A través
de la ventana
Treinta años estudiando
a los chimpancés
Jane Goodall
SALVAT
Versión española de la obra original en inglés: Through a window
(1990) publicada por George Weidenfeld & Nicolson Ltd. de Lon-
dres
Traducción; Jacint Nadal Puigdefábregas
Diseño de cubierta: Ferran Cartes / Montse Plass
Encontrado en: thedoctorwho1967.blogspot.com
Esta edición: Sargont (2018)
© 1993 Salvat Editores S.A., Barcelona
© Soko Publications Limited 1990
ISBN: 84-345-8880-3 (Obra completa)
ISBN: 84-345-8898-6 (Volumen 18)
Depósito Legal: B-33635-1993
Publicada por Salvat Editores S.A., Barcelona
Impresa por Printer i.g.s.a., Noviembre 1993
Printed in Spain
Sólo si los comprendemos podremos cuidarlos.
Sólo si los cuidamos podremos ayudarlos.
Sólo si los ayudamos se salvarán
ÍNDICE
DEDICATORIA
I. GOMBE
II. LA MENTE DEL CHIMPANCÉ
III. EL CENTRO DE INVESTIGACIÓN
IV. MADRES E HIJAS
V. EL AUGE DE FIGAN
VI. PODER
VII. CAMBIO
VIII. GILKA
IX. SEXO
X. GUERRA
XI. MADRES E HIJOS
XII. PAPIONES
XIII. GOBLIN
XIV. JOMEO
XV. MELISSA
XVI. GIGI
XVII. AMOR
XVIII. LLENANDO EL VACÍO
XIX. PARA VERGÜENZA NUESTRA
XX. CONCLUSIÓN
APÉNDICE I
ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE LA EXPLOTACIÓN DE
ANIMALES NO HUMANOS
APÉNDICE II
LA CONSERVACIÓN Y LOS SANTUARIOS DE LOS
CHIMPANCÉS
AGRADECIMIENTOS
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
DEDICATORIA
A los chimpancés del mundo, a los que viven libres en la
naturaleza y a los cautivos y esclavizados por el hombre. Para
todos los que han contribuido a su conocimiento y compren-
sión.
Y a todos aquellos que han ayudado y que están ayudando
en la lucha para conservar los chimpancés en África, y para
proporcionar bienestar y esperanza a los que viven cautivos.
Y a la memoria de Derek.
Y, desde luego, a mi madre, Vanne, sin la que este libro no
hubiera sido posible.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
I. GOMBE
Me di la vuelta y miré la hora: eran las 5.44 de la madru-
gada. Mis largos años de experiencia en madrugar me permiten
despertar antes de oír sonar el desagradable timbre del desper-
tador. Poco después estaba sentada en las escaleras de mi casa,
mirando el lago Tanganika. La luna en menguante permanecía
suspendida sobre el horizonte, allí donde la montañosa costa
de Zaire delimitaba el lago Tanganika. Era una noche tranquila
y los reflejos de la luna bailaban y se llegaban hasta mí, ser-
penteantes, a través del pausado movimiento del agua. Terminé
enseguida mi desayuno —un plátano y una taza de café del
termo— y diez minutos más tarde subía ya por la embarrada
cuesta detrás de mi casa, con mis pequeños prismáticos y mi
cámara apretujándose en mis bolsillos con la libreta y los lápi-
ces, un racimo de uvas para mi comida, y bolsas de plástico, en
las que poner las cosas si llovía. La tenue luz de la luna bri-
llando en la húmeda hierba me permitía encontrar el camino
sin dificultad, y así llegué al lugar donde la noche anterior ha-
bía observado dieciocho chimpancés en su descanso nocturno.
Me senté a esperar a que despertaran.
Los árboles estaban aún embebidos de los misterios del úl-
timo sueño de la noche. Todo permanecía tranquilo, lleno de
paz. Los únicos sonidos eran el ocasional crujido de una rama
y el suave murmullo del agua del lago allí donde acariciaba los
guijarros, camino abajo. Mientras me sentaba allí me embar-
gaba esa expectante sensación que, en mi interior, precede
siempre a un día con los chimpancés, un día recorriendo la
selva y las montañas de Gombe, un día para nuevos descubri-
mientos, para nuevas vivencias.
Entonces se produjo una repentina explosión de sonido: un
duelo entre un par de arrogantes y maravillosos petirrojos. Me
di cuenta de que la intensidad de la luz había cambiado: el ama-
necer me había invadido inadvertidamente. La luz del sol lo
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
capturaba todo, venciendo a su propia plateada e indefinida lu-
minosidad reflejada en la luna. Los chimpancés aún dormían.
Cinco minutos después se oyó en lo alto un susurro de ho-
jas. Miré hacia arriba y vi las ramas moviéndose contra el cielo
iluminado. Allí era donde Goblin, el macho dominante de la
comunidad, había hecho su nido. Luego volvió la tranquilidad.
Debió darse la vuelta, tumbándose después para un último y
corto sueño. Inmediatamente después se produjo movimiento
en otro nido, a mi derecha; luego, en otro a mi espalda, más
arriba, en la pendiente. Ruidos de hojas, el crujido de una ra-
mita: el grupo comenzaba a despertar. Mirando a través de los
prismáticos hacia el árbol donde Fifi había confeccionado su
nido para ella y su hijo, Flossi, pude ver la silueta de su pie. Un
momento más tarde Fanni, su hija de dieciocho años, trepó
desde su cercano nido y se sentó justo encima de su madre,
pequeña mancha oscura contra el cielo. Los otros dos vástagos,
el adulto Freud y el adolescente Frodo, habían anidado más
arriba, en la cuesta.
Nueve minutos después de su primer movimiento Goblin
se incorporó súbitamente y, casi enseguida, abandonó su nido
y empezó a saltar salvajemente por el árbol, agitando vigoro-
samente las ramas. El pandemónium estalló. Los chimpancés
más cercanos a Goblin dejaron sus nidos y siguieron su ca-
mino. Otros se incorporaron a mirar, tensos y preparados para
volar. La paz de la primera hora de la mañana fue interrumpida
por los feroces gritos y rugidos que los subordinados de Goblin
emitían para inspirar respeto o temor. Momentos más tarde fi-
nalizaba la parte arbórea de la exhibición; Goblin saltó abajo y
cargó delante de mí, manoteando y pateando el suelo húmedo,
poniéndose en pie y agitando la vegetación, cogiendo y tirando
una roca, un viejo pedazo de madera, de nuevo una roca. Luego
se sentó, con los pelos erizados, unos quinientos metros más
abajo. Respiraba pesadamente. Mi propio corazón latía a ma-
yor velocidad. Mientras él se movía me había levantado, abra-
zándome a un árbol, rezando para que no me aporreara como
hace algunas veces. Pero, por suerte me había ignorado; así que
me volví a sentar.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Con suavidad, jadeando, el hermano menor de Goblin,
Gimble, descendió y vino a saludar al alfa o macho dominante,
tocando su cara con sus labios. Luego otro macho adulto se
acercó a Goblin y Gimble se apartó del camino. Era mi viejo
amigo Evered. Se acercaba con sonoros y sumisos gruñidos.
Goblin, lentamente, alzó un brazo en señal de saludo y Evered
se lanzó hacia delante. Los dos machos, abrazados, gritaban
ruidosamente en la excitación de esta reunión matinal; sus
blancos dientes brillaban en la penumbra. Durante unos mo-
mentos se desparasitaron uno a otro y luego, calmado, Evered
se apartó y fue a sentarse tranquilamente.
Sólo bajó otro adulto más: Fifi, con Flossi colgando de su
vientre. Evitó a Goblin, pero se acercó a Evered gruñendo sua-
vemente; alzó su mano y tocó su brazo. Entonces ella empezó
a desparasitarle. Flossi se subió al regazo de Evered y contem-
pló su cara. Él le echó una mirada, desparasitó su cabeza con
ahínco durante un momento y luego se volvió para devolver a
Fifi sus atenciones. Flossi se acercó a Goblin, pero sus pelos
continuaban erizados, así que pensó que más le valdría trepar a
un árbol cerca de Fifi. Pronto empezó a jugar con Fanni, su
hermana.
La paz volvió a reinar, pero faltaba el silencio del amane-
cer. Arriba, en los árboles, los otros chimpancés del grupo em-
pezaban a moverse, preparándose para el nuevo día. Algunos
empezaron a comer; oí el suave murmullo producido por las
semillas y las pieles de los higos arrojados al suelo. Me senté,
llena de felicidad por haber vuelto a Gombe después de una
larga y desacostumbrada ausencia, de casi tres meses de con-
ferencias y reuniones en Estados Unidos y Europa. Aquel iba a
ser mi primer día con los chimpancés y mi plan era disfrutarlo
completamente, ponerme al corriente de todas las novedades
de mis viejos amigos, tomar fotografías, recuperar mi forma
física para la escalada.
Evered tomó la iniciativa de la marcha, treinta minutos des-
pués, deteniéndose dos veces para mirar atrás y comprobar que
Goblin se iba también. Fifi los siguió, con Flossi a sus espaldas
como un pequeño jinete, y Fanni inmediatamente detrás. En
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
aquel momento los otros chimpancés bajaron y caminaron tras
ellos: Freud y Frodo, los machos adultos Atlas y Beethoven, el
magnífico adolescente Wilkie, y dos hembras, Patti y Kedevu,
con sus hijos. Había otros más, pero iban más arriba, por la
cuesta, y no pude verlos. Nos dirigimos hacia el norte parale-
lamente a la playa; después nos internamos en el valle de Ka-
sakela y, con frecuentes pausas para comer, nos encaminamos
hacia la ladera opuesta. Por el este el cielo se iluminó, pero
hasta las ocho y media el sol no rebasó los picos de la escarpada
cordillera. En aquel momento nos encontrábamos encima del
lago. Los chimpancés se detuvieron y gruñeron unos instantes,
disfrutando de los cálidos rayos del sol de la mañana.
Aproximadamente veinte minutos después se produjo un
súbito estallido de gritos de chimpancé, una mezcla de suspiros
y chillidos. Distinguí la peculiar voz de la grande y estéril hem-
bra Gigi por encima de las del grupo de hembras y jóvenes.
Goblin y Evered se detuvieron gruñendo, y todos los chimpan-
cés dirigieron sus miradas allí de donde venían los sonidos. En-
tonces, con Goblin ahora en cabeza, la mayor parte del grupo
se movió en esa dirección.
Fifi, sin embargo, se quedó detrás y continuó acicalando a
Fanni, mientras Flossi jugaba sola colgando de una rama baja
cerca de su madre y de su hermana mayor. Decidí quedarme
también, aprovechando que Frodo, que no dejaba de moles-
tarme, se había marchado con los demás. Él pretendía diver-
tirse conmigo y comenzó a volverse agresivo al ver que yo no
le seguía el juego. A sus doce años es mucho más fuerte que yo
y su conducta es peligrosa. Una vez golpeó mi cabeza con tanta
fuerza que casi me rompió el cuello. Y en otra ocasión me em-
pujó cuesta abajo. Solamente puedo esperar que, a medida que
crezca y deje la infancia atrás, madure y abandone estos hábitos
irritantes.
Pasé el resto de la mañana vagando pacíficamente con Fifi
y sus hijas, trasladándonos para comer de un árbol al siguiente.
Los chimpancés se alimentan de distintos tipos de fruta. Du-
rante unos tres cuartos de hora arrancaron hojas de los arbustos
bajos, que enrollaban y masticaban después. Una vez pasamos
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
por delante de otra hembra, Gremlin, y su nuevo hijo, el pe-
queño Galahad. Fanni y Flossi corrieron hacia ellos para salu-
darlos, pero Fifi apenas miró en esa dirección.
A cada momento ascendíamos más y más. Al poco rato, en
una loma abierta y verdeante, encontramos otro pequeño grupo
de chimpancés: el macho adulto Prof, su joven hermano Pax y
dos tímidas hembras con sus hijos. Estaban comiendo hojas de
un esplendoroso árbol mbula. Hubo unos pocos y tranquilos
gruñidos de saludo cuando Fifi y los jóvenes se incorporaron
al grupo; después empezaron también a comer. En aquel mo-
mento los otros se fueron y Fanni los siguió. Pero Fifi se hizo
un nido y se acurrucó en él para la siesta. Flossi también se
quedó trepando, balanceándose, entreteniéndose junto a su ma-
dre. Después se fue con Fifi a su nido, comenzó a mamar y
pareció caer dormida.
Desde donde estaba sentada, debajo de Fifi, podía ver el
valle de Kasakela. Al frente, hacia el sur, el Pico. Una oleada
de cálidos recuerdos me invadió al verlo, inclinado como una
turgente espalda de mujer sobre la verde loma que separa Ka-
sakela del valle de Kakombe, donde tenía mi casa. En los pri-
meros tiempos de investigación en Gombe, en 1960 y 1961,
pasé día tras día observando los chimpancés a través de mis
prismáticos desde este aventajado mirador. Me subía al Pico un
pequeño cofre de latón con una olla, un poco de café, azúcar y
una manta. A veces, cuando los chimpancés dormían cerca, yo
permanecía allí con ellos, envuelta en mi manta para resguar-
darme del frío de la noche. Gracias a este contacto diario em-
pezamos a compartir gradualmente algunas cosas de la vida co-
tidiana; aprendí sobre su alimentación, sobre sus rutas y em-
pecé a comprender su estructura social, única, de pequeños
grupos que forman parte de otros mayores, de grandes grupos
que se dividen en otros más pequeños, con chimpancés errando
en solitario.
Desde el Pico vi por vez primera un chimpancé comer
carne: David Greybeard. Lo había visto subir a un árbol aga-
rrando el cadáver de un pequeño jabalí de río potamoquero, co-
rrespondiente a la especie Potamochoerus porcus (N. del T.),
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
que compartió con una hembra mientras los jabalíes adultos
embestían desde abajo. Y a sólo unos nueve kilómetros del
Pico, en un inolvidable día de octubre, en 1960, había visto a
David Greybeard, junto a su íntimo amigo Goliath, tratando de
pescar termitas con unas ramitas. Mirando hacia atrás reviví la
emoción que sentí cuando vi a David tender la mano, soste-
niendo un manojo de ramitas, apretarlo para que pudiese pasar
por la estrecha boca del nido de termitas y acercarlo cuidado-
samente al termitero. No sólo estaba usando los troncos como
herramienta: estaba, de hecho, modelándolos para conseguir un
objetivo concreto, mostrando un principio de construcción de
herramientas. ¡Qué emocionados telegramas envié a Louis
Leakey, el avispado genio que me animó a investigar en
Gombe! El hombre no era, después de todo, el único animal
creador de herramientas. Ni los chimpancés eran los plácidos
vegetarianos que todo el mundo suponía.
Aquello fue después de que mi madre, Vanne, se marchó
para volver a sus otras responsabilidades en Inglaterra. Durante
su estancia de cuatro meses había efectuado una inestimable
contribución al éxito del proyecto: montó una clínica con cua-
tro postes y un techo de paja, donde proveyó de medicinas a
los nativos, la mayoría pescadores, y a sus correspondientes fa-
milias. Aunque sus remedios eran simples —aspirinas, sales,
tintura de yodo, vendas, etc.—, su dedicación y su paciencia no
tenían límites, y sus curas funcionaron con frecuencia. Mucho
más tarde supimos que la mayoría de la gente llegó a creer que
poseía poderes mágicos para las curaciones. De esta manera
consiguió que la población local me respetase y me apoyase.
Por encima de mí se agitaba Fifi, sosteniendo en sus brazos
a la pequeña Flossi para que pudiese mamar más cómoda-
mente. Entonces sus ojos se cerraron de nuevo. La pequeña se
amamantó durante un par de minutos más; luego se quedó dor-
mida. Yo continué la jornada soñando despierta, reviviendo en
mi mente los momentos más señalados del pasado.
Recordé el día en que David Greybeard visitó por vez pri-
mera mi campamento junto al lago. Había venido para comer
de los frutos maduros de una palmera que allí crecía. Atisbó
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
unos plátanos que había sobre una mesa, fuera de mi tienda, los
cogió y fue a comérselos entre los matorrales. Desde que des-
cubrió los plátanos se convirtió en visitante habitual y, gradual-
mente, otros chimpancés comenzaron a seguirlo hasta mi cam-
pamento.
Una de las hembras que llegó a ser una visitante regular en
1963 fue la madre de Fifi, la vieja Flo, de arrugadas orejas y
bulbosa nariz. ¡Qué día tan emocionante cuando, después de
cinco años de preocupación maternal por su hija, Flo recuperó
su atractivo sexual! Ostentando su hinchado caparazón trasero
rojizo atrajo un buen número de pretendientes. Muchos de ellos
nunca habían estado en el campamento, pero habían seguido a
Flo hasta allí: la pasión sexual había vencido a las precauciones
naturales. Y, en el momento en que descubrieron los plátanos,
se incorporaron rápidamente al grupo de visitantes habituales
de mi campamento. Así me fui familiarizando con la totalidad
del grupo y con las características de los chimpancés, cuyos
aspectos se describen en mi primer libro, In the shadow of man.
Fifi, tumbada tranquilamente sobre mí, era una de las su-
pervivientes de aquellos primeros días. La primera vez que la
vi, en 1961, era sólo una criatura. Había superado la terrible
epidemia de polio que azotó a la población, tanto humana como
de chimpancés, en 1966. Diez de los chimpancés del grupo en
estudio murieron o desaparecieron. Otros cinco quedaron lisia-
dos, incluso su hermano mayor, Faben, que perdió la movilidad
de un brazo.
Durante la época de la epidemia el Gombe Stream Research
Centre estaba dando sus primeros pasos. Los dos primeros co-
laboradores ayudaban a recoger y mecanografiar datos sobre la
conducta de los chimpancés. Por aquel entonces visitaban re-
gularmente el campamento unos veinticinco chimpancés y, por
tanto, teníamos sobrado trabajo. Después de observar los chim-
pancés durante todo el día solíamos transcribir las notas de
nuestras grabadoras hasta altas horas de la noche.
Mi madre, Vanne, efectuó otras dos visitas a Gombe du-
rante la década de los sesenta. En una de ellas coincidió que la
National Geographic Society, que por entonces financiaba el
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
estudio, envió a Hugo van Lawick para realizar una filmación.
Louis Leakey consiguió «por enchufe» el pasaje y los gastos
de Vanne, insistiendo en que no estaría bien que yo estuviera
sola en la jungla con un joven. ¡Cómo han cambiado las normas
sociales en un cuarto de siglo! En todo caso, Hugo y yo nos
casamos, así que Vanne, en su tercera visita 1967, tuvo que
compartir conmigo, durante un par de meses, la tarea de cuidar
a mi hijo Grub (su verdadero nombre es Hugo Eric Louis) en
la jungla.
Un leve movimiento se produjo en el nido de Fifi y vi que
se había vuelto y que me estaba mirando. ¿Qué pensaría?
¿Cuánto recordaba del pasado? ¿Pensaba en Flo, su vieja ma-
dre? ¿Había seguido la desesperada lucha de su hermano, Fi-
gan, para alcanzar el puesto dominante, la posición alfa? ¿Se
enteró de aquellos años en que los machos de la comunidad, a
menudo dirigidos por Figan, disputaron una especie de guerra
primitiva contra sus vecinos, asaltándolos, una y otra vez, con
desorbitada brutalidad? ¿Sabía algo de los caníbales ataques
realizados por Passion y su hija mayor sobre la población de
recién nacidos de la comunidad?
Mi mente se devolvió al presente al oír el llanto de un chim-
pancé. Sonreí. Tenía que ser Fanni. Había alcanzado la edad en
la que una joven hembra se separa de su madre para viajar con
los adultos. Pero de pronto deseaba a su madre desesperada-
mente y abandonaba el grupo para buscarla. El llanto se acen-
tuó y pronto pude ver a Fanni. Fifi no prestaba mucha atención,
pero Flossi saltó del nido y se lanzó a abrazar a su hermana
mayor. Y Fanni, encontrando a Fifi donde la había dejado, cesó
de llorar como una cría.
Estaba claro que Fifi había estado esperando a Fanni; en
aquel momento bajó del árbol y se pusieron en marcha con los
pequeños tras ellas. La familia se trasladó rápidamente, colina
abajo, hacia el sur. Mientras los seguía parecía como si todas
las ramas tuvieran que enredarse en mi pelo o en mi camisa.
Me arrastré frenéticamente, reptando a través de una increíble
espesura de maleza. Delante tenía a los chimpancés, rápidas
sombras negras moviéndose sin esfuerzo. La distancia entre
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
nosotros aumentó. Tenía ramas enredadas en los zapatos y en
la correa de la cámara y espinas en los brazos, y mis ojos se
inundaron de las lágrimas cuando mi cabello se enredó con
cuanto había a mi alrededor.
Después de diez minutos estaba empapada en sudor; tenía
la camisa rasgada, las rodillas arañadas de arrastrarme por el
pedregoso suelo y, encima, los chimpancés habían desapare-
cido. Me quedé inmóvil, intentando escuchar algo más que el
latido de mi corazón, mirando en todas direcciones a través de
la espesura que me rodeaba. Pero no pude oír nada.
Los siguientes treinta y cinco minutos estuve vagando por
los rocosos parajes del arroyo de Kasakela, parando para escu-
char, inspeccionando las ramas por encima mi cabeza. Pasé
bajo una tropa de monos colobos rojos que saltaban por las co-
pas de los árboles, fijándome en sus extrañas llamadas de ele-
vado tono. Encontré algunos papiones de la tropa-D, inclu-
yendo al viejo Fred, con su ojo inútil y su doble rizo en la cola.
Y luego, mientras me preguntaba a dónde ir a continuación,
escuché el grito de un joven chimpancé a lo lejos, por encima
del valle. Diez minutos más tarde encontré a Gremlin con el
pequeño Galahad, a Gigi y a los dos más jóvenes y recientes
huérfanos de Gombe, Mel y Darbie, que perdieron a sus madres
cuando apenas contaban tres años. Gigi, como solía hacer por
aquellos días, estaba «haciendo de tía» de ambos. Todos co-
mían en un alto árbol, sobre un torrente casi seco, y me senté
en unas rocas a observarlos. Mientras perseguía a Fifi el sol se
había ocultado; entonces, mirando hacia arriba a través de la
vegetación, pude ver el cielo, gris y amenazante. Creció la os-
curidad y con ella llegó la calma; se hizo ese silencio que tan a
menudo precede a la tormenta. Sólo el ruido de los truenos,
cada vez frecuente, rompía la tranquilidad; los truenos y los
leves movimientos de los chimpancés.
Cuando empezó a llover Galahad, que había estado jugando
y acariciando los dedos de su madre, saltó a sus hombros rápi-
damente. Y los dos huérfanos se apresuraron a sentarse, bien
juntos, cerca de Gigi. Pero Gimble empezó a saltar por las co-
pas, balanceándose vigorosamente de rama en rama, trepando
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
para luego precipitarse y agarrarse de otra rama. Así que la llu-
via se hizo más intensa y cada vez más gotas se abrían paso
entre el verde dosel sus saltos se volvieron más salvajes y atre-
vidos y el balanceo de las ramas más ostensible. Cuando fuese
mayor este comportamiento se expresaría en la magnífica ex-
hibición bajo la lluvia, o danza de la lluvia, del macho adulto.
De repente, pasadas las tres y tras el anuncio de un cegador
destello de luz y de un trueno que hizo retemblar las montañas,
las grises nubes dejaron caer una lluvia torrencial y pareció
como si el cielo y la tierra estuviesen unidos por el agua en
movimiento. Entonces Gimble dejó de jugar y, como los de-
más, se sentó junto al tronco del árbol. Yo me abracé a una
palmera, aguantando como pude. Mientras seguía lloviendo in-
terminablemente me iba enfriando más y más. Pronto, acurru-
cada sobre mí misma, perdí toda noción del tiempo. No re-
cuerdo nada más, no había nada en qué pensar excepto en el
silencio, en la paciencia, en la resistencia a todo trance.
Debió pasar una hora antes de que dejase de llover y el nú-
cleo de la tormenta se dirigiese hacia el sur. A las cuatro y me-
dia los chimpancés bajaron y se fueron a través de la empapada
y goteante vegetación. Yo los seguí, caminando penosamente,
con mis empapadas ropas estorbando cada uno de mis movi-
mientos. Bajamos por el lecho del torrente y luego nos dirigi-
mos hacia arriba, al otro lado del valle, en dirección al sur. En
aquel momento llegamos a una verde serranía que dominaba el
lago. Apareció un tenue y húmedo sol cuya luz se reflejaba so-
bre las gotas, de modo que el mundo parecía cuajado de dia-
mantes colgando, brillando en cada hoja y en cada brizna de
hierba. Me agaché para no destruir una enjoyada tela de araña,
que brillaba exquisita y frágil, atravesando el camino.
Los chimpancés subieron a un arbolito para comer hojas
tiernas. Me situé en un lugar desde donde podía ver cómo dis-
frutaban de la última comida del día. La belleza de la escena
cortaba el aliento. Las hojas brillaban, verde claro a la suave
luz del sol; el tronco húmedo y las ramas parecían de ébano;
los abrigos negros de los chimpancés constituían un espec-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
táculo de reflejos cobrizos. Y detrás de este cuadro vivo se ex-
tendía el dramático telón del oscuro cielo índigo sin la menor
señal de luz, y el distante ruido de los truenos.
Hay muchas ventanas a través de las cuales podemos ver el
mundo e investigar. Unas han sido abiertas por la ciencia y pu-
lidos sus cristales por una sucesión de mentes privilegiadas. A
través de ellas podemos ver con mayor profundidad, con más
claridad, en temas que una vez estuvieron por encima del co-
nocimiento humano. A lo largo de los años, curioseando a tra-
vés de esa ventana, he aprendido mucho sobre la conducta de
los chimpancés y el lugar que ocupa en la naturaleza de las co-
sas. Y ello, a su vez, nos ha ayudado a comprender un poco
mejor ciertos aspectos de la conducta humana, nuestro propio
lugar en la naturaleza.
Pero hay otras ventanas; ventanas abiertas por la lógica de
los filósofos; ventanas a través de las cuales los místicos bus-
caron visiones de la verdad; ventanas desde las que los líderes
de las grandes religiones han mirado a la búsqueda no sólo de
la maravillosa belleza del mundo, sino también de la oscuridad
y de la fealdad. La mayoría de nosotros, al meditar sobre el
misterio de nuestra existencia, miramos el mundo a través de
alguna de esas ventanas. A veces, ésta se presenta empañada
por el aliento de nuestra finita humanidad. Entonces limpiamos
de vaho un pequeño círculo y dirigimos la mirada a través de
él. No es maravilla que el minúsculo tamaño del agujero por el
que miramos nos induzca a confusión. Después de todo, es
como intentar abarcar el panorama de un desierto, o del mar,
mirando a través de un periódico enrollado.
Mientras estaba aquí, de pie tranquilamente, en medio del
húmedo bosque y de las criaturas que viven allí, miré por un
breve momento a través de otra ventana y con otra mirada. Es
una experiencia que llega sola, sin hacerse rogar, hasta algunos
de los que pasamos tiempo solos en la naturaleza. La atmósfera
se vio invadida por una encantadora sinfonía, el trinar de los
pájaros. Escuché nuevas frecuencias en su música, así como en
el canto de las voces de los insectos; notas tan altas y dulces
que me dejaron asombrada. Ya me había fijado en la forma y
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
el color de las hojas sueltas; era la variedad de sus nervios lo
que realmente las hacía únicas. Los aromas eran nítidos, fácil-
mente identificables: a fruta madura o fermentada; a tierra em-
papada y fría, a corteza mojada; el olor húmedo a pelo de chim-
pancé y, sí, mi propio olor. Y la aromática fragancia a hojas
tiernas y rotas, casi arrolladora. Noté la presencia de un antí-
lope jeroglífico y entonces lo vi, paciendo tranquilamente con
los cuernos oscurecidos por la lluvia. Y yo estaba completa-
mente llena de aquella paz «que trasciende toda comprensión».
Entonces llegaron por el norte unos lejanos gritos de chim-
pancés. El trance quedó interrumpido. Gigi y Gremlin contes-
taron, profiriendo sus gritos distintivos. Mel, Darbie y el pe-
queño Galahad se unieron al coro.
Estuve con los chimpancés hasta que hicieron sus nidos,
pronto después de la lluvia. Y cuando se asentaron, Galahad
cómodamente al lado de su madre, Mel y Darbie cada uno en
su pequeño nido junto al grande de tía Gigi, los dejé y volví por
el camino de la jungla hasta la costa del lago. Pasé de nuevo
junto a la tropa D de papiones. Estaban reunidos alrededor de
sus árboles dormitorio, peleándose, jugando, acicalándose
unos a otros a la suave luz del atardecer. Mis pies hacían crujir
los guijarros de la playa y el sol era como un gran globo rojo
sobre el lago. Mientras iluminaba las nubes en otra de sus mag-
níficas actuaciones el agua se volvía dorada, atravesada por on-
dulados rayos violetas y rojos bajo el cielo llameante.
Más tarde, agachada junto a mi pequeño fuego de leña,
fuera de la casa, donde había cocinado y luego comido judías,
tomates y un huevo, aún seguía absorta en la experiencia de
aquella tarde. Pensaba que había sido como mirar hacia el
mundo a través de la ventana que conocen los chimpancés. Me
puse a soñar frente a la mortecina llama. Si pudiésemos, aun-
que fuese brevemente, ver el mundo a través de los ojos de un
chimpancé ¡cuánto podríamos aprender!
Una última taza de café y pasaría dentro, encendería la lám-
para a prueba de viento y escribiría las notas del día, de aquel
maravilloso día. Mientras no conozcamos la mente del chim-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
pancé debemos proceder laboriosa y meticulosamente, si es ne-
cesario durante treinta años. Debemos continuar recogiendo
anécdotas y, poco a poco, compilar vidas completas. Debemos
continuar, durante años, observando, grabando e interpretando.
Ya hemos aprendido mucho. Gradualmente, mientras se acu-
mulan conocimientos y más y más gente trabaja en equipo y
comparte información, vamos alcanzando la celosía de la ven-
tana por la cual, algún día, seremos capaces de ver más clara-
mente el interior de la mente del chimpancé.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
II. LA MENTE DEL CHIMPANCÉ
A menudo me fijaba en los ojos de un chimpancé y me pre-
guntaba que ocurría detrás de ellos. Solía observar los de Flo,
tan vieja, tan sabia. ¿Qué recordaba de su juventud? David
Greybeard tenía los ojos más bonitos de todos ellos, grandes y
brillantes. De alguna manera, expresaban completamente su
personalidad, su serena confianza en sí mismo, su inherente
dignidad y, desde hace algún tiempo, su obstinada determina-
ción de hacerlo todo a su manera. Durante mucho tiempo me
disgustaba mirar directamente a los ojos de los chimpancés;
creía que, como en la mayoría de los primates, podría ser inter-
pretado como un reto o al menos como un signo de mala edu-
cación. Pero no fue así. Mientras se les mire con amabilidad,
sin arrogancia, un chimpancé lo comprenderá e incluso puede
devolver la mirada. Entonces —o así me lo imagino— es como
si los ojos fueran ventanas que miran al interior de la mente.
Solamente el cristal es opaco, para que el misterio no pueda
quedar nunca completamente desvelado.
Nunca olvidaré mi encuentro con Lucy, una chimpancé de
dieciocho años educada en un hogar. Llegó y se sentó junto a
mí en el sofá; con su cara muy cerca de la mía investigó en mis
ojos. ¿Qué buscaba? Quizás signos de desconfianza, de des-
agrado, o de miedo; mucha gente debe haberse desconcertado
un tanto cuando por primera vez se encaran con un chimpancé
adulto. Lo que fuese que Lucy leyera en mis ojos evidente-
mente la satisfizo, pues, de repente, puso un brazo alrededor de
mi cuello y me dio un generoso beso de chimpancé, con la boca
abierta de par en par sobre la mía. Había sido aceptada.
Mucho tiempo después de este encuentro me sentí profun-
damente molesta. Había estado en Gombe durante unos quince
años y el trato con los chimpancés de la jungla me resultaba ya
bastante familiar. Pero Lucy, que había crecido como una niña
humana, parecía haber cambiado; sus características esenciales
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
de chimpancé habían sido sustituidas por actitudes humanas
adoptadas con el paso de los años. Aunque aún permanecía a
una eternidad del hombre estaba hecha por el hombre; era otra
clase de ser. Miré, sorprendida, cómo abría la nevera y varios
armarios, encontraba botellas y un vaso y hasta se servía un
gin-tonic. Se llevaba la bebida a la televisión, la encendía, cam-
biaba de un canal a otro, pero como no le gustaban la volvía a
apagar. Elegía una revista de la mesa y, llevando todavía su
bebida, se sentaba en un cómodo sillón. Según iba hojeando la
revista, manifestaba ocasionalmente su reconocimiento de al-
gunas de las cosas que leía empleando los signos para sordos
de la ASL, la American Sign Language. Yo, desde luego, no
entendí nada, pero mi anfitriona, Jane Temerlin (que era tam-
bién la «madre» de Lucy), tradujo: «Ese perro», comentó Lucy
señalando la fotografía de un pequeño caniche blanco. Ella vol-
vió la página. «Azul», declaró, señalando la foto de una mujer
que anunciaba una marca de jabón vestida con un llamativo
vestido azul. Y finalmente, después de unos movimientos in-
determinados con la mano señalando quizás, unos murmullos
—«Este de Lucy, este mío»—, cerró la revista y la dejó sobre
su regazo. Jane me explicó que había sido adiestrada en el uso
de los pronombres posesivos tres días a la semana con las lec-
ciones que recibía en la ASL.
El libro escrito por el «padre» humano de Lucy, Maury Ter-
merlin, fue titulado Lucy, Growing Up Human. Y, de hecho, el
chimpancé se parece más a nosotros que cualquier otra criatura
viva. Hay un parecido cercano en la psicología de ambas espe-
cies y genéticamente, en la estructura del ADN, hombres y
chimpancés sólo se diferencian en algo más de un uno por
ciento. Por este motivo la investigación médica utiliza chim-
pancés como animales de prueba cuando necesita sustitutos de
los hombres para probar ciertos medicamentos o vacunas. Los
chimpancés pueden ser infectados con todas las enfermedades
infecciosas humanas conocidas, incluyendo aquellas, como la
hepatitis B y el SIDA, a las que son inmunes los demás anima-
les (exceptuando gorilas, orangutanes y gibones). Existen
igualmente sorprendentes similitudes entre los hombres y los
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
chimpancés en la anatomía y en la distribución del cerebro y
del sistema nervioso y —aunque muchos científicos no estén
muy de acuerdo— en el comportamiento social, en la habilidad
mental y en las emociones. La noción de continuidad evolutiva
en la estructura física del simio prehumano hasta el hombre ac-
tual ha sido moralmente aceptada por la mayoría de los cientí-
ficos durante mucho tiempo. Esto, que podría ser afirmarse
igualmente en lo que se refiere a la mente, fue considerado de
modo general como una hipótesis absurda, especialmente por
aquellos que usan y abusan de los animales en sus laboratorios.
Resulta conveniente, después de todo, creer que aunque la cria-
tura que se está utilizando reaccione como un hombre, es una
cosa sin mente y, sobre todo, sin sentimientos: un animal
«mudo». Cuando empecé mi estudio en Gombe, en 1960, no
estaba permitido, al menos en los círculos etológicos, hablar
sobre la mente de un animal. Sólo los humanos tenían mente.
Tampoco era adecuado hablar de la personalidad de un animal.
Por supuesto, todo el mundo sabía que cada animal tenía sus
propias y únicas características, como podía confirmar cual-
quiera que hubiese tenido un perro o un animal de compañía.
Pero los etólogos, empeñados en hacer de la suya una ciencia
«dura», se oponían al esfuerzo de intentar explicar estos suce-
sos de manera objetiva. Una respetada etóloga, a la vez que
reconocía la existencia de una «variabilidad entre los indivi-
duos animales», afirmó que era mejor que permaneciese «es-
condida debajo de la alfombra». En aquella época las alfom-
bras etológicas estaban llenas de bultos, tantas cosas escondían.
¡Qué ingenua fui! Como no había recibido una graduación
en ciencias no me di cuenta de que se suponía que los animales
no tenían personalidad, ni pensaban, ni sentían emociones o
dolor. Yo no tenía ni idea de que cuando los conocía hubiese
estado más correcta asignando a cada chimpancé un número en
vez de un nombre. No me di cuenta de que no era científico
tratar su conducta en términos de motivación u objetivo. Y na-
die me había dicho que palabras como infancia o adolescencia
eran únicamente fases humanas del ciclo de la vida, determi-
nadas culturalmente y no utilizables cuando nos referimos a los
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
chimpancés. Sin saberlo, empleé libremente todos estos térmi-
nos y conceptos prohibidos en mi primer intento de describir,
como mejor pude, cuanto de interesante observé en Gombe.
Nunca olvidaré la respuesta de un grupo de etólogos a al-
gunas observaciones que efectué en un erudito seminario. Yo
describía que Figan, como un adolescente, había aprendido a ir
al campamento después de abandonarlo los machos senior y así
podía coger unos cuantos plátanos para sí mismo. En la primera
ocasión que tuvo de ver los frutos gritó poderosamente por el
placer que representaba para él la llamada de los alimento: al
verle, una pareja de viejos machos le atacaron por detrás, co-
gieron a Figan, y le quitaron sus plátanos. Y además, al llegar
a este punto de la historia, conté que a partir de aquel momento
hasta la fecha Figan tenía suprimidas sus llamadas. Podíamos
oír breves sonidos en su garganta, pero tan débiles que nadie
más podía oírlos. Otros jóvenes chimpancés a los que nos es-
forzábamos en dar fruta a escondidas, sin que se enteraran sus
mayores, nunca aprendieron a autocontrolarse. Con un grito de
júbilo se delataban sólo para que les robaran el botín cuando
los machos mayores cargaban por detrás. Esperaba que mi au-
ditorio quedara fascinado e impresionado, como yo lo estaba.
Esperaba un intercambio de puntos de vista sobre la indudable
inteligencia de los chimpancés. En lugar de ello se produjo un
cortante silencio después del cual el moderador cambió preci-
pitadamente de tema. Excuso decir que me sentí tan desairada
que me resistí durante mucho tiempo a contribuir con cualquier
comentario a cualquier reunión científica. Mirando atrás, sos-
pecho que todos y cada uno de los asistentes estaban interesa-
dos, pero, por supuesto, hasta hoy no se permite presentar una
mera «anécdota» como evidencia.
La editorial a la que escribí para mi primera publicación me
pidió que no tratara a los chimpancés como personas. Indig-
nada, acabé cambiando todo lo que diese la imagen de un ani-
mal para que el trato fuese el mismo que el que reciben las per-
sonas. Como no era mi deseo abrirme un hueco en el mundo de
la ciencia, sino que simplemente quería seguir viviendo y
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
aprendiendo entre los chimpancés, la posible reacción del edi-
tor no me preocupó. De hecho, yo gané aquella partida: el libro
que fue finalmente publicado confería a los chimpancés la dig-
nidad de su género y los ascendía de simples «cosas» a seres
en esencia.
Sin embargo, y a despecho de mi ciertamente agresiva ac-
titud, quise aprender y aprecié la increíble suerte que tuve al
ser admitida en Cambridge. Quería conseguir mi Doctorado en
Filosofía, aunque sólo fuera por consideración a Louis Leakey
y a las demás personas que habían escrito en apoyo de mi ad-
misión. Y aprecié también lo afortunada que fui al tener a Ro-
bert Hinde como supervisor. No sólo porque pude benefi-
ciarme de su mente brillante y de su claro pensamiento, sino
también porque dudo que hubiese podido encontrar otro profe-
sor que se adecuase tan bien a mis necesidades particulares y a
mi personalidad. Gradualmente fue capaz de revestirme de al-
gunas de las características de los científicos. De esta manera,
aunque seguí manteniéndome en la mayoría de mis conviccio-
nes —que los animales tenían personalidad; que podían sentir
felicidad, tristeza o temor; que podían sentir dolor; que podían
esforzarse para conseguir ciertos objetivos si eran bien motiva-
dos—, pronto me di cuenta que estas convicciones eran difíci-
les de probar. Era mejor ser prudente, al menos mientras no me
ganase ciertas credenciales y credibilidad. Y Robert me dio un
maravilloso consejo sobre cómo hacer que las ideas más revo-
lucionarias tuviesen cierto tinte científico. «Tú no puedes saber
que Fifi estaba celosa», me reprendió en una ocasión. Discuti-
mos un poco. Y luego: «¿Por qué no dices: si Fifi fuese una
niña, diríamos que estaba celosa?». Así lo hice.
