la voz profunda de Jack de fondo. Qué voz tan maravillosa y
autoritaria tiene.
Al oírlo se me ocurre una idea: ¿podría pedirle a él que hiciera de canguro de Milo esta
semana?
Me levanto de la cama y siento el impacto del suelo frío en los talones. Voy al baño, pero al
salir y escuchar el tono frustrado en la voz de Jack, me dirijo hacia él. Me asomo al salón y lo
veo de espaldas a mí, hablando por teléfono y caminando de un lado a otro. Lleva una camiseta
blanca de manga corta y unos vaqueros que le hacen un culo espectacular.
—Muchas gracias —dice cabreado, y cuelga. Se guarda el móvil en el bolsillo trasero y,
cuando se gira, la expresión en su rostro me llama la atención porque nunca lo he visto tan
molesto.
Entonces me ve y se sorprende.
—¿Cuánto llevas ahí?
—He llegado entre «por los clavos de Cristo» y «se merece que le metan el tridente de
Lucifer por el culo». —Niego con la cabeza—. Y yo que creía que vosotros, la gente mayor,
teníais vuestros temitas en orden.
Jack me mira con una ceja alzada.
—¿La gente mayor?
—Gente madura, quiero decir. —Se acerca más a mí y me encanta el brillo que veo en sus
ojos. Su mirada recorre mi cuerpo semidesnudo y lo noto hasta en los dedos de los pies.
Continúo—: Como ese queso que se vuelve mejor con los años.
—¿Queso?
Ahora está aún más cerca y la sangre en mis venas está dando saltitos de pura anticipación.
El gesto impaciente de Jack hace que mi polla se estremezca. Noto la textura del papel
pintado contra la espalda y la electricidad estática entre nosotros. Tengo los pectorales y los
pezones duros. Trago saliva y sigo picándolo:
—No hablo del típico queso Cheddar. No, no, queso del bueno.
Está a escasos centímetros de mí.
—No tengo claro si es el mejor insulto de todos los tiempos o la peor forma de tirar los tejos
a alguien.
—Tirar los tejos, sin duda. Me encanta el queso.
Se detiene, sus calcetines casi rozando mis pies descalzos.
—¿Te gustan todos los quesos?
—Sobre todo los maduros.
Soy consciente del esfuerzo hercúleo que está haciendo para no acercarse más a mí. Si
intento algo ahora mismo, creo que Jack cedería. Así que, esta vez, tendré que ser yo quien
ejerza de superhéroe y me aparte. Porque, en realidad, Jack no quiere esto, es solo el estado de
ánimo en el que se encuentra y yo no debería aprovecharme de la situación.
No, debería comportarme como un buen adulto.
Dios, cómo odio lo de ser adulto.
Me aparto y centro la vista en la butaca en la que Jack suele leer.
—¿Por qué estabas tan cabreado?
Le lleva un momento, pero, cuando habla, parece que ya tiene las emociones bajo control y
que está aliviado de que nada haya pasado.
—Por un tema con las paredes entre el salón, el dormitorio principal y la cocina. No son
muros de carga, pero, aun así, parece que vamos a tener que pedir permiso de obra y eso va a ser
un coñazo muy grande. Estoy hablando de unas cuatro o incluso seis semanas más y yo esperaba
haber terminado antes del verano.
—¿Por lo de la casa de tus sueños? —le digo con un hilo de voz. Porque Jack se irá pronto.
Comprará la casa con la que lleva años soñando y se irá. Esto es algo temporal, siempre lo fue.
Me trago la decepción. Duele.
—Tengo que ponerme las pilas y terminar con las reformas —dice—. Y también deberíamos
ir a comprar la cocina.
La cocina. Ya.
Lo único que oigo en sus palabras es que no va a tener tiempo para cuidar a Milo esta
semana.
—Entonces, ¿cuánto tardarás desde que elijamos la cocina y tengas los permisos?
—Lo que es la remodelación en sí misma no creo que lleve más de una semana.
Frunzo el ceño.
—Oh. Eso es… muy poco tiempo.
Milo aparece entonces en el salón, poniéndose una camiseta.
—Me acaba de llamar Devansh —dice—. Me ha invitado a una visita guiada en Weta Cave
con él y su padre.
—Buenos días para ti también —le contesto.
—Buenos días, Fantail. Buenos días, Pito Negro.
Jack pone los ojos en blanco.
—¿Puedo? —vuelve a preguntar Milo, ojos de corderito degollado incluidos.
Como si fuera a negarme cuando eso supone tiempo libre para mí.
—Claro, pero… hmm…, déjame que me vista antes.
Mi hermano frunce el ceño al oírme y me mira con atención, y después a Jack.
—Un momento…, ¿he interrumpido algo?
—¡No! —digo en un grito—. Jack es tu profesor. Esto —hago un gesto entre Jack, vestido de
pies a cabeza y yo, medio desnudo— es superplatónico. Cien por cien platónico. Doscientos por
cien, si me apuras. Qué narices, mil por cien platónico.
Milo alza las cejas.
—Suenas raro, Ben.
—¿Raro? ¡Para nada! —Eso me sale muy forzado. Me aclaro la garganta y repito con más
calma—: No sueno raro, ahora date prisa y vístete antes de que cambie de opinión.
Milo se gira hacia Jack.
—¿Qué le has hecho a mi hermano? Lo has roto.
Los ojos de Jack brillan llenos de diversión.
—Creo que lo que Milo quiere decir es que eres tú el que necesita vestirse —me dice.
Sigo la dirección de sus miradas y me cruzo de brazos.
—Ya, eso ya lo sé. —Salgo del salón a toda prisa—. Y no estoy roto, es solo que… he
dormido demasiado.
Cinco minutos después estoy listo, vestido con unos vaqueros y una de las camisetas de Jack,
que se abraza a mi pecho suelta y suave.
Jack se está poniendo una camisa de cuadros cuando me ve entrar en el salón de nuevo. Me
mira, dándose cuenta de lo que llevo puesto, pero le dedico una mirada haciéndole saber que
mejor no diga nada al respecto.
—Anoche no pensaba con claridad, no sé ni qué metí en la bolsa de viaje.
Ante la mera mención de la noche anterior el aire crepita entre nosotros y nuestras miradas se
encuentran.
Siento el eco del calor de su mano en la palma de la mía.
Siento una ola de ternura y cariño cubrirme entero.
Jack coge aire, como si estuviera respirando los mismos recuerdos que yo.
Todo viene de forma muy repentina y es brutal.
Me deshago de la sensación y me pongo los zapatos. Él hace tintinear sus llaves y llama a
Milo, que está en su cuarto rumiando no sé qué de que no encuentra sus cartas Pokémon.
Un momento… Jack está listo para salir, con un gorro de lana metido en el bolsillo trasero de
sus vaqueros y todo.
—Creí que era yo quien iba a llevar a Milo.
—Como también tenemos que ir al súper, he pensado que podríamos aprovechar la salida. —
Me lanza las llaves, que cojo al vuelo contra el ombligo y añade—: Puedes conducir, si quieres.
—A ver, me encanta conducir, tanto como que… me conduzcan. Pero no me gusta conducir
coches reales, no si hay alguien más disponible que pueda hacerlo —digo, acariciando la parte
metálica de la llave de su camioneta.
Jack suelta una risotada.
—Por Dios, devuélveme mis llaves.

C UANDO DEJAMOS A M ILO EN CASA DE SU AMIGO , EMPRENDEMOS EL CAMINO HACIA EL


supermercado New World. Una vez allí, cada uno de nosotros coge un carro y luego nos
quedamos mirando sin saber bien qué hacer.
Jack devuelve el suyo y viene hacia mí con paso seguro.
—¿Qué te parece si esta semana hacemos las comidas y cenas los tres juntos?
Mi estómago da un saltito de alegría.
—¿Por nuestra salud?
—Y para no tener que cocinar distintas cosas y organizarnos mejor en una sola cocina.
Me río.
—Uy, sí, mis platos al microondas tardan media vida en prepararse, la variedad de recetas…
Me aparta del carro y empieza a llevarlo él.
—Listillo.
Mi sonrisa se convierte en una de las enormes en meros segundos.
—Vale, tú vete a la carnicería y ponte en ese infierno de cola antes de que empiece a llegar
todo el mundo.
—¿Qué cola?
—Talia dice que son imaginaciones mías, pero te juro que cada vez que vengo hay una cola
gigante para comprar carne.
Se ríe.
—Nunca me he fijado.
—Ya, pues disfruta de tu cola. Voy a coger unos básicos y nos encontramos allí en un rato.
Y, antes de que me conteste, desaparezco por uno de los pasillos.
Cuando un poco después llego a la carnicería, Jack está metiendo unos filetes en el carro y,
no sé cómo, pero sin alzar siquiera la vista sabe que estoy ahí.
—Más vale que hayas cogido algo verde —me dice.
Hmm…
—Soy idiota, pero, oye, he cogido un queso roquefort, ¿te vale como «algo verde»?
—Déjalo en el carro y vamos a coger unas espinacas y unos champiñones.
Hago una mueca de asco y, cuando dejo en el carro todo lo que he cogido, veo que Jack ha
comprado una caja de cereales integrales tamaño familiar. Sana y enorme.
—Espinacas, qué bien. ¿Y qué tal si cogemos unas coles de Bruselas? Y coliflor.
—¿No te gustan los champiñones?
—Solo hay una cosa con forma de champiñón que…
—Vale, coliflor.
Me pongo a su lado, es mi turno de apartarlo y hacerme con el carro. Jack me dedica una
mirada de terror, como si fuera un peligro dejarme encargado del carro. Niego con la cabeza.
—Nada de refrescos mientras vivamos bajo el mismo techo, prometido.
No sé qué tipo de demonio me ha poseído para decir algo semejante, pero la sonrisa de alivio
de Jack hace que haya merecido la pena.
Además, si yo cedo en esto, ¿puede que Jack también ceda un poquito? ¿Puede que no esté
tan liado con las obras y pueda cuidar de Milo al menos un día de los que trabajo?
—Atún —dice.
—Vale, ¿cuánto?
La parte delantera del carro golpea contra algo metálico y alzo la vista para ver una pared de
latas de atún tambaleándose. ¿En serio? ¿Otra vez las putas latas de atún?
Paso de largo a toda prisa y oigo cómo Jack se ríe a mi espalda. Su risa se extiende por el
pasillo y yo me deleito en la electricidad que me recorre el cuerpo. De repente, su mano está
junto a la mía en el manillar.
—¿Qué tal si en vez de comprar por separado lo hacemos juntos?
Me froto la nuca.
—Me gustaría hacer cosas juntos. Ahora. Y durante toda la semana que viene.
—¿La semana que viene?
—Pagándote, por supuesto.
Jack frunce el ceño.
—¿Pagándome para hacer qué?
—Es que ahora que Milo está de vacaciones… No sé cómo organizarme. Y he pensado que
como tú tampoco tienes clases, quizá puedas cuidar de él de vez en cuando…
—Claro.
—No todo el rato, no quiero entrometerme en tus planes, pero tengo que trabajar y Milo está
harto de echar horas en el Te Papa. Sé que es pedirte demasiado…
—Lo haré.
—Te lo compensaré, por supuesto. Y te pagaré. Lo que quieras. Pon tú el precio. Y si te da
mucha guerra puedes cambiar de opinión, en cualquier momento y…
Jack coloca su mano encima de la mía, parando el carro que he empezado a empujar de
nuevo por el pasillo. Sus dedos ásperos me acarician los nudillos.
—Me encantaría cuidar de Milo. —Me sostiene la mirada—. Tengo algunos trabajillos en la
casa con los que puede ayudarme y un partido de fútbol con Luke y Jeremy en el que es más que
bienvenido.
Casi se me escapa un sollozo de la gratitud que siento ahora mismo.
—¿De verdad?
—Con una condición.
Asiento.
—Lo que quieras.
Aparta su mano despacio.
—Que no me pagues.
—Pero…
Me mira, serio. Y sé que no tiene sentido pelearlo. Tampoco quiero.
—Vale. No te pagaré.
—Vale.
—¿Vale?
—Vale.
—Vale.
¿Mi interior ahora mismo? Cien por cien, doscientos por cien, mil por cien mariposas.
Capítulo Veinticinco

JACK

—¿C rees que si me porto superbién contigo Ben me regalará un cachorrito? —me pregunta
Milo aún sentado a la mesa del comedor, donde acabamos de comer juntos.
Me río.
—No lo veo. Lo del cachorrito, digo. Lo de portarte bien, sí; te vas a portar mejor que nunca.
Milo estrecha los ojos de forma exagerada, y me dirige una mirada llena de picardía.
—¿O qué?
Ben tenía razón cuando dijo que los niños tenían todo el poder. Madre de Dios.
Tratar con niños a intervalos de una hora no tiene nada que ver con pasar días con uno. Y la
intensidad se multiplica si el niño en cuestión es el sarcástico e ingenioso Milo McCormick.
Le quito el móvil que tiene sobre la mesa.
—Pues que me quedo esto como rehén.
—¿Qué? —pregunta él, sin saber muy bien si reírse o no—. Pero si aún no he hecho nada.
—Y ahora sé que no lo harás.
Se cruza de brazos, malhumorado, y me dice:
—Bien jugado, Pito Negro.
Después de lavarnos las manos, volvemos a su habitación para cambiar el antepecho de la
ventana, que está medio podrido por la humedad. Quitamos el cristal interior y, con cuidado, lo
sacamos. Milo me ayuda con las medidas, que tomamos en una madera que ya teníamos
preparada y, juntos, la serramos y le damos forma.
—Mira, colócalo así —le digo, indicándole cómo—. Y ahora vamos a usar estos clavos
galvanizados.
—Qué bien se te dan estas cosas —me dice Milo—. Ben odia hasta cambiar una bombilla.
Le dirijo una de mis miradas.
—Nada de meterte con tu hermano cuando él no está delante para defenderse.
—¿Por qué? Si es verdad. Cree que se va a electrocutar.
La curiosidad me hace mirar hacia arriba, hacia la bombilla que cuelga del techo.
—¿Corta la electricidad antes de hacerlo?
Milo asiente.
—Su miedo no tiene sentido, es idiota —dice.
—No lo es, Ben es listísimo.
—Un listillo, querrás decir.
Le dirijo otra de mis miradas de profesor.
—Si no vas a decir nada bueno, no digas nada. Y, ahora, vamos a terminar de fijar el
antepecho.
Cojo el martillo, fijo la nueva madera al marco y sello los huecos. Milo lo observa todo a mi
lado en completo silencio.
Una vez colocada la ventana interior en su sitio, me sacudo las manos y le digo:
—¿En serio? ¿No tienes nada bueno que decir de tu hermano?
Se le iluminan los ojos, como si estuviera disfrutando de esto; entonces, aprieta los labios en
una fina línea y niega con la cabeza.
—Venga ya —le digo—. Hay mil cosas buenas que decir sobre Ben. Ben es el mejor. —Milo
alza ambas cejas a modo de respuesta—. Reconoce que tengo razón.
Suelta una risilla, retándome.
Y yo acepto el reto.
—Ben es el mejor porque te llama renacuajo incluso cuando lo cabreas. Ben es el mejor
porque, siempre que te mira, los ojos le brillan divertidos. Ben es el mejor porque presume de ti
cada vez que tiene la oportunidad. ¿Nada? ¿Sigues sin tener nada que decir? Voy a tener que
currármelo, ¿no?
Milo asiente con la cabeza a modo de respuesta.
Mientras recogemos las herramientas, decidido como estoy a lograr que Milo admita lo
mucho que quiere a su hermano, sigo diciéndole cosas:
—Ben es el mejor porque le apasionan los pájaros y… esas cosas. —Ante lo de «esas cosas»
Milo está a punto de romper su silencio y soltar alguna gracia sobre mi ignorancia respecto al
tema pájaros, pero se contiene. Sigo—: Ben es el mejor porque siempre te reserva las últimas
onzas de chocolate. Ben es el mejor porque es la persona menos egoísta del mundo.
Una hora después, cuando vamos en mi camioneta de camino al parque, yo sigo
convenciendo a Milo.
Llueve, pero no lo suficiente para que nos quedemos en el coche, así que nos bajamos y
corremos por el césped para entrar en calor.
Después de unos cuantos estiramientos, le lanzo la pelota y continúo:
—Ben es el mejor porque, aunque su habitación en la casita del jardín es un desastre, siempre
respeta el espacio de los demás y no deja sus cosas tiradas por ahí.
Practicamos un rato en la portería, lanzándonos penaltis, mientras le doy algún que otro
consejo. Milo aprende muy rápido. Con un poco de práctica, este niño puede ser buenísimo al
fútbol.
—Ben es el mejor porque siempre está de tu parte. A no ser que esté de la mía y eso, qué
quieres que te diga, es mucho mejor.
Milo se lleva las manos a las caderas y niega con la cabeza.
Me río.
—Podría seguir así durante horas, lo sabes, ¿verdad?
Coge el balón y me dice:
—Hazlo.
—Ben es el mejor porque siempre te despeina el pelo con cariño, o se tironea del suyo
cuando está nervioso. Es el mejor porque sabe que no es perfecto, pero se esfuerza muchísimo
por mejorar. Es el mejor porque ilumina todo a su paso, incluyendo a la gente que está a su
alrededor. —Le robo el balón, lanzo a portería, y meto gol. Sigo hablando—: Ben es el mejor
porque te organiza viajes sorpresa y cuando se le desbaratan los planes se siente fatal. Pero, sobre
todo, Ben es el mejor porque planea todo su futuro en torno al tuyo.
Me quedo sin palabras cuando veo que Milo está parpadeando muy rápido. Tiene los ojos
húmedos.
Ver todas esas emociones en su rostro me destroza. Este niño quiere tanto a su hermano… Y
no necesito oírselo admitir, quizá he ido demasiado lejos.
—¿Milo?
Se gira, dándome la espalda.
Cojo la pelota húmeda y fría del suelo y me la pongo bajo el brazo.
—Lo siento. Debería haber parado antes —le digo, poniéndole una mano en el hombro.
Milo levanta la cara, alzando la barbilla. Le tiembla el labio.
—Ben es… Es el…
Todo su cuerpo tiembla cuando rompe a llorar en un sollozo silencioso. Dejo caer la pelota y
lo sumerjo en un abrazo.
—Sí, lo es. Claro que lo es.
Milo me devuelve el abrazo y luego se aparta, pasándose el dorso de la mano por la nariz.
—¿De verdad me organizó un viaje sorpresa?
—Creo que eso no debería habértelo dicho.
—¿Dónde quería llevarme? —Alza la vista para mirarme—. No, no me lo digas. —Entonces,
sonríe y añade—: Creo que lo sé.
—Ah, ¿sí?
—A Isla Kapiti. Le dije que quería ir.
—Estoy seguro de que lo organizará de nuevo para poder llevarte.
Milo coge el balón y le da con la rodilla, cogiéndolo al vuelo.
—¿Jack?
—Dime.
—Ben libra el jueves y el viernes de la semana que viene.
Se me corta la respiración. Porque sé lo que va a decirme y sé que acceder a ello sería
acercarme un poco más a la línea.
—¿Podríamos sorprenderlo nosotros a él? —me pregunta.
Capítulo Veintiséis

BEN

E n cuanto salgo de trabajar, me voy directo a casa. Estoy más que listo para pasar la tarde
con los chicos.
Pero, cuando llego, no hay nadie.
Vago por las habitaciones, buscándolos. Durante las dos últimas semanas, Jack ha reclutado a
Milo como ayudante de obra y parece que hoy se han ocupado del salón: lo han despejado de
muebles, han quitado el papel pintado y han probado unas muestras de color en la pared, al lado
de la puerta.
Paso un dedo por la superficie rugosa justo al lado de las muestras. El tono cáscara de huevo
era el color favorito de Milo y Jack; el mío, el topacio miel. Pero, ahora, viendo los cuadraditos
que han pintado de prueba, creo que ellos tenían razón: el color cáscara de huevo es más sutil y
sofisticado.
Quiero encontrarlos y decírselo, que me gusta más su elección.
Quiero que Jack me lleve a mirar cocinas, lleva días sugiriéndolo. Dice que no es solo para
que pueda ver qué me gusta y qué no, sino para que vea cómo lo hace, cómo trabaja.
Les mando un mensaje:
Ben: ¿Chicos, dónde estáis?
Quiero que Jack sepa que los echo de menos. Quiero darle las gracias por todo lo que está
haciendo por Milo. Quiero trabajar en la casa con ellos. Y pasar el rato juntos cuando acabemos.
Quiero comer fish ’n’ chips mirando al mar, los tres en la camioneta, lamiéndonos la sal de
los dedos entre sonrisas. O cenar un pollo al curry en casa mientras yo negocio con Milo cuánto
dinero me costará que deje de mirar el teléfono, hasta que Jack se lo confisque usando sus trucos
de profesor.
Es mi puto héroe.
Espero que no se esté cansando de nosotros.
Esta mañana parecía destrozado. Es lo que tiene dormir en la cama supletoria y llena de
bultos que le pedimos a Luke la segunda noche que pasamos juntos en la misma habitación. He
intentado que nos turnemos, pero nada, se niega.
Quizá tenga que lanzarme sobre él, aprisionarlo contra el colchón y no dejarlo escapar hasta
que acceda. Puedo hacerlo esta noche. O mañana por la noche. O todas las noches.
Tiro del cordón de Juan Salvador Gaviota y me siento en la cama perfectamente hecha de
Jack.
Me la cargaría; la cama, digo. Su sola presencia es insultante.
Pero, al menos, está en mi habitación. Jack se ofreció a ponerla aquí cuando le pedí que se
quedara conmigo. Tragó saliva con dificultad, pero lo entendió y accedió. Quedarme en esta casa
me provoca… cosas; a veces, incluso ataques de pánico, y no puedo lidiar con ello yo solo. Y
tampoco quiero cargar a mi hermano con semejante responsabilidad.
Me vibra el teléfono y me pongo de pie de un salto como si los chicos ya estuvieran en casa,
pero no, seguimos siendo solo Juan y yo.
Leo el mensaje de Jack. Me dice que están en el parque jugando al fútbol con unos amigos.
Estoy en la puerta antes de acabar de leerlo.
Fuera hace frío y está todo mojado, pero ha dejado de llover. Hace buen tiempo para un
paseo.
Y también hace buen tiempo para arreglar el tejado de la casita del jardín… Me recorre un
escalofrío a pesar de los rayos de sol que se abren paso entre nube y nube.
Quince minutos después estoy en el parque, frente a una zona embarrada que hace una
semana debió de ser césped. Un grupo de chicos está corriendo por el campo hacia una de las
porterías. Los miro desde la banda —desde lo que creo que es la banda— y estudio a los
jugadores. Milo es el más bajito de todos, va persiguiendo a un adolescente larguirucho que se
dirige a la portería donde Luke, a quien he visto un par de veces por los alrededores del colegio,
los espera entre los palos.
Estoy casi seguro de que el chico que está frotándose los brazos a causa del frío es Sam, la
pareja de Luke. Digo «casi seguro», porque es el único adulto en el campo aparte de Jack y… la
nueva incorporación a la plantilla de Kresley: el profesor Campbell.
El profesor Campbell, que juega de puta madre, que lleva el balón pegado al pie como si
fuera una extensión de su cuerpo.
Jack se cierne sobre él, tratando de quitarle la bola. Lleva unas zapatillas Nike, unos
pantalones cortos de deporte y una camiseta de manga larga con las mangas a la altura de los
codos. El sudor hace que la tela se le pegue al cuerpo y, cada vez que flexiona las piernas para
correr, los músculos se le marcan.
Jack se pone delante del profesor Campbell, riéndose. Le dice algo y el otro se ríe y pone un
pie sobre el balón, como protegiéndolo, pero sin hacer el más mínimo intento de apartarse de
Jack.
Sé muy bien lo que está haciendo. Si consigue el número de Jack, hoy mismo le manda una
fotopolla. Tal cual.
A veces es una mierda hablar el lenguaje del tonteo con tanta fluidez como yo.
No debería haber venido.
Doy un paso atrás. ¿Estaré a tiempo de escaparme antes de que alguien me vea?
Y, entonces, mi renacuajo putogrita mi nombre.
Me quedo quieto como una estatua y veo cómo Jack alza la vista. Cuando me ve, me sonríe
y, haciéndose con el balón, me hace un gesto con la mano para que entre en el campo.
Miro detrás de mí, esperando ver a algún otro amante del fútbol a mi espalda y que sea a él a
quien está llamando.
—Ben —me llama—. Ven, únete a nosotros.
—Tenéis equipos parejos, casi mejor me quedo aquí.
Tanto Luke como el resto empiezan a animarme para que me una. No creo que sepan que me
quedo sin aliento enseguida.
Jack deja el balón en el campo y viene corriendo hacia mí.
—Puedes unirte a mi equipo.
—Entiendo con eso que no tienes ninguna intención de ganar, ¿no?
Se ríe.
—Milo es muy bueno. Luke también. Somos un equipo fuerte.
—Ah, y lo que quieres es darles un poco de ventaja a los otros tres.
—No puedes ser tan malo.
Sobre su hombro veo cómo a Sam se le escapa un pase y digo:
—Vale, puede que no tan malo, pero no te esperes nada del otro mundo.
Su mera risa es la energía que necesita mi cuerpo para ponerse en marcha y seguirlo por el
campo embarrado.
Las suelas de mis zapatillas parecen pegadas al suelo y me paso, fácil, diez minutos
viéndolos jugar y sin hacer nada más.
El profesor Campbell deja que Jack le robe el balón una y otra vez y, cada una de ellas, yo
me pongo malo. Milo se me acerca y me da una palmada en la espalda.
—¿Ves esos postes blancos al fondo del campo?
—¿La portería, dices?
—Ah, ¿así que sabes lo que es?
—Buah, la ducha que te espera esta noche… con pelo y todo. Y no te pienso pagar para que
lo hagas. —Milo se ríe y se aleja corriendo—. Lo digo en serio, renacuajo; y, si no, te echo a
Jack encima.
Se gira hacia mí y sigue corriendo de espaldas.
—Ja, no puedes, porque Jack va a salir esta noche.
¿Que Jack va a salir esta noche? Mi vista va directa al profesor Campbell.
Míralo, ahí, con esas zapatillas de fútbol último modelo y esa camisetita, que lo único que
hace es mirar el balón o a Jack y, en estos momentos, se dirige regateando hacia la portería.
Entonces me doy cuenta de que estoy en medio, que yo soy lo único que se antepone entre él
y el gol. Perfecto. Una oportunidad para demostrar lo superinadecuado e inútil que soy frente a
este hombre.
A tomar por culo todo: salgo corriendo hacia el balón y veo cómo Jack viene detrás
mirándonos a ambos.
«No te acojones», me repito. «Despeja, dale una patada a la pelota, eso es todo».
Me resbalo en uno de los muchos parches de barro y, cuando le intento robar el balón, el
profesor Campbell me esquiva y se me escapa.
—Joder —murmuro—. Joder —vuelvo a murmurar cuando Jack y yo chocamos el uno
contra el otro.
Me agarro a su camiseta para equilibrarme y no caerme, pero sé lo que va a pasar antes
incluso de que pase. Nuestras miradas se encuentran y Jack suelta su propio «joder» cuando
pierdo el equilibrio del todo y lo arrastro conmigo al suelo, mis piernas deslizándose entre las
suyas.
El barro me recibe pegajoso y frío y el peso del cuerpo de Jack me da de lleno,
entrecortándome la respiración. Estamos pegados: pecho contra pecho, el mío latiendo
desbocado, sus muslos contra mi ingle y sus manos en el suelo embarrado, una a cada lado de
mis hombros. Se le hunden los dedos en el barro y se cae un poco más, hasta que su nariz roza la
mía.
—Déjà vu 2.0 —digo casi sin aliento.
—¿Qué? —me pregunta divertido.
Se oyen vítores a nuestro alrededor, con toda seguridad porque el profesor Campbell ha
marcado gol.
Estoy un poco molesto por no haberlo logrado, por no haberle impedido marcar, pero me
resulta imposible seguir cabreado cuando tengo a Jack respirando contra mi mejilla y labio
superior.
—Me recuerda al día que nos conocimos —le digo. Jack se retuerce sobre mí al intentar
incorporarse sobre el suelo resbaladizo—. Solo que esta caída es mucho mejor. —Se ríe y luego
suelta una palabrota—. Mira, al final me alegro de que me convencieras para jugar.
Deja de moverse y me mira con el ceño fruncido, pero sus ojos brillan con humor. Tiene un
poquito de barro en la cara, bajo el ojo, y su barba me acaricia el interior de la muñeca cuando
subo la mano para intentar limpiárselo. Pero lo único que hago es empeorarlo, extendiéndole el
barro por la mejilla.
Me río y ambos sentimos la vibración de mi risa entre nuestros cuerpos, y es una fricción
deliciosa.
—¿Estáis bien? —pregunta el profesor Campbell.
Y… fin de nuestro momento.
Mi risa muere a la vez que un peso horrible se apodera de mi estómago.
Jack se incorpora y se pone de rodillas; yo me siento, aún con las piernas entre las suyas.
Llevo una mano a uno de sus cuádriceps, y sus ojos van directos a los míos.
—¿Es verdad? ¿Vas a salir esta noche?
Antes de que pueda contestar, el profesor Campbell le ofrece la mano para ayudarlo a
levantarse. Y soy yo quien acepta su ofrecimiento para evitar que Jack lo haga. Cuando tira de
mí para ponerme en pie, puede que mi agarre en su mano sea un poco más fuerte de lo necesario.
Jack se ríe a mi espalda, lo que hace que el tipo me dedique una mirada de lo más suspicaz.
Yo le sonrío:
—Eres el profesor Campbell, ¿no?
—Sí, como la sopa —me contesta.
—Eres muy bueno —le digo—, pero no creo que te vayas a anotar ningún otro tanto hoy.
Cuando me doy media vuelta veo a Jack negando con la cabeza.

