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Bobes - Ciudadanía

La ciudadanía se define como un conjunto de derechos y deberes que hacen a los individuos miembros de una comunidad política. Tiene tres dimensiones: procedimental (derechos y mecanismos para ejercerlos), situacional (funciones que ubican a individuos en la división política del trabajo), y moral (valores que orientan la acción pública). La ciudadanía moderna surge con el Estado-nación, reconociendo derechos civiles, políticos y sociales de forma igualitaria e independiente de adscripciones previas.

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La ciudadanía se define como un conjunto de derechos y deberes que hacen a los individuos miembros de una comunidad política. Tiene tres dimensiones: procedimental (derechos y mecanismos para ejercerlos), situacional (funciones que ubican a individuos en la división política del trabajo), y moral (valores que orientan la acción pública). La ciudadanía moderna surge con el Estado-nación, reconociendo derechos civiles, políticos y sociales de forma igualitaria e independiente de adscripciones previas.

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Bobes, V. (2000); voz “Ciudadanía” (págs. 50-53) en Léxico de la Política. AAVV.

Fondo
de Cultura Económica. México.

La idea de ciudadanía constituye una construcción histórica que reposa sobre una definición
peculiar de la relación entre el individuo y el Estado. Por ello, la discusión de este tema se encuentra
estrechamente vinculada con la reflexión en torno a la naturaleza y los límites de la participación
política, los derechos, las obligaciones y la legitimidad del orden político.
La ciudadanía puede ser definida como un conjunto de derechos y deberes que hacen del
individuo miembro de una comunidad política, a la vez que lo ubican en un lugar determinado
dentro de la organización política, y que, finalmente, inducen un conjunto de cualidades morales
(valores) que orientan su actuación en el mundo público.
Así planteada, la condición de ciudadanía nos enfrenta al menos con tres dimensiones que
operan simultáneamente: a) una procedimental, que se refiere al conjunto de derechos y
mecanismos para su ejercicio, constituido por un modelo de reglas, aplicadas y reconocidas
igualmente para todos (y por todos), al que se encuentra ligado todo individuo por el solo hecho de
ser un miembro de la comunidad; b) una dimensión de carácter situacional (o locativa) que implica
a la vez un aspecto relacional. Esta dimensión apunta a un grupo de funciones a través de las cuales
los individuos se ubican en la división del trabajo político. Aquí las interacciones entre individuos
se establecen a partir del mutuo reconocimiento, y en razón de ello los hombres pueden esperar ser
tratados (por el Estado y sus instituciones, y por los otros individuos) en condiciones de igualdad a
partir de ciertos principios abstractos compartidos que definen la autoridad y las jerarquías; c)
finalmente, existe una dimensión moral, que tiene que ver con un conjunto de ideales acerca de la
vida pública y con los valores cívicos que orientan los comportamientos considerados adecuados o
justos para la coexistencia y la acción pública (universalismo, igualdad, libertad individual,
tolerancia, solidaridad, justicia, etcétera).
Por otra parte, la ciudadanía es un conjunto heterogéneo de derechos legales que incluye: a)
derechos civiles, que permiten la libertad individual (de palabra, religión, prensa, propiedad y
justicia); b) derechos políticos que posibilitan al individuo participar en el ejercicio del poder y en la
toma de decisiones (de voto, a ser elegido, de asociación, organización, etc.), y c) derechos sociales
que garantizan al individuo gozar de cierta igualdad en cuanto a la distribución de la riqueza social
a través de un mínimo de bienestar económico y seguridad social (educación, salud, etcétera).
Tales derechos constituyen un recurso de poder de la sociedad frente al Estado, pero, a la
vez, son garantizados por el Estado, de ahí la imposibilidad de discutir la ciudadanía al margen de
una referencia a éste; además, debido a que dimanan de principios abstractos, precisan del
establecimiento de mecanismos e instituciones que den la posibilidad real de acceder a los recursos
necesarios para ejercerlos. Las cortes de justicia y los tribunales (para los derechos civiles), los
parlamentos, gobiernos y partidos (para los derechos políticos) y los sistemas educativo y de
seguridad social (para los derechos sociales) son las instituciones encargadas de proveer tales
mecanismos. Al mismo tiempo, la existencia de derechos implica también obligaciones, las cuales
van desde el consentimiento para someterse a la autoridad estatal, pasando por la aceptación de un
bien común que —dentro de ciertos límites— modera el interés individual hasta la prestación de
diversos servicios a la colectividad (servicio militar, participación en los procesos electorales,
etcétera).
Dado que hemos definido la ciudadanía como una construcción histórica, esta dimensión
también debe analizarse. Ella refiere, en primer lugar, a la idea de que la ciudadanía no es una
condición ontológica ni estática; más bien se construye a través de un proceso de inclusión
progresiva y de "adquisición de poder" por la sociedad, lo cual se relaciona con la existencia de
luchas y movimientos sociales que demandan al Estado el mantenimiento y la posible ampliación de
los derechos ciudadanos.
En segundo lugar, la dimensión histórica permite ubicar el surgimiento de la ciudadanía
asociado al advenimiento de la modernidad y la hace depender de los valores universalistas e
igualitarios que presidieron normativamente la modernización.
A pesar de que la noción de ciudadanía puede encontrarse en la Antigüedad griega, su
constitución como marca de pertenencia igualitaria a una comunidad política es un resultado de la