No es fácil estudiar las emociones incluso cuando los suje-
tos son seres humanos. Sé cómo me siento si estoy triste, o fe-
liz, o enfadada, y si un amigo me dice que está triste, feliz o
enfadado asumo que sus sentimientos son similares a los míos.
Pero, desde luego, no puedo saberlo. Si intentamos ponernos a
estudiar seriamente las emociones de seres progresivamente
distintos de nosotros, el trabajo, obviamente, crece en dificul-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
tad. Si asignamos emociones humanas a seres no humanos so-
mos acusados de antropomorfismo, pecado común en la etolo-
gía. Pero ¿es eso tan malo? Si probamos el efecto de los medi-
camentos en los chimpancés porque biológicamente se parecen
tanto a nosotros; si aceptamos que existen similitudes increí-
bles entre los cerebros y sistemas nerviosos del hombre y del
chimpancé ¿no es lógico asumir que existirán similitudes en
los más básicos sentimientos, en las emociones de ambas espe-
cies?
De hecho, todos cuantos que han trabajado largo tiempo
con chimpancés no han dudado en asignar a los chimpancés
emociones similares a las que en nosotros mismos etiquetamos
como placer, alegría, pena, enfado, aburrimiento, etc. Algunos
de los estados emocionales de los chimpancés son tan obvia-
mente semejantes a los nuestros que incluso un observador
inexperto podría comprender lo que sucede. Un pequeño que
se tira al suelo, con la cara arrugada, azotando con los brazos
cualquier objeto cercano, golpeándose en la cabeza, está claro
que ha cogido una rabieta. Un joven que se retuerce junto a su
madre, dando volteretas, encaramándose a su espalda, tirando
de su mano pidiendo unas cosquillas está, lógicamente, lleno
del «placer de vivir». Algunos observadores no dudarían en
atribuir su comportamiento a la felicidad, al buen vivir. Y uno
no puede observar a los pequeños chimpancés sin darse cuenta
que tienen las mismas necesidades de afecto que los niños. Un
macho adulto tumbándose a la sombra después de una buena
comida, aceptando condescendiente jugar con un pequeño o
rascar ociosamente a una hembra adulta, está ofreciendo signos
claros de buen humor. Cuando se sienta con el pelo erizado,
gritando a sus subordinados y amenazándolos con gestos irri-
tados y todo esto se produce seguidamente, es una señal evi-
dente de malhumor. Juzgamos de este modo porque el parecido
de la conducta de un chimpancé con la nuestra nos permiten
compararlas.
Es difícil tratar emociones que no hayamos experimentado.
Puedo imaginar, hasta cierto punto, el placer de una hembra
chimpancé durante el acto de la procreación. Los sentimientos
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
de su compañero macho están más allá de mi conocimiento,
como lo están los del macho humano en el mismo contexto. He
pasado incontables horas observando madres chimpancés tra-
tando con sus hijos. Pero hasta que no tuve mi propio hijo no
empecé a comprender el básico y poderoso instinto del amor
materno. Si alguien accidentalmente hacía algo que asustase a
Grub, o que amenazase su bienestar de alguna manera, yo sen-
tía un chorro de ira irracional. ¡Cuánto más fácil fue compren-
der los sentimientos de la madre chimpancé cuando agitaba su
brazo con furia y gritaba amenazadoramente al individuo que
se acercaba a su hijo demasiado, o al compañero de juegos que,
sin querer, hería a su pequeño! Y Basta que no sufrí el duro
revés de la muerte de mi segundo marido, no pude empezar a
apreciar la desesperación y el sentimiento de pérdida que puede
causar a los jóvenes chimpancés la pérdida de sus madres.
La empatía y la intuición pueden ser de valor incalculable
cuando intentamos comprender ciertas complejas interacciones
del comportamiento si, como así se hace, son registradas pre-
cisa y objetivamente. Afortunadamente, rara vez he encontrado
problemas para registrar los hechos de manera ordenada, in-
cluso durante las épocas de poderoso compromiso emocional
con los actores. Y «saber» intuitivamente cómo se siente un
chimpancé —por ejemplo, después de un ataque— puede ayu-
dar a comprender lo que va a ocurrir a continuación. No debe-
ríamos tener miedo, como mínimo, a intentar utilizar nuestra
relación con el cercano proceso evolutivo de los chimpancés
en nuestros intentos de interpretar conductas complejas.
Hoy en día, como en tiempos de Darwin, una vez más es
elegante hablar de la mente animal, así como estudiarla. Este
cambio se iba produciendo de manera gradual y se debía, al
menos en parte, a la información obtenida de cuidadosos estu-
dios de las sociedades animales en el campo. Como estas ob-
servaciones pasaron a ser ampliamente conocidas, era imposi-
ble rechazar la complejidad del comportamiento social que iba
revelando en una especie tras otra. El confuso desorden
reinante bajo las alfombras de los etólogos era puesto en evi-
dencia y examinado pieza a pieza. Gradualmente se vio que las
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
explicaciones parsimoniosas de comportamientos aparente-
mente inteligentes eran con frecuencia erróneas. Ello condujo
a una sucesión de experimentos que, considerados en conjunto,
probaban claramente que muchas habilidades intelectuales que
han sido consideradas, o mejor dicho, pensadas como exclusi-
vamente presentes en los seres humanos, se presentan también,
aunque en un grado menor de desarrollo, en otros seres no hu-
manos. Particularmente, por supuesto, en los primates no hu-
manos, y especialmente en los chimpancés.
Cuando comencé a leer acerca de la evolución humana
aprendí que una de las características de nuestra propia especie
era que nosotros, y solamente nosotros, éramos capaces de ha-
cer herramientas. El «Hombre fabricante de herramientas» era
una de las definiciones utilizadas más a menudo, a pesar de la
cuidadosa y exhaustiva investigación de Wolfgang Kohler y
Robert Yerkes en la capacidad de los chimpancés para fabricar
y usar herramientas. Estos estudios, llevados a cabo de modo
independiente durante los años veinte, fueron recibidos con es-
cepticismo. Tanto Kohler como Yerkes eran científicos respe-
tados y ambos tenían un profundo conocimiento de la conducta
de los chimpancés. Realmente, las descripciones de Kohler de
las personalidades y el comportamiento de varios individuos de
su colonia, publicadas en su libro The Mentality of Apes se
cuentan entre las más vivas y brillantes jamás escritas. Y sus
experimentos, que muestran cómo los chimpancés amontona-
ban cajas y luego se encaramaban en las inestables construc-
ciones para alcanzar la fruta que colgaba del techo, o unían dos
palos para hacer una larga vara capaz de alcanzar la fruta que,
de otra manera, quedaba fuera de su alcance, se han convertido
en clásicos, apareciendo en casi todos los libros de texto que
tratan la conducta inteligente en animales no humanos.
Por el momento, las observaciones sistemáticas del uso de
herramientas proceden de Gombe y han quedado olvidados
aquellos estudios pioneros. Aún más: se sabe que los humani-
zados chimpancés podían utilizar instrumentos; otra cosa era
descubrir si era un suceso corriente en la jungla. Yo recuerdo
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
bien que escribí a Louis sobre mis primeras observaciones, des-
cribiendo como David Greybeard no solamente usaba manojos
de ramas para coger termitas, sino que, de hecho arrancaba ho-
jas y con ellas hacía una herramienta. Y recuerdo también que
recibí el telegrama que contestaba a mi carta: «Ahora debemos
definir herramienta, redefinir hombre o aceptar los chimpancés
como humanos.»
Al principio hubo unos cuantos científicos que intentaron
echar abajo mis observaciones con las termitas, ¡incluso llega-
ron a sugerir que yo había adiestrado a los chimpancés! Pero
muchísimas personas quedaron fascinadas por la información
y por las subsiguientes observaciones en las que los chimpan-
cés de Gombe empleaban objetos como herramientas. Y sólo
unos cuantos antropólogos manifestaron su disconformidad
cuando sugerí que los chimpancés, probablemente, transmitían
sus tradiciones en el uso de herramientas de generación en ge-
neración por medio de la observación, imitación y práctica, de
manera que se podía suponer que cada población pudiera tener
su propia cultura en el uso de herramientas. Lo cual, inciden-
talmente, parece cada vez más cierto. Y cuando describí como
un chimpancé, Mike, resolvió espontáneamente un nuevo pro-
blema utilizando una herramienta (rompió un palo para tirar un
plátano al suelo cuando estaba demasiado nervioso para co-
gerlo de mi mano) no creo que nadie se sorprendiese lo más
mínimo en la comunidad científica. Es verdad que yo no fui
atacada, como Kohler y Yerkes, por sugerir que los humanos
no eran los únicos seres capaces de razonar.
A mitad de la década de los sesenta vi comenzar un pro-
yecto que, junto con otras investigaciones semejantes pareci-
das, pretendía enseñarnos mucho sobre la mente del chim-
pancé. Era el proyecto Washoe, concebido por Trixie y Allen
Gardner. Ambos compraron un pequeño chimpancé y empeza-
ron a enseñarle los signos de la ASL, el lenguaje de los signos
usado por los sordomudos. Veinte años antes otro equipo for-
mado por los esposos Richard y Cathy Hayes había intentado,
casi sin éxito, enseñar a hablar a Vikki, un joven chimpancé.
La iniciativa de los Hayes nos enseñó mucho sobre la mente
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
del chimpancé, pero Vikki, aunque pasó bien las pruebas de
coeficiente de inteligencia y aunque era una joven inteligente,
no podía aprender a hablar como los hombres. Los Gardner, sin
embargo, consiguieron un éxito espectacular con su alumno,
Washoe. No sólo aprendió los signos con facilidad, sino que
rápidamente empezó a usarlos juntos en diversas situaciones.
Estaba claro que cada signo evocaba en su mente la imagen
mental del objeto que representaba. Por ejemplo, si en el len-
guaje de los signos le pedían que trajese una manzana, se iba y
encontraba una manzana que estaba fuera de la vista, en otra
habitación.
Otros chimpancés entraron en el proyecto, algunos de ellos
empezando a vivir en familias que utilizaban normalmente el
lenguaje de los sordomudos antes de reunirse con Washoe. Y
finalmente Washoe adoptó un pequeño, Loulis. Venía de un
laboratorio donde jamás había penetrado la idea de enseñar los
signos. Mientras estuvo con Washoe no recibió lecciones
acerca de la adquisición del lenguaje, al menos, de los huma-
nos. Sin embargo, cuando tenía ocho años utilizaba en el con-
texto correcto cincuenta y ocho signos.
¿Cómo los aprendió? La mayoría, al parecer, imitando el
comportamiento de Washoe y de los otros tres chimpancés,
Dar, Moja y Tatu. A veces recibía instrucción del propio Wa-
shoe. Un día, por ejemplo, empezó a pavonearse de ir sobre dos
pies, con el pelo erizado, haciendo la señal de comida ¡co-
mida!, ¡comida!, ¡comida! con gran agitación. Había visto a un
hombre acercándose a ella con una tableta de chocolate. Loulis,
de sólo dieciocho meses, contemplaba la escena pasivamente.
De repente Washoe detuvo su exhibición, fue hacia él, cogió
su mano e hizo el signo de comida (los dedos apuntando a la
boca). En otra ocasión y en un contexto similar, hizo el signo
correspondiente a chicle, pero colocando su mano sobre
Loulis. En una tercera ocasión Washoe, sin que viniese al caso,
cogió una sillita, se la llevó a Loulis, la colocó frente a él e hizo
claramente el signo de silla tres veces mientras miraba a Loulis
fijamente. Los dos signos de comida fueron incorporados al
vocabulario de Loulis, pero el signo de silla, no. Obviamente,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
las prioridades del joven chimpancé eran similares a las de un
niño humano.
Cuando las noticias sobre los éxitos de Washoe llegaron por
primera vez a la comunidad científica, provocaron de inme-
diato una tormenta de amargas protestas. Esto implicaba que
los chimpancés eran capaces de dominar un lenguaje humano,
y esto, a su vez, indicaba un poder mental de generalización,
abstracción y formación de conceptos, además de habilidad
para comprender y utilizar símbolos abstractos. Y dicha habi-
lidad intelectual era ciertamente, prerrogativa del Homo sa-
piens. Aunque muchos estaban fascinados y excitados por los
descubrimientos de los Gardner eran muchos más los que re-
chazaban el proyecto en su conjunto, en la suposición de que
los datos eran poco fiables, la metodología poco sólida, y las
conclusiones no solamente erróneas, sino completamente ab-
surdas. La controversia originó todo tipo de proyectos sobre el
lenguaje. Y, aunque los investigadores eran reticentes a empe-
zar y esperaban desmentir los trabajos de Gardner, y aunque su
intención era demostrar lo mismo por un camino distinto, sus
investigaciones proporcionaron información adicional sobre la
mente de los chimpancés.
Y así, con nuevos incentivos, los psicólogos empezaron a
medir la capacidad mental de los chimpancés de diversas ma-
neras; una y otra vez los resultados confirmaron que sus mentes
son misteriosamente iguales a la nuestra. Durante largo tiempo
se sostuvo la idea de que sólo los humanos eran capaces de lo
que se denomina transferencia cruzada de información», es de-
cir, si alguien cierra los ojos y con las manos palpa una patata
de forma extraña, al abrir los ojos la reconocerá entre otras pa-
tatas solamente con verla. Y viceversa. Resultó que los chim-
pancés también son capaces de «saber» con sus ojos y «sentir»
con sus dedos en idéntico proceso. De hecho, ahora sabemos
que algunos otros primates no humanos poseen la misma habi-
lidad. Espero de toda clase de criaturas la misma habilidad.
Entonces se probó experimentalmente y por encima de
cualquier duda que los chimpancés podían reconocerse a sí
mismos ante un espejo, lo que demuestra que, de algún modo,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
poseen alguna clase de auto-concepto. De hecho, Washoe ya
había demostrado esta habilidad unos años antes, reconocién-
dose espontáneamente ante un espejo, mirando fijamente su
imagen y haciendo el signo de su nombre. Pero esa observación
era meramente anecdótica. La prueba llegó cuando a unos
chimpancés que habían estado jugando con espejos se les apli-
caron, mientras estaban anestesiados, toquecitos de pintura
inodora en puntos, como la cabeza y las orejas, que no podían
ver sino en el espejo. Cuando se despertaron no sólo quedaron
fascinados por su manchada imagen, sino que inmediatamente
investigaron con sus dedos las manchas de pintura.
El hecho que los chimpancés tuviesen una excelente me-
moria no sorprendió a nadie. Después de todo, hemos crecido
creyendo aquello de que «un elefante nunca olvida», así que
¿por qué iba a ser distinto un chimpancé? El hecho de que Wa-
shoe hiciera espontáneamente el signo del nombre de Beatrice
Gardner, su madre adoptiva cuando volvió a verla después de
una separación de once años, no es una hazaña que supere a la
de un perro que reconoce a su amo después de separaciones
más largas, a pesar de que la longevidad de un chimpancé es
mucho mayor. Los chimpancés pueden también hacer planes
para su inmediato futuro. Esto quedó bien ilustrado en Gombe
durante la estación de las termitas: a menudo un individuo pre-
paraba una herramienta para usar en un termitero que estaba a
más de cien metros y completamente fuera de su campo visual.
Este no es lugar para describir con detalle otras capacidades
cognoscitivas que han sido estudiadas en laboratorio en los
chimpancés. Entre otras conclusiones, se sabe que los chim-
pancés poseen habilidades prematemáticas: pueden, por ejem-
plo, diferenciar fácilmente entre el más y el menos. Pueden cla-
sificar cosas en categorías específicas de acuerdo con un crite-
rio dado —por ejemplo, no tienen dificultad en separar una pila
de alimentos en frutas y verduras en una momento dado y, en
otro, dividir la misma pila de alimento de grandes a pequeños,
incluso aunque esto requiera poner verduras junto con frutas.—
Los chimpancés a los que se ha enseñado un lenguaje pueden
combinar signos de modo creativo para describir objetos para
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
los que no poseen un símbolo concreto. Washoe, por ejemplo,
dejó perplejos a sus guardianes al preguntar por una fruta roca.
Por casualidad intuyeron que se estaba refiriendo a las nueces
de Brasil, que había encontrado poco antes por primera vez.
Otro chimpancé entrenado en el uso de los signos describió un
pepino como un plátano verde y otro se refirió un Alka-Seltzer
como la bebida que se oye. Pueden, incluso, inventar signos.
Cuando Lucy envejeció tuvimos que ponerle una traílla para
sacarla de paseo. Un día, impaciente por salir, pero no dispo-
niendo de signo alguno para traílla, manifestó su deseo aga-
rrando el cierre del anillo de su collar. Este signo pasó a formar
parte de su vocabulario. A algunos chimpancés les gusta dibu-
jar, y especialmente pintar. Los que han aprendido los signos
del lenguaje, a veces etiquetan sus trabajos espontáneamente,
«Esto [es] manzana», o ave, o maíz tierno, o cualquier cosa. El
hecho de que las pinturas parezcan a nuestros ojos notable-
mente distintas a los objetos representados por los artistas hace
pensar que los chimpancés son malos dibujantes ¡o que noso-
tros tenemos mucho que aprender del arte representativo de los
grandes monos!
Algunas veces la gente se pregunta por qué los chimpancés
han desarrollado tan complejos poderes intelectuales cuando su
vida salvaje es tan simple. La respuesta es, por supuesto, que
su vida en libertad no es tan simple. Ellos emplean —y necesi-
tan— sus habilidades intelectuales durante el habitual día a día
en su compleja sociedad.
Continuamente tienen que tomar decisiones, como dónde ir
o con quién viajar. Necesitan imperiosamente desarrollar su
habilidad social, particularmente aquellos machos que luchan
por un alto puesto en la jerarquía dominante. Los chimpancés
de nivel inferior deben aprender a contentarse —a ocultar sus
deseos, o bien a hacer las cosas en secreto— si quieren seguir
viviendo con sus superiores. En realidad, el estudio de los
chimpancés en libertad nos sugiere que sus habilidades menta-
les se han desarrollado durante milenios para poder arreglárse-
las cada día. Hoy, el volumen de datos fiables acerca de la in-
teligencia de los chimpancés obtenidos con tanto cuidado en
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
los laboratorios, constituyen un valioso soporte para los que
estudiamos los casos de inteligencia y conducta racional en la
jungla.
Es más fácil estudiar la destreza mental en el laboratorio,
mediante cuidadosos y elaborados tests y con un juicioso em-
pleo de los datos, puesto que los chimpancés pueden verse ani-
mados a superarse a sí mismos, a exprimir sus mentes hasta el
límite. Tiene más sentido realizar los estudios en la jungla, pero
resulta mucho más dificultoso. Tiene más sentido, porque po-
demos comprender mejor la presión ambiental que conduce a
la evolución de la habilidad mental en las sociedades de chim-
pancés. Es más difícil porque, en libertad, casi todas las con-
ductas pueden ser influidas por incontables variables; los años
de observación, grabación y análisis ocupan el lugar de los con-
trovertidos tests; las mediciones pueden ser contadas con los
dedos de la mano; los únicos experimentos son realizados por
la propia naturaleza y sólo el tiempo termina por proporcionar
una respuesta.
En la jungla, una simple observación puede tener un gran
significado y constituir la clave de algún enrevesado enigma de
ciertos aspectos del comportamiento, la clave para compren-
der, por ejemplo, un cambio de relación. Obviamente, resulta
crucial observar el mayor número posible de acontecimientos
de este tipo. Durante los primeros años de mi estudio en Gombe
quedó claro que una sola persona sólo podría comprender una
fracción de lo que ocurría en una comunidad de chimpancés en
un momento dado. Y así, a partir de 1964, pude formar un
equipo de investigación para ayudarme a obtener información
sobre la conducta de nuestros más cercanos parientes vivos.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
III. EL CENTRO DE INVESTIGACIÓN
El Gombe Stream Research Center creció a partir de un tí-
mido comienzo para convertirse en una de las más dinámicas
estaciones de campo del mundo para el estudio del comporta-
miento animal. Los dos primeros ayudantes de investigación se
reunieron conmigo en 1964. No tardamos mucho en darnos
cuenta de que había más trabajo del que tres personas podían
abarcar, a pesar de que mi marido Hugo, estaba también allí
para ayudar. Y así solicitamos fondos adicionales para emplear
a algunos estudiantes. Casi todos ellos sucumbieron al hechizo
de Gombe y nos devolvieron nuestra fe en ellos ayudándonos
a recoger más y más datos sobre la vida de los chimpancés.
Durante 1972 tuvimos hasta veinte estudiantes; por aquel
entonces no sólo estudiábamos los chimpancés, sino que tam-
bién tratábamos a los papiones. Había estudiantes graduados
en diversas disciplinas, principalmente antropología, etología
y psicología, procedentes de universidades de Estados Unidos
y de Europa. También teníamos no graduados, alumnos del
programa biológico interdisciplinario sobre el hombre de la
Universidad de Stanford y del departamento de zoología de la
Universidad de Dar es Salaam. Los estudiantes dormían en mi-
nirrefugios —pequeños cobertizos de chapa de aluminio ocul-
tos entre los árboles, cerca del campo—, pero se reunían para
el rancho a la hora de comer. Disponíamos de un funcional edi-
ficio de cemento y piedra en la playa, construida por mi viejo
amigo George Dove, en cuyo campo, en Serengueti, estuvimos
Hugo y yo cuando Grub era un bebé. George había construido
oficinas, y también una cocina con un horno de madera. E ins-
taló un generador, de manera que podíamos disponer de un
poco de electricidad, lo que nos reportó mayor comodidad para
el trabajo nocturno y nos permitió asimismo utilizar un conge-
lador que nos hizo olvidar las pesadillas de los abastecimientos
— 34 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
de alimentos. George construyó incluso una casita de piedra
para usar como cuarto oscuro.
La vida en el centro de investigación era agitada. Además
de los principales asuntos de observación de animales y reco-
gida de datos, se organizaban seminarios semanales en los que
discutíamos sobre los descubrimientos y planeábamos mejores
maneras de reunir los datos de los distintos estudios. Había un
espíritu de colaboración entre los estudiantes, un deseo de com-
partir información, que era, según mi opinión, bastante inusual.
No era fácil promover esta actitud de generosidad: al principio,
muchos de los estudiantes graduados se mostraban incompren-
siblemente reticentes a contribuir con sus preciosos datos al
centro de información. Pero yo sabía que tenía que conseguirlo,
si queríamos llegar a dominar la extraordinaria y compleja or-
ganización social de los chimpancés y documentar su vida con
la mayor amplitud posible. No sólo me ayudaron muchos estu-
diantes, sino también Dave Hamburg, jefe del departamento de
psiquiatría de la Universidad de Stanford. Él fue quien trajo a
los estudiantes de biología humana. Y aunque estos jóvenes
apenas estuvieron algo más de seis meses en Gombe, poseían
tan buena preparación antes de venir a África que sus contribu-
ciones resultaron muy valiosas.
Aunque nosotros no podíamos saberlo por entonces, lo más
importante para el futuro a largo plazo de la investigación en
Gombe fue la preparación del personal de campo tanzano.
Desde 1968, cuando una de los estudiantes cayó en un precipi-
cio mientras seguía a unos chimpancés y perdió trágicamente
la vida, se tomó como norma que cada estudiante subiera al
monte acompañado por un tanzano. Así, si ocurría un acci-
dente, uno de los dos podría ir a pedir ayuda. Gradualmente
estos hombres adquirieron una serie de conocimientos que los
hicieron imprescindibles: conocían a los chimpancés por su
nombre y podían identificar a los recién llegados y eran exper-
tos en descubrir los caminos alrededor de un terreno escabroso.
En 1972, empezaron a recoger datos por sí mismos —por ejem-
plo, marcando la ruta seguida por un determinado chimpancé
en un mapa, anotando las relaciones que mantenían él o ella
— 35 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
durante la jornada e identificando las diferentes especies de
plantas que comían—. Los estudiantes graduados aprovecha-
ban muy bien esta fuente de datos, y se aseguraban de la buena
formación de sus ayudantes de campo. De vez en cuando yo
asistía a seminarios en kiswahili, su lengua nativa, durante los
cuales discutíamos varios aspectos del comportamiento del
chimpancé y de los papiones, y daba charlas sobre los primates
no humanos en diferentes partes del mundo. Y de este modo,
el personal de campo comenzó a estar progresivamente mejor
informado, más interesado y entusiasta.
Me sentía inmensamente orgullosa de haber sido la respon-
sable de la formación de este grupo y la calidad y la cantidad
de la información recogida era extraordinaria. Aún había mo-
mentos en que recordaba mis primeros días en Gombe con pro-
funda nostalgia; los verdaderos comienzos, cuando mis únicos
compañeros eran mi madre, Dominic, el cocinero, y Hassan,
que con su pequeña barca se llegaba hasta Kigoma para el apro-
visionamiento. Yo había trabajado muy duro, obligándome a
trepar al Pico al amanecer y permaneciendo allí hasta que las
montañas quedaban en sombras por la llegada de la noche. Para
mí no había fines de semana ni vacaciones. Pero era joven y,
físicamente, aguantaba y me enorgullecía de ello. Podía viajar
a través de los bosques sabiendo que los únicos seres que iba a
encontrar durante todo el día serían los chimpancés, o los pa-
piones, o algunas de las criaturas salvajes que habitan estos
exuberantes valles o las abiertas cadenas montañosas. Pero el
cambio fue inevitable: no había posibilidad alguna de que una
sola persona, no importa de qué modo se organizase, puliese
realizar un estudio que realmente comprendiese el conjunto de
los chimpancés de Gombe. Aquí, en el centro de investigación,
el creciente número de personas moviéndose por los árboles ha
disminuido esa sensación del transcurrir de las horas en abso-
luta soledad.
En realidad, en 1972 pasé sólo periodos muy cortos con los
chimpancés a pesar de que, fuera de los tres meses al año que
dedicaba a la enseñanza en el programa de biología humana en
Stanford, vivía permanentemente en Gombe. La razón fue que,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
después de los años anteriores contemplando a las madres
chimpancés criar a sus hijos, estaba intentando educar a mi pro-
pio hijo. Tenía muy claro que un fuerte vínculo afectivo con la
madre era positivo para el futuro del chimpancé. Sospechaba
que lo mismo debía de ser cierto para los humanos y el trabajo
de hombres como René Spitz y John Bowlby confirmó este
punto. Y así, mientras los estudiantes pasaban la mayoría de su
tiempo en el campo, yo pasaba mucho tiempo con Grub. (Su
verdadero nombre es Hugo, pero es conocido como Grub por
su familia y sus amigos, incluso ahora.) Solía trabajar por la
mañana en la administración, y también escribiendo, y me de-
dicaba a Grub por las tardes.
Desde luego, me mantuve al corriente de todo lo que ocu-
rría en la comunidad de chimpancés. Las conversaciones de
cada noche, en medio del bullicio, versaban rara vez sobre algo
que no fuesen los chimpancés o los papiones. Era capaz de se-
guir, emocionándome con las explicaciones de mis colegas, la
rivalidad por el dominio entre Humphrey, Figan y Evered. Yo
recibía informaciones diarias de las explosiones adolescentes
de Flint y Goblin, Pom y Gilka, y de las aventuras sexuales de
Gigi. Además, casi siempre veía al menos uno o dos chimpan-
cés durante mis visitas al campamento.
Ocasionalmente, Grub y yo recibíamos las visitas de los
chimpancés en nuestra casa en la playa. Una vez, Melissa y su
familia estaban vagando por la galería y miraban a través de la
reja soldada la sala de estar, precisamente después de que al-
guien regalase a Grub dos pequeños conejitos. No hay conejos
en Gombe, así que los chimpancés estaban claramente fascina-
dos. Goblin, lleno de la curiosidad de un adolescente, perma-
neció agarrado a la ventana mirando y mirando hasta bastante
tiempo después de que su madre y su hermana menor perdieran
el interés y se marcharan. Por cierto que aquellos conejos re-
sultaron ser un terrorífico par de cachorros, domésticos, muy
afectuosos y extremadamente entretenidos. Y me enseñaron
mucho; hasta entonces no tenía ni idea, por ejemplo, que a los
conejos les encantaba la carne. ¡Y aún me quedé más sorpren-
dida cuando los vi cazando y comiendo arañas!
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Se sabe que los chimpancés capturan y comen niños huma-
nos, así que, para que Grub tuviera la máxima seguridad, Hugo
y yo construimos nuestra casa en la playa del lago porque los
chimpancés raramente iban por allí. Los papiones, sin em-
bargo, sí frecuentan a la orilla del lago y nuestra casa quedaba
situada en el corazón de los dominios de la tropa de la Playa.
Como resultado yo pasaba más tiempo que nunca observando
a los papiones. No sólo constituía en sí misma una buena ex-
periencia de aprendizaje, sino que me proporcionaba una nueva
perspectiva en la manera de observar el comportamiento de los
chimpancés, indicándome con toda precisión los aspectos en
los que diferían de otros monos, como los papiones. Los chim-
pancés eran claramente más intelectuales que los papiones,
como lo demuestra, por ejemplo, el empleo de objetos como
herramientas. Pero los papiones eran mucho más adaptativos
que los chimpancés. Hay papiones en toda África, de norte a
sur, de este a oeste; en cambio, los chimpancés, de naturaleza
prudente y conservadora y con una tasa más baja de reproduc-
ción, se encuentran sólo en el cinturón de la selva tropical.
Pero desde muy al principio los papiones de Gombe, va-
lientes y oportunistas, se mostraron rápidos en probar cualquier
nuevo alimento humano que pudiera caer en sus manos; y casi
sin excepción, lo encontraban altamente deseable. Había una
constante lucha de inteligencia entre los humanos de Gombe
por un lado y los papiones por otro, con demasiada frecuencia
ganada por los papiones. En vano implantamos unas normas:
no comer en el exterior; no echar los restos de comida fuera,
excepto en los cubos de basura cerrados; las puertas de la casa
debían permanecer siempre cerradas. Todos debían obedecer
las normas, pero siempre había alguien que alguna vez las ol-
vidaba o que se equivocaba pensando: «Bueno, ahora no hay
ningún papión por los alrededores». Y estos eran los momentos
que los papiones esperaban.
El papión Crease era un inveterado ladrón. Acostumbraba
a sentase durante horas, oculto entre el espeso follaje de algún
árbol detrás de nuestras casas, lejos del resto de la tropa. Si
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
nosotros Olvidábamos cerrar la puerta, incluso por unos mo-
mentos, aprovechaba la oportunidad para hacer una rápida es-
capada. Muchas veces se apoderaba de una hogaza de pan, hue-
vos, piñas o papayas, o ele un zarpazo cogía cualquier cosa de
una estantería, hasta que pusimos fuertes multas para castigar
aquellos comportamientos descuidados que provocaran estas
depredaciones. Una vez robó una lata recién abierta de dos li-
bras de margarina y, sentándose, dedicó las dos horas siguien-
tes a consumir el contenido lentamente y con aparente placer.
Un día Grub, muy excitado, me contó una épica historia de
Crease. Empezó cuando un water-taxi (así llamábamos noso-
tros a los botecitos que transportaban viajeros arriba y abajo
del lago) se estropeó cerca del centro de investigación. Estaban
sacando el bote a la orilla de la playa y retirando el motor para
repararlo y los pasajeros salieron a estirar las piernas. De algún
modo Crease llegó a enterarse de que en el bote vacío había
una carga de harina de casabe (mandioca). Sin dudarlo un ins-
tante el viejo réprobo saltó a bordo. Pero justo en el momento
en que abría uno de los sacos y empezaba a llenarse la boca de
comida, el bote empezó a moverse hacia el lago. Entonces, per-
catándose de repente de que la orilla se estaba alejando, Crease
se asustó. Saltó de un lado a otro del barco cayó y dentro del
saco abierto, de manera que se formaron nubes de polvo blanco
que le hicieron estornudar. Por fin uno de los estudiantes se
apiadó de él y, entre risas, acercó el barco a la orilla. Crease
desembarcó con poco digno apresuramiento, cubierto de nieve
como un decorado navideño.
De hecho los papiones, a diferencia de los chimpancés, sa-
ben nadar. Algunas veces, cuando el agua está en calma, los
jóvenes papiones van al lago a divertirse e incluso se sumergen
y nadan bajo el agua. Durante los incidentes de agresión un
papión puede escapar de sus perseguidores corriendo hacia el
lago y esperar allí hasta que las cosas se hayan calmado en tie-
rra.
El lago Tanganika es conocido por ser la mayor masa exis-
tente de agua incontaminada: es el lago más largo del mundo y
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
el segundo en profundidad. A veces grandes tormentas lo ba-
rren en longitud, formando enormes olas en su superficie. Casi
cada año algunos pescadores son arrastrados por el viento hacia
Zaire; muchos de ellos no han regresado jamás. Y existen otros
peligros, demasiados, agazapados en las profundidades crista-
linas del lago. Los cocodrilos lo han abandonado, pero hay co-
bras de agua que viven entre las grandes rocas que emergen del
agua en los promontorios de las bahías. No hay antídoto seguro
para la mordedura de estas largas, pardas y sedosas serpientes,
que presentan bandas negras alrededor de su cuello. Por eso me
preocupaba cuando Grub nadaba en el lago. Pero en muchos
aspectos Gombe constituía un entorno maravilloso para criar a
un niño.
Grub pasó gran parte de su primera infancia jugando en las
orillas del lago y probablemente fue allí, rodeado por los pes-
cadores nativos, donde adquirió su pasión por la pesca. Como
cualquier chico, mostraba una increíble paciencia cuando se te-
nía que desenmarañar una red de pesca enredada hasta la de-
sesperación. Yo me habría marchado a los dos minutos; pero
él persistiría durante toda la mañana, y algunas veces por la
tarde, hasta que la red quedaba completamente desenredada en
la terraza, con sus corchos, lista para usar antes del anochecer.
Y a la mañana siguiente, después del excitante examen de las
capturas, el laborioso proceso tenía que llevarse a cabo otra
vez.
Cuando Grub tenía cinco años comenzó un curso escolar
por correspondencia bajo una serie de tutores, jóvenes que se
hallaban entre la escuela y la universidad y disfrutaban de la
oportunidad de ver Gombe y los chimpancés a cambio de sus
servicios. Pero tenía, además, muchas oportunidades de pescar
y bañarse en el lago. Por esta época Maulidi Yango entró en la
vida de Grub. Maulidi, empleado para desbrozar los caminos
de la selva, tiene un espléndido físico y es fuerte como un roble.
Los recién llegados a Gombe se asustaban al ver todo un árbol
moverse ante ellos a lo largo del camino: entonces, en alguna
parte debajo del árbol, veían a Maulidi. Sencillo, con un gran
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
sentido del humor, Maulidi se convirtió en el héroe de la infan-
cia de Grub. En realidad, Grub sostiene que Maulidi tuvo más
importancia a la hora de moldear su carácter que cualquier otra
persona de fuera de la familia. Era un espectáculo corriente en
Gombe ver a Maulidi tumbado en la arena mientras Grub na-
daba; a Maulidi remando mientras Grub pescaba o a Maulidi
comiendo y disfrutando de su siesta mientras Grub le esperaba.
Siguen siendo grandes amigos.
Una mañana Grub vino a decirme que Flo y Flint estaban a
punto de pelearse. Por esa época Flo era ya realmente una vieja.
Sus dientes estaban gastados y tenía problemas para encontrar
alimentos suficientemente blandos. En el campamento le pro-
porcionábamos raciones extra de plátanos y siempre la alimen-
taba con huevos cuando se acercaba a la casa. Pero incluso así,
gradualmente empezó a debilitarse más y más. A veces aún
mostraba destellos del espíritu indomable que, sin duda alguna,
le había permitido alcanzar tan avanzada edad.
Así estaba aquella mañana. La encontré sentada en el suelo,
con apariencia fría y miserable, pues terminaba de caer uno de
esos cortos y pesados aguaceros que suelen pillarnos despreve-
nidos en medio de la estación seca. A su lado, Flint bromeaba
con Crease. El viejo papión se ocupaba de sus propios asuntos,
pero Flint seguía agitando las mojadas ramas de encima de su
cabeza, duchándose con las gotas. Por fin Crease, que había
permanecido con la cabeza gacha tratando de ignorar a Flint,
perdió la calma y saltó hacia su atormentador, amenazándolo.
Flint gritó, y en un momento Flo apareció en escena. Cargó
contra Crease profiriendo potentes gritos de amenaza. ¡Y
Crease se marchó!
Unas semanas después, Crease intentó coger uno de los
huevos que yo daba a Flo. Ella se erizó al instante, se incorporó,
y corrió hacia el papión agitando los brazos y golpeándolo. Y
Crease se retiró y se sentó a mirar desde una considerable dis-
tancia, mientras la anciana hembra saboreaba tranquilamente
los huevos, de uno en uno, masticándolos con hojas.
A veces yo seguía a Flo y a Flint cuando pasaban paseando
por delante de casa. De vez en cuando Flint aún intentaba subir
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
a los hombros de su madre, y creo que ella lo habría llevado si
hubiese estado lo bastante fuerte. Pero ella no aguantaba su
peso y, por tanto, Flint tenía que andar. Incluso sin él a sus es-
paldas Flo tenía que sentarse a descansar frecuentemente du-
rante los viajes, y Flint llegaba a impacientarse y continuaba,
lloriqueando, cuando ella no le seguía. A veces él retrocedía y,
con mala cara, la empujaba vigorosamente, intentando forzarla
a seguir. Cuando ella insistía en seguir descansando, él no sólo
no la dejaba en paz, sino que la molestaba tirando de sus manos
hacia él y gritando malhumorado si ella rehusaba moverse. Una
vez llegó a empujarla fuera de un nido, de modo que cayó es-
trepitosamente contra el suelo. A veces sentía ganas de abofe-
tearlo. Estaba claro que Flo habría estado muy sola sin él. Se
movía tan lentamente que incluso su hija Fifi raramente viajaba
con ella, y por aquel entonces Flo se había vuelto tan depen-
diente de Flint como él lo era de ella. Recuerdo una vez, cuando
llegaron a un desvío en el camino, que Flo eligió un camino y
Flint el otro. Seguí a Flo. Después de unos minutos se paró,
miró atrás y emitió unos pequeños y tristes gemidos. Se detuvo
un momento esperando, supongo, a que Flint cambiase de opi-
nión. Como él no apareció, ella volvió atrás y se fue detrás de
su hijo.
Recibí la noticia de su muerte en una brillante y clara ma-
ñana. Su cuerpo había sido encontrado yaciendo boca abajo en
el arroyo de Kakombe. Aunque yo sabía que el fin estaba cerca,
eso no mitigaba mi dolor y me quedé mirando hacia abajo,
donde permanecía Flo. Hacía once años que la conocía y la
quería de verdad.
Aquella noche vigilé su cuerpo para evitar que lo profana-
ran los cerdos salvajes que merodeaban por allí. Flint estaba
cerca, en silencio y su dolor hubiera sido peor si hubiera en-
contrado el cuerpo de su madre roto y medio devorado. Mien-
tras la velaba a la brillante luz de la luna pensaba en la vida de
Flo. Durante quince años seguidos vagó todas las noches por
las colinas de Gombe. Y aunque no llegué a registrar toda su
historia, a invadir la intimidad de ese escabroso terreno, la vida
de Flo había tenido, en sí misma y por sí misma, un significado
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
y un valor lleno de objetivos, vigor y amor a la vida. ¡Y cuánto
aprendí de ella a partir de nuestra larga relación! Porque ella
me enseñó a honrar el papel de la madre en la sociedad y a
apreciar no solamente la inconmensurable importancia que la
madre tiene para un niño, sino también la alegría y el gozo que
la relación puede proporcionar a la madre.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
IV. MADRES E HIJAS
«Los modales hicieron al hombre», escribió el poeta Wi-
lliam de Wykeham. Ah, pero ¿quién hizo los modales? Quizá
podemos aventurar que «la Madre hizo los modales», por su-
puesto con una pizca de experiencias tempranas y una buena
cantidad de herencia genética. Los relativos roles de «natura-
leza» versus «crianza» han provocado muchos amargos argu-
mentos en los círculos científicos en los últimos años. Pero las
llamas de la controversia se han apagado ya, y se acepta gene-
ralmente que, incluso en los animales inferiores, el comporta-
miento adulto se adquiere a través de una mezcla de genética y
experiencia adquirida por el individuo a lo largo de la vida.