Q UINCE MINUTOS DESPUÉS , EL CIELO SE ABRE Y EMPIEZA A LLOVER A CÁNTAROS .


Nunca jamás en la vida había estado tan agradecido por una tormenta.
Milo y Jack recogen sus cosas, nos despedimos a toda prisa del resto, y abandonamos el
parque corriendo, dirigiéndonos a casa entre charcos y barro. Entramos uno detrás de otro y Milo
va directo a esconderse en su cuarto para evitar la ducha tanto tiempo como pueda. Jack es el
primero en entrar en el baño.
Me quito mi ropa empapada y llena de barro y la meto en la lavadora junto con las
equipaciones de Milo y Jack. Me quedo en ropa interior y, tiritando, la pongo en marcha antes de
adentrarme de nuevo en la casa.
Al pasar por el baño veo cómo el vapor sale por la rendija de la puerta y hago una pausa en el
pasillo al escuchar cantar a Jack. Sonrío cuando descifro la letra: You Can’t Hurry Love, de Phil
Collins.
«No puedes meter prisa al amor», dice… Se ve que no, qué letra tan acertada.
Cuando oigo el grifo cerrarse, arrastro mi cuerpo congelado hasta el dormitorio.
Me cago en la leche, no me queda más ropa limpia en la casa principal. Hubiera jurado que
tenía unos vaqueros por ahí y, por mucho que me encantaría ponerme unos pantalones de Jack,
se me caerían.
Me dirijo a la cómoda donde guardo la ropa de mi infancia y empiezo a abrir los cajones:
nada, nada, mi uniforme de cuando hacía regatas de barco dragón a los dieciséis años, nada.
Mierda.
Puede que me equivocara y, al hacer la colada, doblara y guardara los vaqueros junto a la
ropa de Milo…
Me dispongo a entrar en la habitación de mi hermano para comprobarlo y, desde la puerta, lo
veo tumbado en la cama hablando por teléfono entre risas. Esa risa, tan dulce y tan inocente,
hace que me quede a escuchar:
—Ya, pero no tanto como Kora —dice.
¿Kora?
Me quedo pegado al marco de la puerta.
—Es muy guapa y tiene las tetas enormes. Dice que quiere salir conmigo.
Me separo de la puerta, casi sin aire. Respiro hondo. ¡Tiene once años! Es… muy pequeño,
¿no?
«Pero ¿no dicen que los niños ahora empiezan antes?», me dice una voz en mi cabeza.
Hace un mes leí que una niña de doce años había tenido un hijo.
¿Cuánto he preparado yo a Milo para estas cosas?
Joder, joder.
Necesito ropa. Necesito… Necesito una cosa para poder explicarle otra cosa…
Mierda, no tengo esa cosa.
A lo mejor Jack tiene.
¡No puedo usar la cosa de Jack!
Vuelvo a mi habitación, me visto con lo primero que pillo, cojo la cartera, el móvil y me
pongo la cazadora, pero se me atasca la cremallera al subírmela.
Me pongo las zapatillas a toda prisa sin ni siquiera ponerme calcetines.
—¿Ben? —La voz de Jack me llega desde el otro lado del pasillo—. ¿Vas a algún sitio?
—Tengo que… Hay una cosa que tengo que…
Tengo que salir pitando hacia el centro comercial para comprar cosas.
Me lanzo a la calle.
La lluvia me da de lleno en la cara y en las piernas y se desliza por mi cuello hasta colarse
por dentro de la cazadora. Camino chapoteando entre charcos e intento llamar a Talia con dedos
entumecidos. Una vez, dos veces…
Las dos llamadas van directas al buzón de voz.
Oigo un grito en la distancia, pero no soy muy consciente de ello.
Empapado, entro en el supermercado y voy directo al pasillo donde está lo que necesito.
Empiezo a coger cosas.
—¿Ben?
Me giro de golpe.
—¿Jack?
Se está quitando un gorro de lana de su pelo aún húmedo por la ducha y gotas de lluvia le
bajan por las mangas de la chaqueta. Debe de haber salido corriendo detrás de mí.
Me mira con una expresión que está entre la preocupación y la estupefacción.
—¿Qué está pasando?
Me río de forma estrangulada.
—Criar a un niño da lugar a situaciones muy incómodas. Mucho. Incomodísimas.
—Vale.
Parece que se siente aliviado al escucharme, pero su expresión se torna en sorpresa cuando,
al moverme, se me abre la cazadora. Jack me recorre de arriba abajo con la mirada.
—¿Qué?
Siguiendo la dirección de sus ojos, compruebo que me he puesto mi vieja equipación de
remo, que consiste en unos pantaloncitos megacortos y una camiseta que me queda ajustadísima.
Jack se ríe entre dientes.
—No tenía nada más.
Intenta no reírse y me hace un gesto con la cabeza, señalando las cajas que tengo en las
manos.
—¿Me atrevo a preguntar qué es lo que te tiene tan alterado?
—Por favor, cuando Milo crezca y se vaya de casa recuérdame que nunca tenga hijos
propios. Se enfadan y dejan de hablarte, hay que tener conversaciones incómodas y uno se
preocupa muchísimo y, déjame que te diga, tanta preocupación empieza a hacer estragos en mi
pelo.
—¿Se te está empezando a caer?
—No, me están saliendo canas antes de tiempo.
—Hagamos una cosa: yo te recordaré que no quieres tener hijos si tú ahora me cuentas qué
está pasando. —Jack vuelve a hacer un gesto hacia las cajas que tengo apretujadas en la mano—.
Y ¿qué papel juega en todo esto una prueba de fertilidad?
Devuelvo la caja a su sitio a toda prisa, como si quemara, y empiezo a ruborizarme. Jack me
sigue mirando, curioso, paciente.
—Le gusta una niña llamada Kora y estoy casi seguro de que sabe de dónde vienen los niños
y todo eso, pero… ¿lo sabe? ¿De verdad lo sabe? ¿Y qué sabe de condones, de sexo seguro, de…
palabras seguras? —Jack va a decir algo, pero no le dejo. Continúo—: Y no sé cuánto sabe de
chicas y de cómo funcionan sus cuerpos… Joder, yo tampoco. Y Talia no me coge el teléfono…
Jack me pone las manos en los hombros y me da un firme apretón, haciendo que levante la
vista y lo mire. Está sonriendo.
—Vale, no me esperaba todo esto.
—Únete al club. ¿Qué hago, Jack?
Sigue mirándome.
—Ven a tomar café conmigo.
—¿Café?
Me conduce hacia las cajas con una mano en mi espalda y se queda pegado a mí mientras
pago los preservativos que aún tenía en la mano. Me meto la caja en el bolsillo y suspiro.
Jack me coge de la mano y me da un apretón, tranquilizándome, y no me suelta hasta que
entramos en una cafetería y el calor del local nos envuelve.
Capítulo Veintisiete

JACK

N os sentamos en una mesa redonda en una esquina de la cafetería con un par de


capuchinos. La música que suena de fondo es suave y no logra esconder el sonido de la
suela de la zapatilla de Ben contra el suelo; no para de mover la pierna. Le da un trago a su café y
se lleva la taza al pecho.
—No quería que te preocuparas y salieras corriendo detrás de mí —me dice—. Me calmaré
antes de hablar con él.
Paso la mano por el borde de la mesa, buscando la forma de tranquilizarlo.
—Le gusta una chica.
—¿Crees que se me ha olvidado? Por eso he venido a por los condones. —Frunce más el
ceño—. Deberíamos irnos a casa ya para que pueda tener la charla con él.
—¿Quizá estás exagerando un poquito con todo esto?
—¿Debería de estar superrelajado?
—No, no quería decir eso tampoco. Respira hondo, tranquilízate.
—No sabes lo que me gustaría ir por la vida con tu templanza. —Suspira—. Me estoy
pasando, ¿no?
—Estás preocupado, es normal. Totalmente comprensible.
—¿Lo es?
—Sí. ¿Puedo decirte una cosa?
Ben asiente, pero me interrumpe antes de que pueda hablar:
—¡Ay, Dios! ¡He salido a toda leche y he dejado a Milo solo en casa!
Este chico… ¿Cómo he podido vivir hasta ahora sin él en mi vida?
—No serán más de veinte minutos. Le he dicho que viera algo en Netflix mientras nos
esperaba y que volveríamos a casa enseguida. No pasa nada.
Se echa hacia atrás en su silla y le cae un poco de café en la camiseta; esa camiseta que va a
protagonizar todos mis sueños a partir de ahora.
—Perdona, ¿qué ibas a decirme?
—Lo estás haciendo muy bien con Milo. Te preocupas por él y le das todo lo que está en tu
mano. Cada día estoy más impresionado y más maravillado de lo unidos que estáis. Cuando os
veo juntos… Milo es el niño más afortunado del mundo por tenerte como hermano mayor.
—¿Pero?
—Espera un segundo, no deseches tan rápido lo que te acabo de decir.
—Es que todas esas palabras tienen toda la pinta de desembocar en un gran «pero».
—No, no hay un gran «pero» detrás.
—¿Un «pero» pequeñito entonces?
—¡Ben! —Me río, exasperado—. Estoy preocupado por ti.
—¿Por mí?
—Sí, estás muy agobiado.
—Estoy bien.
—Has salido a la calle en plena tormenta con un uniforme de regatas de barco dragón.
—Y una cazadora —dice, pero, acto seguido, deja salir un suspiro—. ¿Crees que debería
intentar deshacerme de este pavor que tengo a que deje a una chica embarazada?
—La charla sobre sexo es importante, pero estamos hablando de que le gusta una chica, un
enamoramiento en el que todo son mariposas y timidez. ¿No te acuerdas de lo especial que es
eso?
Los ojos de Ben van directos a los míos.
—Claro que sé lo especial que es. Tan especial que lo miras y se te para el corazón durante
unos instantes y, cuando está cerca de ti, se te eriza la piel y un escalofrío te recorre todo el
cuerpo. Tan especial que, cuando te sonríe, te deshaces. Tan especial que tiendes a ponerte en
ridículo cada vez que abres la boca en su presencia.
Me acerco a él, tragándome el nudo que noto en la garganta, porque sé que estoy cruzando
una línea. Le susurro:
—Conmigo nunca te has puesto en ridículo.
Se ruboriza, pero no aparta la mirada. Traga saliva.
—¿Te acuerdas de tu primer enamoramiento? —me pregunta.
—Nunca lo voy a olvidar.
—¿Me lo cuentas?
Paso el dedo sobre los granitos de azúcar que se han caído sobre la mesa.
—Estaba de acampada en Wairarapa con mi padre y con mi hermano. Había un chico al otro
lado del camping, junto al río. Cada mañana, cuando se levantaba, salía a correr y luego hacía
estiramientos frente a su tienda. Yo me ponía a lanzar piedras al río lo más cerca que podía de él
para así admirar su cuerpo brillante por el sudor. Aún me acuerdo de las cosquillas en la tripa
cada vez que me pillaba mirándolo. No podía apartar los ojos de él, asustado al principio, hasta
que un día me miró y me sonrió. Creí flotar.
—¿Llegaste a saber su nombre?
—Coincidimos otra vez dos veranos después. Yo tenía casi dieciséis años y él un año más. Se
llamaba Adam.
Ben se echa hacia delante.
—¿Qué pasó?
Doy un sorbo a mi café.
—Oye, a lo mejor deberíamos volver a casa.
—Jack, te estás sonrojando. Como no me lo cuentes, mi mente se va a poner a divagar.
—Fue mi primero. Ahí mismo, en la orilla del río. Dolió de la hostia, pero su sonrisa hizo
que mereciera la pena.
Ben entrecierra los ojos del mismo modo que lo ha hecho antes con Mort en el campo de
fútbol.
—Vale, quería que me lo contaras, pero ahora desearía no haber preguntado.
—Los dos hemos tenido primeras veces, ¿no?
Ben se tira de la oreja y deja sus ojos vagar hacia el otro lado de la cafetería, dirigiéndome
pequeñas miradas.
—Mi primera vez también dolió. Casi le pido que pare. Pero fue cuidadoso y amable y, al
final, la cosa mejoró.
Sip. Más duro de oír de lo que pensaba. Me bebo lo que me queda de café de un trago.
—Me alegro de que te tratara bien —me fuerzo a decir.
—Era lo que más me gustaba de él. Y es lo que más me gusta también a día de hoy. —Se
echa de nuevo hacia delante—. Un hombre amable, bueno, alguien en quien poder confiar.
Nuestras rodillas se tocan por debajo de la mesa.
—¿Le llevamos un bizcocho de jengibre a Milo?
Ben asiente, pero no hace amago de levantarse.
—¿Jack?
—¿Sí?
—Gracias por todo. Por salvarnos del tejado con goteras, por ayudarme este último par de
semanas con Milo y por venir detrás de mí hoy y calmarme.
—De nada.
Empiezo a apartar la silla para levantarme cuando dice:
—Cáscara de huevo.
Me quedo sentado al escucharlo y el leve parpadeo de alivio que veo en los ojos de Ben me
dice que no quiere que este momento que estamos compartiendo acabe.
Y yo tampoco.
—¿Cáscara de huevo? —le pregunto.
—Es el color perfecto para las paredes.
Me quedo mirando el fondo de mi taza como si pudiera leer el futuro en ella. Sé que me
arrepentiré si no alargo este momento un poco más, así que digo:
—Ben, ¿quieres tomarte otro café conmigo?
Se muerde el labio.
—¿No ibas a salir esta noche?
Me saco el teléfono del bolsillo sin contestarle.
—¿Qué haces? —me pregunta cuando me llevo el móvil a la oreja.
Suena dos veces antes de que Luke me coja.
—Luke —le digo sin apartar la vista de Ben—, gracias por invitarme a cenar esta noche,
pero… —finjo toser— parece que me he cogido algo, ¿posponemos?
Cuando cuelgo, Ben me mira con una media sonrisa.
—¿No ibas a salir con el profesor Campbell?
—No estoy interesado en él.
Ben se levanta de un salto y se dirige a la barra, pero antes de que me dé la espalda veo su
sonrisa deslumbrante. Cuando vuelve con nuestros dos cafés y un bizcocho para Milo sigue
sonriendo, pero ha logrado disimular su entusiasmo.
Hablamos de todo, saltando de un tema a otro hasta que se nos acaba el café y llega la hora
de irnos.
—Tienes razón —dice cuando nos levantamos—. Los primeros enamoramientos son
importantes. Recuerdo a mis padres bromeando y mortificándome a tope por una chica que me
gustaba; la única chica que me ha gustado, de hecho. Son recuerdos increíbles. —Ben me abre la
puerta y me cede el paso—. Quiero que Milo también tenga ese tipo de recuerdos. ¿Te gustaría
mortificarlo un poco conmigo?
Doy un traspiés al escucharlo.
—¿Como hacían tus padres contigo?
Él asiente con la cabeza.
Las cosquillas que noto en la tripa son cien veces más potentes que las que sentí al ver
sonreír a mi primer amor y, cuando salgo medio tambaleándome a la tormenta del exterior, la
sangre me baila descontrolada en las venas.
Agarro la mano de Ben y tiro de él, acercándolo a mí.
El letrero de la cafetería se mece de forma salvaje contra el viento; un trolebús se para a
nuestro lado y la gente se sube a toda prisa; alguien silba a su perro al otro lado de la calle.
Doy un paso aún más cerca de él para protegerlo del viento. Tiene las mejillas sonrojadas y
su mano libre bajo la axila. Se lame los labios y me sonríe antes de decir:
—¿Qué estás haciendo, Jack?
Me saco el gorro de lana del bolsillo trasero de los vaqueros y se lo pongo, tapándole bien las
orejas.
Deja de sonreír y sus ojos, brillantes de deseo, buscan los míos.
Cuando hablo, mi voz sale ronca e inestable:
—Venga, vamos a darle a Milo cosas que recordar.
Capítulo Veintiocho

BEN

M e levanto queriendo repetir la noche de ayer.


No la parte en la que nos vinimos a dormir, cada uno en su cama. No, las horas
anteriores a eso. Cuando Jack y yo compartimos sonrisas mientras cenábamos escalopes y puré
de patatas y bromeábamos con Milo, mortificándolo sin cesar sobre la tal Kora.
Me encantó ver lo rojo que se ponía y cómo intentaba negarlo.
Me encantó ver cómo sus miradas fulminantes se convirtieron en risas.
Me encantó verlo cruzarse de brazos, todo indignado, y salir del comedor de forma
superdramática, alegando que tenía que llamar a Devansh con urgencia.
Creo que está planeando cómo vengarse de mí.
Y ese «creo» se transforma en un «estoy seguro» en cuanto veo la sonrisilla maliciosa que
me dedica al levantarse.
Debería dejar de putearlo, no vaya a ser que todo esto al final se vuelva en mi contra.
Esta mañana Jack parece más relajado a mi alrededor. Me toca el brazo sin darse apenas
cuenta y me da un golpe con la cadera para apartarme y llegar antes que yo a la cafetera.
Me gusta mucho verlo así, pero también me preocupa que mi hermano se dé cuenta y se lo
comente a Jack; me preocupa que Jack deje de hacerlo.
Milo sorbe lo que le queda de leche tras comerse un tazón entero de cereales integrales y fija
la vista en Jack. Como no sé lo que va a decir y me aterra, me levanto de mi silla a toda prisa
para interrumpirlo, tirando mi tazón en el proceso:
—¡Milo!
Mi hermano me mira sorprendido mientras Jack recoge nuestros tazones y se los lleva a la
cocina.
—¿Qué? —me dice.
—Vámonos a dar un paseo.
—No puedo.
Jack regresa y se pone detrás de mí, noto su calidez a mi espalda justo cuando veo la sonrisa
gigante de Milo.
—¡Vamos, vamos, ahora! —grita mi hermano.
Jack me da la vuelta, me coge en brazos y me carga al hombro. Me quedo sin aire con el
movimiento y muevo los brazos a lo loco buscando dónde agarrarme. Al final, opto por poner las
manos en sus caderas.
—¿Qué pasa?
Jack me da una palmada en la parte posterior de los muslos y sale corriendo de casa detrás de
Milo.
Me río y doy un grito, sorprendido.
—Pero ¿qué estáis haciendo?
Cuando llegamos a su camioneta me baja. Sus manos se deslizan, abrasadoras, por mi
cuerpo: por mi camiseta, hacia abajo, hasta la curva de mi culo. Cuando me deja caer en el suelo,
estoy casi sin aliento.
Su risa me hace cosquillas en las mejillas recién afeitadas y oigo a Milo chapotear en los
charcos detrás de nosotros. Jack no se aparta. Nos separan solo unos centímetros; distancia que
hace un mes él hubiera ensanchado al instante. Pero hoy, no.
Milo se mete entre nosotros, abre la puerta del copiloto y entra en la camioneta.
Jack me sonríe y rodea el coche, dirigiéndose a su puerta.
—Venga, Ben, sube —me dice mi hermano con una chocolatina en la mano.
—¿Qué está pasando? —les pregunto, subiéndome a la camioneta.
Milo me pasa la chocolatina.
—Nos vamos a Isla Kapiti.
—¿Qué? ¿En serio? ¿Por qué?
Jack arranca y le da un codazo a Milo.
—Oh, hmm… —Mi hermano se encoge de hombros—. Porque estás cansado y te mereces
una escapada.
Jack niega con la cabeza y suspira.
—Tres palabras, tres palabritas de nada, Milo. Cuatro si decías «Ben» al final de la frase.
Venga, que lo hemos ensayado.
—Tú lo has ensayado más que yo. Díselo tú.
Miro primero a uno y luego al otro.
—Bueno, que las diga alguien —les insto.
Y ambos hablan a la vez, las mismas palabras:
—Eres el mejor.
¿El sueño que es ir con ellos a Kapiti? Ni me entero, ha sido escucharlos y empezar a soñar
despierto ahí mismo.

N O HAGO MÁS QUE ROZARME CONTRA J ACK . P ARECE QUE NO SE HA DADO CUENTA DE LO
frecuentes —y deliberados— que son esos toques, pero yo estoy memorizando cada uno de ellos.
Soy como un yonqui adicto a las chispas que saltan entre nosotros y estoy buscando más, un
fogonazo.
Lo que también estoy buscando es una excusa para compartir la cama de matrimonio de la
tienda de campaña de lujo que él y Milo han alquilado.
A ver, se supone que Milo y yo compartiremos la cama grande y Jack se quedará con la
pequeña, pero si puedo manipular un poco la situación y encontrar una explicación razonable y
superinocente por la cual el profesor de mi hermano y yo podamos compartir cama de forma
totalmente platónica, voy a encontrarla.
—¿Ben? —me susurra Jack al oído.
—¿Hmm?
—¿Ves a ese kiwi trastabillando entre los árboles?
Vuelvo en mí. Está anocheciendo y estamos en la playa. La luz morada del cielo torna las
hojas en siluetas oscuras y me lleva unos segundos ajustar la vista. Pero, cuando lo hago, veo al
pequeño kiwi arrastrando sus patas a dos metros de donde estamos nosotros. Es de los
redonditos, con plumaje marrón y con un pico muy largo —que parece uno de esos palillos
chinos— con el que ahora está buscando gusanos y larvas en la tierra. Contengo el aliento
cuando veo que se dirige a nosotros sin darse cuenta de nuestra presencia.
En la distancia, se oye el romper de las olas contra la orilla y la brisa nos trae el olor a sal,
que se cuela entre las ramas de los puahous y los kanukas. Milo se pega a mi costado izquierdo
y, a mi derecha, la manga de Jack me acaricia el brazo.
Me pesan las piernas de la caminata y me arden los pies. He pateado cada centímetro de la
isla y, aun así, podría pasarme toda la noche deleitándome en ella.
Bueno, excepto por lo de que me quiero acurrucar con Jack en la misma cama y eso…
Nuestro guía nos lleva de vuelta al campamento para cenar. Jack no para de mirarme de reojo
y Milo camina detrás de nosotros.
—¿Qué? —le digo.
—Creí que serías el primero en ver al kiwi. Estabas distraído, ¿en qué estabas pensando?
Sí, ya, como si se lo fuera a decir. Pero, como soy incapaz de disimular mi sonrisa, me giro y
le pregunto a Milo:
—¿Está molando este día o qué?
Milo se limita a meterse ambas manos bajo las axilas y a asentir.
La cena consiste en un guiso de cordero con patatas. Jack habla con el guía mientras Milo
solo mira su cuenco sin apenas probar bocado. Llamo su atención dándole un pequeño codazo en
las costillas.
—No es como la comida que nos hace Jack, pero no está tan mal.
Se ríe entre dientes, muy bajito.
—Ya.
Cuando acabamos, insisto a Jack y a mi hermano para dar un paseo corto los tres solos antes
de retirarnos a la tienda de campaña.
Mi mente está trabajando a mil por hora en las posibles excusas para compartir cama.
Podría decirle a Milo que Jack tiene mal la espalda y que necesita la cama grande porque el
colchón es mejor; que él debería dormir en la pequeña y que yo… Que yo me tendré que
aguantar y compartir cama con Jack.
Me río de la idea en voz alta, sorprendiendo a Jack.
—Nada —digo, entrando en nuestra tienda y encendiendo la luz instalada en el interior—.
¿Os apetece jugar a algo?
Milo se deja caer en la alfombra y Jack saca un Scrabble de viaje de la mochila, pero, al
minuto, mi hermano dice que va al baño, que es una casetilla a diez metros de distancia. Por
primera vez en todo el día Jack y yo nos quedamos a solas.
Jack me lanza el juego y yo lo cojo al vuelo. Se sienta en la alfombra de piernas cruzadas
mientras yo coloco el tablero y las miniletras.
—Milo tiene coloretes. Lleva todo el día así —me dice, pensativo.
—Seguro que es por estar tanto tiempo al aire libre.
Jack centra su atención en el tablero.
—Y está muy callado —añade.
—Estará agotado; con todo lo que hemos andado, es normal. Oye, deberíamos hacer esto más
a menudo.
Jack se ríe y saca siete letras de la bolsita acolchada. Mi mente vuela sola: acolchada,
colchón, compartir un colchón con Jack…
Y, así estoy, mirando la cama en cuestión, con sus sábanas florales, cuando Milo vuelve y lo
primero que hace es eructar.
—Perdón.
—¡Dios mío, Jack, a este niño le pasa algo! —Lo agarro y lo siento a nuestro lado—. Ha
pedido perdón.
Milo gimotea ante el mal chiste.
Mi lado competitivo se despierta en el momento en que Jack pone su primera palabra en el
tablero: tripa.
Miro y busco entre mis letras.
—¿Tienes muy mal la espalda, Jack?
Jack se aclara la garganta.
—¿Perdona?
Separo y jugueteo con tres de mis letras: una «j», una «c» y una «k». Milo las mira con el
ceño fruncido; ya, ya sé que no pueden usarse nombres propios, pero con la «a» de tripa y mis
letras…
—Quiero decir, que como me has cargado sobre el hombro, sería comprensible que ahora te
doliera la espalda.
—Estoy bien.
—Quizá es mejor que te quedes tú con la cama grande, para asegurarnos de que mañana no te
duela nada.
—Sí, bueno, no creo que eso ayude a que no me duela nada.
Puede que sea un efecto de la luz, pero juraría que está a punto de reírse.
—¿Jack? —dice Milo con impaciencia.
—Vale, vale, ya sé que no puedo ponerlo —le contesto dejando las tres letras, dispuesto a
hacer una palabra válida.
Entonces, Jack se levanta de golpe de su sitio y, de rodillas y con cara de preocupación, trata
de llegar a Milo…
Milo le vomita encima.
—Lo siento, lo siento —dice mi hermano levantándose y tambaleándose hacia la entrada de
la tienda y vomitando de nuevo.
Estoy de pie y a su lado antes de que me dé tiempo a procesar qué está pasando. Le froto la
espalda.
—Mierda, Milo, ¿estás bien? O sea, no, ya sé que no. Sigue vomitando, échalo todo.
—Lo siento —vuelve a decir entre arcadas antes de vomitar de nuevo.
Niego con la cabeza.
Yo soy el que debería pedir perdón. Debería haberlo notado. Jack lo notó y yo lo pasé por
alto porque solo estaba pensando en mí mismo y en lo que yo quería.
Joder.
Es para darme de leches. Me cago en todo.
Llevo la mano a la frente de mi hermano. Está ardiendo.
Mi primer reflejo es entrar en pánico. Cierro los ojos y respiro hondo. Venga, paso a paso, lo
tengo controlado.
Jack se está quitando la ropa y poniéndose una camiseta limpia.
—¿Qué puedo hacer? —pregunta con tono sincero y preocupado.
Por Dios, qué buena persona es. No se queja de que Milo le haya vomitado encima. No pide
ni espera una disculpa. Solo está ahí, manteniendo la calma.
—¿Me pasas una botella de agua? —le digo—. ¿Tenemos ibuprofeno?
—¿Tiene fiebre?
—Creo que sí.
—Voy a ver si encuentro algo de Panadol.
Se mueve por la tienda esquivando los vómitos de Milo.
Hago una mueca.
—Lo limpio enseguida.
Me pasa una botella de agua y se pone las botas.
—Tú sigue cuidando a Milo, ya me ocupo yo de lo demás.