modernidad. Los ciudadanos antiguos eran sólo los participantes en la polis, lo cual implicaba, de
hecho, una concepción muy restringida del alcance de esta condición; esto es, la ciudadanía griega,
más que resaltar la igualdad, subrayaba la diferencia y las jerarquías, ya que excluía de su ejercicio
a la mayoría (mujeres, esclavos, etcétera). En la sociedad medieval, en lugar de individuos o
ciudadanos, encontramos grupos cuya relación con la autoridad y la participación en los asuntos
comunes quedaba definida por el estatus, a partir de la adscripción hereditaria y la tradición. El
individuo feudal es un súbdito, con mayores o menores derechos en función del estamento al que
pertenece. Con la modernidad, ocurre un acontecimiento sin precedentes que posibilita la
construcción de la ciudadanía tal como la conocemos hoy. La aparición del mercado y el
predominio de las relaciones contractuales, los procesos de secularización y especialización
funcional, industrialización, urbanización y movilidad social, que determinaron el tránsito de la
sociedad tradicional a la moderna, tuvieron como su resultado más conspicuo el descubrimiento del
individuo como la realidad social básica.
El nuevo Estado ofrecerá protección legal a todos los ciudadanos por igual y, ante la
desaparición de las adscripciones grupales, su relación será directa con cada uno de los individuos,
y se producirá a través de un conjunto de derechos codificados legalmente, los cuales definirán el
grado de inclusividad de la ciudadanía. En estas condiciones, los individuos comienzan a definirse a
sí mismos como entes autónomos. El surgimiento del Estado-nación —que define política y
territorialmente los límites de la comunidad—, aunado a la desaparición de las adscripciones
estamentarias o corporativas como criterio de identidad, toma problemáticas la pertenencia y la
autoidentificación. La noción de ciudadanía surge como el criterio que une a los individuos
particulares en su relación con el Estado, y proporciona un nuevo criterio de homogeneidad que
permite obviar las desigualdades (económicas, culturales, etc.) que persisten entre los individuos.
Con la modernidad, entonces, la nación (definida políticamente) comienza a desempeñar
una función constitutiva en la identidad individual. La ciudadanía implica un sentimiento de
membresía a una comunidad, basado en la lealtad a una civilización que se considera una posesión
común. Constituye, por tanto, una identidad que dimana de la práctica y el ejercicio activo de
derechos y, en ese sentido, trasciende las propiedades étnicas, lingüísticas o culturales específicas.
La nueva identidad que surge con la condición de ciudadano es política en su naturaleza e
implica derechos de igualdad y universalidad, además de una relación directa (no mediada por
grupos de pertenencia) de cada individuo con un Estado, cuya existencia está referida a la garantía
de tales derechos. A partir de la noción de ciudadanía lo social queda dividido en dos dimensiones
fundamentales: lo público, como espacio del conjunto de mecanismos para tratar los problemas
colectivos, y lo privado, entendido como el ámbito de las relaciones específicamente individuales.
De esta suerte, la noción de ciudadanía se constituye como la identidad política más general del
hombre moderno, y sirve para articular ambas esferas de la vida social. El hombre será, a partir de
entonces, ciudadano en el ámbito público e individuo en el privado, y la condición de ciudadano
regirá y definirá la relación entre los individuos y la autoridad. Tal relación entre el ciudadano y el
Estado supone, de un lado, un individuo moral y racional capaz de conocer sus derechos y actuar en
consecuencia, y, del otro, a un Estado que no sólo reconoce y otorga esos derechos, sino que
además tiene la capacidad de adecuar las actuaciones de los sujetos y someterlos a sus deberes y
obligaciones.
En este sentido, se puede decir que la noción de ciudadanía adquiere una connotación
sociológica porque constituye un elemento primordial de las condiciones de la integración social y
los mecanismos de la solidaridad; pero, a la vez, el proceso de constitución y las sucesivas
ampliaciones que experimenta la ciudadanía en su desarrollo histórico tienen una dimensión
estrictamente política, a través de la cual su discusión y análisis se relaciona directamente con el
examen del establecimiento de regímenes democráticos y el funcionamiento de los sistemas
políticos modernos.
A pesar de que comúnmente se habla de ciudadanía en general, éste no es un concepto
homogéneo o uniforme. Puesto que se encuentra relacionado con el carácter de la participación, los
derechos sociales, la legitimidad de los órdenes políticos y la naturaleza del Estado en las
sociedades, a partir de las diferentes experiencias históricas en que han encarnado tales procesos
pueden encontrarse diferentes concepciones y formas de ejercer la ciudadanía. Al mismo tiempo,
puesto que la ciudadanía se define con la comprensión de lo público y el lugar del individuo en ese
espacio y frente a la autoridad, las diversas tradiciones del pensamiento político han delineado
comprensiones también distintas del ciudadano. Más aún, si aceptamos que el modelo cívico que ha
prevalecido en la modernidad es el resultado de la fusión de tres tradiciones diferentes —
republicana, liberal y democrática—, se hace imprescindible discutir las diversas definiciones de
ciudadanía que se infieren de cada una de ellas.
En la tradición republicana se prioriza la vida pública, la virtud ciudadana y el bien público por
encima de los intereses individuales; el liberalismo hace énfasis en el individuo, su libertad, su
carácter privado y la necesidad de una ciudadanía que imponga controles a la acción estatal; por
último, la tradición democrática se fundamenta en la participación, la justicia y el autogobierno.

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