Cuanto más complejo es el cerebro de un animal, mayor es el
papel que la enseñanza puede desempeñar en el modelado de
su comportamiento, y más variaciones podemos encontrar de
un individuo a otro. La información obtenida y las lecciones
aprendidas en los años de la infancia, cuando el comporta-
miento es flexible al máximo, parecen tener una particular sig-
nificación.
Para los chimpancés, cuyos cerebros se parecen más a los
de los seres humanos que a los de cualquier otra especie, la
naturaleza de las primeras experiencias puede tener mucha in-
fluencia en la conducta del adulto. En mi opinión es particular-
mente importante la disposición de la madre del niño, su posi-
ción en la familia, y si hay hermanos mayores, su sexo y per-
sonalidad. Una infancia segura lleva a la confianza en sí mis-
mos y a la independencia cuando se llega a la edad adulta. Una
vida temprana desordenada puede dejar secuelas permanentes.
En libertad, casi todas las madres cuidan de sus hijos con rela-
tiva eficiencia. Pero incluso se dan casos de diferentes tipos de
técnicas de educación. Sería difícil encontrar dos hembras que
hubiesen podido recibir trato más distinto durante los primeros
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
años que la hija de Flo, Fifi, y la hija de Passion, Pom. De he-
cho, Flo y Passion son los dos extremos opuestos de una escala:
la mayoría de madres tienen su lugar entre estos dos extremos.
Fifi tuvo una maravillosa y despreocupada infancia. La
vieja Flo era una madre altamente competente, afectiva, tole-
rante, juguetona y protectora. Figan formaba parte de la familia
cuando Fifi estaba creciendo, sumándose a los juegos cuando
Flo no estaba de humor, y solía transigir con su hermana menor
en sus infantiles discusiones. Faben, el primogénito de Flo,
acostumbraba también a estar por allí. Flo, que era la hembra
dominante cuando la conocí, era muy sociable. Pasaba bastan-
tes ratos con otros miembros de la comunidad y tenía una rela-
jada y amigable relación con la mayoría de los machos adultos.
En este ambiente social Fifi se convirtió en una pequeña enér-
gica que confiaba en sí misma.
La infancia de Pom, en comparación con la de Fifi, fue poco
agradable. La personalidad de Passion era tan distinta de la de
Flo como la tiza del queso. Cuando yo la conocí por primera
vez, a principios de los años sesenta, era incluso una solitaria;
no tenía compañeras hembras cercanas, y en aquellas ocasiones
en que se encontraba en un grupo con machos adultos su rela-
ción con ellos era inquieta y tensa. Era una madre fría, intole-
rante y brusca, y rara vez jugaba con su pequeña, particular-
mente durante los dos primeros años de vida. Y Pom, como era
la primera cría en sobrevivir, no tenía hermanos para jugar du-
rante las largas horas en que ella y su madre permanecían en su
casa. Pasó una época difícil durante los primeros meses, por lo
que se convirtió en una pequeña ansiosa y enmadrada, siempre
temerosa de que su madre se fuera y la dejara atrás.
Así pues, no es sorprendente que Pom y Fifi reaccionaran
de modo distinto ante los diversos desafíos que una joven hem-
bra debe afrontar cuando tiene que crecer en libertad.
Todos los jóvenes chimpancés se trastornan y deprimen du-
rante el difícil tiempo del destete, cuando la madre impide a la
cría, con creciente frecuencia y determinación, tanto mamar
como montar en sus espaldas. Esto sucede normalmente al
— 45 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
cuarto año. Durante unos cuantos meses Fifi se mostró sensi-
blemente menos alegre y juguetona; pasaba cada vez más
tiempo sentada en estrecho contacto con su madre, mirándola
pensativa y melancólica. Pero pasó su depresión rápidamente
y por aquel tiempo nació su hermano Flint, que le seguía en
edad, y volvió a ser la Fifi chispeante, enérgica y segura de sí
misma.
La depresión de Pom, sin embargo, parecía que iba a conti-
nuar eternamente. Fue interesante comprobar cómo algunas ve-
ces, durante el primer año de vida de su hija, la actitud de Pas-
sion hacia ella se dulcificaba: se hizo más paciente y juguetona.
Y Pom, probablemente como resultado directo de ello, co-
menzó gradualmente a experimentar menos ansiedad. Pero es-
tos signos de mejor bienestar psicológico desaparecieron du-
rante el trauma del destete. Fue, claramente, una experiencia
más perturbadora para Pom que para Fifi, a pesar de que Pas-
sion, para sorpresa mía, se mostraba notablemente tolerante.
Casi siempre respondía a las peticiones de Pom para que la aci-
calara y le permitía incluso montar en su espalda sin demasia-
das protestas. Desde cuatro semanas antes teníamos la seguri-
dad de que ya no tenía leche. Permitía a Pom sentarse junto a
sí, con un pezón en la boca, mientras mantenía los ojos cerra-
dos a veces hasta veinte minutos. Pero nada parecía ayudarla.
Sin embargo, el hecho de que Pom fuera incapaz de lidiar con
el destete se debió, casi con toda seguridad, al áspero trato re-
cibido en su infancia. La única cosa que solía recibir de su ma-
dre era la leche: ahora, cuando ésta le era súbitamente dene-
gada, volvió su primitiva sensación de inseguridad. Hasta unas
semanas después, cuando Passion tuvo la siguiente cría, Pom
no abandonó la costumbre de mamar.
Para todos los jóvenes chimpancés el nacimiento de un
nuevo bebé en la familia señala el fin de una era, un importante
escalón hacia su independencia, aunque tendrán que pasar en-
tre tres y seis años antes de que empiecen a dejar a su madre y
a moverse fuera, en el mundo de los adultos. Fifi tenía alrede-
dor de cinco años y medio cuando Flint nació. Ahora que Flo
tenía una tierna criatura que cuidar no podía dedicar toda su
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
atención a Fifi. Pero lejos de trastornarse, Fifi estaba total-
mente fascinada y contenta con el nuevo bebé, y durante sus
dos primeros años dedicaba horas a jugar con él, acicalándole
y llevándolo a cuestas en los desplazamientos familiares. Ahu-
yentaba celosamente a los otros jóvenes cuando querían jugar
con él, al menos cuando era muy pequeño, y ayudaba a Flo a
cogerle en situaciones potencialmente peligrosas.
Pom, al igual que Fifi, se mostró al principio curiosa y fas-
cinada cuando Prof nació. Pero pronto, cuando pasó la novedad
de su hermanito, volvió al estado depresivo en el que se encon-
traba antes del nacimiento. Y permaneció aletargada y lánguida
durante los primeros años de vida de Prof y rara vez demostró
gran interés por él. Incluso cuando, a los cinco meses, comenzó
a andar a trompicones, situación que Fifi encontró irresistible,
Pom continuó sin hacerla el más mínimo caso a Prof. Rara vez
le transportaba, y cuando jugaban, lo que no era frecuente, Prof
era quien solía iniciar el juego. Gradualmente, sin embargo,
Pom superó su depresión y su hermano pasó a resultarle más
atractivo. Empezó a transportarle y a jugar con el con más fre-
cuencia. Se volvió asimismo muy protectora. Una vez, por
ejemplo, Pom conducía a su familia a través del bosque y vio
una gran serpiente enroscada junto al sendero. Emitiendo un
pequeño aviso, «huu», subió al árbol balanceándose. Prof tenía
entonces tres años y andaba trastabilleando detrás de su her-
mana, así que no vio la serpiente. De haberla visto tampoco
hubiera pensado en un posible peligro. Tampoco pareció com-
prender el discreto aviso de Pom. Passion, que formaba la re-
taguardia, estaba muy lejos. De repente, cuando Prof estaba a
pocas yardas de la serpiente, Pom, completamente asustada, se
bajó, recogió a su hermanito y trepó hasta ponerlo en lugar se-
guro.
El siguiente trastorno importante en su vida de joven chim-
pancé hembra tuvo lugar cuando, aproximadamente a los diez
años, se volvió por primera vez sexualmente atractiva para los
grandes machos. Fifi estaba encantada con la nueva experien-
cia. Algunas veces, cuando un macho estaba muy evidente-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
mente desinteresado por lo que ella tenía para ofrecer, se acos-
taba muy cerca y, esperando a pesar de todo, le miraba fija-
mente. O mejor dicho, miraba fijamente una parte de su anato-
mía que estaba, en lo que a ella concernía, desilusionadamente
fláccida. Una vez ella llegó tan lejos que pellizcó el fláccido
apéndice... con resultados altamente satisfactorios. Pronto se
hizo evidente que los machos veían a Fifi como una pareja se-
xual deseable. No tenía el mismo sex appeal que Flo irradiaba
en otro tiempo; pero en aquellos días era, después de todo, más
joven e inexperta.
Cuando Pom, a su vez, pasó a ser sexualmente atractiva
para los machos adultos por primera vez halló en ello, lo mismo
que Fifi, una nueva y placentera experiencia y apremiaba a
cualquier macho que diera muestras de interés. Pero mientras
Fifi permanecía tranquila y relajada cuando cumplía con las
demandas sexuales de los machos, Pom se agachaba antes que
ellos, tensa y nerviosa, y escapaba al llegar el momento de la
relación. Desarrolló un comportamiento extraño, neurótico.
Solía suceder, por ejemplo, que cuando iba a saludar a un ma-
cho, emitía estrepitosa y frenéticamente jadeos de sumisión y,
agazapándose ante él, manoteaba cerca de su cara marchándose
después. Los machos se mostraban irritados por esta conducta
y a veces la amenazaban o incluso la atacaban. Y así, en un
círculo vicioso, ella iba aumentando su nerviosismo y su ten-
sión. No era sorprendente que Pom estuviera lejos de ser la po-
pular pareja sexual que Fifi había sido cuando tenía su misma
edad.
La hembra adolescente de chimpancé, igual que sucede en
la especie humana, pasa por una fase infértil característica entre
la menarquía y la primera concepción. Para ambas, Fifi y Pom,
este periodo duró unos dos años, durante los cuales unos diez
días al mes estaban en celo y eran sexualmente atractivas y muy
receptivas a los machos adultos. Estos meses fueron clara-
mente beneficiosos para Fifi. Aunque Flo acompañaba algunas
veces a su hija cuando iba en busca de compañía masculina,
era ya vieja, así que Fifi solía salir sin ella. De este modo apren-
dió cómo moverse en la sociedad de adultos sin el apoyo de
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
una madre de jerarquía superior. Como maduraba socialmente
y confiaba más y más en sí misma, completó su evolución y
pasó a ser más fuerte; más capaz de salir adelante cuando, por
fin, se convirtiera a su vez en madre.
Sin embargo Fifi, a la vez que se convertía en progresiva-
mente independiente y mundana, volvía siempre a reunirse con
su madre después de cada periodo de coqueteo con los machos.
Y así, continuaba siendo parte importante de la familia cuando
en 1968, Flo dio a luz su último bebé. Tristemente, el pequeño
Flame vivió sólo seis meses, pero durante este tiempo Fifi,
siempre que tenía oportunidad —cuando no estaba sexual-
mente preocupada con los machos— disfrutaba llevando al pe-
queño, acicalándole y jugando tranquilamente con él, adqui-
riendo así una experiencia adicional en habilidad materna. Ha-
cia el final de sus dos años de infertilidad, Fifi copulaba fre-
cuentemente con uno u otro de sus machos pretendientes en los
alrededores de los límites de la comunidad. Allí la pareja per-
manecía —si el macho podía conseguirlo— separada de los de-
más machos, mientras duraba el estado de Fifi. Durante tales
asociaciones es cuando los machos pueden tener la suerte de
engendrar un descendiente. De hecho, es completamente cierto
que el primer hijo de Fifi no fue engendrado por un macho de
su propia comunidad, sino por uno de los machos de Kalande,
en el sur, ya que Fifi efectuó un buen número de visitas a su
territorio obedeciendo al peculiar impulso de vagabundear, de
entrar en contacto y emparejarse con machos desconocidos que
hemos observado en la mayoría de hembras durante la adoles-
cencia tardía. Y parece que ella concibió durante una de estas
excursiones. Una vez preñada, Fifi volvió a su propio territorio.
Su relación con Flo y Flint, de siete años, pasó a ser más íntima,
ahora que sus impulsos sexuales estaban, de momento, aquie-
tados.
La adolescencia de Pom fue más turbulenta. Por aquel en-
tonces el lazo entre ella y su madre era muy fuerte; en algunos
aspectos más que el que había entre Fifi y Flo. Puesto que Pas-
sion siempre defendería a su hija durante las riñas con otras
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
hembras de la comunidad, Pom se había vuelto enérgica y agre-
siva en su trato con ellas. Cuando Passion no estaba cerca, las
otras solían desquitarse luchando contra Pom. Pero si Passion
estaba lo bastante cerca como para escuchar los gritos de Pom,
corría para defenderla y madre e hija, juntas, castigaban a la
hembra culpable. Y Pom muchas veces también intentaba ayu-
dar a su madre de la misma manera.
Recuerdo claramente un incidente de este tipo. Yo había
seguido a Pom toda la mañana y estaba observando cómo ella
y otra hembra, Nope, buscaban termitas. En ese momento es-
cuchamos unos jadeos y luego unos gritos cosa de un kilómetro
al oeste, lejos, por el valle. Ambas hembras se volvieron hacia
los ruidos, pero mientras Nope volvió a comer, Pom siguió mi-
rando hacia el oeste. Después de unos momentos hubo otra ex-
plosión de gritos. Nope no prestó atención, pero Pom emitió un
pequeño gemido de temor, tocó a Nope, y siguió mirando al
lejano grupo. Un minuto después llegó el enloquecido grito de
un chimpancé atacado. Instantáneamente, con un grito de
miedo, Pom desapareció corriendo en dirección a los ruidos.
Por suerte para mí, el camino era bueno y no me quedé atrás.
Corrimos durante unos cuatro kilómetros y entonces, mientras
yo me enredaba en unas parras, vi a Pom junto a su madre,
rascándola. Tanto Passion como Prof, que permanecía en lo
alto de un árbol, estaban sangrando por unas heridas recientes,
sin duda recibidas durante los ataques que acabábamos de oír.
Un macho adulto cargó sobre nosotros, golpeó a Passion y a su
hija y, tras el ataque, dejó a la familia a solas.
Incluso en los periodos en que Pom estaba en celo e iba en
busca de gratificación sexual, Passion acostumbraba acompa-
ñarla. Y si Pom viajaba por su cuenta con los machos, solía
volver pronto a la tranquilizadora compañía de su madre y del
pequeño Prof. Hasta su sexto celo no vemos a Pom durmiendo
junto a un grupo de machos lejos de su familia.
Al contrario que Fifi, Pom rara vez entraba en cortejos, y la
razón, al menos en parte, era su inusualmente íntima relación
con Passion. Recuerdo bien una calurosa tarde de septiembre
de 1976. Al mediodía había encontrado a Pom acompañado,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
como era usual, por su madre y por su hermano. Con ellos es-
taba Satán, que intentaba desesperadamente conducir a Pom
hacia el norte. Pero Pom no quería ir con él. Una y otra vez,
con el pelo erizado y ojos amenazantes, Satán sacudía la vege-
tación y se iba en la dirección elegida, volviéndose para com-
probar si ella lo seguía o no. Una y otra vez Pom desoía estas
llamadas. En varias ocasiones Satán, exasperado, se conto-
neaba junto a Pom, amenazándola. Y cuando esto sucedía Pom
avisaba a Passion gritando. Entonces Passion, aunque era muy
vieja, apartaba al gran macho y profería un grito compuesto de
enojados —y seguramente exagerados— alaridos. Una vez Sa-
tán atacó a Pom e inmediatamente Passion, con furiosos ladri-
dos, apartó por sí misma al asaltante de su hija golpeándolo con
los puños. Probablemente Satán se sorprendió tanto como yo.
Dejó a la hija y se volvió hacia la madre, aunque sólo efectuó
un semiataque. Passion y Pom se rascaron mutuamente durante
un buen rato mientras Satán, ceñudo, se sentaba a su lado. Des-
pués de aquella vez sólo intentó dos ataques más de esta clase
para imponer su deseo, y cuatro horas después de encontrarse
con ellas, abandonó y se marchó en solitario. ¡Pom había es-
tado bien protegida!
El nacimiento del primer bebé es, para la madre, un suceso
de épica significación. Y en el caso de Fifi el nacimiento tam-
bién tuvo para mí la misma significación. En realidad, durante
los ocho meses del embarazo de Fifi estuve casi tan impaciente
(aunque no tanto) como durante mi propio embarazo, cuatro
meses antes. ¿Iba a ser, como yo predecía, el mismo tipo de
madre que Flo? Vimos por primera vez el bebé en mayo de
1971 cuando tenía sólo dos días. Recordando las salvajes aven-
turas sexuales de la adolescencia de su madre ¡lo llamamos
Freud! Tal como esperábamos, Fifi fue desde el principio una
madre relajada y competente. Como Flo antes que ella, era to-
lerante, afectiva y juguetona. También mostraba aspectos del
singular comportamiento de su madre.
Un día, cuando Freud tenía solo dos meses, un estudiante
me dijo: «¿No era eso lo que Flo solía hacer?» Y allí estaba Fifi
columpiando a Freud cogiéndolo por un pie mientras le hacía
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
cosquillas, tal como Flo acostumbraba a hacer con Flint. Hasta
entonces nunca habíamos visto otra madre jugando de esa ma-
nera. Fifi lo había intentado, de pequeña, cuando jugaba con el
pequeño Flint, pero entonces sus piernas eran demasiado cor-
tas. Ahora imitaba a Flo a la perfección. Durante el primer año
de vida de Freud, Fifi continuó pasando la mayor parte de su
tiempo con su madre, pero, para nuestra decepción, Flo mostró
poco interés por su nieto. A veces lo miraba y, a medida que
crecía, lo toleraba cuando alguna vez se colgaba de sus pelos.
Pero por aquel entonces, Flo ya estaba realmente vieja; apenas
le quedaba energía para sostener su frágil cuerpo día tras día y
ninguna para lujos como jugar con el pequeño de su hija. Freud
sólo tenía quince meses cuando su abuela murió.
¿Y qué fue de Pom y su primer bebé? Tenía casi trece años
cuando nació Pan. Yo esperaba que le diese un trato muy simi-
lar al que ella recibiera, pero en este caso (afortunadamente
para Pan) mis predicciones resultaron ampliamente equivoca-
das. Pom era una madre más atenta y tolerante que Passion. En
realidad la primera vez que la vi con su bebé, sosteniéndolo
cuidadosamente durante el viaje siempre que se soltaba, pare-
cía actuar como una auténtica madre. Pero le faltaba algo: Pom
no llegó a desarrollar el grado de cariño maternal que demos-
traba Fifi.
En realidad y en cierta manera, el comportamiento de Pom
reflejaba el modo cómo había sido educada en su infancia. En-
contró dificultades para acunar a Pan cuando éste era pequeño,
o simplemente no se molestó en hacerlo. A menudo, cuando
estaba sentada en un árbol, el pequeño se le resbalaba del re-
gazo y se quedaba colgando de ella, agitándose salvajemente,
pataleando mientras intentaba volver a su posición inicial. Sólo
cuando se quejaba Pom miraba abajo y, al parecer sorprendida,
lo volvía a colocar sobre su regazo. Raramente cuidaba de que
Pan no se cayese y a menudo después de unos minutos, resba-
laba de nuevo y se repetía la secuencia. Pom, como Passion,
acostumbraba a desplazarse sin comprobar si su hijo la seguía;
pero a diferencia de Passion, Pom casi siempre se volvía con
rapidez al primer gemido de dolor. Parecía esperar que Pan
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
siempre fuese capaz de seguirla, pero enseguida se daba cuenta
de cuándo no podía hacerlo. Pom, como Passion, no era una
madre juguetona, pero Pan no sufría, ya que Pom pasaba la ma-
yor parte de su tiempo con Passion y su nuevo hijo, Pax. Y Pax,
tan sólo un año mayor que Pan, era un compañero de juegos
perfecto.
A pesar de haber resultado una madre mejor de lo que es-
peraba, Pom perdió su tercer hijo. Yo presencié el fatal acci-
dente que le llevó a la muerte. Fue durante una de aquellas vio-
lentas tormentas de una mañana de agosto en la que las rachas
de viento arrasaban el valle, agitando las copas de los árboles
y causando grandes estragos. Durante media hora estuve ten-
dida boca arriba mirando a Pom y Pan, mientras éstos comían
el fruto de la palma aceitera a metro y medio de altura. Pan casi
tenía tres años; ya era capaz de pelar la fruta, aunque prefería
la que le daba su madre semimasticada. Durante cierto tiempo
permaneció fuertemente agarrado al cabello de Pom, hecho un
manojo de nervios a causa de la violencia del viento, como les
ocurre a muchos chimpancés. Pero luego se mostraba valiente
y aventurero y se iba a jugar más lejos a pesar del vendaval. De
pronto una furiosa ráfaga azotó violentamente la espesura y
Pan, como un muñeco, fue barrido de los árboles. Parecía casi
flotar en el aire, con los brazos y las piernas extendidos como
un águila, como tendido en un colchón flotante e invisible.
Cuando golpeó el suelo, dura roca tras el fiero sol del verano,
hizo un ruido sordo. Un momento después, dos estranguladas
gritos que herían el corazón y luego el silencio.
Yo estaba temblando cuando me dirigí hacia su cuerpo. Ya-
cía tal como había caído, sobre su espalda. Sus ojos estaban
cerrados. Vi arriba a Pom, súbitamente abandonada en el árbol.
Estaba mirando fijamente hacia abajo, hacia el suelo. Muy len-
tamente, como asustada, bajó y se aproximó a su cría. Cautelo-
samente marchó hacia arriba con su cuerpecito. Para mi abso-
luta sorpresa él la cogió del pelo y la abrazó, como si ella se
marchase lejos. Me había parecido que ya estaba muerto.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Durante las dos horas siguientes permaneció con su cría,
acicalándola. Ninguna madre se habría mostrado más preocu-
pada y solícita. Pan mamó largo rato; entonces se inclinó hacia
Pom, con los ojos cerrados. Cuando se movió lo hizo lenta-
mente; parecía casi aturdido. Me di cuenta de que al final había
sufrido una conmoción cerebral. Pom cogió a su magullado
hijo y lo transportó a un árbol alto para comer.
Desgraciadamente esto sucedió el mismo día que yo tenía
que dejar Gombe. El barco estaba esperando y no pude seguir
la tragedia hasta el final. Tres días más tarde, cuando Pom fue
vista otra vez, Pan había muerto. Seguramente por lesiones in-
ternas o por fractura de cráneo, o por ambas cosas. Por extraña
coincidencia tres semanas más tarde, en Dar es Salaam, un mu-
chachito, el séptimo hijo del cocinero de un vecino mío, se cayó
de un cocotero y quedó en el suelo igual que Pan, de espaldas.
Fue conducido rápidamente al hospital, donde le encontraron
fuertes lesiones internas, incluyendo el hígado roto. Le curaron
lo mejor que pudieron, pero falleció poco después.
No sería correcto culpar del accidente enteramente a Pom,
acusarla de negligencia. Podría sucederle a cualquier pequeño.
Pero no puedo imaginar a Fifi perdiendo una criatura de esta
manera. Fifi, igual que Flo antes que ella, igual que todas las
madres chimpancé verdaderamente atentas, permanecen alerta
ante cualquier peligro potencial. Con frecuencia «rescatan» a
sus crías antes de que hayan comenzado a dar muestras de an-
gustia o temor. Después de la muerte de Pan, comencé a obser-
var cuidadosamente a Fifi cada vez que andaba por lo alto de
una palmera con alguno de sus hijos en días de fuerte viento.
La cría permanecía siempre cerca de ella. Aunque no podría
determinar si se debía propiamente a la intervención de Fifi o
a aprensión de la cría, en cualquier caso era lo mismo: si la cría
era extremadamente cautelosa es probable que se debiera, al
menos en parte, a que sus movimientos habían sido firmemente
restringidos en circunstancias interiores
Pom enfermó después de la trágica muerte del pequeño
Pan; estaba tan aletargada y demacrada que creímos que no se
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
recuperaría. Las relaciones que tenía ahora con su madre pasa-
ron a ser tan íntimas que rara vez se separaban. Recuerdo que
un día en que accidentalmente se separaron, Pom buscó a Pas-
sion durante casi una hora, gimiendo frecuentemente para sí,
encaramándose de vez en cuando a los árboles altos y mirando
desde aquellos puntos aventajados en todas las direcciones.
Hasta cierto punto debían ayudarla las ocasionales vaharadas
del olor característico de Passion, ya que, mientras viajaba re-
petidamente, se inclinaba y husmeaba el camino o cogía hojas
y las olía cuidadosamente antes de dejarlas caer. Cuando madre
e hija terminaron por reunirse, Pom, le precipitó sobre Passion
con pequeños chillidos de excitación y placer, y ambas estu-
vieron acicalándose durante una hora.
Como hemos visto, las historias de las vidas de Fifi y Pom
han seguido líneas bien distintas. Después de la muerte de su
madre, Pom se fue volviendo cada vez más solitaria y acabó
abandonando la comunidad. Fifi, en cambio, se convirtió en
una de las hembras dominantes de su grupo, manteniendo una
amistosa relación con los machos adultos y también con las
otras hembras. Asimismo, ha llegado a ser la hembra con más
éxito reproductivo de Kasakela hasta hoy. Puede que la mayor
contribución de Flo a Fifi fuese genética, o quizás educacional,
o la mezcla de ambas; en cualquier caso la receta funcionó. Y
sus dos hijos mayores, que también recibieron el cincuenta por
ciento de sus genes de su madre y fueron probablemente edu-
cados de la misma manera, se desarrollaron también con la re-
ceta de Flo. Particularmente el más pequeño de los dos, Figan,
que durante un tiempo fue el macho más poderoso de la historia
de Gombe.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
V. EL AUGE DE FIGAN
Desde el principio fue obvio que Figan estaba dotado de
una inteligencia excepcional, de la que proporcioné numerosos
ejemplos en mi primer libro, In the shadow of the man. Era
igualmente clara su determinación de alcanzar la posición más
alta en la sociedad de los machos. Desarrolló una impresio-
nante y contundente exhibición. Esta exhibición sirve para que
un chimpancé parezca más grande y peligroso de lo que real-
mente puede ser: con el pelo enhiesto, zarandeaba la vegeta-
ción con sus saltos, arrastraba ruidosamente grandes ramas por
el suelo volteándolas luego por encima de su cabeza; cogía y
lanzaba rocas con tal vigor que volaban impredeciblemente ha-
cia delante, hacia atrás o hacia los lados; pa1 taba y manoteaba
el suelo o los troncos de unos árboles, con los labios compri-
midos y el ceño fruncido. Y lo más salvaje e impresionante de
su exhibición, cuidadosamente planeada y ejecutada, era su ca-
pacidad de intimidar a los rivales sin necesidad de combas e
físico, durante el cual tanto él como su oponente podían resul-
tar heridos. Cuanto más pequeño es el individuo más impelido
se ve a realizar esta exhibición.
Incluso de adolescente Figan se mostró rápido en percatarse
e intentar tomar ventaja del menor signo de debilidad (como
enfermedades o heridas) de alguno de los machos adultos. En-
tonces, cuando el macho dominante estaba en desventaja, Fi-
gan presentaba su candidatura —su impresionante exhibi-
ción— una y otra vez. A menudo era ignorado, incluso amena-
zado. Pero a veces su audacia tenía efecto y el macho mayor
aceleraba el paso. Hasta una victoria temporal como ésta ayu-
daba a Figan a ganar confianza en sí mismo.
Cuando Mike depuso a Goliath y alcanzó la máxima posi-
ción de la comunidad, Figan tenía nueve años y estaba clara-
mente fascinado por la estrategia imaginativa del nuevo alfa:
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Mike empleaba bidones vacíos de quince litros en sus exhibi-
ciones de ataque, golpeándolos y pateándolos delante de él
cuando corría hacia sus rivales, con gran éxito por su parte,
pues los intimidaba a todos, incluso a los más grandes que él.
Todos los chimpancés estaban impresionados por estas ruido-
sas y con frecuencia aterradoras demostraciones. Pero Figan
era el único al que vimos, en dos ocasiones distintas, «practi-
car» con los bidones abandonados por Mike. De modo carac-
terístico —ya que era un maestro en evitar problemas— lo ha-
cía solamente fuera de la vista de los machos de más edad, que
se habrían mostrado intolerantes con este comportamiento en
un simple adolescente. Indudablemente habría llegado a ser tan
hábil como Mike si no hubiéramos quitado los bidones de la
circulación.
La intensa motivación de Figan para alcanzar la mejor po-
sición social posible, además de su inteligencia, le destinaba a
ser un futuro alfa. Sólo parecía tener un serio inconveniente: su
impetuosa naturaleza. Durante una intensa excitación social,
por ejemplo, a veces empezaba a gritar incontroladamente y
con frecuencia se precipitaba sobre un individuo cercano, ma-
cho o hembra, tocándole o abrazándole para tranquilizarlo. A
veces agarraba su propio escroto. Sin embargo, puesto que yo
estaba terminando In the shadow of man, escribí: «Sospecho
que Figan puede llegar a ser el macho dominante».
La historia subyacente a la larga lucha de Figan para alcan-
zar la posición alfa es fascinante. Gira alrededor de las comple-
jas y cambiantes relaciones que tuvo con los restantes machos:
su hermano, Faben; su compañero de la infancia, Evered; y el
mayor de los cuatro, el poderoso y desusadamente agresivo
Humphrey.
Cuando Faben fue atacado por la polio y perdió el uso de
un brazo, Figan consiguió dominar a su hermano mayor. En los
tres años siguientes los dos jóvenes machos interactuaron muy
poco. Por supuesto no habían estado el mismo tiempo con su
madre; probablemente habían crecido separados. En aquel
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
tiempo Faben era amigo de Humphrey y Figan se mostraba cla-
ramente molesto en presencia de machos mucho más grandes
y fuertes que él.
Al cumplir Figan los dieciséis años la naturaleza de sus re-
laciones con Faben volvió a cambiar. Los hermanos pasaron a
ser cada vez más amigos y por primera vez les vimos uniendo
sus fuerzas contra Evered, uno de los rivales de Figan y com-
pañero de juegos infantiles. Ambos hermanos lo vencieron con
facilidad, hiriéndole por añadidura.
Algún tiempo antes del ataque, las relaciones entre Figan y
Evered habían sido tensas. Cuando se encontraban efectuaban
vigorosos despliegues, intentando intimidarse mutuamente.
Evered, por ser el mayor, acostumbraba a triunfar, pero des-
pués de ser derrotado por los hermanos empezó a saludar a Fi-
gan cuando se encontraban con nerviosos y jadeantes gruñidos.
Estuvo portándose así algunos meses. Pero la juventud puede
resurgir y Evered, al igual que Figan, estaba también muy mo-
tivado para ascender en la escala social. Evered recuperó gra-
dualmente la confianza en sí mismo, o al menos en parte, por-
que Figan no siempre lo intentaba con su hermano: Faben se
mostraba aún amistoso con Humphrey, y Figan, con sabiduría,
se dejaba guiar claramente por el macho más fuerte. Por otra
parte, incluso cuando los hermanos estaban juntos, Faben no
siempre ayudaba a Figan: algunas veces se sentaba a mirar.
En esta época, aunque Mike era aún el líder, comenzaba a
mostrar síntomas de vejez. Sus dientes estaban gastados; los
caninos, rotos. Su pelo, mate y terroso, empezaba a debilitarse.
No es sorprendente que Figan, siempre astuto y avizor, fuese
el primero en aspirar a la autoridad del decaído alfa. Al princi-
pio se limitó a ignorar las exhibiciones de Mike: ¡se sentaba
mirando en otra dirección! Esto tuvo el claro efecto de acobar-
dar a Mike, que a veces se exhibía una y otra vez cerca de Fi-
gan, intentando desesperadamente provocar alguna señal de
respeto. Pero Figan no se dejaba impresionar y, a medida que
pasaban las semanas, se exhibía cada vez con más frecuencia
cuando Mike estaba cerca. Y pronto Evered también empezó a
cuestionar la posición de Mike.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Estos tres jóvenes machos, sin embargo, siguieron mos-
trando un gran respeto hacia Humphrey. Y el mismo Humph-
rey, según la costumbre (desde que derrotó a Mike en un com-
bate) era el más respetado de los viejos alfa. Así pues, en 1969
escribí: «Pronto estaremos en una situación en la cual ningún
macho dominará completamente. En verdad, algo va a pasar
muy pronto».
Y ese algo sucedió en un gris y sombrío día en enero de
1970.
Mike estaba sentado solo en el campamento, comiendo
tranquilamente unos cuantos plátanos, cuando de repente
Humphrey, seguido de cerca por Faben, bajó de la colina y lo
atacó. Sin ningún motivo aparente. Mike, gritando, buscó refu-
gio en un árbol. Humphrey le siguió, le tiró al suelo y le golpeó,
dándole patadas. Faben se unió a la pelea y propinó un par de
golpes a Mike. Humphrey, que parecía impresionado por lo
que había hecho, se fue, con Faben a la zaga. Los dos agresores
desaparecieron, dejando a Mike visiblemente destrozado, emi-
tiendo grititos de miedo y de dolor.
Todo sucedió con tal rapidez que terminó en un momento.
Pronto constituyó un hito histórico que marcó el fin de una era:
el reinado de seis años de Mike como alfa. Casi de la noche a
la mañana se había convertido en uno de los machos con menos
prestigio de la comunidad: incluso algunos de los adolescentes
lo desafiaban y Mike apenas se mantenía en pie.
Una semana después de su derrota seguí al caído rey
cuando dejó el campamento. Caminaba lentamente, parando a
menudo por el camino para coger y masticar unas cuantas hojas
y frutas. Más tarde, bajo el calor del mediodía, dobló unos ar-
bolitos y se tendió sobre ellos para descansar. Yo me apoyé en
el nudoso tronco de una vieja higuera. Todo estaba tranquilo y
en paz. Mike estaba echado, con los ojos abiertos, mirando al
cielo. Mirándole me preguntaba qué estaría pasando por su
mente. ¿Recordaba su poder perdido? ¿Somos los humanos,
con nuestra continua preocupación por nuestra imagen, los úni-
cos que experimentamos sensación de humillación? Mike vol-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
vió la cabeza y me miró directamente a los ojos. Su mirada pa-
recía serena, tranquila. Quizás, pensé, estaba contento por el
descanso que suponía dejar el poder. Después de todo, para un
chimpancé dominante es un duro trabajo mantener su posición,
aunque sea joven y fuerte. Y Mike era viejo y estaba muy can-
sado. En ese momento cerró los ojos y se durmió. Más tarde,
cuando se despertó, anduvo por el bosque, solitario, dismi-
nuido entre los majestuosos árboles.
Humphrey sucedió a Mike automáticamente como alfa.
Pero aunque había conseguido una victoria decisiva, apenas le
supuso gloria alguna. Era fuerte y estaba en su mejor momento.
Pesaba a lo sumo diez kilos más que el viejo Mike. Nada inexo-
rable había sucedido; tras este acceso al máximo rango no exis-
tía una serie impresionante de batallas contra un poderoso ad-
versario. Y a pesar de su fuerte y fiero temperamento, Humph-
rey nunca pasó a ser un verdadero e impresionante alfa: era
poco más que un matón, fanfarrón, carente de la energía, inte-
ligencia y coraje que fueron admirables características de Mike
y de su predecesor, Goliath.
Aun favorecido por la feliz partida de Hugh y Charlie, los
dos machos que más temía, Humphrey nunca llegó a ocupar la
máxima posición. Esto sucedía pocos meses antes de que
Humphrey derrotara a Mike, cuando la comunidad que yo man-
tenía bajo observación desde diez años atrás comenzaba a di-
vidirse. Una parte de ellos pasaban cada vez más tiempo en el
sur del área de distribución compartida hasta entonces por to-
dos los miembros de la comunidad. Los líderes del movimiento
hacia el sur eran Hugh y Charlie. Casi con certeza hermanos,
ambos mantenían una relación de ayuda mutua y casi siempre
viajaban juntos. Formaban un equipo formidable y era real-
mente sorprendente que temieran a Humphrey, que no tenía un
solo amigo íntimo y únicamente contaba con la ocasional cola-
boración de Faben, que tenía un brazo inútil. Cuando Hugh y
Charlie, junto con los otros machos del «extremo sur» efectua-
ban una de sus ocasionales excursiones hacia más allá del lí-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
mite norte, Humphrey solía evitarlos. Gradualmente estas ex-
pediciones pasaron a ser más esporádicas y por fin terminaron
por completo.
Todo parecía acorde a los deseos de Humphrey. No sólo era
capaz de librarse de sus rivales, sino que, como resultado de la
división de la comunidad, quedaban solamente ocho machos
adultos sobre los que mantener el control: Mike y Goliath, sus
antecesores, habían tenido que mantener su autoridad sobre
más de catorce machos. A pesar de este buen comienzo,
Humphrey sólo retuvo su máxima posición un año y medio.
Figan la usurpó.
Incluso durante los primeros meses de su reinado Humph-
rey parecía ver en Figan un peligro potencial: se exhibía, eri-
zaba el pelo y se magnificaba a sí mismo con más frecuencia
que en otras épocas en presencia de Figan. Probablemente tales
ejercicios servían tanto para estimular su confianza en sí
mismo como para impresionar a Figan. Éste, por su parte, se
mantenía apartado del camino de Humphrey tanto como le era
posible, al menos aparentemente respetuosísimo con el nuevo
alfa.
Mientras, estaba preocupado con su larga batalla para do-
minar a Evered. Claro que, rememorando los sucesos del pe-
riodo tormentoso, parecía probable que Figan se diera cuenta
desde el principio que su más formidable rival era Evered y no
Humphrey.
Poco después del cambio de los machos alfa tuvo lugar una
seria lucha entre Evered y Figan. Los dos machos empezaron
una escaramuza en lo alto de un árbol. Evered estaba junto a
uno de los machos senior, y Figan, superado, cayó al suelo
desde unos nueve metros. El victorioso Evered se exhibió mag-
níficamente a través de las ramas mientras Figan, chillando, se
sentaba abajo. Estaba malherido, con la muñeca torcida o qui-
zás algún hueso de la mano roto y anduvo cojeando las tres
semanas siguientes.
Esto sucedía justo dos meses antes de la muerte de Flo. Ésta
parecía increíblemente vieja; su cuerpo estaba encogido; sus
ojos, casi siempre apagados e inexpresivos, sus movimientos
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
lentos. Pero cuando oía los frenéticos chillidos de su hijo como
mínimo a medio kilómetro de distancia, aún saltaba sobre sus
pies y, con los pelos que le quedaban erizados, corría hacia los
sonidos tan rápidamente que su seguidora humana se quedaba
atrás. Puede que parezca poco lo que esta delicada y anciana
dama podía hacer por ayudar a Figan contra sus poderosos
agresores al llegar a la escena de los acontecimientos. Pero su
presencia le calmaba. Su frenético griterío daba paso a suaves
quejidos cuando él, cojeando, se dirigía hacia su madre. Y
cuando ella empezaba a acicalarle ambos se tranquilizaban, re-
lajándose bajo el tranquilizador contacto de sus dedos como
sucedía en su infancia y adolescencia. Cuando Flo se iba, Figan
la seguía, manteniendo su mano herida sin tocar el suelo. Hasta
que tuvo la mano curada no la dejó para encaminarse hacia la
sociedad de machos adultos con todas sus tensiones y peligros,
sus estímulos y sus excitaciones.