M ILO SIGUE VOMITANDO SIN PARAR . H A VENIDO AL BAÑO EXTERIOR Y YO LO HE SEGUIDO CON
toallitas húmedas y agua.
Me siento en la casetilla con la espalda contra la pared interior, pero con las piernas hacia
fuera. Milo está tumbado con la cabeza en mi regazo y tiene el saco de dormir que Jack había
traído por si acaso sobre las piernas. No hace más que dar las gracias en voz baja una y otra vez,
como si fuera una carga. Me rompe el corazón.
Le aparto el pelo de la frente, como mi madre hacía conmigo cuando estaba enfermo, y le
paso un dedo por la cicatriz de la sien.
—¿Sabes? Es casi como si estuviéramos casados.
—Si no hubiera vomitado todo lo que tenía en la tripa, vomitaría otra vez.
Me río entre dientes.
—Vale, sí, ha sonado raro. Pero, en serio: te tomo como mi hermano en lo bueno y en lo
malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos
separe.
Gira la cabeza para poder mirarme y lo hace durante unos instantes antes de decir:
—Sí, quiero.
Por el rabillo del ojo noto movimiento en el exterior y alzo la vista para ver a Jack a unos
metros de donde estamos, sonriendo con dulzura. Nuestras miradas se encuentran y se quedan
fijas la una en la otra. Tras unos segundos, empieza a caminar hacia nosotros.
—Tenéis que dormir un poco. Vamos, volved a la tienda.
—¿Y si tengo ganas de vomitar otra vez? —pregunta Milo.
—He traído un cubo. Y si no llegaras a él por lo que sea, limpiamos y punto.
—Vale, vamos, porque aquí hace un poco de frío —dice mi hermano.
Lo ayudo a levantarse mientras Jack coge el saco de dormir y la botella de agua.
Una vez dentro de la tienda, Milo titubea:
—Puede que sea mejor que yo duerma en el suelo y vosotros compartís la cama grande.
Lo llevo a la cama de matrimonio y lo meto bajo las sábanas.
—¿Estás seguro? —me pregunta.
—Estás donde tienes que estar. Y yo también —le digo, tumbándome a su lado.
Capítulo Veintinueve

BEN

—H ola, soy Jack, deja tu mensaje después de la… eh… señal.


Ese «eh», ese segundo como de inseguridad es… tan real. No puedo dejar de
escucharlo. Ni de sonreír cada vez que lo escucho.
Es el último sábado de las vacaciones y Jack ha salido para ir a ver a Howie y visitar la casa
de sus sueños. Milo y yo llevamos todo el día tirados jugando a videojuegos.
Solo han pasado cuatro horas, pero, tras dos días de desventuras en Isla Kapiti, se me hace
muy raro que Jack no esté.
Milo está tirado en el suelo, tumbado sobre esa tripa que parece que ya está estupenda,
moviendo las piernas arriba y abajo mientras mata dragones en su móvil. Yo estoy despatarrado
sobre la silla de leer de Jack con el teléfono en la oreja: «Hola, soy Jack, deja tu mensaje después
de la… eh… señal».
Milo suelta una risita.
—Sabes que puedo oírlo ¿no? Por eso sé que esta es la séptima vez que lo llamas sin dejar
mensaje.
En un primer momento lo llamé para decirle que los permisos para la remodelación de la
cocina habían llegado.
¿No dijo que lo que era la reforma en sí solo le llevaría una semana?
Y, después, ¿qué?
—Lo veré esta noche —le digo a Milo—. No es como si fuera supernecesario dejarle un
mensaje ahora mismo.
—Ya, tampoco creo que sea supernecesario escuchar su voz una y otra vez —dice mi
hermano con un brillo burlón en los ojos.
Vale, parece que ha llegado el momento de dejar de mortificarlo con lo de su enamoramiento
con Kora…
Murmuro una excusa y me escapo a mi dormitorio; una vez allí, me tumbo en la cama de
Jack y vuelvo a llamarlo.
—Hola, soy Jack….
Pero la frase no sigue… Me cago en la puta.
—¿Me has cogido el teléfono? —Sueno aterrorizado.
—He supuesto que, después de siete llamadas perdidas, debería. ¿Estás bien?
—Yo… —Se me entrecorta la voz.
—¿Ha pasado algo?
Lo he llamado tantas veces que ahora cree que hay algún tipo de emergencia.
—Hmm… —Mierda. Debería decirle la verdad—. Hmm…
Vale, pero es que si se lo digo voy a parecer un crío. ¿Cómo le voy a decir que solo lo he
llamado para oír su voz, como un adolescente enamorado y un poco acosador?
No puedo permitir que piense en mí de esa forma.
¿Cuál sería un buen motivo para llamar a alguien siete veces seguidas?
—¡No encuentro a Milo!
Jack hace un chasquido con la lengua, pero, cuando habla, lo hace con una calma asombrosa:
—¿A qué te refieres con que no lo encuentras?
Me he pasado. Necesito recular y sincerarme. Cuanto antes.
—Es que… le he dicho algo y ha salido corriendo.
Joder, joder, soy idiota. Pero muy idiota.
—Estoy casi llegando a casa.
Cuelgo el teléfono.
—Mierda.
Me levanto a toda prisa y me voy a buscar a Milo.
—¿Qué? —me pregunta desconcertado.

C UANDO J ACK IRRUMPE EN LA COCINA ME ENCUENTRA ALLÍ , PASEANDO DE UN LADO A OTRO ,


sintiéndome culpable a morir. Trata de aparentar calma, pero cuando habla su voz suena alterada:
—A ver, este es el plan —Ay, madre, suena acojonado—, yo cojo el coche y me acerco al
parque y tú…
—Jack, para.
No me escucha, está sumido en su preocupación por Milo y el verlo así me impresiona
muchísimo. Me pongo delante de él, que sigue con su plan:
—A lo mejor está en el town belt. ¿Se ha llevado los prismáticos?
—Para —vuelvo a decir. La cara de preocupación que tiene hace que me arda la cara de
vergüenza—. Te he mentido. Milo no se ha ido.
Se queda muy quieto, asimilando las palabras.
—¿Qué? ¿Dónde está?
Es como tener un saco de piedras en el estómago.
—Se ha ido, sí, pero solo porque yo se lo he pedido, porque te había dicho a ti que se había
ido.
Jack eleva la voz y se le rompe un poco al final cuando dice:
—¿De qué leches estás hablando, Ben?
Noto cómo la bilis me sube por la garganta. Esta vez la he cagado, pero mucho.
—Milo está bien. Está en la biblioteca.
Se deja caer contra la encimera.
—Por Dios, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué me has asustado así?
—Ha sido una estupidez.
—Por supuesto que lo ha sido, una soberana estupidez.
Odio ser la causa de su ceño fruncido y de la seriedad de su cara. Nunca lo he visto tan
disgustado. Una parte de mí quiere librarse poniendo alguna excusa, pero eso no sería justo para
Jack.
Me cuesta hablar.
—Siento haberte mentido, siento haberte preocupado. Lo siento muchísimo. No quería
hacerte daño.
El fuego en sus ojos se mitiga un poco.
—Estaba aterrado —me dice.
Quiero poder borrar la puta llamada. Me da miedo haberme cargado algo.
Quiero abrazarlo y pedirle perdón una vez más. Quiero rogarle para que no desaparezca de
nuestras vidas.
Si he arruinado esto, no soy el único que va a sufrir.
Ay, madre, Milo.
Tengo la garganta como cerrada, como si estuviera respirando a través de una pajita.
—¿Por qué te has puesto tan pálido? —me pregunta separándose de la encimera—. ¿Qué
estás pensando?
Ni siquiera soy capaz de fingir una sonrisa, no puedo esconderme como siempre detrás de mi
humor.
Me tiemblan las putas manos.
—Perdóname, por favor.
No es mi voz. Suena rota y ronca.
Jack frunce el ceño, pero solo durante un segundo antes de que su expresión se suavice.
Acaba de darse cuenta de lo que se me está pasando por la cabeza, se lo noto en la cara.
Un momento está de pie a un metro de distancia de mí y al siguiente me sumerge en un fuerte
abrazo, su pecho chocando contra el mío, sus dedos presionando contra mis omóplatos.
—La has cagado, me he enfadado y nos hemos peleado. —Se aparta lo suficiente para
dejarme ver su mirada sincera y el gesto serio de su boca—. Pero ha sido solo una discusión. —
Jack me abraza con más fuerza—. Por Dios, Ben.
—De verdad que lo siento.
—No eres perfecto; yo tampoco lo soy. Volveremos a pelearnos, pero jamás te daré la
espalda.
Nos quedamos ahí abrazándonos y balanceándonos durante uno, dos, tres minutos; su barba
contra mi oreja, mi nariz contra la calidez de su cuello.
Comodidad. Tranquilidad.
Tiembla cuando dejo salir un largo suspiro de alivio y se separa de mí despacio.
—¿Qué te parece si vamos a buscar a Milo y hacemos algo los tres juntos?
Asiento y, aunque odio pensar que las cosas pronto cambiarán, quiero ser sincero, quiero ser
un adulto mejor. Así que le cuento que han llegado los permisos de obra.
—¿Qué te parece si vamos a ver cocinas?

—A PARTIR DE AHORA , SI TE DIGO ALGUNA CHORRADA , NO ME HAGAS CASO , ¿ VALE ? — LE DIGO A


Milo cuando salimos de la biblioteca y nos metemos en el coche de Jack.
—¿O sea que, directamente, dejo de hacerte caso?
Suspiro.
—Pues, mira, a lo mejor deberías.
Jack niega con la cabeza y arranca.
—¿Estamos listos?
—¡Cocinas! —dice Milo como si estuviéramos yendo a un parque de atracciones.
Hemos dejado nuestra discusión atrás, sin embargo, hay cierta fragilidad en el aire, como un
recordatorio de lo fácil que es cagarla.
—¿Ben?
Asiento.
Jack conduce por la ciudad y, cada vez que toma una curva, yo noto una especie de
desasosiego en el estómago. Entonces, baja un poco la música y pregunta:
—¿Cuál es el ave más común del mundo? Os daré una pista —dice, lo que me hace soltar
una risotada. Me sonríe—: Está delicioso.
—¡Jack! —Me río—. Este juego no funciona así.
—El pollo —contesta Milo—. Oye, ¿puedes hacer uno para cenar esta noche?
No tengo palabras.
—¿Guiso de pollo con anacardos? —sugiere Jack.
—Voy a hacerme vegetariano —digo.
—Dale una semana —le dice mi hermano a Jack fingiendo susurrar—, y él mismo
desplumará el pollo.
Lo miro mal.
—Necesito una Fanta.
Jack alza una ceja.
—¿Qué? Prometí no beberla cuando estuviéramos bajo el mismo techo. Promesa que he
cumplido.
—Más o menos.
—Bebérmela en el coche aparcado en la puerta de casa no rompe mi juramento.
—Eres adicto.
—Vivo mi vida siguiendo ciertos patrones, exactamente igual que tú, Phil Collins.
Jack me mira desconcertado.
—¿Perdona?
—Cuando te duchas cantas sus canciones.
—No, no lo hago.
Milo se mete en la conversación:
—Sí que lo haces, Pito Negro. Ben tiene una teoría; cree que estás haciendo tu propio álbum:
Lo mejor de Phil Collins. —Le doy un suave codazo en las costillas para que se calle, pero no
pilla la indirecta—. Tiene una lista y todo.
Jack está pletórico, mirando primero a Milo y luego a mí.
—¿Una lista?
—Sí. Uno diría que Ben tiene cosas más importantes que hacer que quedarse en la puerta del
baño y escucharte cantar.
Estudio con una atención desmesurada el fascinante rasguño que hay en el salpicadero.
—Ah, ¿sí? —cavila Jack.
Llevo la mano a mi cinturón de seguridad y le doy un tirón a la altura del pecho.
—Bueno y, entonces, aparte de la cocina, ¿qué más necesita hacerse en la casa?
Buf, menos mal que Jack me sigue el rollo y acepta el cambio de tema.
—La cocina y pintar las paredes son las últimas cosas que hay que hacer en el interior. Luego
tendré, eh, tendréis, que arreglar un poco el jardín.
«Tendréis».
Escuchar esa corrección hace que me duela el estómago.
Jack sigue hablando:
—Y sería conveniente que en verano pintéis el exterior.
Creo que prefiero que Milo siga avergonzándome a seguir con esta conversación.
—¡El gran almacén de las cocinas! —dice Milo según entramos en el aparcamiento y ve el
letrero con el nombre de la tienda—. ¡Vamos!
En el mismo instante en que aparcamos, Milo se quita el cinturón. Yo me limito a mirar el
edificio como la amenaza que es. En el momento en que pongamos un pie en ese esa tienda
empezará la cuenta atrás y la salida de Jack de nuestras vidas será inminente. Y lo que es peor,
me acabo de dar cuenta de cómo resplandece la blanca fachada bajo los rayos del sol, lo que
quiere decir que ya no se puede posponer más lo del tejado de la casita del jardín. El poco tiempo
que nos quede juntos, no será bajo el mismo techo.
—Mueve el culo —me dice Milo.
Jack ya está fuera, ha rodeado el coche y está en mi puerta. La abre.
—¿Venís?
Suelto una de mis toses más logradas.
—A lo mejor no es buena idea, no quisiera contagiar a nadie. Ya volveremos cuando me
encuentre mejor.
Milo me empuja, sacándome del coche, y Jack me estabiliza agarrándome del bíceps. Y, con
mucha desgana, me dispongo a entrar en un mundo de cocinas.
Qué de opciones hay, madre mía.
No solo hay que decidir la encimera y los armarios, también el modelo de fregadero, las
bisagras de las puertas, los rodapiés, los grifos, el tipo de almacenaje…
Y con lo entusiasmado que estaba Milo al principio, hay que ver lo pronto que se le ha
pasado; ahora se limita a seguirnos aburrido, teléfono en mano.
Me quedo mirando los modelos de cocina que tienen en la zona de exposiciones.
—¿Cuál elijo?
Jack se apoya contra una encimera de acero inoxidable.
—Tener un presupuesto ayuda a reducir las opciones.
—Claro, tiene sentido… A ver…
Jack espera pacientemente a que le dé una aproximación de lo que quiero gastarme.
Milo se ha escabullido fuera del expositor en el que estamos y yo agradezco los armarios que
nos rodean, porque nos dan cierta intimidad.
—Mis padres tenían la casa del todo pagada antes de morir y además nos dejaron una buena
suma de dinero.
—No tienes que contarme…
—Un poco menos de doscientos mil dólares. Treinta mil fueron destinados a su funeral y a
Milo le he metido ochenta y cinco mil en una cuenta bancaria. Mi cuenta tiene un poco menos,
gracias a todas las reformas en la casa. Yo cobro setecientos dólares a la semana, que es con lo
que pagamos comida y luz y, de ahí, he conseguido ahorrar unos trescientos a la semana en el
último año y medio: los he ido metiendo en una cuenta para imprevistos que ahora mismo tiene
treinta y un mil dólares.
El dobladillo de la camisa de cuadros de Jack está un poco levantado, arrugado bajo su brazo,
y yo tiro de la suave tela, soltándolo.
—Es admirable lo bien que lo estás gestionando —me dice.
—No tengo que pagar un alquiler.
—Aun así.
—Me gusta ser previsor.
—A mí también.
—¿Tú también tienes ahorros? ¿Cómo gestionas tus finanzas? —me ruborizo al preguntar,
pero como hoy no me he afeitado, espero que no se note.
—Ben… —Niega con la cabeza—. ¿Qué estamos…?
—¿Es una pregunta inapropiada?
Clava su mirada en mí y se pasa una mano por la barba.
—He estado arreglando y cambiando de casa durante unos cuantos años ya. He ahorrado una
buena cantidad. Tengo en el banco alrededor de medio millón.
Me río.
—Mis cifras son patéticas comparadas con las tuyas.
—Tienes veinticuatro años y yo tengo casi…. Yo tengo treinta y nueve.
Un dependiente se acerca en esos momentos a nosotros interrumpiendo nuestra conversación,
declinamos su ayuda y empezamos a caminar por el resto de los expositores. Quiero decirle que
parece más joven; o quizá él pueda decir algo tipo que yo me comporto como si fuera mayor; o
lo que sea. Pero, en su lugar, digo:
—¿Qué tipo de cocina te gusta a ti?
—Las rústicas. Con mucha madera, de estilo antiguo. Mira, ven, que te enseño.
Llegamos a otra cocina de exposición: suelos de madera de tablones anchos y grandes,
armarios y cajones también de madera y superficies de mármol color crema. Tiene una isla en
forma de L con asientos incorporados que quita el aliento.
—Esta se parece mucho a la cocina de mis sueños.
—¿La que pondrás en tu casa?
—Compensará los setenta mil dólares que cuesta.
—Vale, pues nos quedamos con esta.
Jack pasa los dedos por la encimera de mármol.
—Ben, el precio…
—Me apañaré, y a ti te sirve como práctica para cuando la tengas que montar en tu casa
soñada. Así pensaré en ti cada vez que descongele algo en el microondas.
—¿Micro…? Ay, Dios mío, no. No puedes comprar esta belleza y comer esa comida
precocinada.
—Bueno, pues la usas tú cuando vengas a visitarnos.
—No permitiré que te dejes tus ahorros en esta cocina. Además, ¿no se supone que vas a
vender la casa?
La pregunta me deja inquieto y es una sensación de la que no logro deshacerme mientras sigo
a Jack por los pasillos entre cocinas. Pues claro que vamos a vender la casa. Por eso estamos
haciendo la obra. En cuanto esté terminada, nos mudaremos y seremos felices.
Me quedo mirando una encimera de cerámica.
—¿Estás bien? —me pregunta Jack.
—Hmm, sí. —No puedo mirarlo a la cara.
—Te has quedado muy callado.
Me obligo a sonreír y le digo:
—Vamos a centrarnos en las cocinas, porque son el corazón de una casa, ya sabes, quiero
elegir la correcta.
Frunce el ceño. Sabe que me pasa algo, pero lo deja correr.
—Tómate el tiempo que necesites.
Capítulo Treinta

BEN

H oy es miércoles, las clases se reanudaron hace una semana y media ya e, igual que los seis
días que han precedido a este, hace un sol que deslumbra.
No hay ni una sola nube en el cielo, una suave brisa primaveral arrastra el olor a césped
recién cortado por nuestro jardín trasero y los pájaros pían en los árboles que delimitan nuestra
propiedad.
El tejado de la casita de invitados, aún sin arreglar, me guiña el ojo de forma descarada.
Me muerdo el labio.
Estoy sentado en una silla del porche y me giro para mirar a Milo, que está tumbado en el
suelo a mi lado tomando notas sobre Aristóteles en su cuaderno.
Tenemos dos semanas más para que el trabajo le quede perfecto. Esta vez no habrá corta
pega por ningún lado.
Tengo el portátil en las piernas y voy saltando de curiosidades sobre Aristóteles a otras cosas.
—Milo, ven, mira esto.
Milo se levanta y echa un ojo a mi pantalla.
—Pero… eso es el sábado.
—Sí.
—Tenemos que…
—Sí.
Algo se cae y se hace añicos dentro de casa; también se oye a Jack soltando varias palabrotas.
—¿Estás bien? —grito para que me oiga.
—Todo en orden —le escucho decir antes de oír sus pasos acercándose. Jack asoma la
cabeza por la puerta y nos mira—. La cena tardará media hora más de lo esperado. Y —levanta
la mano y hace tintinear las llaves— va a ser comida para llevar.
Milo alza un puño al aire a modo de celebración.
Y ni confirmo ni desmiento que yo lo celebre de la misma forma.
Jack pone los ojos en blanco.
—He roto una de vuestras cazuelas. De camino compraré otra para…
—Tengo una idea mejor —le digo, dirigiéndole una mirada a mi hermano—. ¿Por qué no te
quedas tú aquí mientras Milo y yo compramos una cazuela nueva y traemos algo para cenar?
Milo arruga la nariz.
—No quiero ir a comprar una cazuela.
Le dedico una sonrisa que espero que entienda.
—Sí, sí que quieres, porque las cazuelas molan. Las cazuelas hacen feliz a Jack.
Poco a poco, mi hermano empieza a asentir.
—Ah, vale. Cazuelas, claro, claro. Sí, quiero comprar la mejor cazuela de todas.
Jack se queda mirando cómo Milo y yo nos sonreímos el uno al otro.
—Yo aquí creyendo que os tenía calados y ahora me salís con esto de las cazuelas.
Capítulo Treinta Y Uno

JACK

M e cuesta dormir.
Y parece que a Ben también. Es más de medianoche y está en la cama con el
ordenador. La luz de la pantalla le ilumina la cara y su gesto de concentración. Está despeinado,
mechones de pelo le salen disparados en todas las direcciones posibles, como si hubiera estado
dando vueltas sobre la almohada, pero, al final, hubiera desistido en su intento de dormir.
Me incorporo sobre la mierda de colchón en la que duermo y, cuando me ve, se sobresalta.
—¿Te he despertado? —pregunta de forma tímida.
—No, no, qué va —digo, emitiendo un quejido al levantarme—. Necesito un té.
Ben asiente y también se levanta, llevándose el portátil con él.
—Y yo.
Caminamos descalzos hasta la cocina y Ben deja el ordenador sobre la encimera. En una
semana —o tres— todos estos armarios y superficies desaparecerán y otra cocina ocupará su
lugar.
No pienso permitir que Ben se gaste sus ahorros en la cocina de mis sueños y, sin embargo,
es la única que me imagino ahora mismo mientras pongo las bolsitas de té en un par de tazas.
Me froto la nuca.
—¿Te puedo hacer un cumplido? —me pregunta.
—Suelo tomarme mejor las quejas que los cumplidos.
Enciendo la tetera y me giro hacia él. Está de espaldas a mí, jugueteando con el ordenador.
La camiseta se le ha subido un poco a la altura de la cadera, el bóxer se le ciñe al culo como un
guante y los músculos entre sus omóplatos se contraen a la vez que su mano derecha vuela por el
teclado.
—Bueno, pues ahí va uno para ir practicando: Eres un artista increíble, tienes un talentazo
tremendo.
Me quedo callado unos instantes.
—¿Pero?
Ben se da la vuelta para mirarme.
—Aunque… —La mirada que le dedico hace que se ría entre dientes—. Aunque creo que
tengo que pagarte más. Lo de no cobrarte el alquiler no me parece suficiente y, menos aún, con
todo lo que haces por nosotros.
—No quiero que me pagues por cuidar de Milo —le digo, aunque creí que eso era algo que
ya había quedado claro.
—Solo quiero hacer algo que te demuestre lo muchísimo que te aprecio. Que aprecio tu
trabajo, quiero decir.
Se está sonrojando y no soy inmune a ello. Nunca lo he sido.
—¿Hacer algo? ¿Algo como qué?
—Como rediseñar el blog de bricolaje que tienes.
Arqueo las cejas al escucharlo.
—¿Vale? —digo.
Su sonrisa es deslumbrante, demasiado para estas horas de la noche.
—Me alegro, porque he estado jugando con varias ideas.
Se hace a un lado, dejándome ver la pantalla, y una explosión de colores enmarcando varios
de mis proyectos llama mi atención. Me acerco más para verlo mejor.
—Es… ¿Lo has hecho tú?
Muevo el cursor por la página y echo un vistazo al menú principal.
—Es lo que ya tenías, vamos, que son tus trabajos, solo que ahora es más fácil navegar por
ellos y…
—Espectacular.
—Espera hasta que te cuente la otra idea que he tenido.
Cuando me lo enseña, lo único que puedo hacer es asentir. Siempre he querido hacer algo
más con el blog, mejorarlo, pero al final nunca me he puesto con ello. Que Ben se haya tomado
la molestia y el tiempo de pensar en qué podría hacer por mí…
—He puesto una pajarera como logo, pero podría ser cualquier cosa —me dice, echándose un
poco hacia delante y señalándome la pantalla.
—No…, la pajarera es perfecta.
Me sonríe y yo le sonrío a él. La tetera pita y me alejo para servir nuestros tés.
—Ahora, cuéntame por qué no puedes dormir —me dice.
—¿Por qué no puedes tú?
Ben entrecierra los ojos.
—Bueno, veamos…, sigo sin encontrar un trabajo que tenga que ver con mi carrera, la
segunda reunión de padres, también conocida como el día del juicio final, está a la vuelta de la
esquina…
—Aún quedan dos semanas.
—Milo tiene que entregar el trabajo ese día. Estoy seguro de que la profesora Devon lo
corregirá antes de que yo vaya y como no sea perfecto…
—Ya. —Le paso un té de hierbabuena.
—Ojalá pudieras hablar tú con ella en mi lugar.
—Ojalá pudiéramos hacerlo juntos.
—¿Qué?
Me llevo el té a los labios y me quemo al darle un sorbo.
—Enséñame esa página web de nuevo.
Y me la enseña, pero no aparta los ojos de mí, su mirada abrasándome la cara, como si
quisiera decir algo más.
Lo miro de reojo y le pregunto:
—¿Qué pasa?
—Creo que sé por qué no puedes dormir —me dice, cerrando su portátil con cuidado.
Nuestras tazas de té descansan humeantes una a cada lado del ordenador mientras Ben y yo nos
miramos el uno al otro—. Buscándote en Google, o espiándote, según como se mire, me enteré
de una cosa.
Me río.
—Ya. Así que lo sabes.
Ben se come la distancia que hay entre nosotros de una zancada y me pasa sus cálidos brazos
por el cuello. Su pecho sube y baja a toda velocidad contra el mío y traga saliva con dificultad.
Por puro instinto, mis manos van a sus caderas.
—Ben…
—¿Podemos? —me pregunta con tono esperanzado—. ¿De forma excepcional, por tu
cumpleaños?
Es imposible no sonreír. Es imposible acercarse un milímetro más a él, estamos pegados.
Cuando habla de nuevo, sus palabras son un susurro contra la comisura de mis labios:
—Me encantaría poder felicitarte como es debido. Muchas veces, si me dejas.
Me río entre dientes contra su boca y sus ojos se oscurecen.
Cuando ve que no me muevo, empieza a alejarse, pero lo agarro de la cintura a toda prisa,
manteniéndolo pegado a mí. Alza la vista y fija sus ojos en los míos, su labio superior
acariciando el mío inferior.
—¿Jack?
—Gracias por hacer de este día algo especial. —Las palabras me salen solas.
—El día apenas ha empezado. —El roce de su boca contra la mía me hace jadear.
—Y, aun así, es el mejor.
Se oye una puerta abrirse y unos pasos acercándose por el pasillo. Nos separamos, nuestras
erecciones evidentes, y Ben me mira con cara de pavor.
Milo se está acercando a la cocina.
Abro el portátil y Ben se apoya contra la encimera, cubriendo su parte delantera. Mete la
contraseña y empieza a balbucear:
—Da igual la versión que elijas, tendremos que reducir las imágenes para maximizar la
velocidad de la página.
Nunca había tenido tantísimas ganas de reírme como ahora mismo, pero logro disimular la
sonrisa y miro cómo Milo se dirige hacia nosotros entrecerrando los ojos ante el brillo de la luz
de la cocina.
—Me había parecido oíros —nos dice mientras sus ojos se adaptan a la luz. Me mira a mí, a
Ben y, después, al ordenador—. ¿Ya es hora de darle… las cazuelas?
—Las cazuelas… —Entonces me doy cuenta de lo que pasa y suelto una carcajada—. ¿Tú
también sabes que hoy cumplo cuarenta años?
—Me lo dijo un pajarito —dice Milo con una sonrisilla.
Ben se ríe.
—Ve a coger los regalos —le dice a su hermano. Y, cuando Milo sale de la cocina, se acerca
al frigorífico, lo abre y se queda ahí de pie frente al frío. Añade—: De ahora en adelante nos
vamos a la cama con pantalones. De esos supergordos. Mira, incluso podemos empezar a usar
esos que llevan los mormones, con refuerzo en la entrepierna.
Me río.
—¿Me habéis comprado regalos?
—Milo se lo ha currado mucho —me dice, y los ojos le brillan de orgullo.
Milo vuelve un segundo después de que Ben cierre la puerta del frigorífico y se apoye contra
ella de forma despreocupada.
—Este es mío. —Milo me pone un paquete en las manos y le entrega el otro a Ben.
Empiezo a desenvolverlo ante su mirada impaciente.
—¿Cuándo es vuestro cumpleaños? —les pregunto.
—¿Y eso qué más da cuando tienes en tus manos el mejor regalo de la historia? —contesta
Milo, cada vez más impaciente.
—En febrero —contesta Ben—. Con una semana de diferencia el uno del otro.
Milo lo fulmina con la mirada.
—¿Qué? —le dice Ben—. Mi regalo es una mierda, tengo que compensarlo de alguna forma.
Sonriendo, sigo desenvolviendo el regalo, quitándole el bonito papel con ilustraciones de
pájaros. Milo niega con la cabeza, exasperado, y me lo arranca de las manos para terminar de
hacerlo él. Y, entonces, me encuentro con unos prismáticos que me resultan muy familiares.
—Son iguales que los que nos regaló papá a nosotros —me dice—. Ahora ya puedes venir a
observar pájaros con Ben y conmigo.
Deben de haberles costado una fortuna. Miro a Ben, que parece leerme la mente y, negando
con la cabeza, dice:
—Ha sido cosa suya.
—Esto es… Milo, gracias.
—Los he pagado con el dinero de los sobornos de Ben.
El susodicho sonríe.
—No se me ocurre mejor forma de gastarlo que esta, renacuajo.
—¿Podemos ir los tres a Zealandia mañana? —pregunta Milo.
Ben asiente, pero luego me mira, nervioso, aún con su regalo en las manos.
—Bueno, no sé, ¿tienes planes? —me pregunta.
—Luke me invita a cenar todos los años.
—Ah. Vale. Bueno, podemos ir a Zealandia antes y pasar allí un par de horas, te dará tiempo
a estar listo para la cena.
Su desilusión es evidente.
Milo se limita a encogerse de hombros y a decir:
—Pues que Luke nos invite a nosotros también.
—¡Milo! —se queja Ben.
—¿Qué?
Acorto el espacio que me separa de Ben y le quito el regalo de las manos. Es algo duro y
puntiagudo.
Aún no he hablado con Luke del tema. Me pregunto qué dirá, qué pensará. Y es algo que me
pone nervioso, pero nada comparado con la ansiedad que me genera dejar a Milo y a Ben aquí.
—Le diré a Luke que os invite. No pensaríais que iba a ir sin vosotros, ¿no?
—¿Vamos a ir contigo?
—Es mi cumpleaños, no podría ser de otra forma.
Ben me quita su regalo.
—¡Oye! —le digo.
Niega con la cabeza con mucho ímpetu.
—No, necesito conseguirte un regalo mejor.
Capítulo Treinta Y Dos

BEN

M e levanto tarareando. Y tarareando sigo cuando llamo a Talia.


Salgo al porche trasero, quizá Jack esté trabajando en el jardín; inhalo una bocanada
de aire fresco, respirando el aroma a primavera y…
Me quedo de piedra.
Soy consciente de que mi teléfono está sonando y de que Talia ha descolgado, pero es que se
me va a salir el estómago por la boca.
—¿Talia?
—¡Hola! —me dice en un tono alegre y lleno de vida.
Cierro los ojos, pero eso no consigue distraerme de los martillazos que resuenan en el tejado
de la casita de invitados.
—¿De verdad eres tú y no tu buzón de voz?
Talia se ríe.
—Qué gracioso.
Quiero entrar en casa otra vez. Puede que incluso acostarme de nuevo. Quizá así, cuando me
levante, Jack esté en la cocina y no donde está; o en el baño, cantando algo de Phil Collins.
Bueno, es que, llegados a este punto, hasta prefiero encontrármelo maldiciéndome por haberme
dejado la tapa del váter subida. Cualquier cosa, de verdad. Todo menos esto.
—¿Ben? —dice Talia.
Abro los ojos y me recibe la misma imagen que hace unos instantes.
Me muevo despacio hacia el borde del porche.
—¿Cuándo vuelves?
—Suenas cansado, ¿estás bien?
—Está arreglando el tejado.
—¿Quién está arreglando el tejado?
—Él. Él está arreglando el tejado.
—Ah, él. Ese del que hablas en todos tus mensajes.
—No en todos.
—En todos.
Suspiro.
—Al lado de la casita de invitados hay una pila de tejas viejas y clavos. Y el sol de la mañana
ilumina de forma cegadora las tejas del nuevo tejado.
—Pero un tejado nuevo es algo bueno, ¿no?
Siento una opresión en la garganta.
—Está trabajando tan rápido…
Talia parece confundida.
—Pero tú no querías quedarte en la casa principal y ahora podrás volver a la casita del jardín,
quizá esta misma noche por lo que me cuentas.
Los pájaros saltan de un árbol a otro ante los martillazos de Jack y yo estoy sin habla. Las
palabras no me salen, se me han quedado adheridas al estómago.
—No quieres volver a la casita —me dice, dándose cuenta de lo que pasa.
Tengo la boca seca. Miro hacia arriba, hacia el tejado, donde Jack está de cuclillas, dándome
la espalda. Lleva pantalones de loneta, botas y una camiseta. En esos momentos, deja de dar
golpes con el martillo y se quita el sudor de la cara con el antebrazo.
¿Por qué está trabajando a la velocidad de la luz?
¿Por qué hoy?
Es su cumpleaños. Nadie trabaja en su cumpleaños si puede evitarlo.
—Te has quedado ensimismado mirándolo ¿no? —me pregunta Talia, divertida.
Desvío la mirada de Jack al limonero y pienso en la noche en la que nos conocimos, en cómo
estuvo a mi lado mientras sobornaba a Milo para que bajara del tejado y en cómo ha estado a mi
lado desde entonces.
—Me he quedado pensando.
—Pues menos pensar y más hablar con él.
Lleva un año fuera y, aun así, me conoce a las mil maravillas.
—¿Qué? No te oigo, no tengo cobertura.
—Mentiroso.
Me aparto el teléfono un poco y digo:
—Lo siento, no te oigo.
—Ve a hablar con él, Benjamin —la oigo decir entre risas.
Me llevo el móvil a la oreja de nuevo.
—Vale, vale, está bien, hasta luego, Talia.
Cuelgo y vuelvo a mirar a Jack, que ahora está sentado a horcajadas sobre la parte superior
del tejado, mirándome.
Una sensación extraña se apodera de mí. Hace apenas unas horas, Jack estaba durmiendo a
pierna suelta en mi habitación, pero, ahora, la distancia entre nosotros parece tan enorme y tan
real…
—Buenos días.
—Que es de día, seguro; lo de «buenos» ya no sé —le contesto, acercándome a la casita.
—Ten cuidado, hay muchos clavos sueltos por el suelo —me dice. Me detengo frente a sus
cajas de herramientas. Quiero mirarlo, pero no puedo. Cuando no digo nada, añade—: ¿Estás
bien, Ben?
Veo cómo empieza a bajar por la escalera y me entra una especie de pánico que hace que
coja algo de una de las cajas y, usando lo que sea que he sacado a modo de amortiguador entre
nosotros, me giro hacia él.
—¿Para qué sirve esta regla?
Deja el martillo en el porche y se detiene a varios centímetros de donde estoy, su rostro
iluminado por el sol y sus ojos brillando divertidos.
—Eso es un nivelador —me dice.
Vaya cagada.
—Lo sé, te estaba poniendo a prueba.
—Claro.
Lo coge por el otro extremo y es como si estuviera hecho de un material superconductor
porque noto cómo la electricidad pasa de su cuerpo al mío.
—Bueno, pues… felicidades. Otra vez.
Jack frunce un poco el ceño al escucharme.
—¿Qué te pasa?
Me armo de valor, deshaciéndome de la corriente de más de mil voltios que me recorre de
pies a cabeza.
—Tu martillo, tu martillo es lo que me pasa. —Ambos bajamos la vista hacia el nivelador en
nuestras manos y yo suelto mi extremo—. No, no es un doble sentido sexual. Creo que me ha
petado el cerebro.
Me estoy luciendo.
—¿A qué te refieres con lo del martillo?
Mis ojos van a los suyos y la pregunta me sale sola:
—¿Por qué estás arreglando el tejado?
Jack inhala con intensidad y asiente. Recorre el jardín con la mirada y hace un gesto hacia la
casa principal.
—¿Qué te parece si hacemos el desayuno?
Quiero vomitar.
—Me parece que así solo voy a ponerme más nervioso.
—No tienes por qué estar nervioso. Vamos a comer algo y hablamos. Aún no he comido
nada y estoy empezando a notarlo.
Camino por el jardín un poco a trompicones e, intentando que no se me note el agobio, le
digo:
—¿Lo notas en plan «estoy débil» o es más «estoy tan famélico que arrasaría con todo
Wellington en plan Godzilla»?
Se ríe.
—Dejémoslo en que tengo bastante hambre.
Lo sigo, entrando en casa.
—Pues vamos a llenarte esa tripa.
Jack prepara unos huevos y unas tostadas y me dice que me vaya a sentar a la mesa. Hemos
estado hablando todo el rato, mirándonos de reojo, sabiendo ambos que estamos evitando la
conversación que se supone que deberíamos estar teniendo.
Ya en la mesa, un significativo silencio nos envuelve y cada sonido y chirriar de nuestras
sillas es como un mal augurio.
El corazón me va tan deprisa que no puedo ni comer. En lo único en lo que puedo pensar es
en que Jack está tratando de encontrar la manera de decirnos a Milo y a mí que nos aprecia
mucho, pero que cree que tenemos que distanciarnos, volver a dibujar la línea en nuestra
relación.
No debería haber intentado nada con él anoche. Fue una estupidez.
—Bueno, lo del tejado… —empieza a decir Jack.
Ha arreglado el tejado para poner espacio entre nosotros. Y no quiero que me lo diga. De
verdad que no quiero saberlo.
—Hace bueno, hace sol… —suelto—. Lo entiendo.
—Cierto, hace muy bueno y…
—Has dormido fatal, te he oído dando vueltas en la cama sin parar. Necesitabas ponerte a
trabajar, te viene bien, lo entiendo. Así que… Zealandia, ¿estás listo?
—Ben, tenemos que hablar de lo del tejado.
Gimoteo.
—Lo sé, pero… es tu cumpleaños. El tejado puede esperar. Hay cosas más importantes,
como la tarta, las velas y pedir deseos.
—O abrir el regalo que anoche escondiste en la mesilla —me dice él con una ceja alzada.
—No quieres ese regalo, créeme. Es… vergonzoso y muy sentimental. Pensaré en algo mejor
que regalarte —digo, removiendo los huevos con el tenedor.
Se ríe.
—Acabo de decidir qué deseo voy a pedir.
Niego con la cabeza.
—Y yo he cambiado de opinión en cuanto a lo de hacerte una tarta y ponerle velas.
—¿Ibas a hacerme una tarta?
—No pongas esa cara de preocupación, sé usar el horno. ¿Cuál es tu tarta favorita?
—La de zanahoria.
—Vale, vuelve a tu cara de preocupación.
La sonrisa de Jack lo ilumina todo. Sonríe con los labios, con los ojos e incluso con la nariz.
—Si quieres, puedo hacerla contigo. Y la llevamos de postre esta noche a casa de Luke.
A ver, una cosa es hacer una tarta para Jack y otra completamente distinta es hacerla para sus
amigos, que son como su familia; amigos a los que de verdad quiero causarles una buena
impresión.
—Venga, a por la tarta de zanahoria, sin miedo.
Jack sonríe.
—Bueno, y de vuelta al tema del tejado…
—¡Milo! —grito—. ¡Deja de jugar con el móvil, nos vamos en breve!
Jack se pasa la mano por la barba y se apoya en el respaldo de la silla. Parece desconcertado
y creo que también triste, pero asiente con un movimiento de cabeza.
—Vale, lo hablaremos luego.
Doy gracias al universo por haber logrado posponer esta conversación un poco más.
Ahora sí, empiezo a devorar el desayuno.
—¿Podríamos salir como en una hora? —me pregunta Jack—. Me gustaría acabar con la
casita antes de irnos.
Tragar lo que tengo en la boca se convierte en toda una hazaña y, aun así, una vez que lo
logro, me meto otro tenedor en la boca.
—Claro —digo, evitando mirarlo a los ojos—. No nos iremos hasta que hayas acabado.

Z EALANDIA ES UN REFUGIO NATURAL LLENO DE VIDA Y , NADA MÁS LLEGAR , NOS VEMOS INMERSOS
en el sonido del batir de alas, el murmullo del viento y el piar de los pájaros a nuestro alrededor.
Es casi suficiente para hacerme olvidar lo del tejado, lo de la tarta de zanahoria y lo de buscar
un regalo mejor para Jack. Casi.
Tras unas cuantas horas observando aves, nos acercamos a la cafetería. Milo se dirige a la
barra a pedir mientras Jack espera fuera leyendo con avidez el tablón de anuncios. Yo doy un par
de vueltas por la terraza con vistas a la reserva para ver si hay alguna mesa libre.
—¿Ben? —Es una voz masculina, pero no es ni la de Jack ni la de Milo. Me giro y, sentado
en la barandilla de la terraza, me encuentro a un chico con pajarita dorada y vaqueros.
Reconozco al instante ese pelo oscuro y esos ojos impresionantes, pero, por desgracia, me lleva
unos segundos acordarme de su nombre—. Felix —me dice él mismo—. De aquella cita tan…
lamentable. Ahora te miro y no entiendo qué me poseyó para no intentarlo contigo.
Me río.
—Me acuerdo de ti: el chico con cuatro hermanos.
—¿Te acuerdas?
—Son muchos hermanos, a uno se le queda grabado en la memoria.
Está solo, pero hay dos tazas vacías frente a él, lo que sugiere que ha venido acompañado.
—Nos vamos a ir enseguida —me dice—. Por si quieres quedarte con nuestra mesa.
La mirada de Felix se desvía hacia mi derecha y una calidez que conozco más que de sobra
me acaricia el costado. Con solo respirar su aroma a bosque, ya me pongo a sonreír como un
idiota.
Jack tiene sus prismáticos nuevos colgados al cuello y una hoja de papel en la mano; no para
de juguetear con una de las esquinas mientras estudia a Felix con detenimiento.
—Tenemos mesa dentro. Es bastante grande y, sobre todo, está bastante libre.
Hago un gesto hacia el depósito de agua de estilo gótico que se ve desde donde estamos.
—Pero las vistas que tenemos aquí son una pasada.
Jack vuelve a mirar a Felix.
—Hace un poco de frío, ¿no? No quisiera que Milo se pusiera malo otra vez.
Felix se pone de pie y se acerca más a nosotros, lo que hace que me entren unas ganas locas e
irrefrenables de reír, pero me contengo.
—No os preocupéis, no nos estáis echando, de verdad —nos dice, dedicándonos una sonrisa
que es todo hoyuelos—. Ya nos íbamos.
—¡Fenomenal! —digo mientras Felix recoge las dos tazas y las pone en el borde de la mesa.
Jack sigue doblando una y otra vez la esquinita de la hoja de papel.
—¿Qué tienes ahí? —le pregunto.
Entonces, Felix se tropieza y Jack me agarra para apartarme del camino y que no se choque
conmigo. A esta distancia su aroma es aún más intenso; estamos muy pegados y el papel me roza
el bíceps.
Felix se endereza, riéndose, y Jack me agarra con más fuerza. Intento coger la hoja, pero él
desliza la mano en la que la tiene por mi brazo hasta llegar a mi cadera y me la mete en el
bolsillo trasero de los pantalones. El calor de sus dedos se filtra a través de mis vaqueros y,
cuando me habla al oído, se me pone la piel de gallina.
—Léelo luego —me susurra.
Aparta la boca de mi oído, pero deja la mano en mi culo mientras mira a Felix con ojos
entrecerrados.
Oh, sí. Sí, sí, sí.
Sé lo que significa esta actitud y esta pose: ¡son celos! Qué sensación tan cojonuda.
Quiero saltar de alegría.
De repente, lo del tejado me parece algo insignificante. De repente, cada momento, cada
mirada, cada palabra entre Jack y yo parece triplicar su significado.
De repente, estoy en la puta cima del mundo.
—¿Ben? —me llama Milo.
Jack retira la mano de mi bolsillo.
Yo vuelvo a la tierra.
—¡Aquí!
Le digo con la mano que se acerque y él me hace un gesto hacia el interior de la cafetería.
—El profesor Campbell también está aquí —dice, animado.
Felix hace un ruidito y me giro para mirarlo. Se está ruborizando.
—¿Conoces a Mort, eh, al profesor Campbell? —me pregunta.
Jack se tensa y se gira hacia la cafetería.
Yo echo un vistazo a las dos tazas de café vacías y luego miro a Felix.
—El mundo es un pañuelo. Hemos coincidido un par de veces, sí. Es profesor en Kresley.
¿Tú de qué lo conoces?
Felix se muerde el labio inferior.
—Es mi… vecino.
Y, como si nos hubiera escuchado hablando de él, el profesor Campbell aparece en la terraza,
con su pelazo brillante y su paso seguro. Su mirada va de unos a otros y frunce un poco el ceño,
lo que hace que Jack se tense de inmediato.
Si tres son multitud, cinco ni te cuento.
Busco los ojos de Jack y le digo:
—Tienes razón, hace un poco de frío aquí fuera, deberíamos entrar. No queremos que Milo
se ponga malo de nuevo…

D E CAMINO A DONDE HEMOS APARCADO — UNOS DIEZ MINUTOS ANDANDO — METO LA MANO EN EL
bolsillo para sacar el papel.
Jack se asegura de que Milo no nos escucha antes de detenerme y darme otra dosis de, lo que
ahora sé, son celos:
—El chico de la terraza…
—¿Felix?
—¿Es amigo tuyo?
Y por el tono con el que lo escupe parece que me esté preguntando si me lo he follado.
—Fue una cita que no llegó a nada.
Jack asiente de forma tirante y acelera el paso. Lo agarro del brazo para que reduzca el ritmo
y él me mira de reojo.
—Fue un fracaso más, Jack. Como todas y cada una de mis citas de los viernes.
Noto cómo relaja los hombros al instante. Abre la boca para hablar, pero vuelve a cerrarla
cuando Milo se cuela entre nosotros y nos dice que aún no le hemos pájarobautizado.
—Eres un kea —le digo—. El payaso de las montañas. Supermolesto.
Milo me saca la lengua y yo, como el adulto que soy, se la saco a él.
—Lo digo en serio —dice, cruzándose de brazos y colgándose los prismáticos al cuello.
—Eres un tui —dice Jack, poniéndole un brazo delante para que Milo no cruce justo cuando
viene un coche.
Cuando la carretera se despeja, cruzamos y seguimos colina abajo.
—¿Un tui? —pregunta Milo, la curiosidad evidente en su voz.
Jack asiente.
—Por tres razones, además —le dice.
Alzo las cejas al escucharlo, miles de mariposas bailándome en el estómago. ¿Jack ha estado
pensando en esto? Tengo tantas ganas como Milo de saber por qué un tui.
—Cuéntanos, Jack —le urjo.
Los rayos de sol iluminan los mechones más claros de su pelo. Un gorrión pasa
sobrevolándolo y se posa en una valla cercana. Jack sonríe, primero a Milo, luego a mí y de
nuevo a Milo.
—El tui es un alborotador, como tú.
Milo alza un dedo y dice:
—Por ahora, me encaja.
—Son unas bestias muy muy ruidosas para lo pequeñas que son.
Suelto una carcajada.
Milo mira a Jack con ojos entrecerrados.
—Tienes una última oportunidad para convencerme de que acepte este pájarobautizo.
Jack le pasa una mano por el pelo, despeinándolo de forma cariñosa.
—¿Te acuerdas de aquella primera vez, en la puerta del colegio? —le pregunta a mi
hermano, mirándome a mí—. Aquel primer pájaro que quisiste enseñarme era un tui.
—El día que nos acusaste de ser unos pervertidos. Qué maravilloso recuerdo —digo
riéndome entre dientes, pero sin poder controlar el calorcito que ahora mismo siento por dentro.
Jack me sonríe, como si supiera lo que estoy pensando.
—Venga, vale. Pito Negro, Fantail, soy un tui.
Cuando ellos empiezan a hablar de los nuevos prismáticos de Jack, yo me saco el papel del
bolsillo.
—¿Qué? —digo, a punto de chocarme con Jack, que se ha detenido frente a su camioneta—.
Esto es perfecto.
Jack rodea el coche para dirigirse a la puerta del conductor.
—Eso mismo he pensado yo.
—Bueno, es que es más que perfecto, es la rehostia, en plan, el trabajo de mis sueños.
Milo me quita el papel de las manos.
—¿Vas a trabajar en Zealandia? —me pregunta, tras echarle un vistazo.
Ahora soy yo quien se lo quita a él y, sonriendo, me lo guardo otra vez en el bolsillo mientras
me subo al coche tras mi hermano.
—Voy a intentarlo, eso desde luego —le contesto, ya sentado sobre el calor del asiento
delantero que lleva horas al sol.
Jack parece encantado.
—¿Al súper y a casa? —pregunta.
Asiento, pero, entonces, me doy cuenta de algo:
—Estamos en Karori —digo.
Milo niega con la cabeza y dice, lleno de sarcasmo:
—¿Y te acabas de enterar?
Le doy un pellizco.
—No, quiero decir, que aquí hay casas preciosas.
Milo cierra la boca de inmediato y yo miro a Jack, subiendo y bajando las cejas.
—¿Quieres ver la casa de mis sueños? —me dice, arrancando.
—Siempre y cuando me la quieras enseñar.