El siguiente drama que registramos fue una pelea entre Fi-
gan y Humphrey. No fue muy dramática y ninguno de los dos
machos resultó herido, pero para el macho alfa significó el
principio del fin. Cuando terminó la pelea, ambos combatientes
corrían repetidamente para tocar o abrazar alguno de los ma-
chos presentes. No sólo buscaban aceptación; también trataban
de conseguir aliados.
En esto sólo Figan tuvo éxito: persuadió a uno o dos para
que se uniesen a él y juntos atacaron a Humphrey, que escapó
y estuvo vagando en solitario durante algunos días. Su periodo
de mayor control había finalizado; pero el de Figan estaba por
empezar.
Lo más importante que aprendimos sobre la batalla por el
poder entre los chimpancés, lo que más llamó nuestra atención,
fue la importancia de las coaliciones. Un macho adulto que in-
tentaba alcanzar el puesto dominante tenía muchas más proba-
bilidades de éxito si disponía de un aliado, de un amigo que le
proporcionase una ayuda segura en los momentos de necesi-
dad; que nunca, y eso era lo más importante desde el punto de
vista psicológico, se pusiera a favor de un rival.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
En aquel momento se forjó una alianza temporal entre
Humphrey y Evered. Buscaban la mutua compañía y a menudo
se acicalaban el uno al otro. Cuando estaban juntos, dándose
apoyo moral, podían permitirse ignorar las exhibiciones de Fi-
gan. En realidad, juntos lo vencieron dos meses después. Pero
eso no cambió mucho las cosas; Humphrey casi siempre evi-
taba a Figan, mientras la hostilidad y la tensión entre Figan y
Evered parecía aumentar. Las exhibiciones que cada uno reali-
zaba junto al otro cuando se encontraban se fueron haciendo
más vigorosas. Una vez actuaron repetidamente hasta cuatro
veces, cada uno durante más de una hora. Figan, con el pelo
erizado, corrió hacia Evered, agarró una gran roca y se exhibió
delante de él mientras los otros miembros del grupo se disper-
saban. Entonces se sentó sin aliento. Momentos después em-
pezó Evered. Saltaba agitando la vegetación cerca de su rival,
rompió una rama delante de él y, concluido su turno, se sentó
jadeando. Cinco minutos después Figan empezó una nueva ex-
hibición. Y así sucesivamente. Antes de que acabaran habían
conseguido crear una gran emoción y nerviosismo entre los es-
pectadores, probablemente por su gran esfuerzo. Podríamos
decir que al final el resultado estaba igualado.
Figan, a pesar de su inteligencia y de su deseo por llegar al
puesto dominante nunca hubiese alcanzado la posición alfa de
no haber sido por un cambio de opinión de Faben. Hasta ese
momento, aunque Faben nunca se había unido en bandas contra
su hermano menor, nunca le había dado su apoyo. Pero de re-
pente, hacia finales de 1972, la relación entre ambos se volvió
más íntima: si Figan desafiaba a otro macho y Faben estaba por
allí se unía a él, actuando al unísono con su hermano. Si Figan
necesitaba ayuda, Faben estaba preparado para prestársela. Se
convirtió, o así lo parecía, en el principal apoyo de Figan para
alzarse con el poder.
¿Por qué Figan mostró ese cambio de postura? ¿Fue quizás,
o al menos en parte, consecuencia de la muerte de Flo? El
fuerte lazo entre los hermanos no se estableció inmediatamente
después de dicha muerte, pero por aquel entonces ni Faben ni
Figan habían visto el cuerpo muerto de su madre, por lo que no
— 63 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
podían saber que Flo se había ido para siempre. Luego, tras
unas semanas sin signos de ella, ¿no debió sentir Faben una
sensación de abandono, un lugar vacío en su corazón, pese a
ser un macho adulto? ¿Una cierta soledad, que intentó mitigar
pasando más tiempo con su hermano?
Es verdad que tanto Faben como Figan, siendo adultos, ha-
bían encontrado confort en la tranquilizadora presencia de su
madre. Una vez, cuando se lesionó el pie, Faben viajó con Flo
hasta que volvió a estar bien (igual que Figan cuando se torció
la muñeca). En aquellos tiempos Faben regresaba de una larga
estancia en el norte con la mano del brazo paralizado muy in-
fectada. Desde luego, le dolía mucho. Se movía muy lenta-
mente, andando en posición erecta y meciéndose los abultados
dedos con su mano sana. Durante varios días permaneció cerca
del campamento, explorando constantemente las laderas del
valle, como esperando ver a alguien. Nunca sabremos si, como
yo sospecho, buscaba el calor de su madre; pero Flo, por una
de esas jugadas irónicas del destino, había muerto el día antes
de su regreso.
No sabemos las razones ocultas tras la decisión de otorgar
tan entusiástico soporte a su joven hermano, pero en abril de
1973 ambos eran totalmente inseparables. La fuerza de esta
alianza no solamente condujo a la caída de Humphrey, sino que
permitió a Figan, en último término, derrotar a Evered. Figan
consiguió ambas victorias en el transcurso de tres importantes
pugnas.
La primera tuvo lugar a finales de abril. Figan y Faben ata-
caron juntos a Evered, que se refugió, gimiendo y chillando, en
la copa de un árbol. Los hermanos continuaron el ataque por
abajo alrededor de una hora y media; durante una tregua, su
víctima terminó por escapar.
Cuatro días más tarde se produjo la segunda. Figan atacó a
Humphrey, con mucho oponente más peligroso que Evered, ya
que pesaba al menos ocho kilos más que Figan o Evered. Su-
cedió por la noche. Se encontraban presentes los cuatro machos
más importantes; de hecho habían estado juntos todo el día en
un gran grupo, disfrutando en los charcos que tanto abundan al
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
final de la temporada de las lluvias. Se daba el tipo habitual de
excitación, exhibiciones y gritos. Nada fuera de lo ordinario.
Mientras el sol se hundía en el lago por el oeste, Figan estaba
comiendo solo a cierta distancia de los demás. El chasquido de
las ramas y el susurro de las hojas indicaban que los chimpan-
cés empezaban a hacer sus nidos para pasar la noche. Era un
momento de paz, un tiempo para relajarse apaciblemente des-
pués de un largo día, antes de tumbarse con la barriga llena.
Figan dejó de comer. Por un momento se sentó en su árbol
y entonces, totalmente en calma, descendió. Pero cuando llegó
donde estaban los otros su pelo había empezado a erizarse y
cuando trepó a su árbol, moviéndose aún más rápidamente, se
irguió hasta parecer el doble de su tamaño normal. De repente
se encontró fuera, exhibiéndose salvajemente desde las ramas,
agitándolas violentamente, saltando y balanceándose de un
lado a otro del árbol. Se organizó instantáneamente un pande-
mónium de chimpancés chillando y huyendo de su proximidad,
muchos de ellos saltando de sus nidos. En resumidas cuentas,
Figan perseguía un viejo macho, lo aplastó al pasar y entonces,
cayendo en el frenesí, saltó hacia abajo, donde Humphrey es-
taba sentado en su nido. Los dos machos, trabados en combate,
cayeron al suelo desde por lo menos tres metros de altura.
Humphrey se alejó y huyó de allí gritando. Figan lo agarró a
corta distancia y entonces, sin detenerse a respirar, saltó atrás
en el árbol y continuó brincando por las ramas.
Durante los siguientes quince minutos Figan se exhibió
cinco veces más. Por dos veces atacó a machos de nivel inferior
y los gritos frenéticos de sus desafortunadas víctimas se aña-
dieron a la confusión general. Finalmente, Figan se calmó (de-
bía estar exhausto) y se sentó. Viéndolo Humphrey, que había
trepado a otro árbol, se hizo otro nido. ¡Demasiado pronto!
Apenas había recostado su cabeza sobre el blando montón de
hojas cuando Figan empezó otra exhibición y de nuevo se lanzó
hacia su rival. Por segunda vez los dos se fueron al suelo; por
segunda vez Humphrey escapó y se internó en la espesura gi-
miendo lastimeramente.
— 65 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
En aquel momento casi era ya de noche. Figan se sentó por
un momento en el suelo y luego trepó a un árbol y se hizo un
nido. Sólo entonces regresó Humphrey y, muy silenciosa-
mente, se hizo su tercer nido. Esta vez pudo pasar la noche sin
otra interrupción.
El hermano mayor, Faben, había observado esta escara-
muza desde su nido. Me pregunto si Figan se hubiese atrevido
a atacar a su poderoso adversario de no estar Faben presente.
Sospecho que no. Tal como era, estaba seguro de que Faben lo
ayudaría si lo necesitaba. Y quizás lo más importante: Humph-
rey también lo sabía.
Tras de esta decisiva victoria, observada por más de la mi-
tad de los miembros de la comunidad de Kasakela, el dominio
de Figan parecía asegurado. Pero aunque aceptó calmosamente
las muestras de respeto de Humphrey, Evered seguía constitu-
yendo una amenaza. Después de todo, él había dominado a Fi-
gan durante años, y en su larga búsqueda del poder había mos-
trado una persistencia y un vigor muy superiores a los de
Humphrey. El gran final llegó hacia finales de mayo y, como
antes, Faben concedió a Figan todo su apoyo.
Ocurrió en una calurosa y húmeda tarde. Los dos hermanos
estaban comiendo tranquilamente cuando los peculiares jadeos
de Evered se oyeron a lo lejos, en el valle. Se miraron con los
pelos erizados, sonriendo con excitación. Luego, saltando al
suelo, corrieron hacia el lugar de donde procedían los gritos.
Encontraron a Evered en un árbol de la ladera. Aterrorizado, se
quedó allí agachado mientras los hermanos atacaban desde
abajo, agitando ramas y lanzando piedras. Entonces, como uno
solo, saltaron al árbol y se tiraron sobre su víctima. Engancha-
dos, rodando, los tres machos cayeron al suelo y Evered consi-
guió liberarse. Escapó colina arriba, y buscó refugio en otro
árbol. Durante la hora siguiente los hermanos lo siguieron, ex-
hibiéndose detrás de él. Pobre Evered: allí estaba, gimiendo de
vez en cuando y gritando de miedo hasta que Figan y Faben
terminaron por irse. Evered no se atrevió a bajar del árbol y
escapar en tanto no estuvieron a respetable distancia y fuera de
su vista.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Figan había alcanzado la máxima posición.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
VI. PODER
Una cosa es alcanzar la máxima posición en una comunidad
y otra muy distinta conservar dicha posición día tras día, mes
tras mes. Figan alcanzó este objetivo gracias al sostén de her-
mano, pero Faben no iba a estar allí todas las horas del día y
todos los días.
¿Cómo se las arreglaría Figan si uno de los otros machos
pretendía modificar el nuevo orden?
La prueba no tardó en llegar. Faben, envuelto en románticos
juegos con una hembra, desapareció durante tres semanas en el
extremo norte de los límites de la comunidad. Figan estaba ex-
traordinariamente inquieto, por lo que Humphrey y Evered,
con el aliado a distancia, podían haber aspirado a ser los nuevos
alfa. Figan trepaba a menudo a un árbol alto desde cuyas ramas
superiores miraba en todas direcciones buscando cualquier se-
ñal de la presencia de su hermano. De vez en cuando emitía el
largo y potente grito que utilizan para llamar la atención en
tiempos de necesidad, lo que llamamos un grito de SOS. Pero
Faben estaba demasiado lejos para oírle y Figan se vio obligado
a confiar en sus propias fuerzas.
Me vino a la memoria el día en que le quitamos los bidones
a Mike, al principio de su reinado como alfa: Mike había puesto
su confianza en ellos durante la lucha, del mismo modo que
Figan había confiado en Faben. Mike, en su esfuerzo por com-
pensar la pérdida, hizo grandes esfuerzos para realizar sus im-
presionantes exhibiciones de distintas maneras. Lanzaba las ro-
cas más grandes, arrancaba y agitaba ramas enormes, incluso
dos a la vez. Una vez acometió a un grupo de machos adultos
con una palma en cada mano e incluso se detuvo para coger
una tercera. Mike se fue tranquilizando muy lentamente
cuando se dio cuenta de que sin sus preciosos bidones podía
mantener igualmente el respeto de los otros machos.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Y ahora, diez años después, Figan respondía a una situación
parecida de la misma manera. La frecuencia y el vigor de sus
exhibiciones aumentó dramáticamente; era un maestro a la
hora de planear estas actuaciones. Así, si era posible, se dirigía
sesgadamente colina arriba sobre un confiado grupo y después
atacaba. Esto no sólo le daba la ventaja del factor sorpresa, sino
que le permitía aparecer de la manera más impresionante desde
arriba. Y, desde luego, era menos cansado correr cuesta abajo;
por tanto podía disponer de más energía por si era necesario
repetir la exhibición en caso de insubordinación.
Más efectiva era su actuación arbórea al empezar a amane-
cer, cuando todo estaba casi oscuro y el resto del grupo estaba
o permanecía acostado. Se organizaba un pandemónium, con
confusos chimpancés gritando y alborotando desde sus nidos.
Figan saltaba de rama en rama en todas direcciones, sacu-
diendo la vegetación, chasqueando grandes ramas y, como má-
xima medida, aporreando de vez en cuando a algún desgra-
ciado subordinado. La confusión y el miedo eran increíbles. Y
entonces, cuando era reconocido por todos como su nuevo alfa,
todo él exultaba majestad, sentándose en el suelo como el gran
jefe de una tribu para recibir la obediencia de sus súbditos.
Así pues, como resultado de su elevado grado de motiva-
ción y determinación y el dispendio de tan gran esfuerzo, Figan
se mantenía en la máxima posición. Y cuando Faben volvía por
fin al centro del área de la comunidad, Figan era capaz de rela-
jarse y disfrutar por completo del fruto de su trabajo: el respeto
de todos los demás miembros de su grupo social y el derecho a
acceder el primero a cualquiera de los lugares de alimento o a
toda hembra atractiva que le fascinara. Era el Poder.
Un día, poco después del regreso de Faben, vi cómo los dos
hermanos, que temporalmente estaban en el mismo territorio,
se acercaban a otros tres machos que estaban comiendo pacífi-
camente frutos caídos. Como Figan, seguido de cerca por Fa-
ben, cargaba contra ellos, gritaron y se encaramaron a los ár-
boles. Los dos hermanos se sentaron con los pelos erizados y
miraron arriba entre las ramas. Satán, que era bastante más
grande que el nuevo alfa y estaba en su mejor momento, se
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
precipitó hacia abajo y con fuertes gruñidos de sumisión apretó
su boca contra el muslo de Figan.
Y Figan, completamente relajado, absolutamente seguro de
sí mismo, tendió una mano munificente hacia la inclinada ca-
beza. Entonces, viendo que Satán empezaba a acicalar a Figan,
Jomeo y Humphrey se aproximaron también para presentarle
sus respetos, y por un momento Figan se vio acicalado por los
tres.
Faben nunca llegó a ocupar un alto lugar en el ranking de
los machos a causa, probablemente, de su brazo paralizado.
Como hermano del alfa era tratado con un nuevo respeto por
los otros machos, al menos mientras Figan rondaba por los al-
rededores. Es probable que Faben se percatara de ello ense-
guida, ya que, después del primer periodo de tres semanas que
pasó en el norte, rara vez pasaba más de unos cuantos días ale-
jado de Figan.
Alguno de los machos adultos pasaba mucho tiempo en so-
litario; incluso Mike, cuando era alfa, sentía de vez en cuando
la llamada de la soledad. Pero Figan, desde su más tierna in-
fancia, había metido la nariz en todo y era intensamente feliz
formando parte de un ruidoso y excitable grupo de machos y
hembras, siendo el mejor. Ahora que Faben pasaba tanto
tiempo con Figan, se hizo mucho más sociable. Ambos herma-
nos formaban juntos el eje a cuyo alrededor giraba la rueda de
la sociedad. Los otros chimpancés, particularmente los ma-
chos, quedaban tan fascinados como intimidados cuando Faben
marchaba con su espléndido caminar erecto, balanceando su
brazo tullido, el pelo erizado, uniéndose a las exhibiciones de
su alfa.
En los dos primeros años de su reinado Figan alcanzó una
posición de poder casi absoluto sobre la comunidad. Ello sig-
nificaba que podía, si así lo deseaba, mantener los derechos de
cópula sobre toda hembra que le gustara, y además en exclu-
siva. En cuanto proclamaba su interés amenazando a cualquier
posible pretendiente que se aproximara demasiado, su mera
presencia cerca de la pareja del momento solía bastar para in-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
hibir el avance sexual de los otros machos. Estableció un pa-
trón de conquista de la comunidad de hembras, tomándolas una
después de otra cuando estaban en su más alto grado de seduc-
ción, durante los últimos cuatro o cinco días de la hinchazón y
enrojecimiento de la zona isquiática.
La privilegiada posición de Faben en aquella época era muy
clara; participaba al mismo tiempo de las posesiones sexuales
de su hermano y de ciertos preciosos artículos alimenticios,
como la carne. Y Figan recibía una ayuda decisiva por su ge-
nerosidad: Faben le ayudaba a vigilar a la novia de turno
cuando Figan estaba momentáneamente ocupado en otra parte.
Sin embargo, ni siquiera Figan y Faben juntos podían evitar
que la hembra tuviera algún apareamiento ocasional clandes-
tino con alguno de los frustrados machos del ranking amoroso.
Sus oportunidades empezaban cuando la atención del macho
alfa y de su hermano estaban temporalmente en otra cosa. Una
vez, por ejemplo, cuando Figan y Faben estaban intentando lo-
calizar una tropa de monos colobos intentando conseguir carne
de mono, otros tres machos copularon con su hembra en rápida
sucesión. ¡Ninguno de los hermanos se enteró!
Sorprendía observar como las hembras siempre cooperaban
en estos actos ilícitos. Porque cuando Figan se enteraba corría
hacia la pareja y, muy a menudo, golpeaba a la hembra por su
infidelidad. Lo cual tenía más sentido que atacar al macho rival
con una escaramuza, con lo que habría dejado otra vez a la
hembra sin vigilancia y en situación de copular rápida y clan-
destinamente.
El macho que conseguía copular más veces con las hembras
de Figan era el adolescente Goblin. Estaba completamente fas-
cinado por el sexo e, incidentalmente, fascinado también por
Figan. Porque éste no lo veía como un rival (tenía solo nueve
años cuando Figan tomó el poder) Goblin podía mantener una
sorprendente proximidad con las distintas hembras con las que
el macho alfa satisfacía sus necesidades sexuales. Así, si se dis-
traía aunque fuera momentáneamente la atención de Figan,
Goblin aprovechaba su ventaja. Y puesto que el acto sexual se
limitaba a diez o doce empujones con la pelvis, bastaba la más
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
pequeña oportunidad si las hembras colaboraban, lo que solían
hacer. Goblin se mantenía tan cerca de aquellos tentadores tra-
seros rosados que esa capaz de obtener unos momentos de gra-
tificación sexual en cuanto Figan se internaba por los densos
matorrales.
Algunas veces un macho adolescente elige a uno de los ma-
chos seniors como su «héroe». Es atento con todos, pero es a
su héroe al que observa más de cerca y con el que el más estre-
chamente viaja cuando deja a su familia. Figan, sin sombra de
duda, era el héroe de Goblin. Solía imitar el comportamiento
de Figan después de observarle con atención. Un día contem-
plaba cómo Figan efectuaba una magnífica exhibición, arras-
trando una gran rama, golpeándola y estampándola contra el
suelo y tamborileando en los contrafuertes de un gran árbol.
Goblin, desde una discreta distancia, le miraba intensamente y
entonces se exhibía a su vez, siguiendo la misma ruta que Figan
había tomado, arrastrando la misma rama y tamborileando en
el mismo árbol. Me recordaba los tiempos en que Figan practi-
caba con los bidones vacíos de Mike.
Figan, por su parte, era muy tolerante con esta pequeña y
persistente sombra, pero de vez en cuando, si Goblin estaba
demasiado cerca —cuando estaba comiendo, por ejemplo—
Figan le amenazaba ligeramente. Esto sumía momentánea-
mente a Goblin en un delirio de disculpas. Algunas veces Figan
apoyaba a su joven amigo en sus problemas con otros indivi-
duos. No nos dimos cuenta entonces del alcance de las conse-
cuencias de la especial relación existente entre Figan y Goblin.
Bajo la ley de un poderoso macho los conflictos entre los
otros miembros de la comunidad pasaron a ser mínimos, por-
que utilizaba su posición para prevenir las luchas entre sus
subordinados. No siempre era evidente su motivación. Algunas
veces podía ser un genuino deseo de ayudar a un desvalido.
Otras, que el alfa cayera y su posición cambiara si otro macho
iniciaba la lucha. Recuerdo que una vez Figan y Faben atacaron
juntos a una hembra durante la excitación de un encuentro.
Pero cuando, pocos instantes después, el joven Sherry atacó la
misma hembra, Figan, modelo de caballerosidad, se le montó
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
encima, golpeó al agresor y «rescató» a la hembra. Pero cual-
quiera que fuese la fuerza impulsora de las intervenciones de
Figan en los asuntos de sus subordinados, su comportamiento
servía para terminar con incontables disputas. Además, sospe-
cho que m7uchos posibles agresores, previendo el enojo de su
amo, ejercían en mayor medida su propia contención cuando
se encontraba en los alrededores. Así Figan, durante sus últi-
mos años de poder, ayudaba a promover y mantener una at-
mósfera de armonía social entre los miembros de su grupo.
Durante el segundo año del reinado de Figan dos de los es-
tudiantes —David Riss y Curt Busse— me preguntaron si po-
drían seguir a Figan, controlar sus movimientos, comporta-
miento y relaciones con otros chimpancés durante cincuenta
días consecutivos. Yo no estaba segura. Quizás iba a ser algo
más que una intrusión en su vida, quizás lo intranquilizarían o
irritarían. Pero había un precedente: seis años antes Flo había
sido seguida durante dieciséis días en un intento de ver el naci-
miento de su último hijo (el intento falló porque la criatura na-
ció de noche). A Flo no pareció importarle, y Figan era tan to-
lerante con los humanos como ella lo había sido. Por eso
acepté, con la condición que cancelaran el seguimiento si Figan
se alteraba.
La maratón empezó el 30 de junio de 1974 y continuó hasta
el 18 de agosto. David y Curt, ambos acompañados por perso-
nal de campo, se turnaban cada cuatro días, de modo que mien-
tras uno trepaba por las montañas detrás de Figan el otro escri-
bía la información recogida y descansaba después de los cuatro
arduos días de seguimiento. Los cincuenta días con Figan pro-
porcionaron valiosísimos datos sobre el comportamiento y la
vida social de uno de los más poderosos machos alfa que
Gombe ha conocido cuando se hallaba en el cenit de su carrera.
En aquella época cada noche, cuando todos los estudiantes
se reunían para cenar, tenía lugar un intenso intercambio de in-
formación. Alrededor de la mesa se contaban multitud de his-
torias: los relatos de Caroline Tutin sobre la vida sexual de va-
rias hembras, las descripciones de Anne Pusey sobre la adoles-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
cencia, las historias de Richard Wrangham referentes a la ali-
mentación y comportamiento territorial e incontables anécdo-
tas sobre al desarrollo de crías contadas por jóvenes dedicados
al estudio de las relaciones madre-hijo. Y ahora disponíamos
diariamente, además, de los relatos acerca de Figan.
Durante los cincuenta días hubo dos hembras en celo se-
xualmente populares y Figan las monopolizó una tras otra. La
primera fue Gigi. Gigi es grande y estéril y ha tenido un ciclo
sexual detrás de otro desde 1965 sin interrupción alguna por
embarazos o nacimiento; en cierto modo es un tanto masculina.
Tiene su propia forma de ser y no se somete fácilmente ante las
amenazas de los machos. No había duda de que en los días de
celo controlaba los movimientos de Figan, y por consiguiente,
a todo el grupo. Por ejemplo, un día que los chimpancés se di-
rigían a cierto lugar buscando una fruta llamada kifumbe, Gigi
dejó de repente el camino y penetró en la maleza. Figan y Fa-
ben la siguieron inmediatamente, mientras los otros se queda-
ban esperando. Unos treparon a comer otras frutas; el resto se
sentó o se tumbó en el suelo.
Gigi buscó un nido de siafu, esas perversas hormigas mor-
dedoras, hormigas que constituyen una delicia para los chim-
pancés. Cuando lo encontró arrancó una rama recta de un ar-
busto cercano, la despojó de las ramas pequeñas y quitó cuida-
dosamente la corteza hasta hacerse con una buena herramienta
de unos noventa centímetros de largo. Metió un poco la mano
por la boca del hormiguero y cavó frenéticamente durante unos
segundos hasta que las hormigas empezaron a salir en tropel.
Rápidamente comenzó a meter su herramienta por el hormi-
guero, esperó un momento y luego la retiró cubierta de una in-
creíble cantidad de hormigas. Con movimientos rápidos, barrió
el palo con su mano libre, se llevó a la boca todas las hormigas
y masticó con fuerza. Mientras las hormigas salían del nido en
cantidades aún mayores, agitadas por la intrusión, Gigi se subió
a un arbolito y, utilizando su palo, continuó comiendo. Muy a
menudo tenía que agitar el pie frenéticamente y dar patadas al
árbol para repeler a las hormigas que se dirigían hacia la cau-
sante de la intrusión. Usaba una mano para agarrarse al árbol y
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
la otra para pescar las hormigas, sosteniendo la herramienta
con el pie entre ataque y ataque, de manera le quedase una
mano libre para meterse las hormigas en la boca. Sin embargo,
a pesar de las dificultades, no desfalleció.
Figan, mientras tanto, había empezado a pescar siafu. Pero
a los diez minutos abandonó su herramienta y se apresuró a
quitarse las hormigas que plagaban sus brazos y sus piernas.
Faben entonces cogió la herramienta abandonada, pero después
de pescar dos minutos también lo dejó correr. Ambos hermanos
partieron entonces en la dirección de los deliciosos kifumbe.
Gigi, sin embargo, no los siguió. En aquel momento se ha-
bía instalado en una rama baja justo encima del termitero y,
desde este lugar de relativa inmunidad, continuaba comiendo
hormigas. Por este motivo Figan y Faben se sentaron y espera-
ron. Poco tiempo después Faben se tendió y cerró los ojos. Pero
Figan comenzó a ponerse más y más impaciente. Siete veces
pronunció su característico gruñido de ¡vámonos!, pero Gigi
ignoró completamente sus llamadas. De vez en cuando él le
tiraba ramitas, instándola así a seguirle. Pero no lo hacía con
fuerza suficiente y ella no le ponía atención. Solamente cuando
hubo pescado durante tres cuartos de hora (con un promedio de
alrededor de dos palos llenos de hormigas por minuto) lo dejó
por fin y se reunió Figan. Entonces los tres se movieron detrás
del resto del grupo.
Al día siguiente, cuando las preferencias alimenticias de
Gigi entraron en conflicto con las suyas, Faben la dejó y aban-
donó el grupo. Pero Figan le permaneció fiel. Durante una hora
y veinte minutos, sumando el tiempo de cinco diferentes epi-
sodios en un mismo día, la esperó pacientemente mientras co-
mía, gruñendo de vez en cuando un débil ¡vámonos! Pero so-
lamente cuando terminaba por completo de comer, ella bajaba
y le seguía calmosamente a donde fuera. Al día siguiente la
hinchazón de Gigi había desaparecido y, con ella, el interés de
Figan en ser su propietario.
En lo pocos días en que Figan y Faben atendían a dúo a
Gigi tuvo lugar un hecho más que inusual durante el segui-
miento de Curt.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
—Inmediatamente después de que los machos dejaron sus
nidos, vi copular a Faben con Gigi —nos dijo Curt aquella no-
che—. De repente Figan se dio cuenta y cargó hacia él con el
pelo erizado. Le dio de patadas en la espalda, tres veces real-
mente fuerte, y Faben chilló un poco y luego gritó violenta-
mente cuando Figan continuó cargando. Momentos después,
Figan copulaba con Gigi.
—¿Es la única vez que Figan ha tenido inconveniente en
compartir su hembra con Faben? —le pregunté.
—Yo vi cómo pasaba otra vez —dijo Caroline—. Ocurrió
cuando Faben estaba copulando en un matorral espeso. No creo
que Figan se percatara de quién era en el primer momento.
¡Luego se miraron sorprendidos!
Cuando a Patti le tocó estar en celo, Figan no tuvo que hacer
siquiera un intento de aviso para prevenir a Faben de que no
copulara con ella. Y en los siguientes cincuenta días no hubo
más hembras en celo. Sería crudo y, en conjunto, irrespetuoso
para un macho alfa describir aquí la observación de David,
efectuada seis días después de la detumescencia de Patti, que
le llevó a sospechar que Figan, saludablemente dormido en su
nido, soñaba con los placeres sexuales de las semanas prece-
dentes.
Un atardecer, Curt tenía una excitante historia que contar.
Figan, que viajaba con Faben, Satán, Goblin y cuatro hembras,
había empezado a cazar papiones. Mientras Faben y Goblin se
sentaban a mirar, Figan subía lentamente hacia una madre de
papión y su pequeña cría negra. Pero ella estaba alerta y, aun-
que él la persiguió un corto trecho, escapó con facilidad.
—¿Sabes cuál era? —preguntó Tony Collins, uno de los
estudiantes que observaban los papiones.
—Sí. Era esa madre de la tropa A con el hijo ciego. ¿Cuál
es su nombre? ¿No es Hokitika?
—Bueno, me alegro de que escapara —afirmó Craig Pa-
cker, otro miembro del equipo de los papiones. Todos estába-
mos contentos, aunque el futuro de una cría de papión ciega no
es nada halagüeño; de hecho, iba a morir una semana más tarde.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Después de aquello, Figan había permanecido en la copa
del árbol mirando en todas direcciones. De repente bajó al
suelo y bajó velozmente la ladera. Al acercarse a un enorme
árbol muerto, una especie de poste, rompió con desganada unas
cuantas ramas y empezó a moverse cautelosamente y en silen-
cio. Mirando a través del follaje, Curt vio un papión muy pe-
queño, casi una cría, encima del extremo superior del árbol
muerto, densamente cubierto de trepadoras. Un macho adulto
de papión comía a unos treinta metros de distancia, pero no se
percataba de que Figan se acercaba lentamente a su deseada
víctima.
—Figan corrió repentinamente hacia el pequeño. Casi lo
cogió. Pero de un modo u otro consiguió escapar y saltó al
suelo. Fue asombroso: debió ser un salto de al menos cuarenta
pies. ¡Y entonces el pequeño aterrizó entre Faben y Goblin!
—Ahora supongo que vas a describir un horrible y san-
griento asesinato —afirmó Julie Johnson, otra del equipo de los
papiones—. No quiero quedarme a escucharlo.
—No, todo fue bien —Curt la tranquilizó—. Por fin, en
aquel preciso momento llegó el papión macho, con lo que se
produjo un gran tumulto. El pequeño papión se marchó. El ma-
cho se lanzó sobre Goblin y hubo una auténtica y espectacular
batalla. No sé cómo se las arregló Goblin, pero consiguió ven-
cer y después ahuyentar al papión. Justo en este preciso mo-
mento llegó otro gran macho. Le conocíamos: era Bramble.
Empezó a amenazar a Faben y dos hembras de papión se unie-
ron a él. Faben estaba completamente asustado y se encaramó
a un árbol.
—¿Figan no le ayudó? —pregunté.
—No, se sentó a mirar. En el mismo sitio donde antes casi
atrapa a la criatura. Entonces, después de un momento, bajó y
todos los chimpancés se fueron.
De hecho, Figan y su grupo cazaron con relativa frecuencia
durante aquellos cincuenta días. Cazaron ocho colobos y mata-
ron siete; Figan, que casi siempre conseguía grandes éxitos
como cazador, mató tres.
— 77 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
No hicieron muchos viajes a la periferia de su territorio.
Una vez viajaron lejos hacia el sur, penetrando en el territorio
de la comunidad vecina de Kahama. Oyeron gritos supuesta-
mente lanzados por los chimpancés de Kahama y se excitaron
mucho, abrazándose, sonriendo, viajando silenciosamente, pa-
sando un buen rato observando desde un risco. Pero nada más
ocurrió y ya han vuelto todos ya al norte, haciendo frecuentes
demostraciones y gritando para aliviar las tensiones producidas
mientras estuvieron en territorio extranjero.
Figan, como era de esperar, pasaba más tiempo con Faben
que cualquier otro adulto, y joven Goblin solía estar con ellos.
Figan también pasó muchos días con Gigi, no sólo cuando es-
taba en celo, sino también cuando carecía de interés sexual. Y
bastante a menudo frecuentaba a su hermana Fifi y a su cría
Freud. La mayoría de las relaciones con los individuos de la
comunidad eran en aquel momento relajadas y amistosas. Fi-
gan dominaba tan claramente que, excepto en los momentos de
tensión, como una reunión, no necesitaba demostraciones vio-
lentas de fuerza y de dominio.
A no ser que Evered estuviese cerca. Y entonces Figan,
acompañado casi siempre por Faben, actuaba con inusual fre-
cuencia y vigor. Pese a su posición de poder total, del apoyo de
su hermano y del recuerdo de sus claras victorias sobre Evered
el año anterior, Figan seguía sintiéndose amenazado por el rival
de su adolescencia.
David estallaba de emoción una noche en la que, como era
habitual, nos reunimos para charlar.
—Hoy he visto el más increíble ataque sobre Evered —
dijo—. Duró cerca de dos horas.
Sucedió cuando Evered, que estaba solo, se sumó al grupo.
Al principio no vio a Figan ni a Faben, que estaban comiendo
en la espesa maleza. Pero de repente ambos cargaron contra él
y se retiró, gimiendo, hacia un árbol. Figan y Faben se exhibie-
ron ante él unas cuantas veces y luego se sentaron en una de las
ramas bajas y empezaron a acicalarse.
—Era patético —dijo David—. Evered estaba algo más de
un metro por encima de ellos y emitía constantes gemidos. Los
— 78 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
estaba mirando todo el rato, pero ellos le ignoraban y continua-
ban acicalándose.
—Después de eso —continuó David—, Figan y Faben de-
jaron el árbol y realizaron unas espléndidas exhibiciones. Lo
hicieron hasta cuatro veces en la siguiente media hora.
»Entonces se iniciaron las hostilidades. Figan empezó; se
dirigió saltando al árbol de Evered y lo persiguió de rama en
rama. En un instante Evered saltó a otro árbol, pero Figan lo
persiguió.
»Y durante todo el tiempo Faben lo seguía desde el suelo y
Evered gritaba, asustado, fuera de sí, manteniéndose lo más le-
jos posible de Figan.
David se detuvo.
—Era realmente terrible de ver —dijo. Casi como ver a un
gato con un ratón, porque sabía que Evered no tenía escapato-
ria, a no ser que ellos lo dejasen ir.
En ese momento todos escuchábamos expectantes la histo-
ria.
—De repente Evered dio un gran salto a un tercer árbol —
continuó David—. Figan saltó tras de él y Faben súbitamente
lo alcanzó y empezaron a golpearle. Ambos se precipitaron so-
bre él hasta que el pobre Ev pudo escapar.
El «pobre viejo Ev» se vio otra vez arrinconado y atacado
por los hermanos. Se las arregló para subir a un árbol y sus
perseguidores lo atacaron durante diez minutos más, quizá por-
que llegó otro macho a escena, Figan y Faben se fueron y Eve-
red gimiendo, pudo finalmente escapar.
Un mes más tarde Figan y Faben encontraron a Evered tras
dos semanas de separación. Curt observaba la reunión, que
tuvo lugar en uno de los árboles altos. Fue tensa y dramática.
Figan y Evered estaban abrazados; ambos gritaban. Los otros
chimpancés presentes les contemplaban con fijeza. Estaban tre-
mendamente excitados y gritaban con gran algarabía.
—Yo estaba mirando hacia arriba, intentando ver lo más
exactamente posible qué estaba pasando —dijo Curt—, cuando
ocurrió lo inimaginable.
— 79 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Hizo una dramática pausa y nos preguntamos qué vendría
a continuación.
—Bien, ya sabes que el miedo y la excitación pueden re-
volverte las tripas —continuó Curt—. Una de esas desdichadas
criaturas (estoy bastante seguro de que era Gigi) se hizo de
vientre repentinamente. Quedé cubierto de caca caliente.
Por supuesto que lo sentimos por él, pero lo cierto es que la
reunión se colapsó por las carcajadas mientras Curt intentaba
aparentar dolor y seriedad. Pobre Curt; había tenido que dejar
de lado toda emoción e ir a lavarse al arroyo. ¡Menos mal que
tenía cerca un torrente! Afortunadamente estaba con Eslom,
que anotó los detalles de la lucha que siguió.
En esta ocasión Evered tenía encima un grupo de cinco
agresores, Humphrey, Gigi y un macho adolescente que habían
unido sus fuerzas con Figan y Faben. El ataque pareció —y así
sonó— increíblemente violento y era asombroso que Evered
hubiera salido sólo con unas pocas y pequeñas heridas. Perma-
neció con el grupo el resto del día, pero se fue antes que los
otros se instalaran y no le volvimos a ver hasta dos semanas
después.
Apenas nos sorprendió que ante esta amarga persecu-
ción, Evered estuviera cada vez menos tiempo en la parte cen-
tral del territorio de la comunidad. Parecía realmente que Fi-
gan, con la ayuda de Faben, pretendía echar a Evered de la co-
munidad de Kasakela.
Y entonces, absolutamente por sorpresa, las cosas cambia-
ron. Casi exactamente dos años después de llegar a ser el ma-
cho alfa terminaron los días de poder absoluto de Figan. Faben
desapareció, esta vez para siempre. Gradualmente los otros ma-
chos se percataron de que había llegado el momento esperado
y empezaron a capitalizar la vulnerable posición de Figan. En
grupos de dos, tres o más, conspiraban contra su alfa. Parecía
que éste jamás conseguiría mantenerse frente ellos.
Pero por aquella época, en junio de 1975, no había estu-
diantes americanos o europeos en Gombe para registrar los su-
cesos.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
VII. CAMBIO
En mayo de 1975 sobrevino una repentina noche de terror:
cuarenta hombres armados atravesaron el lago desde Zaire y
secuestraron a cuatro de los estudiantes de Gombe. Después
corrieron muchas y confusas historias sobre lo sucedido, histo-
rias de coraje e historias de horror. Mi viejo amigo Rashidi fue
golpeado en la cabeza en una vana tentativa de que recordase
donde estaba la llave del almacén de gasolina. Estuvo sordo de
un oído hasta meses más tarde. Las dos jóvenes mujeres tanza-
nas que entonces trabajaban en Gombe, la guardesa del parque,
Etha Lohay, y la estudiante Addie Lyaruu, volaron desde una
casa de estudiantes a la siguiente, moviéndose con rapidez a
través de la oscura selva para advertir a los demás del ataque.
¿Dónde habían llevado a las víctimas? ¿Estaban con vida?
Se oyeron relatos sobre cañonazos oídos fuera, en el lago, y
durante días creímos que los rehenes podían haber muerto.
Fueron momentos de angustia. Por supuesto, todos abandona-
mos Gombe. Durante un tiempo permanecimos en Kigoma, es-
perando contra toda esperanza noticias de nuestros amigos.
Pero no llegaban. Pocos meses antes del rapto me había vuelto
a casar, y mi segundo marido, Derek Bryceson, tenía una casa
en Dar es Salaam. Allí fuimos todos nosotros, los estudiantes
apretados en la pequeña casa de invitados, y esperamos. Espe-
ramos, esperamos y esperamos noticias durante lo que nos pa-
reció una eternidad. Era un puro infierno para nosotros, los que
nos habíamos librado. ¿Cuál no sería el sufrimiento mental de
las víctimas, el de sus padres y familiares cercanos?
Después de aproximadamente una semana que se nos an-
tojó un mes, uno de los estudiantes secuestrados fue enviado
de nuevo a Tanzania con una demanda de rescate. Nunca olvi-
daré el alivio, la extraordinaria alegría que experimenté al saber
que los cuatro estaban vivos y físicamente ilesos. Pero las ne-
— 81 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
gociaciones parecían durar una eternidad. La solución era po-
líticamente delicadísima, pues involucraba las relaciones entre
Tanzania, Zaire y Estados Unidos.
Fue una suerte para los cuatro jóvenes ser mental y física-
mente fuertes y también lo fue que se tuvieran unos a otros para
darse soporte moral. Quizá la angustia peor fue la de los últi-
mos días, en los que quedaba un solo estudiante como solitario
rehén después de pagar el rescate y quedar libres los demás.
Pero fue liberado dos semanas después. Aquello fue como un
negro nubarrón que terminó por pasar y nos pareció que la luz
del sol volvía a brillar.
Los cuatro se recuperaron por fin de su terrible experiencia,
o al menos así lo parecía a juzgar por las apariencias externas.
Pero me preocupaba que su mente no hubiera quedado comple-
tamente liberada del tormento psicológico de aquellos días. La
memoria está siempre al acecho, lista para emerger en forma
de pesadillas en épocas de enfermedad, soledad o depresión.
Durante el periodo entre la noche del secuestro y el final de
los largos días de cautiverio, mis pensamientos relacionados
con la investigación en Gombe se habían visto sofocados,
aplastados por la preocupación y la desesperanza. Organicé al-
gunos análisis de datos y algún otro intento de mantener alta la
moral de nuestro pequeño grupo en Dar, pero sin poner el co-
razón en ello. Pasaba gran parte del tiempo leyendo novelas;
no había leído tanta literatura desde mis tiempos escolares.
Pero cuando los rehenes fueron liberados pude volver a pensar
en el futuro de la investigación. Derek, Grub y yo efectuamos
varias breves visitas al parque, incluso durante aquellas sema-
nas de pesadilla. Teníamos que animar y manifestar nuestro
apoyo al equipo de campo que, para su gran mérito, había con-
tinuado recogiendo datos básicos por entera y propia iniciativa.
Inmediatamente después del ataque fue enviado a Gombe
un destacamento de la Fuerza de Campo, cuerpo especial de la
policía. Esta fuerza altamente eficiente, entrenada para solucio-
nar cualquier emergencia, significó una gran ayuda para noso-
tros durante sus primeras visitas. Después de pocos meses fue
sustituida por un pequeño grupo de policías ordinarios. Muy
— 82 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
gradualmente retornó un sentimiento de seguridad. Antes,
cuando visitábamos la selva, no nos sorprendíamos excesiva-
mente si veíamos un bote. Pero transcurrió más de un año hasta
que pudimos volver a oír el motor de la canoa en medio de la
noche sin levantarnos, con el corazón palpitante, mirando hacia
el lago con el temor de tener que salir huyendo por la ladera de
la montaña.
Sin la ayuda y el soporte de Derek dudo de que nos hubié-
ramos mantenido en Gombe después del secuestro. Yo me en-
contré con él en 1973 durante una visita a Dar es Salaam e in-
mediatamente nos sentimos fuertemente atraídos. Había lle-
gado por primera vez a Tanzania en 1951. Durante la Segunda
Guerra Mundial fue piloto de caza en la RAF, pero tras unos
cuantos meses de servicio activo había sido derribado en
Oriente Medio. Sobrevivió al accidente, pero sufrió lesiones en
la columna vertebral y le dijeron que nunca volvería a andar.
En aquellos momentos tenía diecinueve años. Resuelto a pro-
bar que los médicos se equivocaban aprendió por sí mismo, con
absoluta determinación, a moverse con ayuda de un bastón. Te-
nía suficiente musculatura en una pierna para moverla mientras
andaba, pero otra colgaba de la cadera. Aprendió también a
conducir, rápidamente y bien, aunque tenía que levantarse la
pierna izquierda con una mano para poder pasar el pie del pedal
del embrague al del freno.
En cuanto fue capaz de moverse, Derek marchó a Cam-
bridge, donde consiguió un diploma en agricultura. Entonces
alguien le ofreció un trabajo en Inglaterra que instantánea-
mente rechazó. «Era una fácil agricultura de sillón», me dijo,
«apropiada para un inválido». En su lugar ahorró para poder ir
a Kenia, donde se dedicó a la agricultura durante dos años; en-
tonces elevó una instancia al gobierno británico para obtener
una de las hermosas estancias en las estribaciones del Kiliman-
jaro, que entonces formaba parte del Protectorado británico de
Tanganika. Después cultivó trigo con éxito hasta que encontró
a Julius Nyerere, que estaba entonces organizando el movi-
miento que, con el tiempo, llevaría a la independencia de Tan-
— 83 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
ganika. Derek quedó profundamente impresionado por Nye-
rere y pasó a ser simpatizante de su causa. Ello cambió el curso
de su vida. Se unió al movimiento nacionalista africano de Tan-
ganika y pasó a estar de tal modo involucrado en política que
abandonó su querida granja y se trasladó a la capital, Dar es
Salaam. Ya estaba firmemente atrincherado en su país de adop-
ción cuando, al fin, se consiguió la independencia en 1961, in-
mediatamente después de mi llegada a Gombe.
Derek hizo mucho por Tanzania, nombre que tomó Tanga-
nika después de su unión con la isla de Zanzíbar. Fue elegido
miembro del parlamento de Dar es Salaam por la circunscrip-
ción de Kinondoni, repitiendo su mandato por amplia mayoría
cada cinco años. Asistió a muchos consejos de ministros y era
bien conocido por sus contribuciones a la política agrícola tan-
zana durante los dos períodos de cinco años durante los que fue
ministro de Agricultura, así como por el desarrollo que impri-
mió a los programas de medicina preventiva y de mejora de las
normas dietéticas durante sus años de ministro de Salud Pú-
blica. Cuando le conocí había dimitido del gobierno, pero to-
davía representaba Kinondoni como miembro del parlamento,
y recientemente había sido propuesto como director de los es-
pectaculares parques naturales de Tanzania por el presidente
Julius Nyerere.
Después de que Derek y yo nos casáramos, yo continué vi-
viendo en Gombe y él efectuaba visitas periódicas de un par de
días, volando en un aparato Cesna de cuatro plazas. A Derek le
gustaba ver los chimpancés, pero no le era fácil andar por los
empinados desniveles. Construimos escalones en los lugares
más escarpados, en las zonas más traicioneras del recorrido y
pusimos una barandilla de cuerda en el tramo peor, de manera
que pudiera agarrarse a ella mientras utilizaba el bastón por el
otro lado. Así pudo ir arriba y abajo solo, sin apoyarse en un
brazo amigo como antes se viera obligado a hacer. Pero aun
así, el viaje que para nosotros significaba diez minutos, suponía
para él tres cuartos de hora de dura prueba. Una vez resbaló y
cayó pesadamente sobre el extremo de la columna vertebral, lo
que le causó un gran dolor durante varios días, cosa que nunca
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
admitió. Otra vez se cayó y se torció la rodilla, que se inflamó
hasta alcanzar un tamaño enorme. Pero, a pesar del riesgo,
siempre insistía que aquello valía la pena.
Durante estas visitas Derek llevaba a cabo su cometido
como director de los Parques Nacionales, informándose de
todo lo que ocurría en Gombe. Por tanto, estuvo en disposición
de sernos particularmente útil después del secuestro. Con su
fluido swahili y su comprensión del carácter tanzano me ayudó
a convencer a los miembros del personal de campo de que po-
drían realizar por sí mismos un buen trabajo. Aunque habían
adquirido gran conocimiento y experiencia durante los pocos
años anteriores y eran capaces de seguir hábilmente a los chim-
pancés a través del terreno montañoso de la selva, de trazar
diariamente un esquema de los movimientos y los modelos de
asociación y de identificar las plantas que les servían de ali-
mento, siempre habían confiado en la dirección de los estudian-
tes y la constante presencia de la «Dra. Jane». Ahora era nece-
sario convencerles de que podían continuar sin nosotros.
Yo trabajaba en estrecho contacto con los hombres durante
mis breves visitas, comprobando su exactitud y fiabilidad. Jun-
tos preparábamos charlas y seminarios y les hablaba sobre los
análisis que estaba haciendo en Dar es Salaam, ya que había
empezado a compilar los resultados del estudio para su futura
publicación en un libro científico. Cuando entendieron cómo
iba a utilizar la información que ellos recogían, fueron más cui-
dadosos en la elaboración de los informes y en la confección
de esquemas y mapas. Poco a poco creció mi confianza en
ellos. Entre todos eligieron dos «viongozi» o líderes: Hilali
Matama, que había empezado a trabajar con los chimpancés en
1968, y Eslom Mpongo, que se unió a nuestro equipo poco des-
pués. En 1975 ambos sabían sobre los chimpancés y su con-
ducta más que cualquiera de los llamados «expertos». Su tra-
bajo se convirtió en una manera de vivir, y ellos y los otros
miembros del equipo de Gombe estaban completamente dedi-
cados y fascinados por las vidas de los chimpancés que estaban
observando. Cada vez que volvía a Gombe les enseñaba a re-
— 85 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
coger datos más sofisticados y sus informes se volvieron in-
creíblemente interesantes. Les dimos un magnetófono para
que, si tenían oportunidad de presenciar algún fenómeno emo-
cionante o inusual, pudiesen dictar un informe más detallado
del que podían escribir. La mayoría de ellos escribía con bas-
tante lentitud y trabajosamente (uno o dos, de hecho, habían
aprendido a escribir recientemente, cuando iban a entrar a
nuestra organización).
Los tanzanos trabajaban en equipos de dos, siguiendo a un
determinado chimpancé al máximo posible durante todo el día:
lo ideal era desde que dejaba el nido hasta que se acostaba. Uno
de estos hombres registraba detalladamente la conducta del
chimpancé. El otro marcaba la ruta, apuntaba lo que comía y
tomaba nota de los otros chimpancés con los que se encontraba
y del tiempo que estaba con ellos. Entre los dos anotaban tam-
bién cualquier suceso destacable además de los citados. A me-
nudo, después de cenar, los dos hombres que habían efectuado
un seguimiento venían a contarnos lo que habían visto durante
el día. Nos sentábamos amistosamente en la blanda arena, fuera
de la casa, con las olas acariciando y haciendo rodar los guija-
rros y escuchando las melodiosas voces swahili describir una
caza, una patrulla por la frontera o algún accidente emocio-
nante que hubiesen podido observar.
Cada uno de los hombres tenía su propio centro de interés.
Para Hilali era la lucha de los machos por el dominio y fue
mucho lo que él y los otros hombres pudieron explicarnos du-
rante los problemáticos meses posteriores a la muerte de Faben,
cuando los otros machos, con creciente frecuencia y entu-
siasmo, se agrupaban contra Figan. En seguida se vio clara-
mente que Figan, que durante toda su vida había contado con
el apoyo de un fiel aliado (primero su madre, luego su her-
mano), se encontró con que era necesario encontrar un sustituto
de Faben. Eligió a Humphrey, su antiguo enemigo. Humphrey
había sido aterrorizado por Figan y sufrido una estrepitosa de-
rrota. Por eso ahora constituía la amenaza menor. Y aunque no
llegó a ocupar el lugar de Faben, ya que nunca había apoyado
a Figan cuando los otros machos lo desafiaron, significó para
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
éste una cierta tranquilidad, ya que nunca llegó a aliarse con
los otros contra Figan.
Un atardecer de marzo, unos ocho meses después de que
Faben desapareciese, Hilali llegó a casa impaciente por contar-
nos los sucesos del día. Había estado siguiendo a Figan que,
como siempre, formaba parte de un amplio grupo. Durante un
súbito estallido de excitación, cuando Satán se unió al grupo,
cuatro de los machos adultos —el mismo Satán, Evered, Jomeo
y Sherry— hicieron causa común contra su alfa en una serie de
dramáticas exhibiciones conjuntas. En un intervalo de cuarenta
minutos los cuatro cargaron tres veces contra Figan, rodeán-
dole y consiguiendo que se marchara gritando. Terminó por re-
fugiarse en uno de los árboles altos, pero los cuatro le siguieron
hasta las ramas superiores. Aterrorizado, Figan saltó salvaje-
mente a un árbol vecino, se descolgó hasta el suelo y cubrió
más de medio kilómetro como si le persiguieran todos los de-
monios del infierno. Hilali, exhausto y empapado de sudor,
consiguió seguirlo y así pudo ver a Figan, gritando aún, saltar
a un árbol y mover los brazos alrededor de Humphrey. Hilali
pensó que probablemente Figan había visto a su único aliado
desde el alto árbol, aunque pudo haber sido un encuentro for-
tuito. Los otros cuatro machos continuaron exhibiéndose ante
ambos, Figan y Humphrey, que permanecían muy juntos, bus-
cando cada uno seguridad en el otro.
Muchos sucesos similares fueron descritos en aquellos tu-
multuosos meses en que las relaciones entre los machos adultos
eran tan tensas y tirantes. Y siempre Humphrey, cuando estaba
presente, daba soporte moral a Figan. El alcance de la con-
fianza que Figan llegaba a depositar en Humphrey quedó bien
ilustrado en uno de los seguimientos de Hamisi Mkono. Du-
rante una sesión de alimentación en el denso monte bajo, los
dos amigos estuvieron por cierto tiempo separados. Cuando Fi-
gan súbitamente se dio cuenta de que Humphrey ya no estaba
con él, alianza kulia kama mtoto, como decía Hamisi, riendo,
empezó a gemir como un niño perdido. Trepó a un árbol, mi-
rando en todas direcciones, y entonces buscó apresuradamente
a su amigo gritando cada cierto tiempo —gritos de SOS— lo
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
más fuerte que podía. Después de unos veinte minutos encontró
a Humphrey, trepó hacia él y empezó a acicalar al viejo macho.
Gradualmente se calmó y bajó.
Pienso que todos nosotros esperábamos que Figan perdería
su posición alfa definitivamente. De hecho, durante nueve me-
ses no hubo un claro alfa en Gombe. Figan podía —y así lo
hizo— mantenerse cuando se encontraba en solitario con otro
macho, o en parejas. Pero huía de ellos gritando cuando forma-
ban grupos de tres o cuatro. ¿Qué iba a ser de él —aún me lo
pregunto—, que evitaba a los otros machos, cuando éstos se
uniesen para atacarlo? Pero nunca lo hacían. Y muchas de las
dramáticas confrontaciones, erizadas cargas y salvajes sacudi-
das de vegetación y lanzamientos de piedras terminaban con
todos los participantes atacando juntos de pronto, gritando e
iniciando algunas frenéticas sesiones de acicalamiento social,
durante las cuales todos los implicados se calmaban gradual-
mente y, después de cierto tiempo, se marchaban.
Coincidiendo con este inquieto período la hembra Pallas,
sexualmente popular, entraba de nuevo en celo después de per-
der una cría. Y, sin un destacado alfa, esto provocó un caos casi
total entre los machos. Figan no tenía poder suficiente para po-
seer a Pallas, y tampoco ninguno de sus rivales. Y por eso, casi
cada vez que uno de los machos más grandes trepaba al árbol
de la hembra (porque, probablemente en estricta defensa pro-
pia, ésta pasaba mucho de su tiempo sobre el suelo), se iniciaba
un pandemónium entre los demás. Cualquiera que fuese el atre-
vido pretendiente era cazado en lo alto del árbol y atacado por
uno o más de los restantes machos; o si lo conseguía, la visión
del acto sexual provocaba explosiones de agresividad entre los
espectadores. Y entonces seguía un breve período de confusión
como machos exhibiéndose con el pelo erizado y furiosos ges-
tos, tirando rocas y ocasionalmente cogiendo y aporreando al-
guna desdichada hembra o adolescente que encontraban en su
camino. Algunas veces se enzarzaban en breves pero furiosas
batallas entre ellos mismos. Aunque Pallas rara vez constituía
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
una víctima, debía de haber sufrido gran número de casi inso-
portables momentos de tensión.
Durante todo este increíble período de diez días, Goblin —
que, incidentalmente, continuaba siguiendo fielmente a Figan,
a pesar del temporal destronamiento de su héroe— se mantenía
estrechamente pegado a Pallas hiciese frío o calor. Algunas ve-
ces era atacado por su audacia, pero conseguía muchas cópulas
rápidas, mientras los machos mayores tenían que luchar entre
sí para alcanzar el privilegio de acceder a la hembra.
Después de nueve meses de tensión y ansiedad, Figan vol-
vió a establecerse a sí mismo como alfa, aunque sus días de
poder social absoluto habían pasado. Y de la misma manera
que Faben se había beneficiado de su condición de hermano
del alfa, ahora Humphrey se beneficiaba de su posición de
«mejor amigo». Hilali recordaba un delicioso ejemplo de
cuando Figan —que era el chimpancé favorito de Hilali—
atrapó dos pequeñas crías de colobos en la misma cacería. En-
contró el primero casi inmediatamente, arrebatándoselo a su
madre, arrancando el bebé de sus brazos y matándolo con un
rápido mordisco en el cráneo. Y luego, en vez de empezar a
comer, se sentó, sosteniendo en una mano el cuerpecito de su
víctima con la intención de que lo viesen los otros machos que
aún estaban cazando. Después de unos momentos Humphrey
trepó hacia Figan y se sentó junto a él. Humphrey no estaba
interesado en otra víctima; sólo en solicitar una parte de la
presa de Figan. De golpe, para sorpresa de Hilali, Figan dejó el
cadáver entero en las manos de Humphrey. Entonces, saltando
del árbol, corrió para reincorporarse a la caza y, en pocos mi-
nutos, había encontrado otra madre, quitándole y matando a su
cría. ¡Esta vez él mismo consumió la nueva presa!
—Ni fundi, Kweli, es verdaderamente un experto —dijo Hi-
lali, soltando una risita. Miró fijamente al fuego un momento y
entonces, como si sintiera la necesidad de ser absolutamente
justo, de dar a cada cual su mérito, añadió—: Na kumbuka She-
rry, anapofanya hivyo, recuerdo a Sherry haciendo lo mismo.
En realidad, a Sherry le había ido, en cierto modo, mejor: había
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
atrapado una segunda presa mientras aún tenía agarrada la pri-
mera. Y la guardó y ¡se comió las dos!
En los primeros años posteriores al secuestro, Derek conti-
nuó ayudando a la administración y organización de la investi-
gación en Gombe y, a medida que pasaban los meses, parecía
cada vez más y más ocupado. Pero pese a todos sus intentos y
propósitos tenía que cubrir dos circunscripciones, ambas con
sus urgentes necesidades y problemas: Kinondoni, distrito de
Dar es Salaam, a cuyos habitantes había representado en el go-
bierno durante diecinueve años, y los parques nacionales de
Tanzania, cuyos peludos y emplumados habitantes estaban
igualmente necesitados de su pericia política y de su prudencia.
Los ocupantes no humanos de los Parques Nacionales de
Gombe estaban seguros en un medio ambiente altamente pro-
tegido y necesitaban su ayuda menos que los otros, por lo que
aumentaron las dificultades para justificar más de una visita
ocasional y breve para ver a los chimpancés que tanto amaba.
Por aquel tiempo, sin embargo, considerábamos que podía
estar sola Gombe con seguridad. Cuando Grub (que momentá-
neamente tenía la «escuela» en Dar es Salaam, dando sus lec-
ciones en una pequeña habitación próxima a mi oficina) mar-
chó a una escuela preparatoria en Inglaterra, me sentí capaz de
pasar allí cada vez más tiempo. Al principio me parecía raro
estar sola con los tanzanos; se parecía más a los primeros tiem-
pos, como aquella vez que me quedé sola durante meses con
Hassan, Dominic y Rashidi por toda compañía. Echaba de me-
nos a los estudiantes, por un tiempo, claro; era consciente de
que sería imposible mantener Gombe sin ellos. Pero como los
meses pasaban me iba adaptando gradualmente a los nuevos
acontecimientos y encontré un modelo o sistema de vida (vivir
en Dar es Salaam y visitar Gombe con tanta frecuencia como
podía) que tenía algunos indudables beneficios. Cuando estaba
en Dar es Salaam podía concentrarme en analizar y escribir.
Arreglé para mí una alegre oficina donde podía almacenar los
datos y donde podía trabajar en mi mesa y contemplar, fuera,
la buganvilla —exótico estallido de color, púrpura y rosa, car-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
mesí y anaranjado amarillento, blanco y verde— contra el pro-
fundo azul del océano índico. Y cuando estaba en Gombe me
sumergía en el trabajo con los chimpancés, siguiéndolos a tra-
vés de la selva, inmersa en sus vidas.
Incluso durante los días en que yo estaba lejos de Gombe
Derek y yo manteníamos estrecho contacto con todo lo que
ocurría allá, hablando con los hombres a diario a través de la
radio. Y a través de la radio fue como nos enteramos un mañana
que Gilka había tenido una cría. Yo estaba encantada, ya que
su primer bebé había desaparecido misteriosamente cuando te-
nía exactamente un mes. Pero la alegría duró poco: tres sema-
nas más tarde otro mensaje de radio sobre Gilka, deformante y
confuso, me traía horribles noticias desde setecientas millas de
distancia. No es extraño que Derek y yo lo encontrábamos di-
fícil de creer: Passion amemwua na amemla mtoto wa Gilka,
Passion ha matado y se ha comido al hijo de Gilka. Derek cerró
la radio y me miró.
«No puede ser verdad. No puede serlo», dije yo. Y sabía
que lo era. Nadie podía inventar tan terrible incidente. «Oh»,
salté, «¿por qué, por qué, por qué tenía que pasarle esto a
Gilka?»
— 91 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
VIII. GILKA
Los despreocupados días de la vida de Gilka terminaron
cuando tenía unos cuatro años. Como pequeña, Gilka nunca
careció de compañía: su hermano mayor Evered solía estar
cerca y su madre, Olly, pasaba mucho tiempo con Flo y con su
familia. Pero Evered tenía ocho años más que Gilka (era casi
seguro que Olly había perdido por lo menos una cría entre am-
bos) y él empezó a abandonar a la familia durante largos perío-
dos cuando su hermana tenía cinco años. Al mismo tiempo
Olly comenzó a evitar a Flo porque Figan, que entraba en la
adolescencia, desafiaba algunas veces a los amigos de su madre
con fanfarronas exhibiciones. Y así, Gilka pasaba las horas sola
con su tímida madre por toda compañía. ¡Cuánto nos alegra-
mos por ella cuando nació su hermano menor! Pronto iba a te-
ner edad suficiente para jugar con ella y sus días de soledad se
acabarían. Pero entonces vinieron los tristes días de 1966, los
de la epidemia de polio, cuando la cría de pocos meses de Olly
enfermó y murió y la misma Gilka quedó paralítica de una mu-
ñeca y de la mano. Entonces, como si todo esto no fuese sufi-
ciente, dos años más tarde Gilka desarrolló una fuerte infección
por hongos que, cuando tenía once años, le desfiguró su
duende, su cara acorazonada. La grotesca protuberancia en su
nariz y la cresta de la ceja se extendían hasta sus párpados de
manera que apenas podía abrir los ojos.
En cuanto diagnosticamos la enfermedad fuimos capaces
de controlar los síntomas con medicación. Pero cuando Gilka
pasó, temporalmente, a la comunidad del sur no podíamos
darle los plátanos con la medicina y seis meses después regresó
casi ciega (además, si quedaba preñada, podía perder el bebé).
Una vez más fuimos capaces de controlar el celo y pronto, con
evidente satisfacción de los machos adultos, reanudó sus inte-
rrumpidos períodos de hinchazón sexual. Gilka, al igual que la
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
mayoría de las hembras adolescentes, disfrutaba con las inter-
acciones sexuales, pero con frecuencia tenía dificultades en
coordinarse con grupos de machos rápidos porque tras el ata-
que de polio había perdido los músculos del brazo izquierdo.
Aunque sospecho que estaba algo más tranquila al terminar
temporalmente los agotadores días de celo, se convirtió en una
hembra solitaria entre dos períodos de actividad sexual: su ma-
dre, la vieja Olly, murió por aquellas fechas y, aunque sus re-
laciones con Evered eran aún excelentes, éste no solía estar en
los alrededores para hacerle compañía.
Entonces, en 1974, las cosas parecieron cambiar para me-
jor. Gilka apareció un día con una diminuta cría. Le llamamos
Gandalf y esperamos que así terminaran sus días de aisla-
miento por la nostalgia de su madre, ya que cuando una hembra
de chimpancé inicia una familia, rara vez pasa en solitario el
resto de su vida. Además, el nacimiento de la primera cría de
una hembra con frecuencia parecía inducir un respeto añadido
para la madre por parte del conjunto de los miembros de la co-
munidad, fueran machos o hembras. Era maravilloso ver a
Gilka, que solía sentarse al margen de cualquier sesión de aci-
calamiento del resto del grupo, tomando por fin parte más ac-
tiva en la vida comunitaria. La llegada de aquel bebé hizo algo
más por Gilka: después de su nacimiento decidimos no conti-
nuar la medicación contra la infección por hongos que presen-
taba su madre, temerosos que esta batalla perjudicara al bebé.
Pero la inflamación, en vez de empeorar como temíamos, se
había reducido. Al poco tiempo Gilka quedó simplemente con
una nariz grandota y casi cómica.
Gilka era una atenta y cuidadosa madre, igual que lo había
sido Olly, y Gandalf, cuando tenía un mes, parecía una saluda-
ble y bien desarrollada cría. Y entonces Gandalf desapareció.
No teníamos ni idea de lo que podía haber sucedido; sencilla-
mente, Gilka apareció un día sin él. Una vez más, excepto du-
rante los días que estaba en celo, empezó a vagar sola. Y el
estado de su infección por hongos empeoró.
Casi exactamente un año después de la desaparición de
Gandalf recibimos un mensaje por radio que decía que Gilka
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
había tenido un nuevo bebé. Era una hembra y decidimos lla-
marle Otta, planeando poner una O al principio de los nombres
de la familia para mantener viva la memoria de Olly. Ésta fue
la cría que Passion mató.
Cuando Derek y yo fuimos a Gombe escuchamos la tre-
menda historia con todos sus horribles detalles. Gilka, según
nos contaron, estaba pacíficamente sentada por la tarde, acu-
nando a su pequeñuela, cuando súbitamente Passion apareció.
Se puso de pie por un instante, mirando a la madre y a la cría;
entonces cargó hacia ellas con el pelo erizado. Gilka voló, chi-
llando, pero se hallaba en doble desventaja, con una cría que
sujetar y una muñeca lisiada. Passion la alcanzó en un mo-
mento. Saltó sobre ella y agarró a la pequeña Otta. Gilka in-
tentó desesperadamente salvar a su bebé, pero no tuvo oportu-
nidad y casi sin esfuerzo Passion consiguió arrebatarle a Otta.
Luego, lo más macabro de todo, apretó el bebé robado contra
su pecho y Otta se agarró desesperadamente mientras Passion
volvía a atacar a Gilka. En ese momento Pom, adolescente en
aquella época, se unió a su madre y Gilka, con la nueva ventaja,
se volvió y persiguió a Passion furiosamente, con Otta aún col-
gando de su vientre. Contenta por su victoria, Passion se sentó
en el suelo, retiró a la aterrorizada cría de su pecho, y mordió
profundamente en la frente la cabecita: la muerte fue instantá-
nea. Poco a poco, con las mayores precauciones, Gilka volvió.
Cuando estuvo lo bastante cerca como para ver el cadáver
inerte y sangrante dio un solo grito —¿de horror?, ¿de deses-
peración?—, se dio la vuelta y se fue.
Durante las siguientes cinco horas Passion se comió el bebé
de Gilka compartiendo la carne con su familia, Pom y el joven
Prof. Entre los tres consumieron hasta el último pedazo.
Nos quedamos sin habla. No era el primer ejemplo de cani-
balismo en Gombe; cinco años antes un grupo de adultos ma-
chos se lanzaron sobre una hembra de una comunidad vecina,
la atacaron salvajemente y durante la lucha le robaron el bebé,
lo mataron, y se comieron parte de su cuerpecillo. Pero aquello
fue distinto para la hembra porque había sido un forastero el
que había empezado las hostilidades con los machos. La habían
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
atacado como un esfuerzo más para conservar la integridad de
su territorio y su cría, al parecer, había encontrado la muerte
casi por accidente. Sólo se comieron una pequeña parte de su
cuerpo y sólo un par de los machos presentes. La mayor parte
de los agresores había actuado, tocado e incluso acicalado el
cadáver. En cambio, el ataque de Passion sobre Gilka parecía
tener un único objetivo, atrapar a la cría. Y se comió su cuerpo
del mismo modo como se comen las presas, poco a poco y con
apetito, masticando cada mordisco de carne con unas cuantas
hojas verdes. Empezamos a sospechar que el primer bebé de
Gilka, el pequeño Gandalf, podría haber tenido un destino se-
mejante.
Al año siguiente Gilka dio a luz un hijo saludable, Orion.
En esa época sentía pavor por Passion. La primera vez que se
encontraron el bebé tenía apenas pocos días. Afortunadamente
había cerca dos machos adultos. Passion se aproximó a menos
de diez yardas y se quedó mirando a la cría. Gilka comenzó al
instante a gritar con fuerza, mirando a Passion y a los machos.
Como si entendiesen lo que iba a pasar, los machos, uno tras
otro, atacaron a Passion. En esta ocasión fue ella la que tuvo
que irse gritando.
Durante las dos siguientes semanas Gilka apenas salió del
valle de Kakombe, donde estaba situado el campamento. Pare-
cía intentar desesperadamente permanecer cerca de la protec-
ción de los grandes machos. La seguí una vez cuando se alejaba
del campamento con Figan. Consiguió seguirle durante diez
minutos, pero gradualmente se fue quedando cada vez más
atrás a causa de su problema físico y porque tenía que ayudar
a su hijo recién nacido. Finalmente Figan desapareció por el
camino y Gilka se quedó sola. Me quedé con ella. Ella cuidaba
de Orion y se sentó un rato mirando a su hijito. Entonces em-
pezó a comer. Casi dos horas después de que perdiese de vista
a Figan oyó los jadeos de Humphrey por el campamento. In-
mediatamente se levantó, rehízo el camino y se reunió con él.
Se acicalaron por un momento y luego, cuando Humphrey dejó
el campamento, Gilka lo siguió. Como la otra vez, Gilka se fue
— 95 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
quedando atrás y veinte minutos después volvió a quedarse
sola.
Era inevitable que, tarde o temprano, Passion encontrara a
Gilka cuando no hubiese machos cerca para ayudarla. Sucedió
un día que Gilka, bajo el calor del mediodía, estaba descan-
sando a la sombra con su cría. Orion tenía tres semanas. Pom
llegó primero, moviéndose silenciosamente entre la maleza. Se
quedó mirando unos momentos a la madre y al hijo, que esta-
ban cerca, acostados. Una mayor inteligencia individual proba-
blemente se hubiese percatado del peligro instantáneamente.
Pero Gilka, como Olly antes que ella, no se caracterizaba por
una gran capacidad individual. Se quedó donde estaba, como
si no se percatase de nada. Cinco minutos después apareció
Passion. Pom corrió hacia su madre y tocó su espalda con la
cara llena de excitación. Era el tipo de interacción que se da
entre madre e hija cuando se encuentran un árbol cargado de
frutas. Como una sola hembra, Passion y Pom atacaron a Gilka
que había empezado a huir a la vista de Passion. Gilka gritaba
y gritaba mientras corría, pero no había machos en las cerca-
nías para responder a sus desesperadas llamadas de auxilio.
Pom corrió hacia Gilka que se volvió hacia un lado, inten-
tando evitarla. En ese momento Passion atrapó a Gilka y la tiró
al suelo. Gilka no intentó luchar, pero se agachó para proteger
a su bebé. Pom se lanzó a la lucha, golpeando a Gilka mientras
Passion agarraba a la cría y mordía su cabeza. Gilka, en vano,
golpeó a la atacante, mientras con su mano libre aguantaba de-
sesperadamente a Orion. Passion mordió la cara de Gilka y la
sangre salió a borbotones de su ceja. Entonces, trabajando en
equipo, Passion y Pom dieron la vuelta a Gilka y mientras Pas-
sion, que era la más fuerte, aguantaba a la madre, Pom cogía la
criatura y escapaba con ella. Luego se sentó y le dio un pro-
fundo mordisco en la frente. Y así, Orion murió de la misma
manera que la pequeña Otta un año antes.
Gilka pudo librarse de Passion y corrió detrás de Pom, pero
Passion se lanzó sobre ella en un instante, atacándola de nuevo,
mordiéndole los pies y las manos. Gilka, sangrando ahora por
incontables heridas, hizo un último intento para recuperar a su
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
mutilada cría, pero fue en vano. Y entonces Passion, dejando a
Gilka, cogió la presa y corrió, seguida de Pom. El joven Prof,
que había contemplado la lucha a vida o muerte desde un árbol
seguro, bajó y corrió detrás de su madre. Gilka las siguió co-
jeando un pequeño trecho, pero pronto se quedó tan retrasada
que unos minutos después abandonó y empezó a lamer y a aca-
riciar sus heridas. La familia de Passion, mientras tanto, vagaba
silenciosamente por el monte.
Probablemente nunca sabremos por qué Passion y Pom se
comportaban de esta horripilante manera. Gilka no era su única
víctima: Melissa perdió una, posiblemente dos, a manos de las
hembras asesinas, y durante los cuatro años que duraron sus
depredaciones desaparecieron hasta un total de seis recién na-
cidos. Yo sospechaba que Pom y Passion eran responsables de
todas estas muertes. De hecho, durante aquella desgraciada
época sólo una hembra de la comunidad consiguió que sus be-
bés creciesen: Fifi. Y luego, después de que Passion quedase
embarazada, los infanticidios terminaron. No es que abando-
nase inmediatamente —fuimos testigos de tres intentos más—
pero, por una razón u otra, fracasó. Y entonces Pom también
quedó embarazada y ya no fue capaz de ayudar a su madre.
Cuando estos ataques caníbales finalizaron las madres ya pu-
dieron pasear con sus recién nacidos sin ningún temor.
Pero para Gilka era demasiado tarde. Nunca se recuperó de
los espantosos ataques de Passion. Aunque las laceraciones de
sus manos parecían curadas pocos meses más tarde, aparecían
en sus dedos llagas supurantes. Y cuando parecían curadas vol-
vían de nuevo y peores que las primeras. Antes era manca;
ahora era una auténtica lisiada que a veces ni siquiera podía
caminar cojeando. Desarrolló una diarrea crónica que nunca
terminó de curar y pasó a estar cada vez más demacrada. Tenía
sólo quince años, pero su condición física era tan menguada
que nunca volvió a reanudar sus períodos de celo. Su época de
reproducción había terminado. Si antes era solitaria, entonces
lo fue infinitamente más. Sus compañeros más cercanos en esta
época eran otras dos hembras sin descendencia, la grande y es-
— 97 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
téril Gigi y la inmigrante Patti, que no había tenido hasta en-
tonces ningún parto. Aunque algunas veces nos las encontrá-
bamos juntas, pescando pacíficamente termitas o comiendo al-
gunas frutas, esto solamente sucedía cuando Gigi y Patti esta-
ban visitando el propio valle, ya que Gilka casi nunca iba mu-
cho más lejos, pues estaba demasiado lisiada. Cuando sus ami-
gos partían hacia nuevos pastos, Gilka se quedaba sola.
Empezó a rondar nuestro campamento, más por tener com-
pañía, pienso yo, que por la posibilidad de recibir unos cuantos
plátanos. Permanecía sentada, figura solitaria, mirando el valle,
vigilando y esperando. Algunas veces me sentaba cerca, detrás
de ella, esperando que comprendiera que yo la cuidaba, que
deseaba ayudarla. Tal era mi relación con ella, tal era su implí-
cita confianza en ese ser humano que había conocido y amado
desde los despreocupados días de su infancia, que incluso acep-
taba que le untase con pomada antibiótica las terribles úlceras
de sus manos.
Durante aquellos horribles días la relación de Gilka con su
hermano mayor adquirió un nuevo significado. Es verdad que
no estaban juntos con frecuencia, pero cuando lo estaban Eve-
red le proporcionaba una clase muy especial de compañía.
Cuando se encontraba cerca, ella se relajaba instantáneamente
y recuperaba la confianza en sí misma. Evered había sido su
consuelo en una ocasión anterior, cuando murió la vieja Olly.
Gilka tenía entonces nueve años; ya era casi mayor para arre-
glárselas para vivir, pero estaba muy sola porque carecía de un
hermano más joven y de amigos íntimos. Y así, día tras día,
buscaba la compañía de Evered. Cuando ella se retrasaba, lenta
aún en aquellos días como resultado de la polio, Evered la es-
peraba. Y cuando, finalmente, continuaba su camino y la de-
jaba atrás, ella parecía seguir las huellas de sus pisadas, las mis-
mas rutas en la selva, parando a comer donde él había parado
una hora antes más o menos. Quizás seguía el rastro de su olor,
ya que los chimpancés pueden reconocer a los individuos por
su olor característico. O quizás ella lo vislumbraba, a media
milla de distancia, cuando ambos estaban comiendo en las ra-
mas más altas de los grandes árboles.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
A medida que el tiempo transcurrió Gilka y Evered pasaron
menos tiempos juntos, pero sus relaciones siempre fueron
amistosas y caracterizadas por largos ratos de acicalado social.
A diferencia de los otros hermanos, jamás se había visto a Eve-
red forzando a su joven hermana para someterla a su interés
sexual durante sus períodos de celo. Algunas veces la cortejaba
sacudiendo ramitas pacíficamente, pero cuando ella le ignoraba
o le eludía, la dejaba sola. Muchas veces Gilka encontraba un
claro bienestar en la presencia de Evered. Por ejemplo, después
de ser amenazada o atacada era característico verla trasladarse
a las proximidades de Evered si él estaba en el mismo grupo.
Y entonces, de modo bien visible, ella se relajaba. En una oca-
sión Gilka y Fifi tuvieron un altercado en el campamento. Ha-
bíamos dejado fuera un bidón de sal y durante cierto tiempo las
dos hembras la compartieron. Pero entonces Gilka golpeó ac-
cidentalmente a Fifi, que le devolvió el golpe. Gilka, enfadada,
contestó a su vez. Fifi era jerárquicamente superior y, a cada
nueva insubordinación, atacaba a su compañera de juegos in-
fantiles. No era nada serio, sólo una rápida sucesión de golpes
y patadas, así que Gilka, aunque gritaba y corría un trecho,
pronto volvía. Retenía la mano de Fifi; ésta respondía con un
contacto tranquilizador y ambas hembras volvían a lamerse.
Pensé que la paz había vuelto.
De repente, para sorpresa mía, Gilka emitió una ruidosa voz
de amenaza y entonces, gritando se arrojó sobre Fifi, golpeán-
dola y agarrándola. ¿Por qué lo hizo? Entonces lo comprendí:
Evered había llegado. Él se quedó mirando pelear a las hem-
bras con el pelo ligeramente erizado. Repentinamente Fifi fijó
su atención en Evered: rápidamente se retiró del conflicto, lan-
zando pequeños gritos de miedo, ¿o quizás de furia? Gilka per-
maneció al asalto con aire satisfecho, dirigiendo a Fifi unas
cuantas toses burlonas, y se instaló al lado de su fuerte her-
mano. Después de un apropiado intervalo Fifi, silenciosa-
mente, se acercó a ambos hermanos, acicaló a Evered por bre-
ves momentos; ellos se le unieron en los lamidos, permane-
ciendo Evered prudentemente entre Gilka y Fifi. Fue un buen
día para Gilka. Y debió de ser más satisfactorio aun cuando,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
bajo la vigilante mirada de su fuerte hermano, se enfrentó con
la amenazante Passion: con Evered mirando ¡Passion nada po-
día hacer!