E N SIETE MINUTOS ESTAMOS APARCANDO EN UNA AMPLIA Y LUMINOSA CALLE A LAS AFUERAS . S OY
el primero en bajarme del coche. Me detengo frente a la valla blanca que rodea la casa,
observando las rosas y respirando el aroma a lavanda que se filtra desde el jardín hacia el
exterior.
La casa resplandece bajo el sol de media tarde, los bocetos de Jack cobrando vida ante mis
ojos. Bocetos que he visto tantas veces que es como si ya hubiera estado aquí. La pintura de la
fachada está un poco descolorida, al camino de entrada le falta alguna baldosa y los calados están
rotos en algunas partes, pero es la misma casa.
Y Jack la mira con cariño, lo que hace que yo también y que me guste todavía más.
Milo me tira de la manga.
—¿Sí?
—Deberíamos darnos prisa y volver a casa. —Evita mi mirada al hablar—. Aún tenemos que
hacerle la tarta a Jack.
Ahí hay más que la necesidad de hacer la tarta, puedo notarlo, pero, dado que me acaba de
recordar que en tres horas tenemos que ir a casa de Luke, me he quedado en blanco y he dejado
de pensar.
Me paso las manos sudorosas por los muslos y al hacerlo noto mi móvil en el bolsillo. Tengo
que dar una muy buena primera impresión. Tengo que hacer la mejor tarta del mundo.
Tengo que encontrar una receta infalible.
Y también una página con temas de conversación igual de infalibles.
—¿Os vais a quedar ahí, admirándola desde el exterior? —nos dice una voz ronca.
Jack y yo nos giramos hacia el anciano sentado en el porche hasta ahora semioculto tras las
flores de un pequeño kowhai.
—¡Howie! —dice Jack, abriendo la verja—. ¿No te importa que haya traído unos invitados
sorpresa?
—Venga, pon agua a hervir. Esta misma mañana he cogido un poco de verbena del jardín.
Ah, pues yo me apunto. Empiezo a caminar hacia la casa y Milo lo hace conmigo, sonriendo
a Howie con timidez nada más llegar, pero manteniendo la cabeza gacha mientras nos sentamos
a la mesa de comedor para tomar té con galletas.
—¿Y de qué os conocéis? —me pregunta Howie.
Dirijo una mirada llena de pavor a Jack porque no sé qué puedo o no puedo decir.
Jack se tensa en su silla, pero me dedica un asentimiento de cabeza, dándome vía libre.
—Somos… eh… amigos —digo. Una emoción que no me da tiempo a descifrar cubre el
rostro de Jack por unos segundos. ¿No le ha gustado que diga eso? ¿O lo que odia es la mentira
en sí misma, tanto como yo la he odiado desde el momento en el que ha abandonado mis labios?
—. Jack nos está ayudando con la remodelación de nuestra casa.
Howie coge una galleta y se la lleva a la boca con mano temblorosa. Pero su mirada no
tiembla, para nada, nos mira con atención, tanto a Milo como a mí, y nos somete a una
larguísima pero afable batería de preguntas.
Milo responde a todo de forma educada pero muy escueta. Y, durante unos instantes, Jack
parece desilusionado. Su decepción pasa casi inadvertida, y enseguida cambia la cara, pero no
antes de que yo me dé cuenta. Quiere que a Milo le guste esta casa.
Yo quiero que a Milo le guste esta casa.
Mientras Jack charla con Howie, llamo la atención de mi hermano y le digo:
—Qué bonitas son las vidrieras del techo, ¿no? Tienen grabados de kiwis.
Alza la vista.
—No sé, no las veo bien, están sucias.
—Ya, pero eso se limpia un poco y el color dorado del kiwi brillará en la mesa cada mañana.
—Hago un gesto hacia la chimenea—. ¿Y cómo molaría hacer fuego ahí?
Milo se encoge de hombros.
—La madera para hacer el fuego podría tener arañas y la casa se llenaría de ellas.
Sin embargo, lo que yo me imagino es esa cocina de setenta mil dólares, con su isla, con su
mesa enorme, a Jack sacando un pavo asado del horno y a Milo y a mí sentados en ella, tirando
cada uno de un extremo de la espoleta, el llamado hueso de los deseos, viendo a ver a quién le
toca la parte más larga; o haciendo los deberes del colegio; o planeando las siguientes
vacaciones.
Me imagino la casa por la noche, a Milo durmiendo a pierna suelta mientras Jack y yo
susurramos en la oscuridad. Me imagino su cuerpo contra el mío, chocando el uno contra el otro
a golpe de pasión. Me imagino acurrucándome contra su espalda desnuda, con la boca pegada a
su piel, quedándome dormido con una sonrisa en los labios.
Un calor tremendo me sube por el pecho y tengo que despegarme un poco la camiseta y
airearme.
Jack me mira y al instante sabe lo que estoy pensando. Se sonroja un poco y se pone en pie
de golpe, arrastrando su silla por el suelo a la vez que le dice a mi hermano:
—Milo, déjame que te enseñe lo mejor de esta casa.
Lo seguimos hasta un amplio jardín lleno de árboles autóctonos y, justo en esos momentos,
como un regalo caído del cielo, varios tuis salen volando desde uno de ellos a una pequeña
fuente de piedra.
Yo me quedo cerca de la pared exterior de la casa mientras Jack y Milo caminan hacia allí.
—Creo que aquí quedaría fenomenal una pajarera —dice Jack mirándome, haciendo que la
respiración se me entrecorte.
Jack y yo estamos en medio de algo. Hasta el fondo en ese algo. Y es un algo especial,
delicado y que no todos ven bien.
Howie se aclara la garganta a mi lado y doy un brinco por la sorpresa; no lo he oído
acercarse. Me mira y me sonríe, y no para de sonreír hasta que nos vamos.
Milo y yo hacemos una especie de carrera hacia la verja y Howie retiene a Jack unos
segundos. Ralentizo mi paso, ansioso por saber qué le está diciendo y, sí, lo oigo perfectamente:
—No te hago una oferta oficial ahora mismo, pero considéralo hecho, espera mi llamada en
dos semanas.
Capítulo Treinta Y Tres

JACK

S acamos la tarta del horno diez minutos antes de la hora a la que hemos quedado en casa de
Luke. Ben la lleva al coche y luego vuelve a entrar en casa a toda prisa, quitándose la
camiseta y diciendo que necesita cambiarse, que no tarda.
Yo aprovecho y compruebo de nuevo que no han quedado escombros ni herramientas sueltas
alrededor de la casita de invitados. Miro hacia el otro lado del jardín, hacia la casa principal y,
por un momento, mi cabeza vuela a nuestra visita a Karori de esta tarde. Milo ha sonreído una
vez, ¿verdad? Cuando he dicho lo de la pajarera. ¿O me lo he imaginado?
Dos semanas. Dos semanas y Howie me hará una oferta formal. Bueno, siempre y cuando no
la cague antes.
Una ligera brisa me acompaña hasta la parte delantera de la casa donde me encuentro a Milo
poniéndose las zapatillas en el porche y a Ben caminando arriba y abajo frente a la camioneta.
El sol se está poniendo y la luz cálida y ambarina del atardecer baña la calle, rebotando en los
tejados y filtrándose entre las florecientes ramas de los árboles.
Ben alza la vista al cielo y murmura algo, noto cómo traga con fuerza. Se ha cambiado y se
ha puesto unos vaqueros limpios, una camisa y unas botas relucientes.
No me ve venir, perdido en sus pensamientos como está, y yo aprovecho para admirar su
figura.
—Está bien, está bien —le oigo decir. Se saca el móvil del bolsillo y se gira, dándome la
espalda, pero eso no impide que su voz viaje los diez metros que nos separan y que lo escuche
perfectamente cuando le dice al teléfono—: Google, ¿qué podría comprarle a mi novio por su
cumpleaños?
Me detengo de golpe frente al buzón, mi corazón latiendo desbocado. No por el hecho en sí
mismo, sino por escucharlo por primera vez en voz alta.
Se me escapa una sonrisa y me pongo en marcha de nuevo, abriendo la verja y cerrándola de
forma ruidosa tras de mí. Ben da un brinco al escucharme y se guarda el teléfono, mirándome
con cautela, como tratando de descifrar cuánto habré oído.
Me acerco a él y le abro la puerta del copiloto, quedando uno frente al otro.
—¿Estás listo?
Un ligero rubor le colorea las mejillas. Se pasa los dedos por el pelo y asiente.
—Milo… —empieza a decir.
—Que se siente a tu otro lado.
Su mirada va a mi boca y agarro la puerta con más fuerza. Me muero de ganas de atraerlo
hacia mí y besarlo; llevo meses muriéndome de ganas.
Las palabras de la profesora Devon siguen repitiéndose en mi cabeza, pero ya no pueden
parar lo que siento. Ni la realidad.
La realidad de la que Ben y yo tenemos que hablar. Esta misma noche, en cuanto tengamos
un momento a solas.
Ben traga saliva con dificultad y se sube a la camioneta mientras yo la rodeo y me siento tras
el volante. Coge la tarta del salpicadero y se la pone en el regazo. Qué bien huele.
—No veo el momento de hincarle el diente.
—Antes tenemos que decorarla y ponerle la cobertura.
—¿Tienes los ingredientes?
—Los ha cogido Milo.
Pongo un brazo detrás de él, sobre el respaldo, mientras observo a Milo acercarse al coche
con una bolsa.
Pillo a Ben mirándome y él se revuelve nervioso en su asiento. Doy unos golpecitos con los
dedos sobre la tapicería, muy cerca de su cuello.
—¿Qué? —se atreve a preguntar.
Mi estómago da un triple mortal y sonrío.
—¿Sabes ese regalo que sigues teniendo escondido en tu mesilla de noche?
Me mira con ojos entrecerrados.
—¿Qué pasa con él?
Acerco la boca a su oído, mis labios acariciándole el lóbulo de la oreja cuando le susurro:
—Pues que sería el regalo perfecto para tu novio.
Se aparta lo suficiente para verme la cara y estudiar mi expresión. Creo que nunca me
acostumbraré a la forma en la que me mira, cómo parece atravesarme el pecho y tocarme el
corazón hasta que empieza a latir desbocado.
Retiro el brazo cuando Milo entra en el coche.
—¡Venga, venga, fiesta! —dice al sentarse, dando unos saltitos.
Lo miro y luego a Ben.
—Estoy listo para celebrar mi cumpleaños.
—Para celebrar —murmura Ben—, y para desenvolver regalos, por lo visto.

Y A APARCADOS EN LA PUERTA DE L UKE Y S AM , B EN ME AGARRA PARA EVITAR QUE SALGA DEL


coche.
—Cuéntame cosas de tus amigos, necesito prepararme mentalmente.
Ignoro la risilla de Milo y me centro en Ben, que mira hacia la creciente oscuridad de la calle
con el ceño fruncido.
—Todo va a ir bien, sé tú mismo.
—No les voy a gustar.
—Por supuesto que sí. Estoy segurísimo.
—Suenas a que estás tratando de convencerte a ti mismo. Mierda. Más vale que esta tarta sea
mágica.
Si Milo no estuviera en el coche, cogería la mano de Ben y enlazaría nuestros dedos para
infundirle fuerzas.
—Pero ¿por qué tanto drama? —pregunta Milo.
Ben me mira. Yo sí lo entiendo. Esto es lo más parecido a conocer a los padres de tu pareja.
Luke es mi amigo más cercano y, encima, es mi ex, lo que hace que Ben tenga más ansiedad aún.
Es verdad que han coincidido en varias ocasiones, pero unos cuantos «holas» en clase o en el
campo de fútbol no son equiparables a pasar una velada entera con ellos. Y no cualquier velada,
no, mi cena de cumpleaños.
Estoy más que tentado a quitarle la inseguridad a besos, pero las muestras de cariño en
público no son algo que nos podamos permitir. Y, menos aún, con Milo delante. Bueno, y que
por mucho que confíe en Luke, no podemos olvidar que también es mi compañero de trabajo y se
le podría escapar algo, podría meter la pata sin querer.
El mero hecho de invitar a Ben y a Milo esta noche ya ha hecho que surjan demasiadas
preguntas.
Tengo que mantener las apariencias y que esto siga siendo platónico.
Tengo que evitar las miradas perspicaces de Luke.
Tengo que resistir la urgentísima necesidad de devorar a Ben.
—¿Entramos? —le pregunto, apretando el volante con fuerza.
—Dime al menos qué temas interesantes de conversación puedo sacar.
—Tío, estás raro —dice Milo, abriendo la puerta y dejando entrar una ráfaga de aire frío—.
Vamos, anda, y si te quedas en blanco, siempre puedes hablar de lo mucho que mola tu hermano.
O puedes hablar de fútbol. Ay, ya sé, puedes hablar de fútbol y de mí; decir, por ejemplo, que
crees que regateo como un pro, porque soy buenísimo, ¿verdad, Jack?
Pongo los ojos en blanco y salgo del coche. En la puerta principal, Milo y yo nos ponemos
uno a cada lado de Ben, protegiéndolo entre nuestros cuerpos. Luke abre la puerta y nos da la
bienvenida.
El agarre de Ben sobre la tarta se intensifica cuando Luke le sonríe y, de repente, le suelta:
—Aquí llega la zanahoria. —Luego, haciendo un gesto hacia su hermano, añade—: Y él
regatea. Es profesional. Lo hace superbién.
Luke parece confundido.
—Vale —le contesta—. No tenemos pensado venderle nada, pero bueno es saberlo.
Intento mantener la compostura con cada fibra de mi ser, logrando que mi cara no revele
nada.
—Milo, coge la tarta de zanahoria y sigue a Luke.
Desaparecen dentro de la casa con el pequeño de los McCormick mascullando algo entre
dientes.
Cuando ya no pueden oírnos, Ben gimotea.
—¿De verdad he dicho «aquí llega la zanahoria»? Creo que me he insultado a mí mismo.
Compruebo que estamos solos antes de atraer a Ben a mis brazos. No llevamos ni un minuto
en esta casa y ya he incumplido la primera de las normas.
Ben suspira contra mi cuello.
—Quiero irme a casa. No puedo mirar a Luke a la cara. Tendrás que buscarte nuevos amigos.
Me río.
—No estaremos mucho, te lo prometo.
Me aparto, pero Ben se pega otra vez a mí.
—Tenemos que hablar —me dice.
—Me gustaría que lo hubiéramos hecho esta mañana.
Noto cómo se le expande el pecho al suspirar.
—El tejado.
—Estoy a esto de poner una excusa que nos permita escaparnos y hablar —le digo, haciendo
un gesto con dos dedos.
—¿Y qué te lo impide?
—La tarta.
Ben asiente como si eso tuviera mucho sentido.
—Si es que eres mi media naranja.
Sonrío.
—Me refería a que quiero soplar las velas y pedir un deseo.
—¿De verdad quieres el regalo que tengo escondido? No es más que una cosa cutre hecha a
mano.
¿Hecha a mano? Madre de Dios.
—No sabes cuánto.
Ben empieza a andar por el pasillo en dirección a las voces que nos llegan desde el salón.
—Venga, yo puedo, lo tengo controlado.
Capítulo Treinta Y Cuatro

BEN

N o tengo nada controlado. Nada de nada.


En el mismo instante en el que pongo un pie en el salón, me quedo paralizado. Y no
porque Milo se haya plantado en el sofá sin zapatillas, con sus pies olorosos sobre un cojín
dorado muy elegante —aunque eso tampoco ayuda a mejorar la imagen que estamos dando—,
sino porque, desde donde estoy, puedo ver a Sam y a Luke besándose de forma cariñosa en la
cocina.
Y esa dulzura, esa muestra de amor tan natural, me hace pensar que ojalá yo tuviera lo
mismo.
Jack aparece entonces a mi lado y yo me quedo mirándole la mano, que tiene apoyada en la
cadera con el dedo pulgar dentro del bolsillo.
—Hay que ver lo enamorados que están estos dos —dice.
El comentario hace que Sam se separe de Luke y se acerque a nosotros. Felicita a Jack por su
cumpleaños y a mí me da la bienvenida con mucha calidez.
Soy hiperconsciente de lo seca que tengo la boca. Espero que no se me quede la lengua
pegada al paladar al hablar y que, cuando lo haga, suene como un adulto.
—¿Me vas a ofrecer algo de beber? —le pregunta Jack—, ¿o me lo sirvo yo?
Sam se ríe.
—¿Qué te apetece?
—Agua, que tengo que conducir.
Me acerco un poco más a él y le digo:
—Es tu cumpleaños. Tómate una cerveza. O tres. Yo conduzco.
Estudia mi cara antes de contestar:
—¿No te importa?
—No, dale.
Luke le abre una cerveza a Jack, a mí me pasa una Fanta y todos bebemos.
Luke mira a Jack, tratando de llamar su atención, y Jack lo evita de forma magistral.
Quitando eso, ambos parecen muy cómodos en la presencia del otro. Cómo no iban a estarlo:
fueron pareja, comparten montones de historias, se han visto desnudos… ¡Se han acostado
juntos!
¿Cómo es posible que Sam esté ahí, tan relajado, dando tragos a su whisky mientras estos dos
se ríen y bromean?
¡Que Jack y Luke han bailado el tango horizontal juntos!
Imaginármelos juntos es una estupidez muy grande y cero apropiado, además. Ni siquiera sé
cómo es Jack desnudo…
¿Se imaginará a sí mismo introduciéndose en mi interior con la misma frecuencia que yo me
imagino cómo será hacérselo a él?
Jack frunce el ceño y lleva una mano a mi frente.
—¿Estás bien? Estás un poco sonrojado.
Me pongo más rojo aún. ¿Qué hago ahora?
Reírme.
Reírse es la mejor medicina.
—Estoy bien, es solo que hace un poco de calor —digo, tras soltar una pequeña risa.
Estoy perdidísimo, hasta el punto de que no sé ni de qué están hablando.
Busco la salida con la mirada.
Luke nos mira a Jack y a mí de nuevo. Un momento…, ¿cree que estamos juntos? ¿Lo
sospecha? ¿Qué es lo que trata de decirle con los ojos todo el rato?
¿Nos estará imaginando desnudos?
Me pregunto cómo seremos desnudos… juntos…
—Ben —me dice Sam—, ¿a qué te dedicas?
¿A qué me dedico?
Abro mucho los ojos mientras busco la respuesta en mi cabeza; una respuesta que no tendría
por qué buscar, dado que ya la sé…
—¡Me dedico al Te Papa! —Me aclaro la garganta—. Trabajo en el Te Papa. Y es un museo
estupendo, pero estoy buscando otra cosa, algo que me permita realizarme un poco más.
Me cago en la puta. Es como si nunca hubiera tratado con gente en mi vida, no sé ni hablar y
este nivel de ansiedad va a acabar conmigo.
Noto que Jack quiere reírse y, muy probablemente, abrazarme. Y cómo me gustaría que lo
hiciera.
Hago girar la lata de Fanta y a punto estoy de tirarla. Por suerte, Jack la coge a tiempo y lo
impide.
Sam le señala a Milo los aperitivos sobre la mesa y le dice que coja lo que quiera.
La frustración al ver cómo Milo asiente con un «hum» sin levantar la vista del móvil es
enorme. ¿En serio? ¿Tan mal lo estoy haciendo que este niño no tiene ni un poquito de
educación?
Jack tampoco parece muy contento con la actitud de Milo, lo que hace que me sienta aún
peor. Cuando Sam vuelve a la cocina, me siento en el sofá y le doy un empujoncito a mi
hermano.
—¿Qué? —me dice. Yo sintonizo a mi Jack interior y le quito el móvil—. ¡Oye!
—Cuando alguien se dirige a ti lo miras, renacuajo. —Le riño en voz baja, metiéndome su
teléfono en el bolsillo—. Ahora baja los pies del sofá y ven a charlar con nosotros.
—Ah, ¿que lo que tú estás haciendo se llama «charlar»?
Le doy una colleja y ambos nos dirigimos hacia la isla de la cocina. Le pregunto a Sam si
Milo y yo podemos terminar de decorar la tarta; es una vía de escape perfecta para dejar de hacer
el ridículo, así que me alegro mucho cuando Sam me pasa los utensilios que necesitamos.
Milo me da un golpecito en las costillas y me quita el cuenco.
—Yo me encargo —me dice bastante alto, lo suficiente para que el resto lo escuche—. Así tú
puedes seguir charlando.
Le dedico una sonrisa tensa.
—¿Seguro, renacuajo?
—Mil por ciento seguro.
—Lo estás haciendo a propósito —le digo al oído.
—A lo mejor ahora te lo piensas dos veces antes de avergonzarme con lo de Kora —me
susurra él a su vez.
Ya sabía yo que lo de Kora se volvería en mi contra.
Gruño, pero no estoy tan indignado como aparento. Estoy orgulloso de que sepa cómo
pagarme con la misma moneda.
Vuelvo al lado de Jack.
—¿Qué te parece la optativa que quieren incluir el próximo curso? —le pregunta Luke.
—¿La mesa redonda sobre filosofía? —Jack se ríe—. Pues que me encantará moderarla.
¿Filosofía?
Sam dice algo, pero no lo escucho y ahora todos me están mirando a mí. Vale, veamos, o sea
que estamos hablando de filosofía… Pues no es mi fuerte.
Un momento…
—¡Filosofía! Vale, vale. ¿Sabíais que Aristóteles pensaba que el corazón era el centro del
pensamiento inteligente? Y, a ver, sé que no es cierto per se, pero oye, tiene su puntito de razón.
—Por encima del hombro de Sam veo que Milo ha dejado de mezclar ingredientes y me está
mirando. Sip, he plagiado, palabra por palabra, una frase de su trabajo sobre Aristóteles. Soy un
pésimo ejemplo a seguir, lo sé, el peor de la historia—. También pensaba que la dirección del
viento en el momento de la concepción determinaba el sexo de las cabras al nacer.
Milo pone cara de horror y me salva la vida enchufando la batidora y poniéndola al nivel más
alto, silenciando así cualquier otra estupidez que vaya a escaparse de mi boca.
Joder.
Noto una mano en la pierna, gesto que cubre la isla de la cocina y que nadie ve. Jack tiene la
mirada fija en lo que sea que Sam está preparando y sé que se está conteniendo para no sonreír.
Me da un ligero apretón en el muslo.
Sam y Luke se ríen con educación de mi comentario y empiezan a soltar otros datos
filosóficos curiosos.
Esta velada es un auténtico desastre.
En la cena, me escudo en el poder mágico del asentimiento y la sonrisa y, en cuanto
acabamos, soy el primero en empezar a recoger la mesa y ponerme a fregar, por mucho que Luke
insiste en que no hace falta.
Jack coge un paño y dice:
—Vosotros habéis cocinado, nosotros recogemos. —Entonces, se gira para mirarme y me
dice—: Estás muy callado.
—Siento mucho haberla cagado tanto esta noche.
Jack abre el grifo y el sonido del golpetear del agua contra el metal del fregadero llena la
cocina.
—¿Nos está mirando alguien? —me pregunta.
Miro por encima de su hombro hacia el salón. Sam, Luke y Milo han dejado la mesa y se han
sentado en el sofá. Desde aquí lo único que se ve es la parte trasera de sus cabezas.
Le digo que no y él hace un ruidito de asentimiento antes de decir:
—Bien.
Está a dos metros de distancia, pero, de repente, lo tengo pegado a mí, sus labios rozando los
míos, dulces y suaves, como una caricia, como una promesa susurrada contra mi boca.
Separo los labios en una especie de jadeo y su lengua toca la mía durante un segundo antes
de separarse de mí. Nuestras miradas se funden la una en la otra y sé lo que Jack ve en mis ojos:
sorpresa y deseo. Yo en los suyos percibo esa lucha interna que mantiene; porque no debería
estar haciendo esto, porque podrían pillarnos.
Baja la vista de nuevo a mi boca y maldice en voz baja antes de llevarse un dedo a los labios
e indicarme que esté callado. Acto seguido, lo tengo encima, por todas partes. Su boca choca con
la mía, lleva una mano a mi cintura y la otra a mi nuca, masajeándome. Lo agarro del bíceps y
tiro de él hacia mí, para pegarlo más a mi cuerpo. Cuando cuela una de sus piernas entre las
mías, profundizamos el beso, nuestras lenguas batallando con urgencia, con fervor. Lleva los
dedos a mi pelo y yo deslizo la mano hasta su codo, agarrándome a él con fuerza.
Sentirlo así es increíble. Quiero más. Quiero nuestros cuerpos deslizándose el uno contra el
otro, su peso sobre mí, el mío sobre él. Quiero nuestras piernas enlazadas, quiero sentir cada
milímetro de su ser, respirarlo, saborearlo.
Quiero jadear.
Quiero hacerle gemir.
Es un beso corto, de apenas unos segundos, pero es el mejor beso de mi vida.
Nos separamos.
—No la has cagado en absoluto.
Me sonrojo y miro hacia nuestros anfitriones, que siguen ahí charlando con mi hermano sin
ser conscientes de nuestro momento robado.
Jack y yo terminamos de fregar entre miradas y risas silenciosas.
—Hacéis que fregar platos parezca divertido —nos dice Sam entrando en la cocina—. ¿Cuál
es el secreto?
Desde el salón nos llega la risotada de Luke y Jack se gira en su dirección, fulminándolo con
la mirada.
—Tarta —digo. Es la primera palabra que se me ocurre.