Hacia el final de la corta vida de Gilka se produjo un inci-
dente que ilustra claramente su innato coraje. El sonido de las
fuertes llamadas de los papiones y los gritos de un chimpancé
me llegaron a través del bosque. Eventualmente pude presen-
ciar una increíble escena. En lo alto de un arbolito estaba un
joven macho adulto papión, llamado Sorhab, comiéndose el ca-
dáver de un pequeño. Junto a él, en la rama, estaba Gilka. Para
mi sorpresa Gilka pretendía quitarle parte de su presa. Cada vez
que ella conseguía algo de carne, Sorhab se volvía y la amena-
zaba, mostrando sus caninos, alzando las cejas de manera que
dejasen ver sus brillantes párpados blancos. Cuando lo hacía
Gilka gritaba, pero no se movía. Al contrario, volvía a probar.
En ese momento Sorhab la empujó con ambas manos y con la
carne en la boca. Y Gilka, débil como estaba, cayó de la rama.
Afortunadamente aterrizó segura en una rama más baja, y des-
pués de unos momentos, regresó a su posición. Cuando Sorhab
volvió a blanquear sus párpados ella gritó más fuerte que
nunca.
Miré, asombrada. Bajo el árbol muchos papiones se apiña-
ban buscando restos, gritándose entre sí. A una distancia dis-
creta estaban otras dos chimpancés hembra que parecían inti-
midadas por el bullicio y que, simplemente, miraban desde su
segura ubicación. Pero como la pequeña Gilka, débil y lisiada,
continuaba acosando al gran macho papión, se me ocurrió que
ella debía de haber descubierto el cadáver y Sorhab se lo había
arrebatado. Seguramente un frustrado sentido de la propiedad
la llevaba a actuar de esta estúpida manera.
De repente Gilka, gritando, alzó ambas manos y abofeteó
al papión con fuerza. Sorhab, irritado, cogió la carne con la
boca y saltó sobre Gilka agarrándola. Esta vez ambos cayeron
al suelo. Instantáneamente llegó una de las otras dos hembras,
agarró la carne y tiró de ella. Sorhab lo sujetaba fuerte por una
pierna, pero Gilka consiguió llevarse el resto del cuerpo y es-
capar con él. Muchos de los papiones y las otras hembras la
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
siguieron. Pero Gilka trepó de nuevo al árbol, seguida de Sor-
hab, que parecía ser el último en enterarse. Enfurecido por el
robo de la mayor parte de su presa saltó sobre esta pequeña y
audaz hembra y cayeron al suelo una vez más. Y ahora la atacó
en serio, presionándola contra el suelo e intentando morderla.
Afortunadamente, aún tenía carne en la boca; de no ser así, las
cosas habrían ido peor para Gilka. Ella estaba ilesa aunque gri-
taba más fuerte que nunca, cogiendo una rabieta en su frustrada
ira. De repente, Sorhab decidió que ya tenía bastante y corrió
con el sobrante de la matanza. No había manera de que Gilka
pudiese seguirlo. Ella se sentó un rato y miró adonde había ido.
Y entonces fue a juntarse con los otros chimpancés, mendi-
gando una parte. Pero ellos la rechazaron con irritadas amena-
zas y pronto se dio por vencida. Regresó a la escena de su con-
flicto con Sorhab y buscó en el suelo cualquier resto del festín.
Pero los papiones los habían cogido todos.
Solamente con que Evered hubiese estado cerca para oír sus
llamadas de auxilio el incidente habría tenido un final muy dis-
tinto. Pero él estaba lejos, ya que era la época en que, después
de sus derrotas con Figan y Faben, se había visto obligado a
pasar largas semanas errando por el norte del área de distribu-
ción de la comunidad. Siempre que intentaba volver pisando
fuerte a la zona central, era atacado de nuevo por sus dos po-
derosos adversarios. Entonces se iba una vez más y esperaba
un poco más. No me había dado cuenta hasta entonces de que
las relaciones entre machos de la misma comunidad, indivi-
duos que han crecido juntos, podían volverse tan hostiles; en
realidad, parecía que los dos hermanos estaban intentando
echar a Evered de la comunidad.
Fue durante esa tumultuosa época cuando observé cómo la
íntima y amistosa relación entre Evered y su débil hermana be-
neficiaba tanto a él como a Gilka. Un día, por ejemplo, estaba
en el campamento cuando Evered hizo una de sus extrañas apa-
riciones. Quizá no fuera una coincidencia que en aquella época
Figan y Faben estuvieran en el sur del territorio. Pero aunque
sospechara que los hermanos no estaban cerca, Evered estaba
tenso y nervioso, mirando a uno y otro lado, volviéndose a cada
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
ruido. De repente se puso en pie con los pelos erizados, mi-
rando al este, donde algo se movía en la maleza. Pero sólo era
Gilka y cuando se acercó, soltando pequeños gruñidos de sa-
ludo, Evered se relajó. Se acicalaron el uno al otro por un mo-
mento; luego abandonaron el campo.
Yo les seguí. Durante el resto del día ambos deambularon
juntos; Evered ajustaba completamente su paso al de su her-
mana. En varias ocasiones él empezaba a caminar mientras ella
estaba comiendo; pero después, mirando atrás, se tendía espe-
rando pacientemente a que ella terminara. Cada vez que él se
alejaba durante el viaje, esperaba hasta que ella lo alcanzaba.
Creo que en la intimidad de Gilka, en su presencia no amena-
zante, Evered encontraba el mismo tipo de relajación y bienes-
tar que obtuvo de su madre mientras ésta vivió. Seguramente
le daría valor cuando, al día siguiente, se encontrase una vez
más cara a cara con sus encarnizados enemigos.
Pero fue vencido una vez más y también una vez más buscó
refugio en el norte. Gilka se había quedado sola. No tenía aún
veinte años cuando murió. La encontré un día yaciendo muy
quieta junto a las rápidas aguas del arroyo de Kakombe y supe,
aun antes de llegar a su lado, que no volvería a moverse nunca
más. Mientras estaba allí recordé la serie de desgracias que
reiteradamente tuvo que padecer casi desde el principio. Su
vida, que comenzó de modo tan prometedor, se había desple-
gado en infinidad de tristezas. Había sido una cría encantadora,
llena de gozo y de irrefrenable alegría a pesar del carácter de
su madre, más bien severo y poco sociable. En su infancia ha-
bía disfrutado de la sociedad de los machos, intensamente ex-
citada cuando, de vez en cuando, Olly se unía a un grupo
grande. Entonces surgía el espectáculo, hacía volteretas y pi-
ruetas y vueltas de campana en un arrebato de alegría. Y ésta
era la chimpancé que, con su cara de duende transformada en
una gárgola, se había convertido en una penosa lisiada y en la
más solitaria de los chimpancés de Gombe.
La selva era verde y oscura, salpicada de manchas de dan-
zarina luz allí donde los rayos del último sol de la tarde se fil-
traban a través de las susurrantes hojas del dosel arbóreo. Se
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
oía el murmullo del correr del agua. Y entonces, con el corazón
sobrecogido, escuché el puro e inolvidablemente bello canto
del petirrojo africano. Cuando la miré, me invadió una sensa-
ción de paz. Gilka, por fin, se había librado de aquel cuerpo
convertido en nada más que una carga.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
IX. SEXO
La línea de Olly parecía condenada a la extinción pese a
haber dejado al morir dos vástagos independientes. Su hija,
Gilka, fracasó en lograr una sola cría y por un tiempo creímos
que su hijo, Evered, forzado al exilio, se vería condenado a va-
gar solo por los alrededores del área de distribución de la co-
munidad. Un domingo por la mañana Hamisi Mkono estaba
andando a lo largo de la orilla del lago en su camino hacia el
mercado. Se dirigía hacia el norte, a la ciudad de Mwamgongo,
justo fuera de los límites del parque. Uno por uno, había cru-
zado todos y cada uno de los riachuelos que afluyen al lago de
la cuenca superior desde lo alto de la escarpada cordillera. Des-
pués del campamento de Kasakela viene, primero, el de este
nombre; después, el Linda, el Rutanga y el Busambo. Ahora
había alcanzado la salida del amplio valle donde se unen los
ríos Mitumba y Kavusindi. Allí, en lo alto de tina palma acei-
tera, no lejos de la playa, un chimpancé estaba comiendo.
Curioso, Hamisi se acercó un poquito más, esperando ver
huir al chimpancé, pues se encontraba en territorio de los asus-
tadizos miembros de la comunidad de Mitumba, todavía mal
acostumbrados a los hombres. Pero el chimpancé continuó co-
miendo tranquilamente: no era otro que Evered. Un momento
más tarde Hamisi vio un segundo chimpancé mirándole desde
detrás de una frondosa palma, una hembra luciendo una enro-
jecida hinchazón posterior. A pesar de la calma con que Evered
aceptaba la presencia humana, ella no fue capaz de permanecer
allí. Se la veía nerviosa; saltó rápidamente hacia abajo y corrió.
Evered se dio prisa en seguirla y la pareja se esfumó en la es-
pesa selva del valle de Mitumba.
¡Aquello no tenía nada de exilio solitario! No sólo Evered
estaba en compañía de una hembra, sino de una hembra muy
deseable, en el máximo de su receptividad sexual. Aunque ha-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
bía sido expulsado de su propia comunidad se hallaba en la me-
jor de las situaciones. Evidentemente, había persuadido a una
de las hembras del vecindario para acompañarle en una rela-
ción de cópula en exclusiva. ¿Cuántas relaciones sexuales ha-
bía tenido Evered durante los meses que llevaba fuera de la co-
munidad? Ésa era la cuestión.
Era más o menos en la época en que tuvimos la oportunidad
de ver la muerte de Faben y cómo con ella terminaba la perse-
cución de Evered, porque sin el soporte de su hermano mayor
el poder de Figan disminuía. Y así Evered, aunque permaneció
sometido a Figan, más joven que él, durante el resto de su vida,
pudo volver y tomar su posición en la comunidad de Kasakela.
Sin embargo, ello no significó el fin de sus periódicas aventu-
ras románticas; más bien se incrementaron. Porque no sólo ac-
tuó ocasionalmente como consorte de las hembras de Mitumba,
sino que ahora encontraba más fácil relacionarse con el mismo
fin con hembras de su propia comunidad, hembras adolescen-
tes al final de su período infértil, listas para concebir, y hem-
bras más maduras durante el mes en el que se reanudaba la hin-
chazón estral entre una cría y la siguiente. Además, en la ma-
yoría de las ocasiones cuando las hembras en celo no eran lle-
vadas a cópulas en exclusiva, sino buscadas por la mayoría de
los machos de su comunidad, Evered podía disponer de sus
oportunidades de copular con ellas junto con los otros machos
de Kasakela. Sospechamos que Evered podía haber engen-
drado más crías que muchos de sus machos contemporáneos:
los genes de Olly, después de todo, iban a estar bien represen-
tados el día de mañana en la comunidad de Gombe.
La meta de un macho consorte es guardar a su hembra de
los machos rivales durante el tiempo en que es más apta para
la concepción: los últimos y escasos días de su hinchazón se-
xual, antes que, de repente, pase a estar blanda y se marchite.
Todos los machos de Gombe toman hembras en exclusiva, pero
algunos lo hacen con más éxito que otros. Evered había demos-
trado una habilidad consumada no sólo en lo concerniente a
hacerse seguir por las hembras, sino en impedir que huyeran
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
antes de tener la oportunidad de fecundarlas. No fuimos capa-
ces de registrar el progreso de sus flirteos con las tímidas hem-
bras de Mitumba, pero sus técnicas fueron cuidadosamente ob-
servadas en innumerables ocasiones. Un buen ejemplo fue el
apareamiento en exclusiva que inició y mantuvo con Winkle
en agosto de 1978.
Empezó una mañana cuando Evered se dirigió por primera
vez con Winkle y su hijo Wilkie, que entonces tenía seis años,
a las laderas norte del valle de Kasakela. Al acercarse el fuerte
macho, Wilkie corrió a saludarle, saltando a sus brazos; enton-
ces le acicaló brevemente. Winkle continuó más sosegada-
mente, con algunos suaves gruñidos. Estaba justo empezando
una hinchazón sexual y Evered se mostró inmediatamente in-
teresado, examinando cuidadosamente su parte posterior y olis-
queando luego sus dedos. Hecho esto, ambos comenzaron una
sesión de acicalamiento.
Diez minutos después Evered se alejó; luego se dio la
vuelta y miró fijamente a Winkle, empezando a sacudir una
frondosa rama con rápidos y espasmódicos movimientos. Tra-
ducido toscamente eso significaba: «¡Vamos, sígueme!» (si el
agitar de la rama iba acompañado de una erección del pene sig-
nificaba: «¡Ven aquí. Necesito copular contigo!»). Winkle dio
cuatro pasos hacia Evered y entonces se detuvo. Evered agitó
la rama una vez más, aunque no tan enérgicamente, y cuando
Winkle le ignoró dejó de insistir. Diez minutos después volvió
a probar, y esta vez Winkle respondió y ella y Wilkie siguieron
a Evered según su mandato, dirigiéndose hacia el norte como
su consorte favorita.
Unos minutos más tarde Wilkie, que se había quedado el
último de la fila, trepó para comer no sé qué de frutos. Winkle,
como contenta con la excusa, paró inmediatamente y se sentó
a esperar a su hijo. Evered volvió y agitó otra rama, pero Win-
kle no le prestó atención. Durante los veinte minutos siguientes
Evered continuó repitiendo sus llamadas y, como Winkle con-
tinuaba ignorándole, agitaba la vegetación cada vez con mayor
violencia. Era obvio que su paciencia se agotaba poco a poco,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
hasta que terminó por agotarse por completo. Con el pelo eri-
zado, los labios apretados, saltó hacia Winkle, golpeándola y
llevándosela a rastras hasta que ella pudo liberarse y echar a
correr gritando. Evered, jadeante por el esfuerzo, la llamó una
vez más, pero ella se resistió a obedecer. Se sentó mirándole;
sus gritos se hicieron gradualmente pequeños chillidos, luego
gemidos.
La paciencia de Evered era muy notable. Esperó cerca de
media hora, agitando ramas de vez en cuando con irritación.
Pero, como antes, comenzó a sentirse cada vez más frustrado y
terminó por disciplinarla de nuevo, esta vez atacándola más se-
veramente. Ahora, por fin, cuando él dejó de golpearla y arras-
trarla, ella se acercó y él respondió instantáneamente. Apresu-
rándose a agacharse ante él, con nerviosos y jadeantes gruñi-
dos, ella apretó su boca contra su muslo, besándolo. Y enton-
ces, como es normal en los machos de chimpancé después de
la agresión, Evered la tranquilizó, acicalándola hasta que ella
se relajó bajo las suaves caricias de sus dedos. Pasado el castigo
llegó el momento de darle cumplida satisfacción para restaurar
la armonía social. Cuando veinte minutos después Evered em-
pezó a andar otra vez y se volvió y agitó una rama, Winkle fue
tras él obedientemente; Wilkie, como la otra vez, se resignó a
seguir detrás.
Por algún tiempo viajaron de esta manera, sin ninguna otra
fricción. En la sierra, entre los valles de Kasakela y Linda, pa-
raron para comer. Una hora más tarde Evered estalló de nuevo
y en respuesta a su ahora familiar llamada, Winkle le siguió,
pero sólo unos cuantos pasos de una vez y con evidente des-
gana. Sin lugar a dudas estaba poco dispuesta a abandonar su
territorio favorito por el del norte, menos familiar. Ahora Eve-
red estaba más impaciente y no tardó mucho en volver a ata-
carla. Aquello fue lo peor de todo: cuando él la cogió y golpeó
ambos cayeron en un barranco con un ruido sordo, desde una
gran roca a otra situada más abajo, y de ahí a una tercera. Win-
kle quedó libre y se precipitó lejos de allí, gritando. Pero
cuando Evered la llamó, recogió rápidamente a su hijo, que
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asustado por el conflicto gritaba con fuerza, y cargándoselo a
la espalda siguió a su inflexible pretendiente.
Durante las dos horas siguientes Evered marcó el camino
implacablemente más y más hacia el norte. En tres ocasiones
más atacó a Winkle; una vez cuando ella se plantó al cruzar la
corriente del Linda; otra, cuando corrió repentinamente hacia
el sur asustada por el repentino griterío de los pescadores en la
playa cercana y, finalmente, cuando ella realizó una última ten-
tativa de resistírsele, justo antes de desplazarse al valle de Ru-
tanga.
Hasta que oscureció casi por completo el pequeño grupo no
se instaló para pasar la noche. Wilkie compartió el nido con su
madre, como era habitual, y seguramente el contacto con su
cuerpo pequeño y familiar le proporcionó algún bienestar tras
las contusiones y golpes sufridos durante el largo día.
Al día siguiente las cosas fueron muy distintas. Ahora que
se movía por un territorio nuevo, Winkle estaba ansiosa por
estar cerca de Evered y, en la mayoría de los lugares, le seguía
diligentemente cuando él se movía. Los episodios de agitar las
ramas pasaron a ser menos frecuentes y vigorosos. A las diez y
media habían alcanzado ya Kavusindi; aquella noche durmie-
ron juntos en el valle de Mitumba, cerca de la playa, donde
Evered casi siempre tomaba a sus hembras. Durante los si-
guientes ocho días iban a quedarse allí.
En cuanto estuvieron instalados y seguros de no ser descu-
biertos por otros machos de Kasakela, Evered pasó a ser be-
nigno y tolerante. Si cuando estaba listo para partir Winkle co-
mía aún, reposaba o acicalaba a su cría, se tendía en el suelo y
esperaba pacientemente. Evered se mostraba muy tolerante con
Wilkie; solía también acicalarlo y en buen número de ocasio-
nes le daba parte de su comida cuando el pequeño se lo pedía.
Pero la mayor parte del tiempo Wilkie permanecía malhumo-
rado y deprimido, ya que estaba al final del destete. Pasaba mu-
cho tiempo sentado en contacto con Winkle, y al secarse la le-
che de su madre, desesperado e incapaz de tranquilizarse recla-
maba constantemente su atención.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Winkle se hallaba en el punto álgido del celo desde el tercer
día de aquel apareamiento en exclusiva. Era fértil y, hacia el
final, estaba en su máximo atractivo sexual y sumamente re-
ceptiva. Evered aún copulaba con ella, pero rara vez: nunca
más de cinco veces en un día. Cuando le hacía la corte, Winkle
respondía con prontitud y calma. Era todo tan pacífico, que pa-
recía una idílica luna de miel.
Evered no era el único en transformarse en benigno y tole-
rante una vez tenía a su hembra en su territorio favorito: es la
regla entre los machos de Gombe. La agresión intimidatoria
cesa cuando el macho consigue su meta; entonces está prepa-
rado para ajustar su rutina diaria a la de su dama. Recuerdo que
una vez Figan tomó a Athena hacia el norte de la corriente de
Rutanga. Ella se mostraba extraordinariamente reacia a acom-
pañarle y fue un día terrible para los dos. Sin embargo, a fuerza
de repetir sus violentas exhibiciones —y no sin lucha—, Figan
terminó por conseguir su propósito. A la mañana siguiente es-
taba claro que Athena buscaba seguir en la cama. Figan se le-
vantó a la hora de costumbre y fue a sentarse bajo el nido de
Athena. Ella lo miró, emitió un suave gruñido, un soñoliento
«buenos días», y se quedó donde estaba. Después de diez mi-
nutos, Figan miró hacia arriba y agitó una pequeña mata.
Arriba no hubo respuesta. Ocho minutos más tarde probó otra
vez, pero ella continuaba acostada y no prestaba atención a Fi-
gan. Aunque éste ejecutó una jactanciosa exhibición, continuó
ignorándole. Y así, finalmente, se marchó sin ella para atender
su propio y acuciante deseo de desayunar. El árbol al que trepó,
cargado de suculentos higos manda, no estaba lejos; pero ni
siquiera desde las ramas más altas podía ver a Athena. Después
de llenarse la boca de comida durante unos minutos bajó de-
prisa de rama en rama, retrocediendo un trecho; miró ansiosa-
mente hacia el nido de ella y entonces, tras asegurarse de que
permanecía en él, volvió al árbol de los higos. Durante los tres
cuartos de hora siguientes interrumpió su comida cinco veces
más para ver si Athena se había escapado. Al día siguiente Fi-
gan llevó a Athena mucho más al norte. Entonces se relajó y
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los siguientes trece días del apareamiento transcurrieron pací-
ficamente y en calma.
¡Qué diferente es la situación que prevalece cuando una
hembra sexualmente atractiva se ve rodeada por un grupo de
machos adultos! Si es una pareja popular, la tensión crece
cuando sus pretendientes rivalizan entre sí por la oportunidad
de copular. En estas condiciones una hembra puede copular
con seis machos o más en diez minutos. Y siempre que hay
alguna excitación en el grupo, como la reunión con otros chim-
pancés o la llegada a una fuente de comida, se produce de modo
característico una renovada explosión de actividad sexual. La
vieja Flo, en sus buenos tiempos, copuló una vez hasta cin-
cuenta veces en un período de doce horas. Y con frecuencia, a
causa de la alta tensión, empezaban las peleas, a veces por la
más trivial de las razones. Aunque la propia hembra era rara
vez la víctima, la situación la sometía claramente a cierta dosis
de estrés.
Podría muy bien ser que la calma y la atmósfera de cordia-
lidad de la pareja faciliten la concepción. Es cierto que ocho
meses después de que Winkle retornara de su luna de miel con
Evered dio a luz a una hija a la que llamamos Wunda (es un
nombre mejor escrito de esta manera) y fue la primera vez en
la historia de Gombe que los humanos observaban un naci-
miento. Y puesto que la gestación de los chimpancés dura ocho
meses Wunda, sin sombra de duda, era hija de Evered.
Cuando una hembra de chimpancé quedaba preñada su con-
dición parecía mantenerse en secreto, al menos por un tiempo.
No existe una señal comparable al súbito cambio de color de la
parte posterior de una hembra de papión. No parece haber un
olor especial, o feromona, que advierta de su condición a los
machos. Además, durante los primeros meses de su preñez
igualmente desarrolla la hinchazón como es habitual y, por
tanto, durante ese tiempo sigue desencadenando el interés de
los machos adultos. Lo cual conduce a alguna situación ab-
surda cuando los machos exponen su físico para llevarse al-
guna hembra remisa que está ya preñada con el semen de sus
rivales.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Con frecuencia un macho tiene que trabajar realmente muy
duro para guardar una hembra como pareja exclusiva. Si la
dama concibe, el esfuerzo habrá valido la pena. Pero, por su-
puesto, el macho no tiene modo de saberlo. Probablemente por
eso algunos machos se toman muchas molestias por tomar a
sus hembras como pareja en exclusiva dos veces sucesivas,
porque en este sentido, queda garantizada la primera inversión.
Si él falla al no dejar preñada a la hembra la primera vez, tendrá
otra oportunidad en la segunda luna de miel. Y evitará que ella
se vaya con un rival. Y aunque ella esté ya preñada, puede valer
la pena aunque sólo fuera por estar efectivamente seguro de
que no se verá sometida a las tensiones y esfuerzos de reunio-
nes de excitación sexual, una situación que podría significar un
peligro para el hijo no nacido. Así, Evered llevaba algunas ve-
ces a sus hembras a tres sucesivas lunas de miel.
Cada macho adulto tenía su propio y particular estilo de
aparearse. Evered entraba en largos apareamientos, muchos de
los cuales fueron considerablemente más largos que los diez
días que estuvo con Winkle. Una vez estuvo vagando en el
norte con una de las hembras de Kasakela por lo menos tres
meses, aunque no podemos asegurar, sin embargo, que estuvie-
ran juntos todo el tiempo.
Otros machos tienden a apareamientos muy cortos. Intentan
iniciar la relación no durante los primeros estadios de la hin-
chazón, sino cuando la hembra está en el pico del celo. Existen
diversas ventajas para el macho que así actúa. Por un lado es
más probable que la hembra, siendo altamente receptiva, cola-
bore con él. Por otro, el macho no tiene que mantener la rela-
ción durante tanto tiempo y eso es importante si está trabajando
para mantener su posición jerárquica: con una ausencia más
prolongada, lo más fácil es que a su regreso tenga que hacer
frente a uno o varios rivales.
Pero la estrategia tiene sus inconvenientes. No es fácil fu-
garse con una hembra que está en el máximo de su atractivo.
En realidad, si ella es sexualmente popular, puede ser imposi-
ble desde el momento que está rodeada por numerosos machos
adultos que vigilan cada uno de sus movimientos. El macho
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aspirante a consorte debe, obligatoriamente, permanecer muy
cerca de ella y preparado para aprovechar cualquier oportuni-
dad de llevársela. Desde luego, aunque falle, su constante pro-
ximidad le proporcionará las máximas oportunidades de copu-
lar con ella y, en consecuencia, las máximas oportunidades de
engendrar una cría.
Uno de los máximos expertos en apareamientos cortos y
dulces era Satán. Su técnica era interesante. No sólo mantenía
una estrecha proximidad con la hembra con la que deseaba apa-
rearse, sino que también la acicalaba frecuentemente. Y enton-
ces, habiendo demostrado su bondadosa naturaleza —«mira
qué cariñosa pareja voy a ser»— esperaba su oportunidad. Si
por cualquier razón, él y la hembra se encontraban temporal-
mente separados de los otros machos Satán, de inmediato, agi-
taba la vegetación, encaminándose en dirección opuesta al
grupo y esperando que ella le siguiera. En un par de ocasiones,
cuando la hembra permanecía despierta al anochecer comiendo
vorazmente como compensación a la escasa ingesta de los días
ocupados en el sexo, Satán permanecía sin acostarse. Y enton-
ces, cuando ella tenía alimento suficiente y los otros machos
estaban seguramente en sus nidos, intentaba llevársela a una
cierta distancia. Si tenía éxito se levantaba muy temprano al día
siguiente, y, despertando a la dama, le sugería una marcha apre-
surada.
Esta estratagema sólo funcionaba si las hembras coopera-
ban. Si ellas rehusaban seguir y el macho atacaba, sus gritos
atraían de inmediato a escena a uno o varios pretendientes más.
Satán tenía éxito en este aspecto y con frecuencia triunfaba,
partiendo con las hembras más populares. Pero no sacaba de-
masiado beneficio ya que casi siempre la hembra, después de
estar con él unos días, le daba plantón y reaparecía, todavía en
celo, en el centro del territorio. Y entonces los otros machos se
precipitaban a copular con ella, recuperando el tiempo perdido.
A pesar del obvio fracaso de esta estrategia Satán continuaba
intentándola.
Algunos machos, usando una técnica que es exactamente la
opuesta al corto y dulce método, iniciaban el apareamiento con
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hembras que estaban completamente «planas», es decir, que no
mostraban signos de desarrollo de su hinchazón sexual. Algu-
nas veces se apareaban con hembras recién salidas del celo o
que habían vuelto recientemente de un prolongado aparea-
miento con otro macho. Para un macho situado bajo en el ran-
king es un buen camino para conseguir una hembra, ya que en
este estado sus superiores no se interesarán por ella y no pon-
drán obstáculos a su maniobra. Si tiene éxito en tomarla, guar-
dándola hasta que vuelva a ser fértil, se sentirá en la gloria.
Conocerá la felicidad de tener durante unos días una hembra
en el máximo de su hinchazón toda para él. Podrá copular con
ella cuantas veces quiera, sin miedo a ser interrumpido por sus
superiores. Por otra parte, a menos que ella esté ya preñada,
tendrá una buena oportunidad, con esta pacífica acción, de en-
gendrar una cría, propagando sus genes, pues después de todo,
el sexo gira alrededor de esto.
El principal problema para un macho que intenta llevar le-
jos a una hembra es que durante la fase «fría» de su ciclo sexual
ella suele ser particularmente reacia a acompañar al macho.
Nosotros observamos el desarrollo completo de lo que bien
pudo haber sido el primer intento de apareamiento del joven
Freud. Tenía quince años cuando escogió como pareja a Gre-
mlin, hija de Melissa. Ella estaba completamente plana y aca-
baba de volver de estar una semana con Satán. Evidentemente,
no podía estar dispuesta a ir a cualquier parte con Freud.
Entonces encontré a Gremlin sentada en un tronco de árbol
y a Freud deslumbrado por ella, agitando ramas. Solamente
después de que se exhibiera varias veces, agitando violenta-
mente la vegetación, ella le siguió, dirigiéndose hacia el norte.
Gremlin no dejaba de mirar atrás, haciendo pucheros y dejando
oír frecuentes y contenidos lloriqueos de pena. Buscaba clara-
mente reunirse con su madre, con la que había estado viajando
al principio del día. Pero siempre que se daba la vuelta e inten-
taba regresar, Freud le agitaba ramas. Si ella rehusaba seguir él
permanecía erecto, agitando y sacudiendo la vegetación en otra
magnífica exhibición. Gremlin probó suerte hasta el límite, ig-
norándole hasta el extremo de que parecía inevitable un ataque.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Pero entonces, en el último minuto, ella marchó precipitada-
mente hacia él con jadeantes gruñidos y gestos de apacigua-
miento. De ordinario seguía una breve sesión de acicalado, des-
pués de la cual Freud probaba suerte de nuevo. Él era dos años
más joven que Gremlin, pero ya era más fuerte, y en una lucha
ella podía muy bien resultar herida. Y así, por fin, ella se dio
por vencida.
Sin embargo, pronto se las arregló para utilizar un único
sistema de protesta: después de dar pasos en la dirección re-
querida trepaba a un árbol y empezaba a comer. Freud, después
de mirar arriba con desgana agitaba un pequeño manojo de
hierbas, instalándose a esperar. Esperaba, esperaba y esperaba.
Se tumbó y cerró sus ojos. Se sentó arriba y se acicaló. A con-
tinuación, después de haber pasado casi una hora, empezó a
mostrar signos de creciente impaciencia, rascándose a sí
mismo con mayor vigor mientras miraba hacia Gremlin con
más y más frecuencia. A continuación realizó una serie de es-
pectaculares exhibiciones debajo de ella, que continuó sentada,
sin moverse, mirándole. Sólo cuando Freud realmente saltaba,
se erizaba en su propio árbol, ella por fin capitulaba, saltando
al suelo y, reaccionando, le tocaba para apaciguarle.
Cuando él se movió, dirigiéndose hacia el norte, Gremlin le
siguió. Pero unos cientos de metros más allá subió a otro árbol
¡y empezó a comer otra vez! Nunca he visto a un chimpancé
trepar a tantos árboles en menos tiempo. Cualquier cosa era una
excusa para detenerse. Y cada vez Freud esperaba como antes,
acicalándose o repantigándose en el suelo hasta que ella, con-
descendiente, le seguía de nuevo otros tres metros. ¡Tardaron
cinco horas en recorrer cuatro kilómetros y medio! Cuando fal-
taba hora y media para acostarse, ella trepó a otro árbol y cons-
truyó un frondoso nido. Freud, después de mirar arriba, emitió
un audible suspiro; entonces, resignadamente, hizo su propio
nido en las proximidades.
Estaban aún en plena zona central del territorio cuando, al
día siguiente, encontraron un par de machos que pertenecían
también a la comunidad de Kasakela. Esto marcó el final del
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
intento de Freud de aparearse, y Gremlin pudo reunirse con su
madre.
Está bien claro que una hembra prefiere unos machos a
otros; por eso es posible que deseen eludir a ciertos individuos.
El agresivo Humphrey era comprensiblemente temido por mu-
chas de las hembras. Pero, aunque una hembra pudiera termi-
nar algunas veces con una relación mal recibida —mostrándose
pasiva y atrayendo a otros machos, o aprovechando una opor-
tunidad para escapar— en la mayor parte de los casos están
obligadas a someterse a los caprichos de cualquier macho que
quiera hacerse con ellas. Y en cambio una hembra a veces pa-
rece seguir complaciente a un macho; puede deberse, sencilla-
mente, al amargo castigo sufrido por su desobediencia en oca-
siones anteriores.
Una vez, cuando Passion, con los cuartos traseros enrojeci-
dos e hinchados, rehusó a seguir a Evered al norte, éste la atacó
cuatro veces, incluso muy severamente, en menos de dos horas.
Durante el tercero de estos asaltos, Passion se lesionó una
mano y después no podía apoyarla en el suelo. Pero lisiada y
todo aún se mostraba poco obediente a las imperiosas deman-
das de Evered y su cuarto ataque fue el peor de todos. Esta vez
sus frenéticos gritos, a los que se sumaron las llamadas de sus
inquietas crías, Pom y Prof, llamaron la atención de dos ma-
chos. Cuando llegaron, con el pelo erizado, a ver qué estaba
pasando, Evered se apresuró a recibirles y entonces, sin dejar
de volverse a mirar a Passion, se fue con sus amigos. Passion,
que lloraba con pequeños sollozos y sin duda compadeciéndose
a sí misma, debió sentir un gran placer al verle marchar.
Pero no iba a librarse de él tan fácilmente. Al día siguiente
la volvió a encontrar y, esta vez, ella se apresuró a obedecer de
inmediato sus imperiosas llamadas, cojeando él tan rápida-
mente como podía. Había aprendido bien su lección. Evered,
por lo que sabernos, la guardó de los otros machos durante
cerca de dos meses, u sea, por dos períodos completos de hin-
chazón. Cuando ella, finalmente, reapareció en sus lugares ha-
bituales estaba embarazada, es de suponer que de un descen-
diente de Evered.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Un interesante aspecto de los largos apareamientos de Eve-
red es el hecho de que con extraordinaria frecuencia copulaba
sus hembras cuando ellas no estaban completamente «enroje-
cidas». Esto es muy poco frecuente en los chimpancés en liber-
tad. Un macho adulto casi nunca corteja a una hembra excepto
durante los diez días de su máxima hinchazón, y ella, por su
parte, no se permite una respuesta complaciente si el macho
intenta llamar su atención en cualquier otra época. Si persiste,
es característico de la hembra volverse temerosa e intentar evi-
tarle. Pero durante sus largos apareamientos con dos hembras,
Athena y Dove, Evered copuló con ellas en numerosas ocasio-
nes en las que ellas estaban planas, o mínimamente hinchadas.
Y cada vez aceptaban sus avances sexuales con tranquilidad.
Probablemente ocurría lo mismo cuando pasaba semanas con
otras hembras, pero no estábamos allí para presenciarlo.
En este prolongado período de relación exclusiva dominan
una atmósfera de calma y la relajación y las inusuales interac-
ciones sexuales, lo cual sugiere que los chimpancés tienen una
capacidad latente para el desarrollo de una relación heterose-
xual permanente: una relación más del estilo de la monogamia,
que se ha convertido en una tradición cultural en la mayoría del
mundo occidental.
Sin embargo, hasta en la que puede parecer la más idílica
de las relaciones están presentes las semillas de la infidelidad.
Una vez Evered estuvo con Dove, su pareja favorita en el norte,
durante casi dos meses. Durante una brillante mañana, hacia el
final de este período, fue puesta a prueba su lealtad. Media hora
después de haber dejado sus nidos Evered y Dove, con la hija
menor de Dove, estaban comiendo unas flores amarillas. En
ese momento los dos adultos se sentaron juntos y se acicalaron
el uno al otro mientras la pequeña jugaba sola en el vacío nido
de Evered. En aquel momento Dove, estaba plana y, como pos-
teriormente descubrimos, embarazada de una cría de Evered.
De repente se oyó un ruido en la maleza. Evered se volvió
y miró hacia allí con el pelo erizado. Sólo unos días antes su
pequeño grupo se había desplazado hacia el sur, pues habían
podido oír los jadeos de los machos de la vecina comunidad de
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Mitumba; Evered estaba claramente preparado para otra reti-
rada. Cuando un chimpancé empezó a trepar a un árbol a unas
cien yardas, Evered enseñó los dientes en una silenciosa son-
risa y, cuando un segundo chimpancé siguió al primero, tocó a
Dove buscando tranquilidad.
Pero se tranquilizó en seguida al reconocer a dos miembros
de su propia comunidad: Sherry, un joven macho en sus inicios,
y Winkle, completamente hinchada. ¡Otra luna de miel! Evered
les observó breves momentos, y luego, con el pelo erizado, fue
hacia ellos, trepó a su árbol y empezó a agitar las ramas para
Winkle. Si ella tenía intención o no de obedecer a sus llamadas
no lo sabremos nunca, ya que Sherry, normalmente subordi-
nado a Evered, estaba preparado para defender sus derechos.
Cargó contra Evered y lo atacó. La batalla fue corta y pronto
Evered, más pequeño y ligero que Sherry, se retiró gimiendo.
Pero se quedó por allí, así que Sherry atacó de nuevo a los po-
cos minutos. Esta vez Evered fue echado a patadas del árbol y
cayó al suelo.
Aún gimiendo y visiblemente dolorido, volvió con su
Dove. Ella había permanecido donde la dejara mirando todo lo
sucedido. Cuando él se sentó junto a ella, gimiendo y lamién-
dose un dedo sangrante, ella empezó a acicalarlo y gradual-
mente él se calmó. Pero continuaba mirando a Winkle hasta
que ésta, siguiendo a Sherry, se fue con sus provocativos deva-
neos hacia el bosque.
Este incidente prueba el poderoso efecto del hinchamiento
que provoca el celo de la hembra en cuanto a aumentar los de-
seos sexuales del macho. No estaba claro si Evered quería con-
seguir una rápida copulación con Winkle o si, como yo sospe-
chaba, quería que dejase a Sherry y llevársela consigo. Si esa
maniobra hubiese tenido éxito ¿qué habría sido de Dove? ¿Ha-
bría intentado Evered, como el viejo macho Leakey una década
antes, quedarse con las dos hembras? Parece improbable. Lo
más seguro es que Dove, plana y carente de interés, habría sido
abandonada en favor de la rojiza y reluciente Winkle.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Entonces Dove se habría encontrado en una posición muy
vulnerable. Habría sido abandonada sin la protección de un ma-
cho en una zona relativamente desconocida para ella, ya que
sus guaridas preferidas están en el sur. Y allí, ella y su cría hu-
biesen quedado a merced de los poderosos machos de la comu-
nidad de Mitumba.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
X. GUERRA
La patrulla de Kasakela se movía hacia delante lenta y cau-
telosamente como para penetrar más profundamente aún en el
territorio de la comunidad de Mitumba. Satán iba a la cabeza;
otros cinco machos y Gigi, en pleno celo, le seguían de cerca.
Todos tenían el pelo erizado, signo de excitación y recelo. Pri-
mero uno y después otro se inclinaban para husmear el suelo.
Evered recogía una hoja y la olía cuidadosamente; Figan, en
posición erecta, olisqueaba las ramas más bajas de los árboles.
Repetidamente se detenían a escuchar, mirando a ambos lados
del denso sotobosque. Era un día sin viento y el bosque perma-
necía en un silencio roto únicamente por los coros chillones y
periódicos de las cigarras. De repente, el chasquido de una
rama, un agudo, frágil sonido. Satán se volvió hacia los demás,
cortada su cara en una media sonrisa, parte de miedo, parte de
excitación, una media sonrisa formada por un conjunto de blan-
cos dientes y brillantes encías rojas. Silenciosamente abrazó a
Jomeo que estaba detrás de él. Figan y Evered también cruza-
ron sus brazos uno alrededor del otro. Mustard tocó a Goblin.
Igual que Satán, todos estaban muy sonrientes.
Mientras permanecían allí, atentos, mirando hacia el origen
del ruido se oyó el chasquido de otra ramita. Hojas que crujían
bajo una fuerte pisada. Y entonces los chimpancés se relajaron
al aparecer la amplia sombra de un jabalí de monte, hozando a
través de la maleza. Ocupado en sus propios asuntos ni siquiera
advirtió a su audiencia y pronto desapareció.
Satán avanzó de nuevo, pero cuando miró hacia atrás y vio
que los demás no le seguían hizo una pausa: no estaba prepa-
rado para continuar en solitario. Un momento después, sin em-
bargo, Jomeo le siguió y el resto del grupo tras él.
Diez minutos después se oyó, justo delante del grupo, el
blando lloriqueo de una cría. Los machos se miraron; instantá-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
neamente, ellos y Gigi corrieron en dirección al sonido. Al lle-
gar a un árbol grande y de follaje ralo una hembra bajó de lo
alto. Pudo haber escapado, pero su cría, de dos o tres años de
edad, se había quedado entre las ramas y gritaba de terror. La
madre retrocedió, cogió a su hijo y volvió a saltar al suelo. Pero
había perdido un tiempo valioso: la patrulla de Kasakela se le
echó encima. Goblin fue el primero en agarrar a la descono-
cida, golpeándola, mordiéndola y dándole patadas en la es-
palda. Un joven, que también se encontraba en el árbol, saltó
rápidamente hacia abajo y desapareció en un espeso matorral.