T RAS SOPLAR LAS VELAS , SIENDO FIEL A SU PALABRA , J ACK DICE QUE NOS TENEMOS QUE IR .
Quince minutos después, Milo, Jack y yo estamos sentados en la camioneta de camino a casa
y es entonces cuando la adrenalina de las últimas horas abandona mi cuerpo. Me seco el sudor de
la frente. Ya está hecho. He sobrevivido.
—Ah, por cierto —digo, mirando a Jack con una sonrisa en los labios—: Tus amigos me
caen bien.
Jack se ríe.
Capítulo Treinta Y Cinco

JACK

C uando llegamos a casa, mandamos a Milo a la cama y salimos al jardín para tener un poco
de privacidad. Para poder tener la conversación que quería haber tenido esta mañana. La
conversación por la que nos hemos ido pronto de casa de Luke y Sam.
Cruzamos la oscuridad del jardín hacia la escalera que he dejado apoyada contra la fachada
de la casita de invitados. Ben está a mi espalda, cerca de mí, y noto su risa entrecortada contra la
nuca.
—¿Vamos a subir al tejado?
—Es plano y firme, podemos sentarnos ahí y hablar.
Compruebo que la escalera está bien colocada antes de empezar a subir. Cuando llego al
tejado, iluminado únicamente por la luz de la luna, la sujeto por el extremo superior y le digo a
Ben que suba.
—Pues parece que el tejado ya está del todo arreglado —dice cuando llega arriba.
Lo agarro para que se ponga a mi lado y él se sienta, imitando mi postura y estirando las
piernas hacia el canalón. Noto el frío de las tejas contra las palmas de las manos y contra la tela
de los pantalones.
El costado de Ben roza el mío. Ambos estamos en camiseta, aunque unas chaquetas no nos
vendrían mal. Tendremos que acercarnos mucho el uno al otro para entrar en calor… Cuando
pego mi pierna a la suya, sonríe, su respiración empañando el aire y creando una pequeña nube a
través de la cual Ben observa en silencio el jardín en flor y la parte trasera de su casa.
Yo sigo su mirada y admiro las vistas. La casa está pidiendo a gritos una mano de pintura,
hay que poner la nueva cocina y hay que trabajar un poco más en el jardín, pero todo en esta
propiedad es cálido y acogedor.
—Somos novios —dice con voz profunda y temblorosa aún con la mirada fija en la casa
mientras yo aprovecho para mirarlo a él—. ¿Cómo ha pasado? —añade, girándose para mirarme.
Puedo ver el asombro y el cariño en su mirada y me siento identificado, siento lo mismo que
él.
—Ha ido pasando poco a poco, desde el día que nos conocimos.
Asiente.
—¿Cuándo te diste cuenta de que éramos más que amigos? —me pregunta con la voz
cargada de emoción.
Le pongo la mano en el muslo y la deslizo por la costura interior de sus vaqueros,
acariciándole la pierna.
—En cierto modo, creo que fue con lo de los albatros.
Ben gimotea y deja caer la cabeza sobre mi hombro. Yo le paso una mano por los suyos y le
acaricio el bíceps con el pulgar.
Alza la vista y me mira.
—¿Y cuándo lo supiste seguro?
—El día de la gotera, cuando te mudaste a la casa principal conmigo. Aunque intenté
negarlo.
—¿Cuándo dejaste de negarlo?
Su pelo me acaricia los labios y le doy un suave beso en la cabeza.
—En nuestra primera cita.
Se aparta de mi hombro y se queda mirándome.
—¿Hemos tenido una primera cita?
—Aquel día en la cafetería, en el momento en que pedimos un segundo café. Cuando me
pediste que te ayudara a darle a Milo cosas que recordar.
Ben sonríe.
—Por Dios, y qué en serio te lo tomaste, lo mortificaste de lo lindo.
—Y lo volvería a hacer.
Nos quedamos unos instantes en silencio, observando cómo los vecinos vuelven a casa tras
una salida nocturna. Una ráfaga de aire hace ondular nuestras camisetas y se oye el ulular de un
búho en la distancia.
Ben me agarra el dedo índice.
—¿Y por qué no me has dicho nada hasta ahora?
Suspiro y giro la mano, enlazando nuestros dedos.
—Porque aún estoy pensando qué hacer.
—¿Por la situación en el trabajo?
—La política interna del colegio lo desaconseja. Se considera que estoy en una posición de
autoridad. Tengo que pensar en cómo lo verán mis compañeros de trabajo y los otros padres.
—¿Y cómo lo verán?
—Nos llevamos dieciséis años, Ben. Milo y tú estáis pasando por una etapa complicada en
vuestras vidas. ¿Es justo por mi parte empezar una relación contigo en estos momentos? ¿Es
justo implicar a Milo emocionalmente si esto acaba en tres meses?
—¿Esto puede acabar en tres meses? —me dice con un hilo de voz.
Intenta apartar la mano, pero lo agarro con más fuerza.
—Puede que tú quieras continuar con tu vida. Eso podría hacer daño a Milo y…
—¿Y?
—¿Y qué pasa si el último recuerdo que me dejáis es una despedida? ¿Tú, pasando un brazo
por los hombros de Milo, ambos mirándome con pena, mientras me cerráis la puerta en la cara?
—Se me rompe la voz. Ese es el hilo invisible que ha estado ahí desde el principio,
conteniéndome y haciendo que mantuviera la distancia—. ¿Qué pasa si pierdo a mi familia por
segunda vez? Y, sí, he dicho familia. —Levanto nuestras manos enlazadas y hago un gesto hacia
la casa principal—. Porque a eso es a lo que estamos jugando.
Ben traga saliva con dificultad.
—¿Por eso has arreglado el tejado? ¿Porque quieres dejar de jugar?
Me río sin ganas.
—No, Ben. Es porque quiero dejar de usar el tejado como excusa. —Suspiro—. Lo he
arreglado porque, aunque es complicado, aunque puedo perder mi trabajo, la casa de mis sueños
y el respeto de mis compañeros, necesito saber.
—¿Saber qué?
Tartamudeo cuando digo:
—Si podríamos ser una familia de verdad.
El silencio que sigue a mi confesión duele. Nunca he esperado una respuesta con tanto
miedo. Miro a Ben y veo mi futuro. Veo cenas juntos compartiendo mil historias. Veo peleas
tontas y reconciliaciones ridículas y divertidas. Los veo a él y a Milo en la casa de Karori. Una
familia con la que reír durante el día. Un compañero con el que gemir por la noche.
Ese sueño pende ahora sobre nuestras cabezas.
Ben me agarra la mandíbula, sus dedos rozando mi mejilla justo por encima de la barba. Me
gira la cara hasta que quedamos frente a frente, hasta que estoy mirando a sus oscuros y cálidos
ojos.
—Estos dos últimos años me han hecho madurar y crecer a toda leche. Sé que tiendo a
cagarla y que hago cosas estúpidas, pero sé lo que quiero, Jack: quiero a un hombre amable,
bueno, un hombre en el que poder confiar. —Me da un beso fugaz en los labios—. Te quiero a ti.
Cierro los ojos y noto cómo los pulmones se me llenan de aire fresco.
Ben sigue hablando:
—Sé que tienes mucho que perder. ¿Qué te parece si mantenemos una relación «apta para
todos los públicos» hasta que Milo termine en Kresley y empiece la secundaria?
—No sé si voy a poder aguantar tanto tiempo —admito—. Pero, sí, hasta que averigüe cómo
plantearle esto al claustro, deberíamos esforzarnos e intentar…
—¿Aparentar que somos solo amigos? Quizá convendría que te mudaras a la casita de
invitados —me sugiere. Y sé que es buena idea, pero, la verdad, no es eso lo que quiero. Ben
continúa—: Además, he oído lo que te ha dicho antes Howie. En dos semanas te hará una
propuesta.
Una extraña mezcla de esperanza y ansiedad se me asienta en el estómago.
—Un solo desliz por parte de Milo en el colegio y la primera ficha caería, generando un
efecto dominó. Antes he sido un inconsciente.
Ben acepta mi comentario con un firme asentimiento de cabeza.
—Vale, pues quedamos en eso entonces. Nada de tocarnos hasta que hayas firmado en la
línea de puntos de la casa de tus sueños.
Veré cómo tratar el tema en el colegio, pero, primero: la casa.
Un limón sale disparado en nuestra dirección y lo cojo al vuelo antes de que le dé a Ben en
toda la cara.
Ben y yo bajamos la vista hacia Milo, que está en pijama, descalzo, dando saltitos sobre el
frío césped junto al limonero.
—Se suponía que tú estabas en la cama —le digo.
Milo finge no oírme y mira a su hermano, como si creyera que va a tener más suerte con él
que conmigo. Niños.
—¿Dónde está mi móvil?
Estoy a punto de decirle a Milo que lo deje, que no tenga morro, pero sé que Ben tiene el
tema controlado, sé que puede con ello.
Ben se yergue y, con seguridad, le dice a Milo:
—¿Y cómo se supone que te va a ayudar a dormir el móvil?
—¿Por favor? Es sábado. ¡Es fin de semana!
Ben coge el limón que tengo en la mano y se lo lanza a su hermano.
—Vete a la cama, renacuajo.
Riéndose, Milo se agacha para evitar el limonazo.
—Eso te va a costar veinte dólares.
—Tú estás mal de la cabeza.
—¿Diez?
—Vete a la cama o no hay internet en una semana.
Milo parpadea con la mirada fija en su hermano.
—Estás de broma.
—¿Parece que estoy de broma?
Milo se gira hacia mí con cara de terror.
—Profesor Pito Negro —lloriquea—, has roto mi máquina de hacer dinero.
Sonrío a Ben con orgullo y le digo a Milo:
—Más te vale hacerle caso, colega, porque lo dice en serio.
Milo se mete en casa a toda prisa y yo me río.
Ben busca mi mirada.
—¿El día que cuentes en el colegio lo nuestro?
—¿Sí?
—Ese mismo día yo se lo voy a contar a todo el mundo. Y te voy a follar como si no hubiera
un mañana. Bueno, no en ese orden.
Ben se arrastra hasta el borde del tejado y pone un pie en la escalera. Yo lo sigo y me inclino
para poder agarrarle el borde mientras él baja un par de peldaños. Hace una pausa:
—¿Jack?
—¿Hmm?
Nuestras caras están a escasos centímetros de distancia. Ben saca la lengua y se la pasa por el
labio inferior.
«Pronto. Pronto», me digo.
—Aún tengo que darte tu regalo cutre.
—Necesito dar un paseo y despejarme. ¿Paso por tu cuarto cuando vuelva?
Tras veinte minutos mirando al cielo, me voy a dar una vuelta por el town belt para quemar
toda la energía que tengo dentro y que me arde en las venas.
Una vez recobro el control, entro en casa tratando de no hacer ruido. Los suaves ronquidos de
Milo suenan amortiguados debido a que tiene la puerta de su habitación cerrada. También se
escucha la ducha en la distancia, pero cuando llego a la habitación el agua ya ha dejado de correr.
Las cortinas no están cerradas del todo y la luz de la luna se filtra por la ventana e ilumina la
cama. Las sombras de las ramas de los árboles se mecen en las paredes y en el techo. Me siento y
enciendo la luz de la mesilla de noche. Mesilla sobre la que descansa mi regalo. Quiero
abalanzarme sobre él y abrirlo ya, pero no cederé ni a este ni a ningún otro impulso.
Ben aparece en la habitación con una toalla a la cintura. Gotas de agua le caen por los
hombros y el pecho. Me mira primero a mí y luego al regalo, y casi puedo oír su lamento interno.
Saca un bóxer del cajón y me echa un vistazo por encima del hombro antes de ponérselo. No
sabe si debería dejar caer la toalla en frente de mí, pero quiere hacerlo.
Por Dios, que es mi novio… Es muy frustrante tener que preocuparse por los aspectos físicos
de nuestra relación.
—Venga, date prisa —le digo, sonriéndole—. Quiero abrir esto.
Deja caer la toalla húmeda al suelo y me regala un buen vistazo de su perfil. Su culo
musculoso y suave, y esos rizos rojos oscuros rodeando su polla semidura.
Me levanto de la cama a toda prisa y cojo una bolsa de viaje.
—¿Qué haces? —pregunta Ben, confundido, mientras oigo cómo el elástico de su bóxer se
ajusta a su cintura.
Con movimientos rápidos abro la cremallera de la bolsa y la coloco a los pies de la cama.
—Voy a meter unas cuantas cosas para mudarme a la casita de invitados.
—¿Y tu regalo?
Ben me lo tiende, mirando de forma suspicaz mi entrepierna.
Trato de disimular la lujuria que siento ahora mismo e intento quitarle el regalo, pero retira la
mano, apretando el extremo que sostiene con fuerza.
—Vale… pero, por favor, baja las expectativas al mínimo, ¿de acuerdo?
—Dámelo, anda.
Lo hace y, acto seguido, se lanza sobre la cama y se cubre la cara con las mantas.
—Ben, lo único que consigues con esa reacción es que tenga más curiosidad.
Asoma un ojo.
—Me estás torturando a propósito, ¿no? Venga, ábrelo ya y acabemos con esto de una vez.
Me siento junto a sus pies y lo abro. Me río y Ben me da una patada en la cadera.
Me fulmina con la mirada y yo trato de templar un poco mi sonrisa.
—¿Lo has tallado para mí?
—Con una navaja y un trozo de madera que encontré en la galería.
—Ah, ¿así que fuiste tú quien cogió la madera que tenía reservada para cambiar el pomo de
la puerta? —le digo y veo cómo palidece—. Es coña. Muchas gracias por este…
—Lo tienes al revés —dice, cerrando los ojos.
Lo giro y logro identificar lo que creo que es un pico. O una espada.
—¿Es un pájaro carpintero? ¿Un pito negro?
—Se supone que sí. —Se incorpora y se sienta en la cama, las mantas arremolinándose en su
regazo—. Mira, me siento tan idiota por habértelo dado… Es una chorrada y una niñería. Es
como algo que le darías a tu primer amor.
Le acaricio el pie por encima de la manta.
—Más especial aún. Está hecho con el corazón acelerado, con la piel de gallina y con
sonrisas que no se pueden contener.
Se ríe con suavidad.
—Todo mariposas y vergüenza, eso es verdad.
Me inclino para ponerlo en la mesilla de noche.
—Gracias.
Cuando empiezo a retirarme, me agarra de la camiseta. Me quedo quieto. Mira por encima de
mi hombro, hacia la bolsa de viaje abierta, y afianza más su agarre.
—¿Te quedas conmigo esta noche?
—Ben…
—Una última noche antes de que te mudes a la casita del jardín. Solo dormir.
Dudo. Puedo controlarme. Puedo dormir al lado de Ben sin que nada pase entre nosotros.
Cuando no contesto, Ben añade:
—La puerta está cerrada. Milo pensará que has dormido en la cama supletoria, que nada ha
cambiado entre nosotros.
—Está en la habitación de al lado.
—Solo vamos a dormir.
Cedo.
Ben clava la vista en mí mientras yo me concentro en desvestirme. Me quedo en ropa
interior, pero me cambio la camiseta y me pongo una para dormir.
Cuando Ben apaga la luz de la lámpara de la mesilla de noche, me meto en la cama a su lado.
Su calor se me cuela bajo la piel y me muevo un poco para mantener algo de distancia entre
nosotros.
Ben está de lado y yo bocarriba, mirando el incesante movimiento de las sombras de las
ramas en el techo.
—Buenas noches, Jack.
—Que duermas bien, Ben.
Mantengo los ojos cerrados durante unos minutos. Cuando su respiración se hace más lenta y
regular, me giro para poder mirarlo, para verlo dormir.
Pero no está dormido. Tiene un brazo sobre la almohada, la cabeza apoyada en él y me está
mirando con una sonrisa de lo más dulce y soñadora.
Despacio, desliza la mirada por mi cara, hacia mis labios, y la sube hasta mis ojos. Se queda
muy quieto cuando se da cuenta de que yo también lo estoy observando, pero no aparta la
mirada, sus ojos oscuros permanecen fijos en los míos. Un segundo. Dos segundos.
Me muevo. Se mueve. Nuestras bocas colisionan.
Labios que chocan, manos que acarician y deambulan, piernas que se enredan.
Me pongo encima de él.
Se está ruborizando y es guapísimo y muy sexi.
Me agarra el bíceps con fuerza, como si creyera que voy a apartarme de él.
No puedo controlarme. No quiero controlarme.
Ben mira hacia la pared que nos separa de la habitación de Milo y, cuando habla, su voz es
suave y suplicante:
—Lo haremos bajito.
Sus ojos me ruegan que continúe.
Lo devoro.
Capítulo Treinta Y Seis

BEN

A garro el dobladillo de su camiseta y Jack cambia de postura para que pueda sacársela por
la cabeza. La lanzo sobre la cama y voy directo a por su bóxer, deslizándolo sobre su
durísima polla y quitándoselo de un tirón mientras él me ayuda con mi ropa interior.
Nos fundimos en un beso y Jack se cierne sobre mí, presionándome contra las frías sábanas.
Cuando noto su enorme erección contra la mía me quedo sin aliento y arqueo la espalda,
queriendo más de su calor, más de él.
Jack me aparta el pelo de la cara, pero no retira la mano, sino que la deja en mi cabeza,
sosteniéndome. Reconozco la expresión que veo en su rostro, esas emociones contradictorias. El
hambre y la lujuria que brillan en sus ojos y que parecen decir que si no arremete contra mí se
volverá loco. Pero también me mira con cariño, con dulzura, como si estuviera ante el hombre
más maravilloso del mundo, como si solo mirarme fuera suficiente.
Y es que yo siento exactamente lo mismo.
Separo los labios para suspirar y él baja su cara hacia la mía, respirando en mi boca,
acariciándola. Lleva su otra mano a mi cadera y empieza a frotarse contra mí, haciendo que una
ola de excitación me inunde entero y que mi polla empiece a palpitar. Deslizo las manos por su
espalda desnuda, urgiéndolo y acercándolo todavía más a mí.
La mano en mi cabeza desaparece cuando Jack cambia de postura y se deja caer sobre mi
cuerpo, el vello de su pecho acariciando el mío, nuestros duros pezones encontrándose y
provocando una intensa corriente eléctrica.
Jack entierra la cara en mi cuello y me da un mordisquito, su barba raspando mi piel, su
lengua poniéndome la carne de gallina. Todas mis terminaciones nerviosas cobran vida, mi polla
empuja contra su abdomen, húmeda con líquido preseminal, mientras mis manos suben y bajan
por su espalda, intentando acercarlo más y más a mí.
Jadeo, tratando de ser silencioso, y él gime en mi oído. Nuestros corazones laten desbocados
al unísono, nerviosos, agitados.
Jack me besa la mandíbula, la barbilla y, tras otro pequeño roce de sus dientes, busca mi
mirada. Llevo una mano a su nuca y la otra a su culo, apoyándome en él, usándolo para
estabilizarme en este remolino de deseo que nos envuelve a ambos.
No puedo despegar mis ojos de los suyos; no quiero hacerlo.
Entonces, Jack desliza una mano entre nuestros cuerpos y me abre las piernas, encajando uno
de sus fuertes muslos entre ellas, haciendo que nuestras erecciones se froten la una contra la otra
y nuestros huevos choquen ante cada movimiento. Le rodeo el culo con una de mis piernas y lo
aprieto más contra mí, intensificando la fricción.
Jack respira de forma entrecortada contra mi boca, tratando de contenerse.
—¿Ben?
—Te necesito.
Empieza a embestir a un ritmo vertiginoso y tengo que agarrarme fuerte a él para montar esta
ola sin perder la cabeza. Ambos presionamos las puntas de los dedos de los pies contra el
colchón, impulsándonos, nuestros gemelos chocando con fuerza, nuestros pezones rozándose,
nuestras pollas frotándose. Un escalofrío me recorre el cuerpo, cada vez más potente y
abrumador.
Alzo la cabeza y le robo un beso. Nuestras lenguas se entrelazan y Jack baja el ritmo de sus
empujones, que se convierten en una fricción suave y deliciosa. Todo lo que he echado de menos
estos meses se resume en el aquí y el ahora, todo está en este beso lleno de pasión y de
necesidad.
Dejo caer la cabeza contra la almohada y cuelo una mano entre nuestros cuerpos. La cabeza
de su polla arremete contra la yema de mi pulgar, dejando un rastro de humedad. Rodeo nuestras
erecciones y me deleito en los incontenibles temblores de Jack cuando empiezo a masturbarnos.
—Por Dios…
El elogio que leo en su voz y en su expresión me motiva e, instándole a que se incorpore un
poco, coloco sus piernas a ambos lados de las mías y repto por la cama hasta quedar debajo de él.
Él se sostiene sobre los brazos, sus músculos tensándose, mientras yo deslizo la boca por su
pecho y por sus duros abdominales hasta llegar a mi premio. Me deshago de la manta a patadas y
llevo las manos a su culo firme y musculoso. Huele salado y sexi y su durísima polla palpita a
escasos milímetros de mi boca.
Joder, quiero devorarlo. Y quiero que él me devore a mí. Quiero todo lo que nos hemos
estado negando este tiempo. Todo lo que puede que tengamos que empezar a negarnos de nuevo
mañana, siendo nuestro futuro tan incierto como es.
La cabeza de su polla me roza los labios y me la meto en la boca, acariciándola con la lengua.
Jack gime, alto y fuerte, y soy consciente de que tenemos que ser silenciosos, pero también
quiero que vuelva a perder el control. Una y otra vez.
Le agarro la base de la polla y me la meto hasta el fondo. La tiene tan dura… Y está
temblando de la necesidad de arremeter contra mí y follarme la cara.
Y yo quiero que lo haga. Deslizo un dedo entre sus nalgas y tanteo su entrada. Él embiste
entonces contra mi boca, pero de forma superficial, no demasiado profundo. Saca su erección de
entre mis labios y vuelve a arremeter y, cada vez que me la saca, mi dedo presiona más sobre su
entrada.
Me encanta su entusiasmo. Me encanta cómo responde a mi toque.
Madre mía, el millón y medio de cosas que quiero hacer con él…
Jack cada vez se introduce más profundo en mi boca y relajo la garganta para acogerlo. Me
pone tan cachondo que tengo que liberar su culo para agarrarme la polla y empezar a
masturbarme al mismo ritmo que se la chupo.
Sale de mí y sus manos ásperas y maravillosas me levantan con pericia y me colocan de
nuevo en la parte superior de la cama, dándome un beso que me abrasa y lo arrasa todo por
dentro, haciéndome gemir.
—¿Por favor? —suplico en un susurro contra esos labios hinchados por mis besos.
Su intensa mirada me atraviesa antes de acercar la boca a mi oído y decirme:
—¿Conduces tú o te llevo yo?
Ambas opciones me valen, pero… pensar en cómo se ha movido cuando he rozado su
entrada con el dedo… Le doy una palmada en el pecho y le digo:
—Conduzco.
Jack se quita de encima y yo me estiro hacia la mesilla de donde cojo un bote de lubricante y
los condones que compré para la charla sobre sexo con Milo. Cuando me giro de nuevo hacia
Jack, lo encuentro bocabajo, colocándose una almohada en el abdomen y mostrándome ese culo
estupendo que me la pone todavía más dura. Pero también me tiene temblando de nervios
porque, aunque quiero metérsela hasta el fondo ya mismo, también quiero que él lo disfrute igual
que yo.
Tal y como está colocado, con la cara hacia un lado, puede verme perfectamente y ahora
mismo me está mirando, leyéndome como a un libro abierto.
—Échanos lubricante a los dos y ponte encima de mí —me susurra con voz ronca.
Me coloco entre sus piernas abiertas y eso es precisamente lo que hago. Primero me echo
lubricante en la polla, acariciándome y, luego, llevo mis dedos resbaladizos a su culo, trabajando
su entrada, lo que hace que, al instante, empiece a contonearse debajo de mí. Vierto más
lubricante entre ambos y me tumbo sobre su espalda como si de una manta caliente se tratara.
—Tus manos —me dice de nuevo en un susurro, todo es un secreto entre nosotros.
Pongo mis brazos sobre los suyos e, igual que la primera noche que compartimos esta cama,
Jack enlaza nuestros dedos, la palma de mi mano pegada al dorso de la suya. Entonces, desliza
nuestras manos por la cama, colocándolas a ambos lados de sus hombros y acomodándome sobre
él.
Mi polla se cuela entre sus glúteos, sobre su entrada resbaladiza, y empiezo a frotarme contra
él mientras dejo pequeños besos por su espalda.
Él gira la cara y me da un mordisquito en los nudillos, lo que multiplica cada sensación que
estoy sintiendo y me hace gemir contra su cuello.
Libero mis dedos de entre los suyos y lo atraigo hacia mí, poniéndolo de rodillas. Deslizo los
pulgares por su columna vertebral, hacia abajo, hasta llegar a su culo y separar sus nalgas.
Empujo contra su entrada, ese estrecho anillo que va cediendo poco a poco a medida que
Jack se relaja, preparándose para lo que está por venir. Yo estoy temblando de necesidad, y me
pego a su espalda mientras poco a poco voy metiéndole la polla. Cuando lo noto estremecerse y
ese temblor se cuela dentro de mí, vibrando en mi interior, le pregunto en un susurro si está bien.
Separa las rodillas y gime en voz baja, pidiéndome que me mueva.
Su pasaje, resbaladizo y estrecho, me aprieta en un agarre férreo y me hundo en él hasta la
raíz, gimoteando una vez estoy totalmente enterrado en su interior.
Salgo de él y, despacio, vuelvo a metérsela hasta el fondo.
Estoy haciendo realidad una de mis fantasías con Jack, pero las sensaciones reales son cien
mil veces mejores de lo que había imaginado: el aire frío de la habitación acariciando nuestros
cuerpos; el colchón hundiéndose bajo nuestro peso; la luz de la luna, que se cuela entre las
cortinas e ilumina de la forma más sensual la espalda de Jack; el palpitar de mi polla; el placer de
cada embestida; nuestros jadeos en voz baja y lo que esa contención nos provoca, cómo esa
necesidad de permanecer en silencio magnifica el resto de sensaciones.
Llevo la mano a su polla y empiezo a masturbarlo de forma suave y lenta, haciéndole temblar
y sacudirse mientras trata de controlarse y no gemir en voz alta.
Pego su espalda a mi pecho, notando su peso contra mí. Le beso el cuello, justo debajo de la
oreja, y él lleva las manos a mi culo, empujándome hacia él, haciéndome jadear. Jack gira la cara
y ahoga mi jadeo en un ardiente beso.
Mi respiración está fuera de control, la urgencia que me llena el pecho amenaza con
ahogarme y empiezo a moverme de forma frenética, entrando en Jack cada vez más rápido, cada
vez con más fuerza. Caemos sobre la cama y lo presiono contra el colchón, nuestro placer
aumentando con fiereza en su carrera hacia el clímax.
Jack gime a lo bestia cuando se corre en mis dedos, pero la almohada mitiga el sonido de sus
gemidos. Sin embargo, no hay nada que amortigüe mi liberación, así que me pego a él, piel
contra piel, mientras llego al orgasmo más intenso de mi existencia. Noto cómo los músculos de
su culo se contraen a mi alrededor y me corro enterrado hasta la raíz en su interior, dejando
escapar un enorme grito de placer.
—Jack —gimo de nuevo.
Él busca mi mano y la lleva a sus labios mientras yo me tumbo sobre él y trato de recobrar el
aliento y el juicio.
Una ola de preocupación me invade entonces. No debería haber gritado su nombre.
—Lo siento —le digo en un susurro.
Jack se gira y yo salgo de él. Está pegajoso y el condón húmedo e incómodo entre nosotros,
pero no me importa. Jack me atrae a su lado y me abraza y, cuando la timidez se apodera de mí,
me quedo ahí, apoyado contra su pecho, incapaz de mirarlo.
Pero Jack me agarra de la barbilla y me levanta la cara hacia él.
—Ha sido la hostia, Ben, yo también quería gritar.
—¿Crees que me habrá oído?
Por Dios, qué violento sería.
Otro motivo más para convertir el comedor en la habitación principal. Así habrá más
distancia entre nuestros dormitorios.
No es que importe en este caso. Porque Jack se va a mudar a la casa de sus sueños y Milo y
yo vamos a vender esta casa en cuanto podamos.
Frunzo el ceño y me muerdo el labio, hinchado por los besos.
Jack traga saliva de forma audible antes de hablar.
—A partir de ahora, cruzaremos los puentes a medida que vayamos llegando a ellos.
Se gira hacia mí, me quita el preservativo y se levanta con cuidado de la cama. Tira el
condón a la papelera y se va al baño de puntillas. A pesar de lo silencioso que es, cuando vuelve,
el suelo de madera cruje bajo sus pies, lo que me hace contener el aliento. Ahora que ha pasado
el calentón, espero que Jack no sea más consciente que antes de cada ruido; espero que no quiera
dormir en la cama supletoria o, lo que es peor, irse a la casita de invitados.
Jack busca nuestra ropa interior, me pasa mi bóxer y empieza a ponerse el suyo.
Yo hago lo mismo mientras él vuelve a la cama y se tumba junto a mí. Ambos nos ponemos
de lado, mirándonos el uno al otro, y Jack me coge la pierna y la pasa por encima de una de las
suyas.
Lleva los dedos a mi cadera, a mi espalda, acariciándome con suavidad.
—¿De verdad tienes una lista con todas las canciones de Phil Collins que me has oído cantar?
Me sonrojo. Mucho.
—En el móvil.
Jack se abalanza sobre mí, riéndose, y me da un beso.
Tengo ganas de gritar de alegría. De chillar muy alto. De contarle al mundo lo feliz que soy.
Al final, condenso todo eso en una sonrisa.
Capítulo Treinta Y Siete

BEN

A
algo?
la mañana siguiente, mientras desayunamos cereales integrales y café, no dejo de mirar a
mi hermano, estudiando cada mínimo gesto que hace. ¿Nos oiría anoche? ¿Sospecha

—¿Por qué me miras raro? —me pregunta Milo sin levantar la vista de su tazón.
—¿Qué? ¡No te miro raro! No está pasando nada raro, nada de nada.
Mi hermano mira a Jack, que se acaba de levantar de la mesa y está recogiendo nuestros
platos. Jack, que está siendo extraprecavido y está evitando mirarme en la medida de lo posible;
y está disimulando tan bien que está haciendo que me pregunte si lo de ayer pasó en realidad o
me lo he imaginado.
Estas próximas semanas —o el tiempo que tengamos que mantener lo nuestro en secreto—
van a ser una agonía. De hecho, ya lo estoy odiando de antemano.
Pero estoy decidido y dispuesto a respetar la delicada situación en la que se encuentra Jack.
—Bueno, entonces, ¿ya está arreglado el tejado de la casita del jardín? —le pregunto.
Milo se tensa al instante.
—No vamos a volver a vivir en la casita, ¿verdad?
A mí se me había ocurrido que fuera Jack quien se mudara al otro lado del jardín, porque…
porque la casa principal es más grande y Milo y yo somos dos y mi hermano está feliz en su
antiguo dormitorio…
—Por supuesto que no, Milo —le contesta Jack, colocándose todos los platos en una mano
—. Me mudaré yo. Tu hermano y tú os quedáis aquí, que tenéis más espacio.
—¿Significa eso que ya no vas a cocinar para nosotros? —le pregunta Milo—, porque
cocinas muchísimo mejor que el microondas.
—Vaya pedazo de cumplido —digo, riéndome entre dientes y esperando ansioso la respuesta
de Jack. De verdad, no sé cómo vamos a lograr aparentar una amistad platónica.
Jack coge el cuenco de Milo y lo añade a la pila de platos que lleva antes de contestar:
—El frigorífico sigue lleno de comida y me da un poco por culo trasladarlo todo a la casita,
así que considérame tu cocinero durante toda la semana.
—¿Podemos volver a comprar Fanta? —me pregunta mi hermano.
Empiezo a asentir, pero la mirada de Jack me frena en seco.
—Nop. Solo una lata de vez en cuando —digo. Pero, cuando veo que Jack va hacia la cocina,
me acerco a Milo y le susurro—: ¿Estás de broma? Vamos a llenar el frigorífico de Fanta.
—Lo he oído —nos dice Jack desde el pasillo.
Milo y yo nos sonreímos.