Satán y Mustard saltaron junto a Goblin, que continuaba el ata-
que, y un momento más tarde Figan, Satán y Jomeo se incor-
poraban a la lucha.
Durante este asalto feroz Evered agarró la cría y la atacó en
el matorral, golpeándola contra el suelo como si fuera la rama
de un árbol. Entonces, lanzando su cuerpecito ante sí, se volvió
corriendo para reunirse con los otros machos que aún estaban
atacando a la madre. Gigi estaba allí, en los alrededores de la
vociferante masa de cuerpos aullantes, asestando un golpe a la
menor oportunidad.
Diez minutos después del comienzo del ataque la hembra
consiguió liberarse y trepó a un árbol, gritando todavía. Goblin
fue el único macho que la siguió. La atacó brevemente; enton-
ces miró a Gigi que, evidentemente determinada a decir la úl-
tima palabra, trepó arriba y ejecutó la serie final de golpes. La
desconocida consiguió liberarse; dio un salto tremendo hasta
un árbol próximo y desde allí al suelo, donde su hijo gritaba
todavía y hacia el que se dirigió. El encuentro duró unos quince
minutos. Una gran cantidad de sangre manchaba la vegetación
donde se produjo lo peor de la refriega y una pequeña zona bajo
los árboles, donde Goblin y Gigi habían infligido el castigo fi-
nal.
Durante los siguientes cinco minutos los chimpancés de
Kasakela, en un estado de excitación que bordeaba el frenesí,
se exhibieron sucesivamente alrededor del escenario del con-
flicto, arrastrando y agitando ramas, lanzando piedras, mo-
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viendo la maleza y profiriendo gritos y rugidos. Al final, toda-
vía de un humor bullicioso y alborotador, dieron media vuelta
y se volvieron por donde habían venido.
Al menos una vez a la semana los machos de Gombe, en
grupos de no menos de tres, visitaban las zonas periféricas de
su territorio. No está claramente marcado el límite entre los
grupos vecinos; de hecho, suele haber una zona en la que se
superponen dos o más grupos. Cuando los machos descubren
una buena fuente de comida en la zona de encabalgamiento
suelen volver al día siguiente para comer junto con las hembras
y las crías. En expediciones de este tipo, los chimpancés nor-
malmente averiguan si es territorio de sus vecinos antes de em-
pezar el festín. Así, cuando alcanzan alguna cordillera desde la
cual pueden divisar el territorio, la expedición se detiene a ob-
servar. Si todo parece despejado, suelen proferir grandes gritos
y escuchar luego atentamente. Si no oyen nada, o si la réplica
es muy lejana, avanzan tranquilamente y empiezan a comer.
A veces sucede que un grupo de chimpancés deambula bus-
cando alimento parando ocasionalmente para descansar, y los
machos adultos, repentinamente, empiezan a moverse enérgi-
camente, dirigiéndose hacia alguna parte de la frontera de su
territorio. Esta repentina intención, este aire de determinación,
suele indicar que acaban de percatarse de la presencia de sus
vecinos. En este punto las madres y los jóvenes que viajan con
los machos suelen rezagarse, excepto las hembras en celo, que
acostumbran a seguirlos.
Cuando la patrulla de machos detecta la presencia de extra-
ños empieza a moverse cautelosamente, husmeando la vegeta-
ción, atentos al menor ruido. El descubrimiento de restos de
frutas o de instrumentos para recoger termitas abandonados les
interesa inmediatamente. Si ven un nido fresco los machos lo
investigan con cuidado; luego actúan vigorosamente a su alre-
dedor hasta dejarlo virtualmente destrozado. Si encuentran
chimpancés de la comunidad vecina su respuesta depende del
tamaño del grupo, siendo de especial importancia el número de
machos adultos. Si uno de los grupos es más grande que el otro,
— 121 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
o está formado por más machos adultos, entonces el más pe-
queño suele retirarse discretamente a un sitio más seguro. Si
los otros machos se percatan gritan y los persiguen, pero no los
atrapan, ya que se conforman con realizar una demostración de
poderío. Si las fuerzas están igualadas, con un número similar
de machos en cada grupo, entonces los miembros de ambas
partes suelen mantenerse alejados unos cuantos metros, lanzán-
dose amenazas. Primero un grupo, después el otro, actúa y se
exhibe, cargando a través de la maleza, golpeando el suelo y
los troncos de árboles, arrojando piedras y profiriendo conti-
nuamente fuertes gritos y fieras llamadas. Finalmente, después
de media hora o más, cada grupo se retira hacia la parte central
de su territorio. Esta vigorosa y estridente conducta tiene por
objeto proclamar la presencia de los legítimos propietarios del
territorio e intimidar a los vecinos. La lucha no es necesaria.
Sólo cuando dos o más machos se encuentran a un forastero
solitario o a una pareja de forasteras con sus crías tienen lugar
brutales y feroces ataques. En realidad, si las patrullas de ma-
chos oyen los gritos de una cría en alguna parte de los límites
de su territorio y sospechan la presencia de alguna madre de
otra comunidad, van a su acecho, persistiendo durante una hora
o más en su intento de atraparla. Y, si tienen éxito, atacan. Un
macho extraño también puede ser atacado, pero en el trans-
curso de nuestros años de investigación en Gombe hemos ob-
servado sólo dos ataques, relativamente suaves, a machos de
comunidades vecinas, comparados con dieciocho duros ata-
ques perpetrados a hembras. Los machos, después de todo, son
adversarios bastante más peligrosos, particularmente cuando
no se conoce ni su fuerza ni su debilidad. Desde luego, un ma-
cho sólo puede ser derrotado por un grupo, pero puede infringir
serias heridas a uno o más de sus agresores durante la batalla.
Una hembra, especialmente si está protegiendo a una cría, no
pone en peligro a sus asaltantes.
¿Por qué estas hembras son tan salvajemente atacadas? En
algunas sociedades de mamíferos —leones y monos langures,
por ejemplo— un macho que ha derrotado al líder de un grupo
y capturado a las hembras a veces mata a todas las crías. Con
— 122 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
suerte, las hembras recién adquiridas serán sexualmente recep-
tivas antes que lo que hubiesen sido de no haber sacrificado a
las crías. El nuevo líder tendrá una doble ventaja: primero, será
padre de los próximos bebés nacidos en el grupo; segundo, ha-
brá eliminado parte de la descendencia de su derrotado rival
que, de haber sobrevivido, habrían competido con él. En térmi-
nos de la teoría de la evolución, este ejercicio supondrá una
ventaja reproductiva para el macho matador que le presupondrá
una mayor proporción de su familia en futuras poblaciones de
la que de otro modo hubiera carecido.
Los ataques observados en Gombe, sin embargo, estaban
claramente dirigidos a las hembras adultas. Aunque en cuatro
ocasiones las crías fueron efectivamente asesinadas, cada vez
pareció un accidente en el ataque a sus madres. Pero siempre
que pudimos ver las víctimas después de que escapasen com-
probamos que habían sido brutalmente heridas, mientras que
las crías parecían quedar ilesas. Sería relativamente fácil para
un macho quitarle una cría a su madre y matarla, si ése fuese
su objetivo. Por tanto, parece que los ataques constituyen una
expresión del odio que sienten los chimpancés de una comuni-
dad por los de otra. Aunque forasteros de ambos sexos pueden
provocar estas hostilidades, las inofensivas hembras son ataca-
das bastante más a menudo. Así los machos las disuaden de
abandonar sus territorios —si, en realidad, sobreviven— y las
fuentes de alimentación del territorio son protegidas por las
hembras y por los jóvenes.
Hay, sin embargo, algunas ocasiones en las que las hembras
permanecen a salvo de este tipo de agresiones intercomunita-
rias. Es característico que las hembras que están en la tardía
adolescencia se trasladen a otras comunidades vecinas durante
los períodos de estro. Y los machos adultos de allí no solamente
las toleran cuando, en pleno celo, pueden ser reclutadas por las
patrullas de machos, sino que las encuentran altamente estimu-
lantes desde el punto de vista sexual. A veces una hembra joven
se queda en la nueva comunidad después de quedar embara-
zada. Es una decisión difícil. Por un lado, su presencia será in-
tensamente notada por las hembras, al menos al principio. Por
— 123 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
otro, así corta todos los lazos con su familia y sus compañeros
de la infancia ya que, una vez haya dado a luz, ya no podrá
volver a su comunidad. Si lo intentara correría el riesgo de ser
brutalmente atacada, a no ser que volviese completamente «en-
rojecida». Hemos observado algunos encuentros entre machos
de la comunidad y hembras extrañas en estro y, aunque hubo
algunos ataques, hubo también muchas cópulas. Pero tales in-
cidentes son poco corrientes, ya que la mayoría de las hembras
son cuidadosamente guardadas por sus machos cuando están
en celo. No cabe duda de que estos encuentros intercomunita-
rios son muy atractivos para algunos de los machos, particular-
mente entre los catorce y los dieciocho años. Una vez seguí a
Figan, Satán y el joven Sherry viajando por el extremo sur del
valle de Mkenke, que en esa época se encabalgaba con el terri-
torio de la poderosa comunidad del sur, la de Kalande. De re-
pente Figan se detuvo con los pelos de punta y, mirando hacia
el sur, profirió un fuerte grito de alarma. Seguí la dirección de
su mirada y vi un grupo de al menos siete chimpancés adultos.
Obviamente eran miembros de la comunidad de Kalande y
ahora, alertados por los gritos de Figan, empezaron a actuar
vigorosa y ruidosamente.
Los tres machos de Kasakela corrieron silenciosamente ha-
cia el norte durante un trecho; luego se pararon y miraron hacia
atrás. Como los forasteros actuaron de nuevo, desplazándose
en nuestra dirección, Figan y Satán se volvieron y corrieron a
la búsqueda de un lugar seguro. Pero Sherry, recién salido de
la adolescencia, no los siguió inmediatamente. Se quedó mi-
rando los extraños que se aproximaban, absorto y fascinado.
Sólo cuando dos machos adultos se acercaron a menos de qui-
nientos metros se volvió y corrió detrás de sus dos compañeros.
Y más tarde, el mismo día, dejó a Figan y a Satán y volvió,
solo, al valle de Mkenke. Allí trepó a uno de los árboles altos
y se sentó, mirando hacia el sur, durante media hora. Sencilla-
mente, fue como si necesitase echar otra ojeada.
Otro joven macho de Kasakela, Sniff, desafió una vez a un
gran grupo de chimpancés de Kalande, incluyendo al menos
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
tres grandes adultos, absolutamente solo, ya que sus dos com-
pañeros habían huido. El grupo de Kalande estaba en un ba-
rranco poco profundo, gritando y cargando por la maleza.
Sniff, profiriendo profundos gruñidos, realizó una espectacular
exhibición por encima del barranco. En su actuación lanzó por
lo menos trece pesadas rocas hacia los extraños. Un misil per-
dido —una piedra o un palo— voló desde la espesura de abajo,
pero no alcanzó a Sniff. Sólo cuando dos machos Kalande co-
rrieron hacia él, Sniff se retiró. Y estaba aún rugiendo sus desa-
fíos, pateando el suelo y golpeando los troncos de los árboles
cuando volvió con sus cobardes compañeros.
1974 marcó el inicio de la «guerra de los Cuatro Años» en
Gombe. Cuando llevaba diez años en Gombe los miembros de
la comunidad que había venido a conocer empezaron a sepa-
rarse.
En aquella época, hacia el final del reinado de Mike como
alfa, había catorce machos completamente adultos: seis de
ellos, incluyendo los hermanos Hugh y Charlie y mi viejo
amigo Goliath, empezaron a pasar más y más tiempo en la parte
sur del territorio. Sniff, que en aquel momento era un adoles-
cente, y tres hembras adultas con sus jóvenes, fueron también
a engrosar lo que llamamos «subgrupo del sur». El «subgrupo
del norte» era mucho más numeroso, con ocho machos adultos
y doce hembras con sus jóvenes.
Pasaron los meses y la relación entre los machos de los dos
subgrupos fue convirtiéndose en progresivamente hostil. Los
del norte tendían a mantenerse fuera de la zona utilizada por
los del grupo escindido, pero a menudo, dirigidos por Hugh y
Charlie, los del sur se ponían en marcha hacia el norte. Y
puesto que realizaban estas incursiones colectivamente y a pe-
sar de las valerosas naturalezas de Hugh y Charlie, los machos
del norte solían evitarlos. Pese a todo, los dos machos mayores
del norte, Mike y Rodolf, a veces paseaban pacíficamente con
el mayor de los del sur, Goliath.
Dos años después de estos primeros signos de ruptura se
hizo evidente que los chimpancés se habían dividido en dos
— 125 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
comunidades distintas cada una con su propio territorio. La co-
munidad del sur, la de «Kahama», había abandonado la parte
norte que ocupaba anteriormente, mientras que la comunidad
de Kasakela vio cómo quedaba excluida de zonas donde había
podido pacer tranquilamente. Cuando los machos de las dos
comunidades se encontraban en la zona de encabalgamiento se
exhibían largo tiempo y vigorosamente; luego se retiraban,
cada uno hacia el corazón de su nueva demarcación territorial.
Pero incluso entonces los tres mayores reiniciaban a veces su
amistad.
Durante un año las cosas continuaron igual. Y luego vino
el primer ataque brutal de los machos de Kasakela a un macho
de Kahama. Fue observado por Hilali y uno del otro campo. El
asalto empezó cuando una patrulla de Kasakela de seis machos
adultos de repente se encontró al joven macho, Godi, comiendo
en un árbol. Tan silenciosamente se acercaron los agresores
que Godi no se enteró de su presencia hasta que los tuvo a todos
encima. Luego fue demasiado tarde. Saltó y huyó, pero
Humphrey, Figan y el peso pesado Jomeo estaban junto a él,
corriendo hombro con hombro, con los otros detrás. Humphrey
fue el primero en atrapar a Godi, agarrando una de sus piernas
y tirándolo al suelo. Figan, Sherry, Jomeo y Evered lo golpea-
ron y patearon, mientras Humphrey lo mantenía contra el suelo
sentándose sobre su cabeza y aguantando sus piernas con am-
bas manos. Godi no tenía oportunidad de escapar ni de defen-
derse. Rudolf, el mayor de los machos de Kasakela, golpeaba
y mordía a la infeliz víctima siempre que encontraba un hueco
y Gigi, que también estaba presente, atacaba cuando podía al-
rededor de la mêlée. Todos los chimpancés gritaban fuerte:
Godi de terror y de miedo; los agresores, en un estado de enfu-
recido frenesí.
Después de diez minutos Humphrey se separó de Godi. Los
demás detuvieron el ataque y se alejaron en ruidoso y turbu-
lento grupo. Godi permaneció quieto por unos momentos en el
suelo mientras sus asaltantes se alejaban; entonces, lentamente,
se puso en pie y se quedó mirándoles, profiriendo débiles ge-
midos. Estaba malherido, con grandes cortes en la cara, en una
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
pierna y en el lado derecho del pecho, con fuertes contusiones
por el tremendo aporreo que había sufrido. Indudablemente
murió de estas lesiones, ya que nadie del grupo de campo de
estudiantes que trabajan en el área de Kasakela volvió a verle
jamás.
En los cuatro años siguientes tuvimos el testimonio de cua-
tro asaltos más de este tipo. La segunda víctima fue el joven
macho De. Quedó igualmente mal herido como resultado de
unos veinte minutos de apaleamiento infligido por Jomeo, She-
rry y Evered. Otra vez estaba Gigi presente y esta vez se unió
de verdad a los machos en el ataque. De, demacrado y con nu-
merosas heridas mal curadas, fue visto por última vez un mes
después del ataque. Después desapareció para siempre.
La tercera víctima fue para mí la más trágica de todas. No
fue otro que mi viejo amigo Goliath, el segundo chimpancé que
me había permitido acercarme a él. Goliath había estado si-
tuado en lo más alto de la jerarquía antes del reinado de Mike.
Fue siempre uno de los más valientes y bravos entre los machos
adultos. Siempre será un misterio para mí por qué se movió
hacia el sur cuando la comunidad se dividió. Los otros machos
de Kaharna habían mostrado, desde el principio, estrechas re-
laciones con los demás y pasaban mucho tiempo juntos. Pero
Goliath siempre había parecido tener más amistad con los ma-
chos de Kasakela, los que tan brutal y sorprendentemente ter-
minaron por atacarle. Cuando aquello sucedió era viejo y frá-
gil, con su antaño poderoso cuerpo marchito y descolorido y
pardo su brillante y negro pelo; sus dientes estaban desgastados
de tanto despedazar.
Una de las estudiantes, Emilie, estuvo presente durante el
ataque que condujo a la muerte de Goliath. Lo que le desagradó
más fue la terrible rabia y hostilidad de sus cinco agresores:
Figan y Faben, Humphrey, Satán y Jomeo.
—Definitivamente intentaban matarle —nos contó más
tarde—. Faben le retorció la pierna varias veces, como si estu-
viese intentando desmembrar un adulto de colobo después de
una cacería.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Cuando el asalto terminó Emilie siguió detrás de los asal-
tantes hacia el norte y registró su salvaje excitación. Repetida-
mente aporreaban los troncos de los árboles, lanzaban rocas,
arrastraban y tiraban ramas. Y siempre gritaban, en señal de
triunfo.
Goliath, como las demás víctimas, había sido horriblemente
herido. Logró sentarse, pero con dificultad, y cuando miró des-
pués a los que fueron en otro tiempo sus compañeros tembló
violentamente. Meció una de sus muñecas con la otra mano,
que estaba rota, con el cuerpo cubierto de heridas. Al día si-
guiente volvimos a buscarle, pero había desaparecido sin dejar
rastro.
Después de la muerte de Goliath sólo quedaban tres machos
de Kahama: Charlie, Sniff, ahora un joven macho adulto, y Wi-
lly Wally, lisiado como resultado de la epidemia de polio de
1966. Hugh había desaparecido, probablemente muerto como
los demás.
Charlie fue el siguiente en desaparecer. Nadie vio cómo le
atacaban, pero unos pescadores nos dijeron que habían oído los
sonidos de una batalla feroz y, después de buscar en el área
durante tres días, el equipo de campo encontró el cuerpo de
Charlie que yacía muerto cerca del curso del Kahama. La na-
turaleza de sus terribles lesiones era prueba suficiente de que
había muerto a manos de los machos de Kasakela.
Estaba claro que los machos de Kahama estaban condena-
dos: tarde o temprano los dos que quedaban serían perseguidos
y muertos. Pero lo extraordinariamente sorprendente fue que la
siguiente víctima no fue ninguno de los que esperábamos, sino
una de las tres hembras, Madam Bee. Yo creía estar preparada
para esto: conocía los brutales ataques a las hembras forasteras.
Pero Madam Bee no era una extraña, y yo pensaba que los ma-
chos de Kasakela, tras eliminar a sus rivales de Kahama, inten-
tarían probablemente tomar de nuevo las tres hembras que ha-
bían «desertado» a las filas enemigas.
Igual que Goliath, Madam Bee era vieja. Y aún más frágil,
con un brazo paralizado por la polio. En tiempos del asalto fatal
ya había sido objeto de ataques sucesivos y estaba débil por
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
una serie de heridas mal curadas. Pero esta indefensa hembra
fue tratada de la misma depravada manera: aporreada y tun-
dida, arrastrada a revolcones. Después de la paliza final quedó
boca abajo, completamente inmóvil, como muerta. Pero mien-
tras los agresores se exhibían vociferando ruidosamente, de un
modo u otro consiguió arrastrarse hasta ocultarse en la densa
vegetación.
Tan bien se ocultó que tuvimos que buscarla diligentemente
durante dos días hasta dar con ella, y la encontramos porque su
adolescente hija Honey Bee la vio comiendo arriba en un árbol.
Durante los dos días siguientes la herida hembra yació en el
suelo, a veces arrastrándose un trecho para derrumbarse de
nuevo. Gradualmente fue debilitándose, invadida por incontro-
lables espasmos de temblor. Cuatro días después del ataque,
murió.
Nada que nosotros pudiéramos hacer consiguió evitar su
muerte. Pero si se hubiera restablecido no hubiera tenido fu-
turo: incluso los machos sanos en la flor de la vida eran impo-
tentes para evitar la implacable hostilidad de sus enemigos de
Kasakela. Le llevamos alimento y agua allí donde yacía, pero
apenas aceptaba un poco. Sólo parecía encontrar algún alivio
en la presencia de su hija adolescente. Honey Bee permaneció
constantemente junto a ella en aquellos días crueles, acicalando
a su madre e intentando apartar las moscas de sus heridas.
Willy Wally fue el siguiente en desaparecer. Y entonces,
durante un año, Sniff fue el único sobreviviente de los machos
de Kahama, confinado en una estrecha zona emparedada entre
la comunidad de Kasakela al norte y la poderosa comunidad de
Kalande al sur. Yo quería desesperadamente que, pese a sus
escasas probabilidades, Sniff pudiese de algún modo conseguir
ser admitido en las filas de Kalande. O desplazarse a algún te-
rritorio no reclamado fuera de los límites del parque, al este de
la cordillera. Era tan joven y tan querido...
Recuerdo cuando, en 1964, la madre de Sniff visitó el cam-
pamento por primera vez. Mientras permanecía inmóvil ner-
viosamente en los matorrales en el borde del claro, Sniff, con
su insaciable curiosidad, se aproximó a mi tienda, corrió la
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
puerta y metió la cabeza dentro. ¡No pareció sobresaltarse
cuando me vio sacando la cabeza! Lo habíamos visto crecer,
desde que era un simpático y juguetón joven hasta convertirse
en un robusto adolescente. Quedamos profundamente afecta-
dos cuando, después de la muerte de su madre, Sniff (que en-
tonces tenía ocho años) adoptó a su hermana de catorce meses.
Aún dependiente de la leche de su madre sólo sobrevivió du-
rante tres semanas, pero durante este tiempo la transportó con-
sigo a todas partes, compartiendo su alimento y su nido de no-
che, haciendo lo más adecuado para protegerla durante los fre-
cuentes incidentes de agresión que empezaron fuera del cam-
pamento en la época de la alimentación intensiva con plátanos.
Pero Sniff fue brutalmente asesinado como los demás. Fue
perseguido, atacado e incapacitado, sangrando por innumera-
bles heridas y con una pierna rota. Una vez más fuimos a bus-
car el lugar donde se había arrastrado para morir. Estos hechos
marcaron el final de la comunidad de Kahama. Por un tiempo
se vieron ocasionalmente las dos hembras adultas que queda-
ban con sus crías, pero luego desaparecieron también. Proba-
blemente encontraron el mismo destino que el resto de este pe-
queño grupo condenado a la muerte. Solamente las hembras
adolescentes habían sido, desde el principio, inmunes a la vio-
lencia. Los cuatro años que siguieron, desde 1974, cuando
Godi fue atacado, hasta 1977, en que Sniff murió fueron los
más negros de la historia de Gombe. No sólo fue aniquilada
una comunidad entera, sino que además se produjeron los ata-
ques caníbales de Passion y Pom, aquel horripilante festín con
carne de recién nacidos. Y todo esto sucedía al mismo tiempo
que los rebeldes de Zaire invadían la arenosa playa de Gombe
y nos sumergíamos en la pesadilla de las siguientes semanas.
Supongo que deberíamos dar gracias a Dios de que el drama
humano, que se resolvió con una incógnita angustia mental, no
se cobrara, por fin, vida alguna.
El secuestro, a pesar del shock y la tristeza, apenas cambió
mi punto de vista sobre la naturaleza humana. La historia está
llena de secuestros y rescates y ha habido muchos estudios,
particularmente en los últimos años, sobre el efecto que estos
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
incidentes pueden ocasionar a las víctimas. Desde luego el he-
cho de que yo me viese envuelta me concedió una nueva pers-
pectiva: tengo la seguridad de que cuantos vivimos aquellas se-
manas adquirimos una profunda simpatía por aquellas personas
cuyas vidas han sido así violentadas.
La violencia intercomunitaria y el canibalismo que se dio
en Gombe, sin embargo, eran inéditos y dichos sucesos cam-
biaron para siempre mi visión de la naturaleza de los chimpan-
cés. Durante muchos años había creído que los chimpancés,
aunque mostraban sorprendentes similitudes a los humanos en
muchos aspectos eran, de largo, bastante más «atractivos» que
nosotros. De repente vi que bajo ciertas circunstancias pueden
ser igual de brutos, que también hay una cara oscura en su na-
turaleza. Desde luego, sabía que los chimpancés luchaban y se
herían de vez en cuando. Había visto con horror cómo los ma-
chos adultos atacaban sin inhibiciones a las hembras durante el
frenesí de una exhibición, e incluso a débiles crías que se po-
nían en su camino. Pero estas explosiones, espectaculares para
quienes las veían, casi nunca acababan en heridas serias. Los
ataques intercomunitarios y el canibalismo eran otro tipo de
violencia.
Durante varios años me costó creerlo. A menudo me des-
pertaba por la noche, con visiones de terribles imágenes: Satán,
recogiendo con la mano la sangre que perdía Sniff por la bar-
billa para bebérsela; el viejo Rudolf, tan tranquilo normal-
mente, lanzando una piedra de unos ocho kilos sobre Godi; Jo-
meo arrancando un pedazo de piel del muslo de De; Figan ata-
cando y golpeando repetidamente el magullado cuerpo de Go-
liath, uno de sus héroes de la infancia. Y, quizá lo peor de todo,
Passion comiendo la carne del bebé de Gilka, con la boca re-
bosando sangre como el grotesco vampiro de un cuanto infan-
til.
Gradualmente, sin embargo, aprendí a aceptar esta nueva
imagen. Aunque los instintos agresivos del chimpancé son no-
tablemente parecidos a los nuestros, su comprensión del sufri-
miento que están infligiendo es considerablemente distinto al
nuestro. Es cierto que los chimpancés son capaces de enfatizar,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
de entender las necesidades y los deseos de sus compañeros.
Pero creo que sólo los humanos son capaces de crueldad deli-
berada, de actuar con la intención de causar dolor y sufri-
miento.
Mientras tanto, ajenos a lo que habían provocado en mí, los
chimpancés prosiguieron sus vidas. Y los chimpancés de Ka-
sakela tenían el premio en las manos. Después de la muerte de
Sniff los victoriosos machos de Kasakela, junto con sus hem-
bras y sus jóvenes, viajaron, comieron e hicieron sus nidos sin
temor en su recién incorporado territorio. El tamaño de dicho
territorio aumentó de doce a más de quince kilómetros cuadra-
dos. Pero este feliz estado de cosas no duró mucho. La comu-
nidad de Kahama parecía haber actuado de amortiguador entre
los chimpancés de Kasakela y la poderosa comunidad de Ka-
lande, en el sur. Ahora esta comunidad empezó a empujar más
y más hacia el norte. Un año después de la victoria final de los
machos de Kasakela sobre Sniff, éstos se vieron forzados a re-
tirarse. Cada vez que viajaban a la zona que con tanta brutali-
dad habían arrebatado a los chimpancés de Kahama, los indi-
viduos de Kasakela se encontraban con las patrullas Kalande.
Empezaron a desplazarse hacia el sur con creciente precaución
y gradualmente su territorio se redujo otra vez.
Se observaron algunos encuentros dramáticos entre grupos
de Kasakela y de Kalande. Una vez, por ejemplo, Figan y otros
cuatro machos fueron interceptados por un grupo más grande
de kalandeitas y huyeron, en silencio, hacia la seguridad del
norte. Dos machos de Kasakela desaparecieron: primero, el
fuerte y joven macho Sherry y, al año siguiente, el viejo
Humphrey. Y aunque no estamos seguros, creemos más que
probable que fuesen víctimas de agresiones intercomunitarias.
Después de aquello la comunidad de Kasakela, con sólo cinco
machos, no sólo continuó perdiendo territorio por el sur, sino
que por el norte la gran comunidad Mitumba, aprovechando la
oportunidad, empezó a extender su territorio hacia el sur. Hacia
finales de 1981, cuatro años después de la muerte de Sniff, el
territorio de Kasakela había quedado reducido a unos dieciocho
kilómetros cuadrados, casi insuficiente para la supervivencia
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
de las dieciocho hembras adultas y sus familias. Incluso temí
llegar a perder la comunidad completa. Dos de las más solita-
rias y periféricas hembras que habitaban por el sur perdieron a
sus crías, y, como en los casos de Sherry y de Humphrey, sos-
pechamos que los machos de Kalande podían ser los responsa-
bles.
Durante el año siguiente las cosas se nos echaron encima.
Cuatro machos Kalande vinieron al campamento y atacaron a
Melissa. Afortunadamente —quizás por el entorno descono-
cido— fue un ataque ligero y su cría quedó ilesa. Unas semanas
después, cuando Eslom estaba pescando, oyó machos de Ka-
lande llamando desde el acantilado Mkenke-Kahama, en el sur
del campamento y, quizás como respuesta, machos de
Mitumba llamando desde la cordillera Linda-Kasakela, en un
valle al norte del campamento. Los chimpancés de Kasakela
estaban recibiendo su propia medicina. Durante varios días
transitaron en silencio. Incluso dejaron un suculento árbol fru-
tal junto al Kakombe, porque, según nos pareció, el ruido de
las aguas les imposibilitaba oír acercarse al «enemigo».
Afortunadamente, en aquella época había un número des-
acostumbradamente alto de de jóvenes creciendo en la comu-
nidad de Kasakela. Cuando el tiempo pasó, comenzaron a pasar
más y más tiempo lejos de sus madres, acompañando a los ma-
chos adultos en sus excursiones al norte y al sur. Estos jóvenes
—Mustard y Atlas, Beethoven y Freud— carecían de fuerza y
experiencia social para ser útiles en caso de ataque, pero el
ruido de sus llamadas y sus estentóreas exhibiciones, añadidas
a las de los cuatro machos que quedaban, hacían creer a sus
vecinos que la comunidad de Kasakela era más poderosa de lo
que era en realidad.
El peligro fue descartado y se reiniciaron las patrullas de
Kasakela, por el sur hacia Kahama y por el norte, más allá de
Rutanga. No observamos más persecuciones dramáticas du-
rante los encuentros entre machos de comunidades vecinas,
aunque ambos grupos se exhibiesen como antes. No volvieron
a desaparecer machos adultos, ni crías de hembras periféricas.
El status quo parecía retornar.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
XI. MADRES E HIJOS
Patrullar las fronteras es uno de los muchos deberes que un
joven macho de chimpancé debe aprender si quiere crecer
como un miembro útil de la sociedad. Sus experiencias de
adulto serán muy distintas de las de una hembra. Así, no es
sorprendente que los hitos a lo largo de la senda que conduce a
la madurez social sean diferentes de los que marcan el camino
de las hembras. Algunos, por supuesto, son compartidos, tales
como el proceso de destete y el nacimiento de un nuevo bebé
en la familia. Pero la ruptura inicial con la madre y los primeros
viajes con los machos adultos no sólo tienen lugar mucho más
pronto para el joven macho que para la hembra, sino que, con
mucho, tienen otro significado. En ese tiempo es cuando debe
aprender muchas de las habilidades que le serán imprescindi-
bles como adulto. El joven macho deberá desafiar a todas las
hembras de su comunidad, una por una, y luego, cuando todas
hayan sido dominadas, tendrá que comenzar el camino para es-
tablecerse en su lugar dentro de la dominancia jerárquica de los
machos adultos. El camino por el que el joven macho aborda
cada una de estas tareas, y la edad en la que pasa de un hito al
siguiente, depende en gran manera de su entorno familiar pri-
mero y la naturaleza de sus experiencias sociales después. La
comparación del desarrollo de los hijos de Fifi, Freud y Frodo,
con el de Passion, Prof, ilustrará muy bien la cuestión.
Como hemos visto, a pesar de que Freud fue la primera cría
nacida disfrutó de una infancia relativamente sociable. Flint, el
hermano más joven de Fifi, fue una figura importante en los
dos primeros años de Freud. Flint estaba fascinado por su so-
brinito y Fifi se mostraba muy tolerante, permitiéndole jugar y
llevar a su preciosa cría cuando sólo tenía dos meses. Los her-
manos mayores de Fifi, Faben y Figan, solían estar a su alrede-
dor, de manera que Freud desarrolló lazos de amistad con am-
bos machos, que ocupaban una alta posición en el ranking. Así,
— 134 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
como la misma Fifi en su momento, pasó gran parte de su pri-
mera infancia rodeado del apoyo de sus familiares. Como su
madre antes que él, se convirtió en un ser positivo y lleno de
confianza en sí mismo en su interacción con sus pares.
Cuando Flint, incapaz de sobrevivir a la pérdida de su an-
ciana madre, murió a los ocho años y medio, Freud no sólo
perdió a su más importante compañero, sino también su mo-
delo de macho adolescente. Incluso después de la desaparición
de la vieja Flo, imán que había mantenido unidos a los miem-
bros de su familia, Fifi pasaba mucho tiempo con sus hermanos
mayores. Freud siempre se lanzaba a saludar al tío Figan, sal-
tando a sus brazos y subiéndose a su espalda no pocas veces.
Esta amistosa relación persistió cuando Figan alcanzó la posi-
ción alfa. Además, Fifi no era sólo una hembra sociable que
frecuentaba a otros chimpancés, sino que después de la muerte
de Flo —y quizá debido a esto— se hizo más amiga de Winkle,
una joven hembra de aproximadamente su misma edad. Wilkie,
el hijo de Winkle, tenía un año menos que Freud, y cuando las
madres estaban juntas sus crías retozaban interminablemente
poniendo a contribución su inagotable energía. Y sólo deman-
daban la atención de su madre cuando ésta era el único chim-
pancé cercano: así, las horas que Fifi y Winkle pasaban juntas,
comiendo o descansando, eran tan beneficiosas para ellas como
para sus crías.
Desde luego, Freud no dejó de pasar la habitual depresión
del destete; permanecía enganchado a Fifi cuando ella descan-
saba, acosándola para que lo acicalase, buscando desesperada-
mente tranquilidad en esta nueva y desagradable experiencia.
Y la misma Fifi parecía sorprendida durante la primera fase del
destete cuando, por primera vez, la eficaz coordinación entre
ambos, que siempre había caracterizado su relación, empezó a
romperse. Gradualmente madre e hijo aprendieron a capear la
situación, pero Freud aún estaba deprimido cuando, por pri-
mera vez desde su nacimiento, Fifi volvió a ser de nuevo se-
xualmente atractiva. Siempre que su madre copulaba con un
macho adulto, Freud, en una agitación frenética, se tiraba sobre
la pareja y gimiendo y hasta gritando apartaba al pretendiente
— 135 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
de su madre. Durante la primera y la segunda hinchazón de Fifi,
Freud raramente se perdía una cópula; su angustiosa y casi ob-
sesiva interferencia era una reminiscencia de la conducta de
Fifi a su misma edad. Los más jóvenes parecían molestarse me-
nos, aunque todos interfieren cuando sus madres copulan.
No obstante, cuando nació la siguiente cría de Fifi, Freud
ya se había recuperado de la tensión del destete y de la popula-
ridad sexual de su madre. Estaba encantado con su nuevo her-
mano Frodo, y tan pronto como Fifi se lo permitió, Freud lo
tomaba de sus brazos y se sentaba para acicalarlo o para jugar
con él. Casi siempre era amable con el pequeño, pero algunas
veces lo utilizaba para conseguir sus objetivos. Si, por ejemplo,
estaba preparado para desplazarse antes que Fifi, y si cuando él
partía, ella rechazaba seguirlo, volvía, cogía a Frodo y se mar-
chaba con su hermanito. A veces este truco funcionaba y Fifi,
con una mirada, se incorporaba y seguía a sus dos hijos. Pero
en muchas ocasiones perseguía a Freud, le arrebataba la cría y
volvía a sus actividades. Otras veces era Frodo el que recha-
zaba entrar en el juego de su hermano mayor y volvía con su
madre por su cuenta.
Había un mundo de diferencias entre las primeras experien-
cias de Freud, el primer nacido, y su joven hermano. Aunque
Freud, en contraste con otros primogénitos, había disfrutado de
un notable entorno social, había pasado muchas horas con Fifi
por toda compañía. Y aunque ella, igual que Flo, había sido una
madre alegre, hubo incontables ocasiones en las que estaba de-
masiado ocupada para dedicar atención a Freud. Para Frodo fue
completamente distinto. Nunca había estado a solas con Fifi,
su hermano mayor estaba siempre allí. Y Freud le servía a la
vez como compañero de juegos, protector y consolador, y
como modelo a imitar.
También era distinto para Fifi ahora que tenía una segunda
cría. Se veía libre de la constante molestia de un crío pelmazo
siempre esperando a que jugara con él, que lo acicalara. Así
que estaba libre no sólo algunas veces, cuando ella unía sus
fuerzas con Winkle después de la muerte de Flo, sino siempre.
Podía sentarse, completamente relajada, mirando ociosa cómo
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Freud y Flo jugaban juntos. Si pensaba en algo, y por supuesto
lo hacía, podía dedicarse sin interrupción a sus propios pensa-
mientos. Tan es así, que se conservaba juguetona y con fre-
cuencia parecía incapaz de resistirse a compartir los juegos de
sus hijos cuando no tenía nada mejor que hacer.
Frodo estaba fascinado por casi todo lo que Freud hacía. A
veces lo miraba cuidadosamente y luego intentaba imitar lo que
veía. Cuando tenía nueve meses, por ejemplo, y aún no andaba
bien, contemplaba con los ojos muy abiertos cómo Freud rea-
lizaba una ruidosa e imprevista exhibición de tamborileo en el
contrafuerte de un gran árbol y entonces hizo lo mismo lo me-
jor que pudo. Pero su coordinación no era tan buena; perdió el
equilibrio y cayó por un declive gritando de terror, ¿o de frus-
trada cólera? En cualquier caso su intento de imitar el compor-
tamiento de un macho adulto acabó con el ignominioso rescate
por parte de su madre. Otras veces Frodo, muy cerca de Fifi,
miraba a Freud jugar agresivamente con jóvenes papiones, per-
siguiéndolos, pateando el suelo y golpeando un gran pedazo de
madera muerta. Cuando todos quedaron tranquilos y los papio-
nes se marcharon, Frodo se dirigió hacia el arma abandonada,
sin duda intentando demostrar que podía blandirla con igual
temeridad. Pero era demasiado pesada hasta para levantarla del
suelo.
Freud era muy cariñoso con su joven hermano y siempre le
protegía. Cuando Frodo pasó a aventurarse por su cuenta y se
situaba fuera del alcance de Fifi, Freud acostumbraba a se-
guirlo; siempre parecía tener un ojo puesto en el pequeño. Por
eso cuando Frodo «se quedaba atascado», como tantas veces
solía suceder, y lloriqueaba de pena, Freud estaba cerca para
acudir al rescate. Cuando Frodo tenía unos dos años le gustaba
jugar con los papiones. Algunas veces se entusiasmaba y se
aproximaba no sólo a los jóvenes, sino a los adultos con sus
pequeñas exhibiciones. A veces estos adultos se irritaban al
verle con los pelos erizados, pateando el suelo y golpeando con
las ramas; entonces le amenazaban, palmeando con sus manos
el suelo y enseñando sus grandes caninos. Frodo gritaba de
miedo y era probable que Freud corriera a su rescate con tanta
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
celeridad como lo hubiera hecho Fifi. Con frecuencia, incluso,
Freud permanecía cerca; se había nombrado a sí mismo su
guardián.