L AS DOS SEMANAS SIGUIENTES VAN A PASO DE TORTUGA . E S RARO TENER EL DORMITORIO PARA MÍ
solo y echo de menos los suaves ronquidos de Jack que me ayudaban a quedarme dormido.
Cenamos juntos todos los días y luego siempre se queda a ver la televisión con nosotros o a jugar
a algún juego de mesa. Pero se suele ir antes de que Milo se acueste, así que nunca podemos
dejar caer la careta de amigos.
La única noche que intenté escabullirme a la casita de invitados, Milo me pilló saliendo por
la puerta de atrás. El pobre había tenido una pesadilla y, al mirarlo, me pareció que la cicatriz de
la sien se le notaba más que nunca, lo que hizo que me diera mucho cargo de conciencia y que
volviera a mi cuarto.
Y en eso estoy pensando cuando, de camino al baño, me encuentro en el pasillo con mi
hermano, que sale de su habitación bostezando. Al verme con la toalla en la mano me dice:
—¿Te vas a duchar otra vez? ¿No te duchaste ayer por la noche?
—Te lo explicaré cuando seas mayor.
Se queda mirándome con el ceño fruncido y su bendita inocencia y yo me meto en la ducha a
intimar con mi mano derecha.
Una vez vestido, me sorprendo al ver la hora. Joder, he estado más tiempo en la ducha de lo
que pensaba.
—¡Milo! —grito, abrochándome el botón de los vaqueros—. ¡Vamos con retraso!
Cuando llego al pasillo, me encuentro a Milo poniéndose la chaqueta con la mochila ya lista
a sus pies. Jack está a su lado, con las llaves en la mano.
—Tú vas con retraso, querrás decir —me dice—. Jack ha visto que tu coche seguía fuera y ha
venido para ver si estamos bien.
—Joder, Jack, ahora tú también vas a llegar tarde.
Parece que Jack va a ofrecerse a llevar a Milo para que así yo pueda ir directo al trabajo,
pero, al final, se contiene. Y yo intento obviar la punzada de decepción que siento.
—Venga, que seguro que llegamos todos a tiempo.
Cojo la cartera, las llaves, me pongo las zapatillas y salgo pitando hacia el coche con Milo.
Jack se sube a su camioneta y lo seguimos en dirección al colegio.
Mi hermano está apoyado contra la ventanilla y en su reflejo veo que está sonriendo. Es un
pequeño atisbo del Milo de estos últimos meses, un Milo mucho más feliz. Un atisbo de ese niño
descarado, tontorrón, que habla más, que se casa con su hermano en letrinas de campamento y
que tiene enamoramientos preadolescentes.
Le doy un ligero puñetazo en el brazo y él me mira. Le sonrío.
—¿Qué? —me dice.
—¿Has metido a Aristóteles en la mochila?
Coge la mochila en cuestión y se la pone en el regazo.
—¿Por qué crees que casi no he podido ni cerrarla?
—Quién nos iba a decir que entre sus infames cualidades se incluiría la de contorsionista,
¿eh? Díselo a la profesora Devon para que te suba la nota.
—Sí, ya. Como le haga esa broma, te vas a enterar en la reunión de padres de esta tarde.
—Bueno, o quizá por fin se ría y admita que eres lo más encantador del mundo.
Arruga la nariz, pero puedo ver un pequeño brillo de esperanza en sus ojos.
—No contaría con ello —me dice, encogiéndose de hombros.
—¿Y qué sabe ella? Aparte de matemáticas, ciencias y geografía, quiero decir.
—También sabe convertirte en cubito de hielo con solo una mirada.
—Sí, eso también.
Milo sonríe.
—Gracias por ayudarme con el trabajo. Me encantó que lo utilizaras como tema de
conversación con los amigos de Jack.
Reduzco la marcha cuando Jack se para en un semáforo en rojo y veo cómo nos mira a través
del espejo retrovisor, gesto que hace que mi estómago haga un triple mortal.
—¿Podemos, no sé, no hablar de las veces que hago el ridículo? —le pregunto a mi hermano.
Cuando la luz del semáforo se pone verde, suelto el embrague demasiado rápido y el coche
se me cala.
Milo se empieza a reír.
—¿Como ahora, dices?
Me cago en la leche.
Y, por supuesto, Jack se da cuenta y se detiene en el arcén nada más pasar el cruce.
Suelto un par de palabrotas y arranco de nuevo, fulminando a Milo con la mirada porque no
para de reírse. Pero, en el fondo, lo que siento es un alivio enorme. Porque se ríe, porque está
cómodo en un coche conmigo, porque confía en que lo tengo controlado.
Paso por delante de Jack, dándole las luces a modo de «gracias» y para que sepa que todo va
bien, y él reanuda la marcha, poniéndose detrás de nuestro coche. Esta vez es mi turno de mirarlo
a través del espejo retrovisor.
—¿Cuándo le vas a decir que estás enamorado de él? —me pregunta Milo, haciendo que
frene de golpe.
Jack también se detiene y me mira confundido. Cuando logro sobreponerme a la sorpresa
inicial, toco el claxon para disculparme y sigo carretera abajo, rojo como un tomate, eso sí.
—¿A qué te refieres? —le pregunto a Milo con tirantez.
—Venga, hombre.
Vale, se ha dado cuenta. Me cago en la puta… No puede decir nada, tiene que guardar el
secreto.
—¿Es… tan evidente?
—¿Necesitas que te recuerde el día de las mil llamadas al buzón de voz?
Pues no, me acuerdo perfectamente.
—A ver, Jack es atractivo y me gusta, pero ya está, no hay más, solo somos amigos.
—A otro perro con ese hueso —me dice. Me sudan las manos—. Tiene todo el sentido del
mundo, la verdad. Jack es perfecto para ti.
Trago saliva y, por lo visto, esa es toda la confirmación que mi hermano necesita porque
sonríe de oreja a oreja. Como si esto le alegrara el día, el mes y el año.
—Deberías decírselo —añade.
—Bueno…
Me mira.
—¿Qué pasa? ¿Ya se lo has dicho? Entonces, ¿por qué narices se ha ido a la casita de
invitados?
—Es complicado.
—Pero… nosotros lo queremos, ¿él no nos quiere?
En vez de ir por detrás, hoy aparco en la puerta de enfrente del colegio; es tarde y tengo
prisa. Milo sigue mirándome, esperando una respuesta, y puedo ver la preocupación en sus ojos.
—Jack nos hace la cena cada noche, viene a ver pájaros con nosotros, te lleva a jugar al
fútbol para que practiques ese regateo tuyo y para darme a mí tiempo libre, te confisca el móvil
cuando nos sentamos a la mesa… —Milo me escucha, mordiéndose el labio—. A mí eso me dice
que él también nos quiere mucho.
Mi hermano deja salir un sonido que está a medio camino entre la risa y el llanto.
—Setenta y tres. Ese es el número de frases que Jack empezó con un «Ben es el mejor
porque…» —me dice, riéndose, y yo absorbo esa información con una sonrisa—. Pero, entonces,
¿por qué está viviendo en la casa del jardín?
—Porque no es el momento adecuado.
Milo desvía la mirada hacia el colegio.
—Es… ¿Es por mí?
—Tienes que mantenerlo en secreto. Nadie puede saberlo. Y, menos aún, nadie del cole.
Milo frunce el ceño.
—¿Hasta cuándo?
Me apoyo en el respaldo del asiento y suspiro antes de contestar:
—No lo sé.
Me dedica una mirada dura, su expresión tensa. Entonces, asiente y abre la puerta.
—Cogeré el autobús de vuelta a casa. Te veo cuando vuelvas de la reunión de padres —me
dice, saliendo del coche y girándose para mirarme de nuevo—. No está bien que tengas que
esconder tus sentimientos, Ben. Creo que ya lo hemos hecho durante bastante tiempo.
Estoy demasiado sorprendido para contestar y, cuando me quiero dar cuenta, ya está entrando
en el colegio y yo tengo el estómago revuelto.
Capítulo Treinta Y Ocho

JACK

T ener a Milo en clase este último par de semanas, ha sido más duro que nunca porque, cada
vez que lo miro, la sensación de ser familia me golpea de lleno, dejándome sin aliento. Es
familia y tengo el enorme privilegio de ayudar a Ben a criarlo, a educarlo en su camino a la
adultez. Porque Milo también es mío.
Y me resulta difícil mantener la voz firme cuando es necesario; aunque más difícil aún es no
resplandecer de lo orgulloso que estoy de él. Como hoy, por ejemplo, que está explicándole a
Devansh la diferencia entre una lima y una escofina y cuándo usar cada una de ellas.
Milo deja la lima que tiene en las manos cuando Kora pasa por delante de su mesa y yo tengo
que contenerme para no sonreír ante la evidente adoración en su cara.
—Mi religión dice, y creo en ello firmemente, que esta chica está hecha para mí —dice en un
suspiro y, cuando me aclaro la garganta a su lado, fija su mirada en mí y añade—: ¿Qué?
Dejo de recorrer el aula y doy un par de golpecitos en su mesa de trabajo.
—Un día vamos a tener que hablar de lo que es la religión.
Milo niega con la cabeza y murmura:
—De lo que vamos a tener que hablar un día es de lo que es el amor.
Sigo andando por el aula como si nada, pero ahora lo hago con el estómago revuelto. Cada
minuto que queda de clase se hace eterno y, cuando por fin suena el timbre, los niños salen en
estampida hacia la puerta. Milo también intenta escaparse, pero le hago un gesto con el dedo
indicándole que vuelva, así que, cabizbajo y arrastrando los pies, entra de nuevo en el aula.
Quizá debería esperar hasta que acaben las clases, pero, por muy raro que sea en mí, tengo la
ansiedad por las nubes.
—¿Hay algo que quieras decirme, Milo? —Se cruza de brazos y se deja caer en uno de los
taburetes—. ¿Qué pasa?
—Para alguien que se supone que nos quiere, no te enteras de nada —susurra.
Me quedo sin aliento al escucharlo y me agacho para estar a su altura y hacer contacto visual.
Bueno, pues parece que lo sabe.
—¿A qué te refieres?
La opinión de Milo lo es todo, me importa muchísimo lo que piense de todo esto y ver esa
acusación en sus ojos me destroza.
—Lleva tanto tiempo fingiéndolo… Y ahora que por fin lo ha conseguido de verdad, ¿le
haces ocultarlo?
—¿Ocultar qué?
—¡Que es feliz!
Milo parece dolido. Parpadea muy rápido y aprieta la mandíbula como si se estuviera
conteniendo para no gritarme.
—¿Lo dices por lo de mantener nuestra relación en secreto? —le pregunto, preocupado.
Pone los ojos en blanco antes de contestar:
—Pues claro.
Agarro el borde de la mesa junto a nosotros.
—No es tan sencillo, Milo. Habrá profesores a los que les moleste, o padres que no lo vean
bien. ¿Y te acuerdas de esa casa tan bonita que visitamos en Karori? Llevo años esperando para
poder comprarla. Si decimos que estamos juntos ahora, podría perderla. Pero te prometo que no
será por mucho tiempo. Averiguaré cómo solucionarlo todo, ¿vale?
Parpadea.
—¿Así que esa casa es más importante que nosotros?
—No.
—Ah, vale, que quieres las dos cosas. A nosotros y todo lo demás.
—Milo…
Pero él sigue, su frustración inicial tornándose en rabia:
—O sea que no quieres ir de frente porque no quieres quedarte desprovisto de todo.
—Un momento, eso no…
—Pues te voy a decir una cosa, profesor Pito Negro: los atajos nunca acaban bien.
Y, con solo oírlo, la culpa me recorre de pies a cabeza.

N O ESTOY DE HUMOR PARA COMER CON EL RESTO DE PROFESORES , ASÍ QUE ME DIRIJO A MI
camioneta a llamar a Ben. Pero cuando estoy atravesando los campos de nétbol, Luke me
alcanza.
Ha parado de llover, pero la lluvia ha dejado un viento frío tras de sí y un suelo lleno de
charcos sobre los que ahora chapotean nuestras botas a medida que avanzamos por el césped.
—¿Qué pasa, Luke?
Me mira de reojo.
—Eso es lo que te iba a preguntar yo a ti.
Estamos solos, no hay nadie alrededor, pero aun así…
—No quiero hablar de eso ahora.
—Tarde o temprano tendremos que hablar de ello. No puedes posponerlo eternamente.
Lo sabe. Por supuesto que lo sabe. Estuvimos años saliendo. Me conoce bien.
—Eternamente, no. Pero un tiempecito más, sí.
Luke me pone una mano en el hombro y me gira para que lo mire.
Su mirada llena de calidez y de apoyo me reconforta.
—Jack, por favor.
Una brisa salada nos envuelve y comienzo a andar de nuevo hacia la verja trasera. Luke
camina a mi lado, en silencio.
Dirijo la vista hacia el árbol frente al cual vi a Ben aquella vez, inclinado sobre el motor de
su coche. Luego miro hacia el paso de peatones por el que Ben persiguió su botella de Fanta
vacía. Después me quedo mirando el lugar donde suele aparcar, desde donde tiene una visión
perfecta de los campos de nétbol.
Luke no va a desistir y, la verdad, no quiero que lo haga.
Cuando llegamos a mi camioneta, me apoyo contra la parte de atrás, húmeda por la lluvia, y
él se pone a mi lado, apoyando el codo en la parte superior de la compuerta trasera.
Lo miro un momento y luego fijo la vista en el colegio.
—¿Te parece mal que pase tanto tiempo con Ben y Milo?
Luke suelta una risotada.
—Llevaba años sin verte así de feliz.
—¿Y qué me dirías si te dijera que hay algo más que amistad entre Ben y yo?
Ni parpadea.
—Que seas profesor y él padre de alumno o, bueno, tutor, no me preocupa lo más mínimo.
—¿Pero?
—No hay «peros», no es eso.
—Suéltalo ya, Luke.
Se queda pensando unos instantes, buscando las palabras correctas para decirme lo que sea
que va a decirme.
Suspiro.
—¿Es por la diferencia de edad? Porque la profesora Devon ya me ha advertido de eso y de
que podría estar aprovechándome de él.
Luke se separa de la camioneta.
—Pero ¿cuál es el puto problema de esa señora? No debería meterse donde no la llaman.
Eres el tío más decente que conozco, después de Sam. Ben es un hombre adulto, tú eres un
hombre adulto y, partiendo de esa base, lo que hagas es cosa tuya y de nadie más.
El alivio que siento es increíble.
—Entonces, ¿qué es lo que te tiene… vacilante? —le pregunto.
—Empezar una relación con alguien que tiene un crío… —Sonríe con cariño—. Yo lo hice.
Y hay ciertos obstáculos que tendrás que sortear.
Cierro los ojos y veo el dolor en la cara de Milo. En mi vida me había sentido así de mal y es
una sensación que se me ha quedado pegada a la piel. Por eso necesito llamar a Ben.
Luke sigue hablando:
—Los críos tienen la hostia de emociones hirviendo en su interior y un filtro muy distinto al
nuestro. A veces no entienden las decisiones que tomamos y se cabrean y… —La expresión de
Luke lo dice todo, sé que está hablando desde la experiencia—. Y dicen cosas que te pueden
romper el corazón. Yo solo… Solo quiero ayudar. Quiero apoyarte, pero, coño, Jack, tienes que
dejarme hacerlo.
Me meto las manos en los bolsillos de la chaqueta y absorbo sus palabras.
—Hacía mucho que no te oía decir tantas palabrotas.
Se ríe.
—El momento lo requería.
—Lo sé.
Luke me atrae en un abrazo y me da unas palmadas en la espalda.
—Pregúntame lo que sea, estoy de tu lado.
Se separa de mí y yo asiento con la cabeza.
—Pues te diré que, por lo que respecta a Milo, creo que ya la estoy cagando.
Luke sonríe.
—Bienvenido al club.
—Se suponía que tenías que ayudarme.
Vuelve a reírse y empieza a caminar hacia la verja, pero lo hace de espaldas, mirándome a
mí.
—Cagarla en la educación de los niños es inevitable, tanto como el sol saliendo cada
mañana. Pero, con cada amanecer, empieza un nuevo día, un nuevo comienzo desde cero.
—Pero bueno, qué Yoda te ha quedado eso.
Le brillan los ojos, divertidos.
—Tenemos que ver Star Wars un día de estos.
—¿Sam, tú y yo?
—O Sam, tú, yo, Ben y Milo.
Se me acelera el pulso.
—Hecho.
—Y que sea pronto.
Entonces, se da media vuelta, y se va.
Yo me meto en el coche y llamo a Ben. Me lo coge al tercer tono y lo hace con un resoplido.
—¿Jack? Joder, es por Milo, ¿verdad? Se ha dado cuenta, pero yo no le he dicho nada. A ver,
sí, se lo he confirmado cuando me ha preguntado, pero es que lo sabía, vamos, es que tenía cero
dudas.
Me muero de pena de solo pensar cómo está tratando de excusarse. No aguanto ser el motivo
de su estrés. Me apoyo contra el respaldo del asiento y cierro los ojos.
—No te llamo para acusarte de nada.
—Te iba a dejar un mensaje cuando saliera a comer.
—¿Aún estás currando? ¿Te llamo luego?
Al otro lado de la línea se oye movimiento, como si Ben estuviera caminando.
—No, no, está bien, me escapo cinco minutos antes. En veinte segundos tendré total
privacidad, cuéntame algo mientras.
—Luke también se ha dado cuenta. Se lo ha tomado bien.
—Vale, ya estoy fuera. Así que tu amigo lo sabe, Milo lo sabe, ¿quién más crees que podría
saberlo?
Suena esperanzado, animado, y yo lo único que oigo ahora es la rabia de Milo cuando me ha
dicho que por qué estoy obligando a su hermano a ocultar su felicidad.
—Milo me ha dicho algo al final de la clase —le digo, y le cuento la conversación por
encima; luego, añado—: Me preocupa que lo que te estoy pidiendo…
Ben me interrumpe, aclarándose la garganta y diciendo:
—Milo ve el mundo de forma más sencilla que nosotros. Soy consciente de los riesgos que
tiene hacer pública nuestra relación.
—Esto de ser adulto es una mierda muy grande —digo, reproduciendo sus palabras y
dejándome caer contra el reposacabezas.
—Qué me vas a decir.
—Ben…
—¿Te veo luego en el colegio? O no. ¿En casa, para cenar? A no ser que tengas planes con
tus compañeros…
Frunzo el ceño.
—Cenamos juntos, por supuesto.
Nos despedimos, pero no me quedo bien. No me quedo nada bien.

S ALE EL SOL Y LOS CHARCOS SE SECAN , PERO A CADA HORA QUE PASA YO ESTOY MÁS Y MÁS
intranquilo. Las clases acaban y las reuniones con los padres empiezan; y verlos sonreír cuando
les enseño los trabajos de sus hijos, me hace tener una envidia tremenda.
Quiero eso.
Podría tener eso.
Miro el reloj, Ben llegará pronto para su reunión con la profesora Devon.
Vuelvo a ordenar las ya ordenadas cajas de herramientas y me lavo las manos. Titubeo
cuando cojo la toalla para secarme. Es la que me trajo Ben. Me la llevo a la cara y respiro hondo
un par de veces para intentar calmarme y, cuando lo logro, cierro la clase y me voy a la sala de
profesores.
De camino hacia allí, me suena el teléfono y, creyendo que será Ben, me lo saco del bolsillo.
Pero es Howie.
Estoy tan tentado a cogérselo que, al final, eso es lo que hago.
—Por fin, Jack —me dice—, la llamada que tanto has estado esperando.
Y estoy deseando escucharlo, vaya si lo estoy, así que la fuerza que requiere lo que le digo a
continuación es colosal:
—Un momento, Howie, quizá te lo tengas que pensar un poco más antes de hacerme la
oferta.
—¿Por qué? —su voz suena ronca y llena de curiosidad.
—Porque voy a tener una charla con tu sobrina.
—¿Y qué tiene eso que ver con…?
—No le va a gustar lo que tengo que decirle y me temo que eso pueda influir en tu decisión.
Se queda callado unos instantes.
—¿Cuándo vas a hablar con ella?
Me aclaro la garganta, que tengo cada vez más seca.
—Estoy a punto de llamar a la puerta de su despacho.
—No me cuelgues, llévame dentro contigo.
Antes de que me dé tiempo a llamar a la puerta, la directora Ryan la abre, sorprendiéndose al
verme allí.
—Jack, ¿has terminado ya con las reuniones?
—Tengo que hablar contigo.
—¿Podría esperar? Iba a…
—No.
Se hace a un lado y me indica que pase, cerrando la puerta detrás de mí cuando lo hago. Mira
de reojo mi móvil, así que lo coloco sobre el escritorio y pongo el altavoz.
—Es Howie.
—¿Esto tiene que ver con su casa? ¿Te ha hecho ya una oferta oficial?
Aún no, y quién sabe si lo hará.
—Quiere escuchar esta conversación.
Ella se sienta tras su mesa, frunciendo el ceño.
—¿Qué está pasando?
Camino de un lado a otro de la oficina, sudando como un pollo. Miro su escritorio, las
estanterías, las persianas bajadas para que no entre el sol. Hace calor. El ambiente es sofocante.
—¿Jack? —me urge.
—Ya sabes que estoy trabajando en la remodelación de la casa de Milo McCormick.
Se tensa y le lleva unos segundos hablar. Además, cuando lo hace, es con su voz de directora:
—Sí, y ya te lo he dicho antes: eres de las mejores cosas que le han pasado a esta comunidad.
—Pero esta vez no es como las otras veces.
Me mira con cautela.
Me agarro al respaldo de una de las sillas que hay frente a su mesa y sigo hablando:
—Esta vez no he podido mantener la profesionalidad. He sido incapaz. Cuanto más tiempo
pasaba con Ben y Milo, más me implicaba en su familia. Y cuanto más conocía a Ben, más
íntima se volvía nuestra relación.
—¿Qué me estás diciendo?, ¿que estás saliendo con Benjamin McCormick?
—No, lo que te estoy diciendo es que estoy enamorado de Benjamin McCormick.
Me cuesta respirar mientras espero a que alguno de los dos hable. Ella lo hace antes que
Howie:
—Es un tema delicado, al menos, lo será para algunas personas. Ben es antiguo alumno, os
lleváis unos cuantos años… También habrá profesores que no lo vean bien.
—¿Cómo lo ves tú?
Aprieta la mandíbula.
—Cuando yo empecé a trabajar, Benjamin aún estudiaba aquí. Se sentaba en esa misma silla
que ahora estás intentando estrangular. Y era la personificación de la inmadurez. Me cuesta
mucho deshacerme de esa imagen que tengo de él.
—Ahora es un hombre adulto y una magnífica persona, ya que estamos.
—No hay nada que te prohíba salir con el tutor legal de uno de nuestros alumnos.
Una tristeza enorme me invade porque me da la impresión de que a ella le gustaría que sí lo
hubiera.
—Esto no es solo «salir», Stephanie —le digo en voz baja.
—Pues esperemos que eso haga que la gente lo vea mejor.
Entonces, se levanta, dándome a entender que la conversación ha acabado. Es como un
puñetazo, pero bueno, me lo esperaba.
—Soy un buen profesor. Me preocupo por los chavales. Estoy entregado a este colegio y
siempre lo he estado. Pero también quiero una vida fuera de Kresley y he encontrado la vida que
quiero junto a Ben.
Recibe mi comentario con un suspiro y un asentimiento de cabeza.
—Yo te he visto con ellos, Jack. —La voz de Howie nos llega desde el teléfono y lo cojo de
donde lo había dejado encima de la mesa.
—Howie, siento si esta conversación te incomoda. No quiero ser un obstáculo entre tu
sobrina y tú.
—Jack, creo que he de tener una charla con Stephanie. Te llamo luego.
—Claro, por supuesto —digo con voz ronca.
Y, echando un último vistazo a la cara tensa de Stephanie, respiro hondo, tratando de
sobreponerme, y salgo del despacho.
Capítulo Treinta Y Nueve

BEN

¿P or qué estoy tan agobiado?


Voy caminando por el patio soleado hacia el campo de fútbol y el estómago me da tantas
vueltas que es como tener una lavadora centrifugando en mi interior. Llego a tiempo para la
reunión con la profesora Devon, llevo una camisa apropiada para la ocasión y sé donde está el
ala C.
¿No debería de estar más tranquilo?
Una ráfaga de aire me golpea por la espalda, empujándome en dirección a la clase de Milo.
Miro de reojo el edificio de arte y tecnología y no veo luz. Parece que Jack ya ha terminado con
sus reuniones de padres, aunque he visto que su camioneta seguía aparcada en la parte de atrás
del colegio.
Intento quitarme a Jack de la cabeza, pero es imposible. Recuerdos de la primera vez que
vine a una reunión de padres, el momento en que nos vimos por primera vez…
«Céntrate, Ben».
Sigo mi camino hacia mi reunión con la profesora Devon.
Cuando llego, me lleva unos segundos adaptarme a la fuerte luz del aula. Todo está
ordenadísimo, como siempre, y la profesora de mi hermano está ahí sentada, recolocándose sus
enormes gafas y mirando el reloj.
—No llego tarde —digo.
—Lo sé —murmura ella—, debe de ser la primera vez.
—Puede ser. —Sonrío, aunque no sé si de forma muy convincente—. Tampoco será la
última.
Los trabajos están apilados en un lateral de la mesa y el de Milo es el primero. Hay una nota
escrita en el margen, pero aparto la vista para no ver qué pone. Me sudan las manos. No creo que
sea otro dos, ¿no? Hemos tocado todos los puntos que le pedían.
Sé que no puede haber sacado tan mala nota.
Aun así, quiero vomitar.
—Milo McCormick. Ha sido un año intenso para él.
—Un par de años intensos.
Un fogonazo de empatía cruza su rostro.
—Tuvo un comienzo de curso complicado. Usaba lenguaje soez, distraía a sus compañeros y
se esforzaba lo mínimo.
—La viva imagen de lo que era yo como alumno, ¿no?
—Más o menos. Sin embargo, en este último par de meses su mejoría ha sido espectacular.
Ahora presta atención, e incluso ha empezado a participar en clase; muestra una madurez que
antes no tenía y su amistad con Devansh es algo muy positivo que hay que incentivar. —Estoy
tan orgulloso que hasta me estoy ruborizando. Continúa—: ¿Quizá nuestra última conversación
ayudó a que las cosas tomaran este buen rumbo? Sin duda algo debe de haber cambiado en casa,
algo que haya motivado este cambio de actitud. Sea lo que sea, que siga así. —Coge entonces el
trabajo de Milo y sigue hablando—: He echado un vistazo rápido a su trabajo y, aunque aún no
he decidido qué nota ponerle, estoy muy impresionada. Creo que…
—No estoy haciéndolo mal con él, profesora Devon.
—¿Perdón?
Respiro hondo y la miro a los ojos.
—No soy perfecto y me ha costado. Pero lo hago lo mejor que puedo y Milo está bien a mi
cargo. Soy un buen tutor para él.
—No estoy segura de que…
—Siento seguir interrumpiéndola, pero de verdad que necesito sacarme esto de dentro. Las
últimas veces que hemos hablado me he ido de aquí hundido, creyendo que era incapaz de cuidar
bien de Milo.
—Siento mucho haber sido tan directa, señor McCormick.
—Sí, ha sido muy directa, y ahora soy yo el que necesita ser directo. —Me paso las palmas
de las manos por los vaqueros—. Sí ha cambiado algo en casa y ese algo es lo que está
motivando la actitud positiva de Milo. Ahora tenemos un apoyo. —La puerta del aula se abre.
Será otro padre comprobando si ya hemos terminado, pero no me giro a mirar, quiero seguir
hablando—. Tenemos a alguien en nuestra vida que cree en nosotros; alguien que me está
ayudando a mí a criarlo y a él a crecer.
—Tenéis a alguien —la profesora Devon repite, frunciendo el ceño.
Odio ese ceño fruncido.
—Sí —digo—. Alguien maravilloso a quien queremos muchísimo.
Ella está mirando hacia la puerta, así que sigo su mirada y me sobresalto.
Jack está en el aula, su mirada fija en la mía, llena de amor y cariño. Entonces dirige la vista
a la silla junto a la mía, haciéndome una pregunta con los ojos.
Asiento.
Se sienta a mi lado, tragando de forma visible y buscando mi mano.
—Siento llegar tarde —dice y, mirando desafiante a la profesora Devon, añade—: ¿Cómo
podemos Ben y yo ayudar en la educación y aprendizaje de Milo?
La profesora Devon nos mira a ambos, nerviosa.
Doy un apretón a la mano de Jack.
—¿De verdad estás aquí? ¿Conmigo?
Frota su pulgar con el mío.
—Estoy justo donde tengo que estar.

E STOY FLOTANDO EN UNA NUBE DE AMOR . E STOY FLOTANDO LA HOSTIA DE ALTO ; TAN ALTO , QUE
me falta el puto aire y me he quedado sin palabras.
No sé cómo hago el camino de vuelta a casa, pero conduzco todo el camino detrás de la
camioneta de Jack.
Tampoco sé cómo logro entrar en casa sin comérmelo entero.
Una vez dentro, llamo a Milo con voz temblorosa y él me saluda desde su cuarto. Bien. Está
en casa. Jack está en casa. Estamos todos.
A Jack le suena el móvil cuando se está quitando las botas y yo cuelo la mano en su bolsillo
para sacarlo. Su espalda es una pared de calor contra mi parte delantera y me empapo de él
mientras le saco y le tiendo el teléfono, que él coge atrapándolo contra su pecho junto con mi
mano.
—¿Te quedas conmigo mientras hablo?
—¿Quién es? —le pregunto.
—Howie. Sobre la venta de la casa.
Voy medio trotando hasta la cocina y me siento en la encimera.
—Venga, vamos, contesta.
Jack conecta el altavoz al descolgar:
—Jack —dice Howie.
—Howie.
—¿Puedo ser directo e ir al grano?
Jack suelta una carcajada.
—Siempre lo eres.
—Lo sé. Parece que has encontrado un compañero, una familia con quien compartir tu vida.
Oírselo decir a una tercera persona es surrealista total y una maravilla. Envuelvo las piernas
alrededor de las caderas de Jack y lo atraigo hacia mí. Me sonríe y se pega todo lo que puede a
mi cuerpo, colocando el móvil entre ambos. Su calidez me traspasa la ropa y no puedo esperar a
tenerlo desnudo. Nada de ropa, solo piel con piel chocando la una contra la otra mientras le
suplico que me folle sin piedad.
—Sí —contesta Jack, y estoy seguro de que no solo está contestando a Howie, sino también a
lo que yo tengo en mente.
—Hacía tiempo que no veía un amor tan evidente y bonito —dice Howie.
—Un momento —me meto yo—, ¿tú también lo sabías?
—Ah, Ben, hola.
—¿De verdad te diste cuenta?
—He vivido mucho. Sé reconocer el amor cuando lo veo.
—¿Esta llamada es para ofrecerle a Jack la casa de sus sueños? —le suelto.
—Lo que siempre he querido es que Jack sea feliz —dice Howie—. Así que, sí, Jack, si
quieres la casa, es tuya.
Mi sonrisa es enorme. Ha hecho lo nuestro oficial y ha conseguido la casa. No creo que la
nube en la que sigo pueda subir más alto.
Jack está radiante. Sé que nos está imaginando a los tres en su casa perfecta.
—¿Estás imaginándonos a los tres viviendo allí?
—Sí —me contesta casi antes de que acabe la frase.
Howie empieza a hablar de la discusión con la directora Ryan y le dice a Jack que su sobrina
acabará entrando en razón. Entonces, Jack se mueve por la cocina y se apoya sobre la encimera
del otro lado, momento que yo aprovecho para ir a buscar a Milo.
Necesito darle las buenas noticias. Que Jack y yo ya no tenemos que escondernos. Que a Jack
le han ofrecido la casa en Karori.
Tengo que motivarlo para que lo de la casa le haga ilusión, para que la posibilidad de
mudarnos con él le apetezca.
La madera cruje bajo mis pies mientras me acerco a su dormitorio. No está. En la distancia
oigo a Jack despedirse de Howie, pero escucho algo más. Una especie de susurro.
Un sonido, como un gorjeo, me pone en alerta de forma inmediata y el nudo de nervios en mi
interior me dice que sé dónde encontraré a Milo.
Me detengo ante la puerta entornada del cuarto de mis padres.
Mi hermano está contra la pared, entre las ventanas, en el mismo sitio donde Jack me
encontró a mí hace meses. Está sentado de piernas cruzadas, mirando al suelo y, aunque el sol
del atardecer dibuja líneas color bronce en la habitación, Milo permanece cabizbajo en las
sombras. Todavía lleva puesto el uniforme del colegio, todo azul marino, dorado y calcetines
rojo oscuro.
Me escucha suspirar y se limpia los ojos, encogiéndose de hombros.
—He oído las noticias. Pito Negro y Fantail pueden volar juntos en libertad.
Me río bajito y entro en el cuarto.
Los ojos le brillan, húmedos por las lágrimas no derramadas.
—Y Jack no pierde la casa.
Me siento a su lado y le paso un brazo por sus hombros temblorosos.
—¿Qué ocurre?
Milo traga saliva y deja caer la frente contra mi brazo.
—Estoy intentando estar feliz por vosotros.
—Pues te está saliendo más bien regular, renacuajo.
Se ríe entre dientes y niega con la cabeza, pasándose la manga por la nariz antes de hablar:
—Estoy contento por vosotros. De verdad que lo estoy. Pero es que en lo único en lo que
puedo pensar es…
Me separo un poco de él para poder verle la cara. Cuando hablo, mi voz suena ronca y
preocupada:
—¿En qué? ¿En qué piensas?
Se frota los ojos.
—Pues en que tenía la esperanza de que terminaras cediendo. Esperaba que al final
decidieras que te encantaba esta casa. Esperaba que pudiéramos ser una familia, pero aquí.
Me trago un suspiro. Ya suponía que iba a decir algo así.
Le tiembla el labio inferior y la ternura que me produce ver cómo intenta evitarlo y
controlarlo es enorme…
Sigue hablando:
—Pero Jack adora la casa de Karori.
—Milo…
—Y tú adoras a Jack.
—Lo hago, sí…
—Y yo os adoro a los dos, así que… —Se encoge de hombros—. He entrado en este cuarto
para ver si encontraba el valor de aceptarlo.
Me escuece la garganta.
—Si es que eres Gryffindor total. Ven aquí. —Lo agarro y lo saco de las sombras para
sumirlo en un abrazo de color bronce—. Te quiero, Milo.
Cuando lo oigo hipar contra mi hombro, llevo una mano a su cabeza y le acaricio el pelo
enredado.
Entonces, veo a Jack en la puerta. Nuestras miradas se encuentran y sé que lo ha oído todo.
No puedo respirar. Jack lleva ocho años esperando poder comprar la casa de sus sueños.
Adora cada milímetro de ella, cada cimiento.
Pero… Si quisiera que nos mudáramos con él…
Sigo mirándolo y niego con la cabeza. No puedo dejar de temblar.
Jack suelta el aire que debía haber estado conteniendo, lo noto en el movimiento de su pecho,
pero sigo negando con la cabeza.
—Lo siento —le digo. Milo se separa de mí, frunciendo el ceño, y de nuevo centro mi
atención en él—: Tú estás feliz aquí. Esta casa te hace feliz. —En silencio, ruego para que Jack
lo entienda—. Y yo siempre elegiré lo que más le convenga a mi renacuajo.
—¿Qué quieres decir? ¿Que nos quedamos? —La voz de Milo suena esperanzada e insegura
al mismo tiempo.
No sé cómo va a influir esto en mi futuro con Jack y el miedo es real, paralizante. Pero sí sé
que Milo y yo no nos vamos a ningún sitio. Tengo la garganta tan seca que no puedo ni hablar,
así que me limito a asentir.
Milo me rodea el cuello con los brazos, sorbiéndose la nariz y riéndose.
Jack sonríe de forma tenue y se retira en silencio. Abrazo a Milo todo lo fuerte que puedo.

D RENADO POR COMPLETO DE TODA PIZCA DE ENERGÍA EMOCIONAL , LEVANTO A M ILO DEL SUELO .
Va directo a la cocina, pero yo me quedo en la puerta, congelado sin poder moverme. Jack está
echando ajo en una sartén en la que ya está salteando un poco de cebolla. La casa huele a hogar y
eso hace que mi interior se ilumine con un pequeño rayo de esperanza. Pero ver a Jack entre
sartenes y fogones no es suficiente.
Jack sonríe a mi hermano y luego me ve en la puerta. Levanta un dedo sobre el chisporrotear
de la sartén y apaga el fuego antes de acercarse a mí. Se ha quitado la camisa, la cintura de sus
pantalones de loneta se le ciñe por debajo de las caderas y la camiseta que lleva se le ajusta al
cuerpo, resaltando sus músculos.
No puedo apartar la vista de su pecho. ¿Y si la necesidad de quedarnos aquí y no mudarnos a
la casa de Karori es motivo de ruptura? ¿Y si esta es nuestra última cena?
Jack se detiene frente a mí y no sé si soy capaz de aceptar lo que sea que tenga que decir. Al
menos, no hasta que…
—Milo, pásame una Fanta.
Oigo cómo la puerta del frigorífico se abre y se cierra, pero Jack confisca la lata cuando mi
hermano intenta dármela.
—¿Estás mal de la cabeza? —le digo, tratando de quitársela—. ¿Es que acaso no ves lo
vulnerable que soy ahora mismo? Si no me das la lata, mi mundo se desmoronará.
Milo y Jack se ríen a la vez y eso hace que fulmine a ambos con la mirada.
Jack balancea la lata de un lado a otro, provocándome.
—Estás jugando a un juego muy peligroso —le digo.
Su risa, profunda y seductora, se me cuela bajo la piel y el pequeño rayo de esperanza se
intensifica.
Jack abre la lata y le da un sorbito. Pone cara de asco y me la pasa.
—Esta mierda te va a pudrir por dentro.
Me abrazo a la Fanta de forma protectora.
—Shh, que estás hablando del amor de mi vida.
—¿La Fanta?
Doy un trago.
—Quién me iba a decir que el amor podía ser tan efervescente —digo.
Su mirada me recorre de arriba abajo.
—O tan naranja —añade él.
Irrumpo en la cocina, dejo la lata en la encimera y me giro de nuevo hacia Jack, que me alza
una ceja, divertido.
—Creí que si no bebías tu mundo se desmoronaría.
—Efectivamente.
Mi mano va a su camiseta y tiro de él hacia mí. Y, entonces, empiezo a besarlo. Lo beso una
y otra vez, bebiéndomelo entero. Aunque no es suficiente para saciar mi sed. Me pregunto si
alguna vez lo será.
Por el rabillo de ojo veo a Milo moverse. Se está riendo, pero me da igual. Y a Jack también,
me está abrazando y besando como si le fuera la vida en ello.
Tras un rato así, desengancho nuestras bocas un segundo para preguntar:
—Pero ¿y qué pasa con…?
Vuelve a besarme.
Me río y me separo de él de nuevo. Insisto:
—¿Qué pasa con la casa de tus sueños?
—Bueno, pues… —recorre con la mirada los anticuados fogones, la encimera y el viejo
frigorífico— creo que necesita una cocina nueva. —Me da un toquecito en la nariz con el dedo y
el amor que puedo ver en sus ojos me llena por completo—. Por lo demás: es perfecta.
—¿Quieres decir…?
—He llamado a Howie y he declinado su oferta.
—¿Que has hecho qué? Pero si era tu sueño. Llevabas esperando a que te la ofreciera
desde… siempre.
Me abraza de nuevo y, en un susurro, me dice al oído:
—Siempre elegiré lo que más le convenga a mis chicos.
Esta vez no condenso todo lo que siento en una sonrisa.
No, esta vez, putogrito de alegría hasta quedarme afónico.
Epílogo
SIETE AÑOS MÁS TARDE

JACK

B en está en el cuarto de la colada y volverá en cualquier momento.


El olor a cardamomo, comino y canela flota en el aire, filtrándose desde nuestra cocina
integrada en el salón. El guiso estará listo en una hora, tiempo más que suficiente para que haya
hecho con Ben lo que pretendo hacer.
—Ay, madre, Jack, ¿qué llevas puesto?
Me giro sorprendido hacia la puerta de la cocina donde está Milo con esa barbita que se está
dejando y una sonrisa burlona en la cara.
Por Dios, creí que iba a pasar la noche en casa de su novia. Miro lo que llevo puesto, el
antiguo uniforme de barco dragón de Ben, que he encontrado mientras arreglaba los cajones en
plan Marie Kondo.
—Tu hermano me ha pedido que me lo ponga.
—¿Y tú sigues sus órdenes a ciegas? Y hago énfasis en lo de «a ciegas». ¿Cómo has logrado
meterte en eso? Y seguir llevándolo puesto, ya que estamos…
Milo se acerca al frigorífico y saca una Fanta. Sigue con el mal hábito, pero, al menos ahora
se toma una a la semana en vez de una diaria. Abre la lata, mirándome, la risa en sus ojos es
evidente.
—Se suponía que tú no me ibas a ver así.
—¿Hay alguna opción de que lo desvea, por favor?
—Vale, listillo, se acabó. Por cada comentario que salga de tu boca, una historia vergonzosa
que pienso contarle a Jasmine. Como la primera vez que llegaste a casa borracho mientras Talia,
Ben y yo planeábamos tu fiesta de cumpleaños y…
—¿Sabes qué? Que cada vez me gusta más cómo te queda eso.
Me río.
—Lárgate, anda.
—¿Qué? —Milo finge estar indignado—. Me gradué ayer, ¡ayer!, ¿y ya me estás echando de
casa?
—Y durante toda la noche, además. Dios sabe lo mucho que tu hermano y yo nos lo
merecemos.
Se ríe.
—Cojo algo de ropa y me voy a casa de Jasmine. Dile a Ben que lo de ir a ver pájaros
mañana sigue en pie. Que quedamos a las seis de la mañana.
—Jasmine va a estar encantada.
Milo exagera un suspiro.
—No puedo creer que esté saliendo con un ave nocturna. Bueno, supongo que nadie es
perfecto.
Vuelve a mirar mi modelito negando con la cabeza y su sonrisa divertida se torna en otra
cosa, algo más profundo.
Me da la sensación de que sabe algo que yo no sé.
—¿Qué? —le pregunto.
—Nada, que… eres el mejor, Pito Negro. Pasa una noche estupenda —dice, y desaparece
silbando por el pasillo.
Yo niego con la cabeza, sonriendo en la dirección por la que se ha ido. Hay que ver en lo que
se ha convertido Milo: es un chico increíble, leal, franco, seguro de sí mismo, ingenioso…
Llegará muy lejos en la vida.
Lejos como que ya está planeando un curso en el extranjero, en Europa y Canadá.
Dejo de sonreír y noto cómo algo me tira del pecho.
Ha crecido demasiado rápido.
Ben vuelve por fin del cuarto de la colada y lo hace estremeciéndose de forma teatral.
—Tres de todo —dice—. Olvídate de eso de «vale, si te hace feliz…». No. Tres pares de
calcetines, tres pantalones, tres camisetas… —Se interrumpe cuando me ve y le da un ataque de
risa—. Cuando dije que un día quería vértelo puesto estaba de coña.
—Me sorprende que me haya pasado más allá de las rodillas.
Ben se detiene frente a mí y agarra el dobladillo de la camiseta, que me queda a la altura del
ombligo.
—Este uniforme me trae recuerdos maravillosos.
—Estabas tan preocupado de que Milo dejara embarazada a su primer amor.
—Oye, que ese miedo sigue ahí, no te creas.
Lo sé, porque lo comparto, pero no es algo que me preocupe demasiado. Confío en que Milo
tome precauciones y sé que Ben también confía en él.
Le pongo una mano en la mejilla y él suspira contra mis labios.
—No me puedo creer que haya acabado el colegio. Ni que ya tenga dieciocho años.
—Yo tampoco.
—Y no me creo que yo tenga treinta.
—Calla, que yo tengo cuarenta y seis —gimoteo—. Este juego siempre lo gano yo.
Ben acaricia mi boca con la suya.
—No aparentas más de cuarenta.
Gruño y le doy un mordisquito en los labios, que tiene curvados en una sonrisa.
Oigo cómo se cierra la puerta principal. Vale, Milo se ha ido, la casa es nuestra.
Bien.
Atraigo a Ben hacia mi cuerpo y hacia mi erección y hago que nuestras ingles se rocen. Noto
cómo se le pone dura al instante y profundizo nuestro beso, tragándome su gemido, intenso y
suplicante.
—Tengo que quitarme esta ropa —digo, apartándome.
—¿Vamos a necesitar tijeras?
Me ayuda a desnudarme y yo me tomo mi tiempo desnudándolo a él.
Está jadeando cuando por fin le deslizo el bóxer por las piernas.
Gimiendo y rogando cuando lo follo con los dedos, empapando su entrada con lubricante.
Respirando de forma entrecortada cuando lo empujo y acorralo contra nuestra pared color
cáscara de huevo, su espalda contra ella. Me muerde el labio cuando cojo sus brazos y se los
pongo por encima de la cabeza.
Me rodea la cintura con las piernas, arqueándose contra mi cuerpo y encajando conmigo a la
perfección. Embisto, mi polla deslizándose en su interior mientras una ola de placer nos inunda.
Está resbaladizo y prieto y hecho para mí.
Suelta un «joder» cada vez que entro en él.
Nuestras miradas se enlazan, llenas de deseo, necesidad y amor. Se la meto hasta el fondo y
hago una pausa dentro de él para poder besarlo. Nunca tendré suficiente de él. Es el hombre de
mi vida.
Ese con el que me río durante el día.
Ese con el que gimo por la noche.
Es precioso y es mío.

BEN

J ACK EMBISTE EN MI INTERIOR HASTA QUE TODO YO SOY UN CAOS DE GRITOS Y RUEGOS .
Cada vez me la mete más rápido y más fuerte, frotándome la próstata con cada movimiento
de caderas. Mi espalda sube y baja por la pared mientras me sujeta y me clava los dedos en las
nalgas. Los músculos de mi culo se contraen alrededor de su polla grande y dura, mi orgasmo
casi ahí mientras Jack echa la cabeza hacia atrás, su cuello en tensión ante el placer in crescendo.
Entonces, me agarra la polla y empieza a masturbarme, pasándome el pulgar por la cabeza
hinchada y húmeda…
—Jack —lloriqueo cuando noto que estoy a punto de correrme.
Arremete contra mí tres veces más, buscando su placer, y empieza a correrse en mi interior
gimiendo de forma salvaje. Yo noto cómo mi liberación se lo lleva todo por delante y mientras
Jack se corre en mí, yo le baño el abdomen de semen.
Se pega más a mí, su cuerpo pegajoso contra el mío. Yo le paso las manos por sus bíceps
empapados en sudor y empiezo a besarlo entre jadeos.
—Que conste en acta que creo que somos puto fuego juntos.
Jack se ríe y no para de besarme mientras vamos al baño a lavarnos ni mientras nos ponemos
ropa limpia. Ni siquiera mientras el guiso que tiene en el fuego reclama su atención.
—¿Vas a celebrar con tus compañeros tus siete años trabajando en Zealandia? No sé,
¿deberíamos dar una cena o algo así?
—¿Tú crees?
—Lo ha sugerido Talia. Para ella es la excusa perfecta para salir de fiesta.
Me encanta lo bien que se llevan Jack y Talia. Y lo bien que me llevo yo con Sam y Luke;
son tan importantes para mí como lo son para Jack. Tenemos una familia muy de puta madre.
Me subo a la encimera de mármol de un salto y cojo el cucharón de madera para probar la
salsa del guiso.
—¿Y? ¿Qué piensas? —me pregunta Jack.
Pruebo otro poquito más. Me mira divertido.
—Creo que… —Me mira con una ceja alzada—. Creo que deberíamos hacerlo otra vez.
—¿Qué? ¿Por qué? Déjame probar.
Pongo el cucharón fuera de su alcance.
—El guiso, no, Jack. Quiero tener hijos contigo. Quiero que volvamos a criar a un niño
juntos.
Respiro con dificultad mientras espero a que me diga algo. Lo que sea.
Pero ni siquiera está sonriendo.
Jack pone las palmas de las manos una a cada lado de mis piernas, encerrándome entre sus
brazos. Me mira a los ojos con intensidad. Nunca, en todos los años que llevamos juntos, he visto
a Jack llorar, pero ahora tiene los ojos húmedos.
—Una vez me pediste que te recordara que no querías tener hijos propios. Que se enfadan,
dejan de hablarte y que hay que tener conversaciones incómodas.
—Sí, y que uno se preocupa muchísimo. Sé lo que dije y tenía razón. Pero quiero hacerlo otra
vez. Contigo.
El beso viene de repente, desesperado y urgente. Jack tira de mí, acercándome más a él.
—¿Padres de acogida? —me pregunta con la voz rota.
—Yo creo que mejor eso que llevarnos a un niño de la calle sin más, ¿no?
—¿De verdad lo has pensado bien? —El tono esperanzado de su voz es casi palpable.
—También podemos intentar adoptar. En ese caso, hasta he elegido los nombres: Paloma si
es niña; Koel si es niño.
—¿Nombres de pájaros?
—¿Pero es que no me conoces?
Se ríe.
—¿Y qué dirá Milo?
Le dedico una sonrisa culpable.
—Hmm… Ya lo sabe. Le pregunté qué le parecería que te lo propusiera.
—Eso explica la sonrisa de antes.
—¿Ha estado aquí?
—Sí, y me ha pedido que te diga que lo de mañana sigue en pie.
Sonrío.
—¿Vas a venir con nosotros?
A Jack le brillan mucho los ojos. Traga saliva.
—Sí.
—Genial. Aunque a lo mejor me tienes que dejar tus prismáticos, porque los míos…
—Sí, Ben, mañana iré a observar pájaros con vosotros, pero no me refería a eso. Quería decir
que sí. —Sonríe y me da un beso que hará que se me erice la piel cada vez que lo recuerde—.
Que quiero hacerlo otra vez. Contigo.

~ FIN ~
Agradecimientos

No podría haber escrito este libro sin el apoyo de mi marido. Es un padre increíble y me encanta
navegar esta aventura de ser padres con él. Ambos somos Bens y Jacks y adoramos a nuestros
Milos. ;-)
Como siempre, eres mi inspiración para escribir romance. Pones el listón muy alto, amor.
Sobre la autora
AMOR TAN A FUEGO LENTO QUE TE PARARÁ EL CORAZÓN

Soy una grandísima fan de los romances que se cuecen a fuego lento y es que me encanta leer y escribir sobre
personajes que se van enamorando poco a poco.
Algunos de mis temas favoritos son: historias cuyos protagonistas van de amigos —o enemigos— a amantes;
chicos despistados que no se enteran de nada y en sus romances todo el mundo es consciente de lo que pasa menos
ellos; libros con personajes bisexuales, pansexuales, demisexuales; romances a fuego lento y amores que no
conocen fronteras.
Escribo historias de diversa índole, desde romance contemporáneo gay con tintes tristes, a romances totalmente
desenfadados e, incluso, algunos con un toque de fantasía.
Mis libros se han traducido al alemán, italiano, francés, tailandés y español.

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