Mientras que Frodo difícilmente podía rescatar a su her-
mano mayor, se mostraba triste cuando estaba herido o afec-
tado. Cuando Freud tenía siete años, había ocasiones en las que
Fifi encontraba necesario disciplinarle mientras comía; por
ejemplo, si intentaba coger lo había reservado para sí. Dos ve-
ces llegó a coger una rabieta, tirándose al suelo y gritando,
cuando ella amenazaba apaciblemente a su hijo mayor. Fifi le
ignoraba, pero el pequeño Frodo se apresuraba a ir junto a su
hermano y le abrazaba, permaneciendo junto a él hasta que
Freud quedaba de nuevo tranquilo. Un año después Freud se
lastimó gravemente el pie. No podía apoyarlo en el suelo y los
dos primeros días se desplazaba muy lentamente. Fifi, de modo
característico, le esperaba cuando se detenía, pero algunas ve-
ces se marchaba antes de que él fuera capaz de moverse. En las
tres ocasiones en las que esto sucedió Frodo se detuvo, miró
hacia Freud, luego hacia su madre y de nuevo hacia Freud y
empezó a llorar. Continuó gritando hasta que Fifi se paró de
nuevo. Entonces Frodo se sentó cerca de su hermano mayor, le
acicaló y miró su pie herido, hasta que Freud pareció capaz de
continuar. Entonces toda la familia se movió unida.
Más fascinante de ver eran las interacciones entre Fifi y sus
dos hijos en crecimiento y cómo los tres se dirigían hacia el
más alto estatus en la comunidad. Freud empezó la larga lucha
intimidando a las hembras de la comunidad cuando tenía siete
años. Cargando hacia ellas y a su alrededor, movía ramas y ti-
raba rocas, típico comportamiento de un macho adolescente.
Inicialmente cargó contra los juveniles mayores y los adoles-
centes cuyas madres ocupaban en el ranking una situación in-
ferior a la de Fifi. Si una de ellas le contestaba —que era el
caso más frecuente— Fifi siempre le respaldaba, amenazando
a la hembra en cuestión, o incluso atacándola, por su poco re-
comendable venganza. Entonces la confianza de Freud crecía
y llegó el momento en que empezó a desafiar a las hembras
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
mayores cada vez con más frecuencia; sus «víctimas» se po-
nían en marcha contra su débil atacante y le perseguían, o in-
cluso le golpeaban. Como Fifi casi siempre salía en su defensa,
entró paulatinamente en conflicto con las otras hembras.
Algunas veces Freud apuntaba demasiado alto. Una vez,
por ejemplo, tuvo la audacia de amenazar a la hembra domi-
nante, Melissa, y ella lo castigó duramente por su temeridad.
Fifi, aunque más joven y en una posición inferior a la de Me-
lissa era, como había sido Flo, de naturaleza valiente y firme.
Como respuesta a los angustiados gritos de Freud apareció con
el pelo erizado, mirando fieramente y profiriendo grandes gri-
tos de amenaza. Melissa se giró inmediatamente hacia Freud y
Fifi, y las dos madres lucharon, enzarzadas y rodando. Freud
corrió detrás de ellas profiriendo gritos inútiles. Desgraciada-
mente para Fifi, el hijo adolescente de Melissa, Goblin, estaba
cerca y al escuchar los gritos de su madre se abalanzó, atacando
y persiguiendo a Fifi, quedándose Freud a un lado.
Pero Freud crecía y se hacía más fuerte por momentos y,
como los niveles de la hormona masculina, testosterona, au-
mentan durante la pubertad, también se volvió más agresivo.
En aquella época tenía nueve años y podía resistir los alterca-
dos de su madre. Cuando Fifi se vio una vez envuelta en una
lucha con la dominante Passion, tanto Freud como Pom se aña-
dieron a la escaramuza en apoyo de sus respectivas madres.
Pero Freud pudo apartar a Pom y luego arrojó una piedra a Pas-
sion. Esto la sorprendió y dejó ganar a Fifi. De esta manera, a
medida que pasaron los años, madre e hijo alcanzaron su posi-
ción social.
Mientras tanto el joven Frodo también crecía. Seguro de
que si las cosas iban mal, Fifi o Freud —o ambos— segura-
mente le ayudarían, empezó a desafiar a las hembras de la co-
munidad a una edad muy temprana. Después de todo, había es-
tado observando a Freud, aprendiendo de él y, de hecho, «ayu-
dándolo», durante años. Una y otra vez, cuando Freud amena-
zaba a algunas débiles hembras con sus jactanciosas exhibicio-
nes, Frodo se le unía: con cada uno de sus pelos erizado, repi-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
cando con sus patas el suelo, agitando pequeñas ramas, mo-
viéndose como un personaje de dibujos animados de Walt Dis-
ney.
Frodo sólo tenía cinco años cuando empezó a desafiar en
solitario a algunas hembras. Desde luego aún era muy pequeño,
pero aprendió rápidamente el adecuado uso de las rocas como
armas, a raíz de lo cual se intensificó la efectividad de sus lan-
zamientos. Pronto se ganó una gran reputación como presti-
gioso lanzador. Muchos jóvenes chimpancés tiran rocas du-
rante sus exhibiciones intimidatorias; pero llegó a ser caracte-
rístico de las actuaciones de Freud y es más que probable que
Frodo, al principio, estuviese imitando a su hermano mayor.
Pero Frodo perfeccionó la técnica del lanzamiento, y, en un
corto espacio de tiempo, muchas de las jóvenes hembras, así
como las que ocupaban una baja posición en la jerarquía, em-
pezaron a temer a este precoz joven macho y se alejaban
cuando se les acercaba con una roca en mano. Frodo tenía más
acierto que otros lanzadores de piedras, no porque tuviese me-
jor puntería, sino porque se acercaba a medio metro antes de
arrojar sus misiles. También desarrolló otras desagradables téc-
nicas.
Recuerdo perfectamente un incidente que ocurrió cuando
estaba siguiendo a Fifi, Little Bee y sus familias. De repente
Little Bee, mirando hacia la colina, empezó a dar pequeños gri-
tos. Y allí, unos metros más arriba sobre nosotros, vi a Frodo
empezando una exhibición intimidatoria, con el pelo erizado y
una roca en la mano. La arrojó hacia nosotros, pero cayó entre
Little Bee y yo sin dañar a nadie. No estaba claro quién era la
pretendida víctima, si Little Bee o yo; Frodo siempre me había
considerado como una hembra que tenía que ser dominada
como las demás. A continuación empezó a empujar una gran
piedra. Era demasiado grande como para que la pudiese levan-
tar, pero podía —y así lo hizo— hacerla rodar colina abajo. En
un momento vino hacia nosotros, rebotando de un tronco a
tronco. De habernos alcanzado nos podría haber dejado sin sen-
tido, o matarnos. Y luego, cuando aún me preguntaba qué ca-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
mino coger, Frodo puso en movimiento otra roca. Cuando es-
taba lanzando la tercera ya estábamos todos corriendo para sal-
var la vida, no sólo Little Bee y yo, sino también Fifi. Afortu-
nadamente Frodo no hizo un hábito de este tipo de bombar-
deos, aunque continuó arrojando piedras y pequeñas rocas du-
rante años.
Uno de los hitos más importantes en la vida de un joven
macho es empezar a viajar lejos de su madre con otros miem-
bros de la comunidad. La ruptura de estos lazos es más necesa-
ria para los machos que para las hembras. Éstas pueden apren-
der la mayoría de cuanto necesitan saber para tener una fecunda
vida adulta simplemente quedándose con su familia. No sólo
pueden observar a su madre y a las amigas de su madre cuidar
a sus crías, sino que pueden, de hecho, hacerlo por sí mismas,
adquiriendo mucha de la experiencia que necesitarán más
tarde, cuando tengan su propio bebé. Y pueden aprender du-
rante los «días rojos» buenas lecciones de sexo y qué clase de
demandas se les harán en esos casos.
El macho joven tiene otras cosas que aprender. Hay algunos
aspectos de la comunidad que son principalmente, aunque no
por completo, responsabilidad de los machos, tales como pa-
trullar, repeler a los intrusos, buscar fuentes de alimentación
lejanas y algunos tipos de caza. El macho no puede adquirir la
experiencia necesaria en estos temas si se queda con su madre.
Debe dejarla para pasar tiempo con los machos adultos. Freud
estaba fascinado por los grandes machos durante su infancia.
Desde que pudo andar se desplazaba rápidamente para saludar
a los machos que iban con su madre y, a menudo, también los
seguía un trecho cuando se iban. Recuerdo a Freud caminando
a trompicones detrás de Humphrey una vez, cuando éste se
marchaba después de una sesión de acicalamiento con Fifi. Su
madre, que no quería marcharse, lo siguió e intentó frenarlo,
pero él protestó vigorosamente, gimiendo y agarrándose con
fuerza a la vegetación. Después de unos intentos cada uno de
los cuales provocaba un creciente resentimiento, Fifi cedió y
siguió a su hijo, que continuaba detrás de Humphrey. Por fin
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
se cansó, subió a la espalda de su madre y no se quejó cuando
ésta tomó su propia dirección.
Freud nunca tardaba en añadirse a la diversión siempre que
escuchaba las llamadas de los chimpancés reunidos en excita-
dos y ruidosos grupos. Recuerdo una ocasión, cuando sólo te-
nía cuatro años. Habíamos tenido una mañana tranquila los tres
solos. A mediodía Fifi descansaba acurrucada en el suelo,
mientras Freud, siempre activo, jugaba con las ramas en la copa
de un árbol. De repente hubo una explosión de gritos en el ex-
tremo del valle. Ciertamente algunos de los machos estaban allí
—las voces de Figan, Satán, Humphrey y Jomeo eran fáciles
de reconocer— y también podíamos oír a las hembras y jóve-
nes. Freud escuchó con atención, luego se unió al alboroto con
sus agudos gritos infantiles y Fifi se incorporó y también gritó.
Freud bajó del árbol y se puso en camino hacia el gran grupo.
Pero Fifi no se movió; después de moverse unos diez metros,
Freud miró hacia atrás, luego se paró y gimió suavemente. Pero
Fifi ignoró las súplicas de su hijo y se tumbó para continuar
descansando. Decepcionado, retrocedió y se sentó junto a ella,
levantando un brazo para pedir acicalamiento.
Cinco minutos después el grupo gritó de nuevo. Como an-
tes, Freud se le unió inmediatamente, esta vez corriendo y gol-
peando con los pies en una pequeña exhibición. Volvió a enca-
minarse hacia las excitadas llamadas, deseando formar parte de
ellas, unirse a sus juegos. Pero Fifi tampoco dio señales de po-
nerse en movimiento. Esta vez Freud fue un poco más lejos, se
paró y miró atrás. No volvió, pero se quedó a unos veinte me-
tros, justo antes de una vuelta del camino que lo pondría fuera
de la vista de Fifi. Gradualmente sus suaves gemidos aumenta-
ron en frecuencia y volumen hasta que acabó llorando.
Y luego, quizás por la insistencia de Freud o porque le ape-
tecía unirse a la diversión, Fifi se levantó y siguió a su hijo por
el camino. Diez minutos después ya formaban parte del ruidoso
y exuberante grupo. Fifi, con suaves gruñidos de placer, subió
a comer los jugosos higos que habían atraído al festín a más de
la mitad de los miembros de la comunidad. Freud, excitado,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
corrió para unirse a una salvaje sesión de juego con otros jóve-
nes.
Un indicio claro de creciente independencia en un joven
macho es la frecuencia con la que se une a celebraciones de
este tipo sin su madre. A veces los chimpancés se reúnen en
estos ruidosos grupos para acabar con las frutas de un árbol;
otras, el imán es una hembra sexualmente popular. Las reunio-
nes suelen durar una semana más o menos, con chimpancés
llegando y partiendo continuamente. En muchos aspectos cons-
tituyen el centro de la vida social de los chimpancés, dando la
oportunidad a los miembros de la comunidad de entrar en con-
tacto con los demás, jugando, acicalando, exhibiéndose, ha-
ciendo ruido. A menudo, particularmente cuando varias hem-
bras en celo están presentes a la vez, hay casi una atmósfera de
carnaval.
Durante la infancia de Freud, Fifi, con su posición social,
se unía a muchas reuniones para que adquiriese experiencia so-
cial y aprendiese (a veces duramente) a temer el momento en
que los grandes machos estaban tensos y era fácil llevarse al-
gún golpe. Cuando los años pasaron, la autoconfianza de Freud
en estas situaciones aumentó: cuando tenía nueve años se unía
regularmente a estas reuniones sin su madre. Y Frodo lo hizo
así incluso a una edad más temprana, ayudado por su hermano
que le sostenía en momentos de tensión. De hecho, cuando
Frodo tenía cinco años ya pasaba varias noches seguidas lejos
de su madre, viajando con los machos adultos y con Freud.
La infancia de Prof fue muy diferente que la de Freud e in-
cluso más que la de Frodo. Aunque Passion fue bastante más
atenta y permisiva en la educación de su segundo hijo, no podía
compararse con Fifi en términos de solicitud, tolerancia y ama-
bilidad. Además, con el paso de los años se había vuelto pro-
gresivamente antisocial; los grandes grupos de chimpancés que
había reunido en el campamento con los plátanos eran cosa del
pasado. Y Passion no tenía amigos, como Winkle, con quien
su cría Prof pudiese jugar. Éste, desde luego, tenía una hermana
mayor, pero aunque después de pasar la depresión del destete
mostró mayor interés por su hermano, nunca tuvo el papel que
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Freud había desempeñado junto a Frodo o Flint, antes que mo-
rir, en Freud.
Prof, por lo tanto, tuvo menos oportunidades de contacto
social de cualquier tipo que Freud o Frodo. Quizás porque ju-
gaba con otros jóvenes con menos frecuencia que ellos, cuando
lo hacía carecía de confianza. Apenas resistía por sí solo
cuando el juego se ponía duro, y si se metía en problemas Pom
o Passion tenían que sacarse de ellos. Pero probablemente la
diferencia más importante en las primeras experiencias socia-
les de estos tres jóvenes machos fue el hecho de que Prof tuvo
menos oportunidades de entrar en contacto con machos adul-
tos.
Para Prof, como para su hermana anteriormente, el destete
fue una época de desesperación, pero como macho era bastante
más agresivo en su desgracia que lo que había sido Pom. Cogía
rabietas violentas, gritaba y se tiraba de los pelos, se revolcaba
por el suelo. En la mayoría de las familias las rabietas son res-
ponsabilidad de la madre. Frodo también pasó por una etapa de
violentas rabietas. Creo que en este caso fueron causadas por
la furia que le producía no hacer las cosas a su manera. Fifi
siempre le tendía la mano, intentando mantenerlo junto a sí. Si,
como a menudo ocurría, se tiraba al suelo apartándose de su
conciliadora madre, ella lo cogía y lo abrazaba. Y, por muy
violenta que hubiese sido la rabieta, Frodo siempre se calmaba,
quizás captando intuitivamente el mensaje de su madre: «No
puedes tener leche (o montar a mi espalda), pero de cualquier
manera te quiero todavía».
Pero el duro corazón de Passion solía ignorar completa-
mente las rabietas de Prof. Ésta, por supuesto, era otra forma
de demostrar su rechazo y Prof, en consecuencia, pasó a estar
cada vez más angustiado. Gritando fuertemente, corría por el
suelo o se lanzaba por una pendiente. Una vez se cayó de ver-
dad de espaldas en un río; a los jóvenes chimpancés les asustan
las rápidas corrientes de agua. Incluso entonces, cuando sus
gritos de frustración se convirtieron en gritos de terror, Passion
ignoró a su hijo. Este período conflictivo de su joven vida
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
ayudó muy poco a incrementar la ya casi mínima autocon-
fianza de Prof. Sin embargo, a diferencia de Pom, Prof se re-
puso de la desaparición de la leche materna antes del naci-
miento de su hermano, Pax; y al igual que Freud, quedó fasci-
nado por el recién llegado, más de lo que Pom lo había estado
por ellos.
Prof tenía más o menos la misma edad que Freud cuando le
vimos por primera vez desafiando a una hembra; pero mientras
que Freud, que estaba embarcado en la tarea de dominar a las
hembras, repetía sus exhibiciones con progresiva frecuencia,
las actuaciones de Prof eran escasas y distantes una de otra. Y
carecían de la determinación y el vigor que caracterizaban las
de Freud y las de Frodo después. En realidad, su segunda ten-
tativa finalizó un tanto ignominiosamente cuando su «víctima»
alargó la mano, le cogió del cuello, y se rió de él hasta el ex-
tremo de que su erizada agresión terminó entre risas.
Como pequeño que era, Prof evidentemente deseaba pasar
mucho tiempo con los grandes machos, como hacían Freud y
Frodo. Pero si él se iba detrás de cualquiera de ellos, Passion
nunca le seguía y pronto dejó de intentar persuadirla. Además,
ya que Passion evitaba los grandes grupos que Fifi y otras hem-
bras sociales encontraban tan estimulantes, cuando se encon-
traba en una de aquellas reuniones Prof parecía loco de felici-
dad. Y así, careciendo de la seguridad en sí mismo de Freud y
Frodo, Prof pasaba gran parte de su tiempo con su madre
cuando ella murió, lo que ocurrió cuando él tenía casi once
años.
Puede haber una pequeña duda sobre si las diferencias de
comportamiento observadas en Freud, Frodo y Prof se debían
o no, y en qué proporción, de las diferentes personalidades y
técnicas educativas de sus madres. Por supuesto, había diferen-
cias genéticas entre estos tres jóvenes machos: diferencias tem-
peramentales, seguramente debidas más a la herencia que a la
experiencia. Algunas veces, sin embargo, un individuo puede
trazar el comienzo de un comportamiento inusual a partir de un
particular incidente traumático ocurrido en la primera infancia.
Cuando Prof tenía dos años, por ejemplo, fue atacado por un
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
macho adulto de mono colobo durante una cacería. Passion es-
taba sentada y mirando a su Prof cuando, súbitamente, uno de
los machos colobos, enfurecido, saltó y la atacó. Ella salió
ilesa: Prof resultó mordido en un dedo del pie derecho.
Esta experiencia, a la vez dolorosa y aterradora, dejó apa-
rentemente en Prof un miedo profundamente enraizado a los
monos. Muchos jóvenes machos empezaban a cazar cuando
eran meros juveniles. Freud cogió su primer mono (que Fifi le
arrebató) cuando sólo tenía seis años. No vimos a Freud cazar
monos hasta que tuvo once años, y aún entonces de modo es-
casamente decidido. Jamás pudimos observarle cazando a un
mono. Era interesante ver cómo Prof se aterrorizaba ante los
papiones como una criatura. Nunca le veíamos fanfarroneando,
erizándose, jugando agresivamente con jóvenes papiones,
como veíamos hacer con frecuencia a Freud y Frodo. Si un ma-
cho grande de papión se le aproximaba, por ejemplo, mientras
comía, lloriqueaba de miedo y se iba detrás de Passion. Al pa-
recer, su miedo a los monos colobos podía generalizarse en un
miedo a todos los monos y papiones. Por supuesto, siempre
existía la posibilidad de que se hubiera producido otra igual-
mente traumática interacción con los papiones que pudiera jus-
tificar este miedo de la segunda infancia. En verdad que no ha-
brían faltado las oportunidades para ello.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
XII. PAPIONES
Las interacciones entre chimpancés y papiones, como ob-
servamos en Gombe, son más variadas y complejas que las que
se pueden observar entre otras dos especies cualesquiera del
reino animal, con excepción de nuestras propias interacciones
con otros animales. Chimpancés y papiones compiten algunas
veces por el alimento. Jóvenes papiones pueden ser capturados,
muertos y comidos por los chimpancés. Los jóvenes de ambas
especies juegan juntos ocasionalmente, y los jóvenes chimpan-
cés pueden incluso acicalar e intentar jugar con papiones adul-
tos. Finalmente, ellos comprenden muchas de las señales de
comunicación de los otros, y a veces de ahí resulta un esfuerzo
común para intimidar y repeler a un depredador.
En Gombe hay más papiones que chimpancés; mientras que
el número de individuos en cada grupo social —la tropa de pa-
piones o la comunidad de chimpancés— es aproximadamente
el mismo, existen más de doce tropas de papiones que viven
dentro del territorio de la comunidad de chimpancés. Esto sig-
nifica que es raro que termine un día sin un encuentro entre
individuos de las dos especies. La mayor parte de estos encuen-
tros son pacíficos: con frecuencia tanto los chimpancés como
los papiones van a su objetivo e ignoran por completo el de los
otros. Pueden, por supuesto, utilizar el mismo tipo de recurso
alimentario. Durante la mayor parte del año los recursos ali-
mentarios de Gombe son más que suficientes para las necesi-
dades de todos, chimpancés y papiones, en cuyo caso no es ne-
cesario que disputen entre sí. En algunas ocasiones los indivi-
duos de las dos especies comen pacíficamente en el mismo ár-
bol. Otras veces pueden variar los intentos e intensidades de
agresión. Durante la estación seca, de junio a octubre, cuando
pueden escasear los recursos alimentarios, es cuando puede ob-
servarse una competencia más agresiva entre las dos especies
de primates. Cuando llegan las tropas de papiones cerca de un
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
árbol donde tres o cuatro chimpancés están comiendo y sus
miembros, uno detrás del otro, trepan a las ramas, los chimpan-
cés se van poniendo cada vez más nerviosos. Moviéndose rá-
pidamente de un sitio a otro, se llevan el alimento a la boca con
gran vivacidad y luego suelen marcharse. Pero no siempre; al-
gunas veces, aun cuando sean mucho menos numerosos, los
chimpancés no abandonan tan fácilmente. Depende de la edad,
sexo y personalidad de los individuos presentes. Algunos
chimpancés son más valientes que otros en situaciones de este
tipo, y no hay duda de que los papiones saben reconocerlos.
Recuerdo bien una ocasión en que Goblin, Satán y Humphrey
estaban comiendo pacíficamente en una higuera y la tropa D
de papiones llegó y los monos treparon al árbol cada vez en
mayor número para participar en el festín. Liderados por
Goblin, los tres machos chimpancés cargaron sobre los papio-
nes una y otra vez. Hubo violentas escaramuzas en las ramas;
chimpancés y papiones gritaban y rugían rompiendo la quietud
de la mañana. Habían pasado sólo veinte minutos cuando los
chimpancés decidieron dejarlo al fin. Entonces aún hicieron
una salida impresionante, con estrepitosas voces, rugiendo y
cargando a través de los papiones que estaban comiendo en el
suelo, dispersándolos con sus gritos en todas direcciones.
Algunos chimpancés son, con mucho, más temerosos que
otros en sus interacciones con los papiones y éstos, que lo sa-
ben, reaccionan en consecuencia tomándose con algunos chim-
pancés libertades que no se tomarían con otros. De igual ma-
nera, los chimpancés reconocen que ciertos machos adultos de
papiones no son ninguna bagatela. Walnut, durante varios años
macho alfa de la tropa Camp, provocaba invariablemente te-
mor en los corazones de los chimpancés más estólidos. Y así
era como algunas veces, en pleno frenesí, cargaba aquí y allí
sobre el pacífico grupo de chimpancés, profiriendo feroces gru-
ñidos que sonaban tan aterradores como el rugido de un leo-
pardo, hasta que el grupo se disolvía.
No obstante, a despecho de las ocasionales confrontaciones
por algunas valiosas fuentes de alimentación, la mayoría de las
disputas acaban pacíficamente con sólo algún que otro gesto
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
amenazador. La competición quedaba minimizada por el hecho
de que la dieta de los papiones es más variada que la de los
chimpancés. Consumen gran variedad de tallos, semillas y flo-
res. Pasan horas escarbando en busca de raíces y tubérculos en
la estación seca, cuando la comida es escasa. Levantan rocas
en los torrentes y en las laderas buscando cangrejos e insectos.
Sus mandíbulas, increíblemente fuertes, les permiten romper
las duras cáscaras del fruto de la palma aceitera. Los chimpan-
cés de Gombe, acérrimos conservadores, raramente muestran
interés por cualquier alimento que no forme parte de su dieta
habitual. Excepto las crías, que a veces parecen fascinadas
cuando ven a los papiones comer algo diferente.
Recuerdo claramente un suceso. Pom estaba descansando
mientras su hijo de dos años, Pan, jugaba cerca. Unos cuantos
papiones estaban vagando pacíficamente por allí, y uno de
ellos, el macho adulto Claudius, se sentó cerca de los dos chim-
pancés. Pan se le acercó y observó con los ojos muy abiertos
cómo Claudius cogía un fruto de la palma aceitera, la colocaba
entre sus molares y, apretando su mandíbula inferior con una
mano, rompía la cáscara. Se comió la nuez y dejó caer al suelo
las dos mitades del vacío fruto. Pan, que mantenía los ojos fijos
en la cara del papión intentando adivinar su humor, se acercó
con mucha precaución y cogió una porción de la cáscara. Sor-
prendido de su propio valor, volvió con Pom y, agarrándose a
su pelo con una mano, examinó cuidadosamente su trofeo.
Claudius, en ese momento, había cogido otro fruto caído y Pan
contempló cómo también lo abría con parecida fascinación.
Luego, esta vez con mayor confianza, Pan se aproximó de
nuevo y cogió la cáscara desechada.
Si la comida hubiese sido fácil de obtener, como las bayas
de los matorrales, estoy segura de que habría cogido una y se
la hubiese comido. Así hubiera podido comenzar una nueva
tradición alimentaria aprendida originalmente de los papiones.
Pero la rocosa cáscara suponía un obstáculo demasiado grande
para una cría de chimpancé.
La rica y nutritiva pulpa del fruto de la palma aceitera es,
sin embargo, una comida habitual para los chimpancés y los
— 149 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
papiones cuando los árboles maduran uno detrás de otro a lo
largo del año. Cada palma ofrece uno o dos sitios para alimen-
tarse y cuando la comida escasea se producen feroces compe-
ticiones para acceder a los racimos de frutos rojos. Recuerdo
una vez que seguía a Fifi a través del bosque; de repente se paró
y, con el pelo erizado, miró a lo alto de una palma. Un mo-
mento después se encaramó tronco arriba y, cuando se acercó
a la copa, un pequeño papión saltó a la espesura gritando de
miedo. Miré, conteniendo la respiración, ya que creí que Fifi
pretendía atrapar al joven, a pesar de que en los últimos veinti-
cinco años no teníamos noticia de que una hembra hubiese to-
mado parte en una cacería de papiones.
Pero Fifi sólo quería llegar a uno de los racimos de frutas
que allí había. Cuando se sentó a comer, entre pequeños gruñi-
dos de placer, su pelo se alisó gradualmente. Mientras tanto,
sin embargo, el pequeño papión se encontraba en un apuro. Es
posible que también hubiera interpretado erróneamente la agre-
siva conducta de Fifi, creyendo que iba a por él. En cualquier
caso, parecía determinado a no acercarse a la hembra que le
había dado semejante susto. En el extremo de una rama parecía
estar buscando en vano una vía de escape. No pesaba lo bas-
tante como para que la rama descendiese y lo dejase a tres me-
tros del tronco. No había ramas cercanas a las que pudiese sal-
tar. Durante más de tres minutos permaneció así suspendido y
luego, recuperando poco a poco la confianza, retrocedió silen-
ciosamente hacia Fifi hasta que pudo alcanzar una rama vecina.
De esta manera, ¡con cuánto sigilo!, fue de rama en rama hasta
que pudo saltar a un árbol cercano y escapar.
Las altas palmeras, cuyas copas sobresalen de la espesura,
han servido para atrapar a los papiones en las relativamente ra-
ras ocasiones en que han sido cazados por los chimpancés. Si
un cazador consigue bloquear el tronco, mientras otros esperan
abajo en el suelo, la presa puede encontrar dificultades para es-
capar. Una vez, por ejemplo, seis machos chimpancés, via-
jando por el sur de su territorio, se encontraron un papión hem-
bra con una cría comiendo, solos, en una palmera. No era
— 150 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
miembro de ninguno de los grupos estudiados y no la conocía-
mos por su nombre. Figan, que iba el primero, sonrió al verla,
gritó suavemente, y tocó a Satán. Los seis machos se incorpo-
raron para mirar, con el pelo erizado. Cuando el papión los vio
dejó de comer, y casi instantáneamente, empezó a dar muestras
de angustia, emitiendo suaves llamadas y situándose al otro
lado de la palmera. Jomeo moviéndose suavemente, subió por
un árbol vecino hasta que estuvo a la altura del papión, a unos
cuatrocientos metros de distancia. Cuando se paró y la miró la
hembra comenzó a gritar, a pesar de que no parecía haber otros
papiones por los alrededores. Ciertamente no apareció nin-
guno.
Después de unos dos tensos minutos, Figan y Sherry subie-
ron deliberadamente a otros dos árboles. Ahora había un caza-
dor en cada uno de los árboles a los que podía saltar la víctima.
Los otros tres esperaban en el suelo. De repente Jomeo saltó a
la palmera donde estaba el papión. El papión saltó al árbol de
Figan. Fue fácil para él arrebatarle el bebé. Lo mató con un
rápido mordisco en la cabeza. Y luego, mientras la madre lo
miraba y gritaba desesperadamente desde un árbol vecino, los
seis cazadores compartieron el cadáver.
Puesto que también estudiamos los papiones en Gombe y
conocíamos por su nombre a los miembros de cinco tropas,
además de las fascinantes historias de sus vidas, siempre nos
era traumático verlos muertos o comidos por los chimpancés.
Aún nos invade un innegable nerviosismo cuando estas cace-
rías empiezan y un sentimiento de suspense nos rodea. Normal-
mente las cacerías de papiones fracasan. Si la tropa de aquella
hembra hubiese estado cerca cuando Figan y sus amigos llega-
ron al lugar, las cosas hubiesen sido distintas. Los machos pa-
piones son feroces cuando se les excita, y tan pronto oyen el
desesperado grito de una cría o de su madre corren a rescatarla,
rugiendo y arremetiendo contra cualquier chimpancé que esté
por allí cerca. Las hembras adultas también se suman, aña-
diendo por lo menos confusión con sus gritos de miedo y furia.
En vista de tales cosas muchas cacerías se abandonan y los
chimpancés desaparecen. En realidad, siempre me sorprende
— 151 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
que, a la vista de la furia con la que se defienden, los chimpan-
cés cazadores consigan atrapar y matar a la víctima. Incluso es
más sorprendente el hecho que en todas las ocasiones que he-
mos observado cacerías con éxito, los chimpancés, aunque hu-
biesen sido agarrados y tirados al suelo por los furiosos machos
papiones, nunca resultaron heridos. En cambio, si un leopardo
caza a uno de los jóvenes, los papiones le atacarán y le infligi-
rán tan severas heridas que no tardará en morir. Parece que los
chimpancés, quizás por su habilidad de lanzar palos y rocas a
sus oponentes, son considerados como especies superiores.
Efectivamente, han hecho creer a los papiones que son más
fuertes y peligrosos de lo que son en realidad.
Los papiones también son cazadores; se han registrado
como carnívoros en casi todas las zonas de África donde los
hemos podido encontrar. En Gombe suelen atrapar a un antí-
lope jeroglífico durante la estación de los nacimientos, cuando
las madres dejan a sus jóvenes en el suelo en zonas de hierba
alta. A causa de que los papiones pasan más tiempo que los
chimpancés buscando comida por estos lugares, y porque bus-
can por más sitios, tienen más probabilidades que los chimpan-
cés de encontrar a las crías escondidas.
Una vez un papión ha capturado a su presa suele producirse
una buena dosis de violencia cuando el cazador es importunado
por sus compañeros. A menudo, durante estas escaramuzas, el
cadáver es arrebatado en sucesión por los machos adultos. Ello
provoca mucho ruido, una cacofonía de gritos, rugidos y ladri-
dos. Cuando los chimpancés escuchan un barullo de este tipo
dejan todo lo que están haciendo y corren hacia los ruidos. A
continuación se organizan sorprendentes actos de piratería.
Ya he descrito el encuentro entre Gilka y el macho papión
Sorhab. Ella fracasó al coger la presa porque era pequeña y dé-
bil. Otras hembras han tenido mayor éxito. Uno de los más dra-
máticos sucesos fue descrito por Hilali. Estaba siguiendo a Me-
lissa y a sus dos vástagos: su hijo de cinco años, Gimble, y su
hija de diez, Gremlin. Una súbita mezcla de ruidos procedentes
de los papiones de la tropa D, que vagaban por allí buscando
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
comida, atrajeron instantáneamente al pie del árbol a los chim-
pancés, que estaban acicalándose unos a otros. Con ruidos de
excitación se agarraron, luego corrieron hacia el alboroto. Unos
momentos después se encontraron al papión adulto Claudius
desgarrando ante el cadáver de un cervato que acababa de ma-
tar. Otros tres machos estaban amenazándolo, golpeando el
suelo con las manos, enseñando los caninos y el blanco de los
ojos mientras gritaban y proferían rugidos. Melissa y Gremlin
se acercaron lentamente, mirando como Claudius arrastraba su
presa por el suelo. Luego, mientras se paraba para dar otro mor-
disco, le atacaron gritando, amenazándolo y moviendo los bra-
zos. Cuando el papión se dio la vuelta, rugiendo ferozmente,
Melissa se detuvo. Emitió unos pequeños gemidos, luego cogió
una rama muerta y, con el pelo erizado, la lanzó hacia Claudius,
que saltó a un lado. Rápidamente, aprovechando su ventaja,
Melissa atacó de nuevo, esta vez moviendo la vegetación sal-
vajemente, saltando arriba y abajo, acercándose poco a poco.
De repente Claudius dejó caer su presa y arremetió contra Me-
lissa, golpeándola y, según Hilali, mordiéndole un brazo. Me-
lissa se encaró con él ladrando poderosamente, agitando sus
brazos y golpeando a su fuerte rival. En aquel momento los
otros machos papiones, aprovechando la oportunidad, se lan-
zaron sobre la presa, y Claudius se vio forzado a dejar a Me-
lissa para recuperar su carne. Melissa le contempló unos mo-
mentos y entonces empezó otra salvaje exhibición. Gremlin se
unió a su madre de nuevo y una vez más atacaron a Claudius
en equipo. Éste pudo ganar el suelo, pero empezó a comer fre-
néticamente, arrancando pedazos de la rabadilla del cervato.
Melissa miraba y, de tanto en tanto, agitaba la vegetación y ge-
mía.
Después de cinco minutos empezó a actuar de nuevo, esta
vez aún incluso más salvajemente. Claudius cogió el cadáver
con la boca e intentó llevárselo más lejos, pero se enredó con
la maleza. Después de tirar de él desesperadamente en vano,
arrancó un gran pedazo y escapó con él. Pero cuando Melissa
alcanzó la presa y la cogió por una pata, él la cogió por otra
parte. Sorprendentemente, a pesar de sus horribles rugidos y de
— 153 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
la proximidad de los peligrosos caninos, Melissa, gritando, es-
peró. Y Gremlin, que se había encaramado a un árbol cuando
Claudius agarró la presa, pronto se descolgó sobre la escena del
conflicto y empezó a ondear y agitar las ramas justo encima de
su madre, añadiendo confusión. Y entonces Melissa, aún aga-
rrando el cadáver, empezó a subir hacia su hija. De repente el
papión pareció perder interés por su presa y Melissa, colocán-
dose rápidamente el cadáver sobre el hombro, subió más alto.
Luego, aunque Claudius, rugiendo, saltaba detrás de su madre,
Gremlin agarró una rama muerta, la rompió, la movió y se la
tiró al papión. Éste consiguió esquivar el misil y se volvió a
lanzar sobre Melissa. Pero en aquel momento ella pareció per-
der su miedo y, once minutos después de que empezase el con-
flicto, comenzó a consumir tranquilamente la carne robada,
compartiéndola con Gremlin y con el joven Gimble, que había
contemplado el incidente en seguridad desde los árboles. Por
un momento Claudius se sentó cerca de allí y continuó amena-
zando, pero cuando otras dos hembras chimpancés llegaron
para compartir la carne, abandonó y bajó para unirse a los otros
papiones que estaban debajo del árbol buscando pedazos caí-
dos.
¿Cómo una hembra chimpancé, con unos dientes relativa-
mente cortos y redondos, puede enfrentarse a un macho adulto
de papión con unos caninos dos veces más largos y poderosos
que los suyos y ganar? ¿Es su espléndida exhibición lo que pro-
duce este milagro? ¿El pelo erizado, las ramas sacudidas sal-
vajemente, la postura erecta tantas veces exhibida? ¿O es el
empleo de armas, esas ramas blandidas o lanzadas? Probable-
mente una combinación de todas estas cosas, unidas al hecho
que los otros machos papiones presentes no ayudarán al posee-
dor de la carne, sino que intentarán robar su presa, distrayendo
su atención del adversario chimpancé. Los papiones machos,
aunque ayudan en la defensa de su tropa contra otros machos
rivales, no han sido vistos cooperando durante las cacerías, ni
compartiendo su presa después de matarla.
Sólo una vez observamos un papión robando carne a un
chimpancé. Fue cuando Passion mató un halcón herido, un
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
gran pájaro con una envergadura de al menos un metro. Cuando
se sentó a comer, compartiendo con Pom y Prof, se aproximó
Héctor, un papión de la tropa Camp. Se sentó cerca, mirando.
Entonces el joven Prof, que entonces tenía siete años, consi-
guió persuadir a su madre para que le diese una ala entera.
Dando gritos de felicidad se apartó unos metros para comer.
Aprovechando su oportunidad, Héctor corrió hacia Prof, agarró
el ala y escapó con ella, dejando a Prof con una violenta rabieta.
Los ruidos emitidos por los papiones cuando capturan una
presa son muy parecidos al rugido que se escucha en otros in-
cidentes de agresión: ocasionalmente los chimpancés cometen
un error y corren hacia una tropa de papiones, esperando llegar
a un banquete y encontrando solamente una feroz competición
desatada por una hembra en celo. No es muy interesante para
un chimpancé, aunque a menudo un macho adulto observa con
expresión de experto el paso de una hembra de papión con las
nalgas completamente hinchadas. Si ella se detiene y gira su
trasero hacia él, en la típica postura sumisa de los primates,
puede llegar a tocarla, o por lo menos a olerla, como si fuese
una chimpancé. Los chimpancés juveniles suelen mostrar más
interés en los traseros hinchados y rojizos de las hembras de
papión e intentar copular con ellas. Esto condujo una vez a la
más increíble secuencia de comunicación entre dos animales
no humanos de diferentes especies.
Los actores del drama eran Flint, de siete años, y Apple,
una adolescente hembra de papión de la tropa Beach. Flint es-
taba claramente estimulado por la visión del pequeño trasero
rojizo de Apple. Para atraer su atención utilizó posturas y ges-
tos típicos del cortejo del chimpancé: se sentó y miró hacia Ap-
ple con las piernas extendidas, el pene erecto y agitando una
pequeña rama con rápidos movimientos. Con la excepción del
pene erecto, un macho papión no hace ninguna de estas cosas;
simplemente se aproxima a la hembra y va a lo suyo. Apple,
sin embargo, pareció entender bastante bien lo que Flint quería,
ya que probablemente ella lo quería también. Se acercó para
copular. Lo hizo a su manera, miró por debajo del hombro y
puso la cola a un lado. Pero ésta no es la manera como una
— 155 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
hembra chimpancé se ofrece a su macho, pues se acurruca en
el suelo. Flint miró a Apple, perplejo. Agitó su rama de nuevo.
Y luego, viendo que no era efectivo, se puso en pie, con los
nudillos de la mano en el trasero de ella, en la base de su cola,
y apretó. Ante mi sorpresa, Apple dobló las piernas, pero sólo
un poco. Flint miró a Apple agitando su rama de nuevo y repi-
tió el ejercicio anterior. Apple dobló las piernas un poco más.
Ahora parecía que Flint estaba preparado para conocer a su pa-
reja. El macho chimpancé normalmente copula en cuclillas,
con el cuerpo más o menos erguido, a menudo con una mano
descansando en la espalda de la hembra. En cambio el macho
papión agarra por los tobillos a la hembra con los pies, la rodea
por la cintura con ambas manos y así, elevándose, efectúa la
cópula. Flint agarró el tobillo derecho de Apple con el pie de-
recho, aguantando el otro pie contra un arbolito y así consiguió
la introducción.
En conjunto fue una secuencia increíblemente sofisticada:
Flint y Apple parecían entender exactamente lo que el otro que-
ría, y ajustaban su conducta a tal efecto, aunque suponía hacer
cosas anormales para ambos.
A veces los jóvenes machos papiones podían excitarse por
una adolescente chimpancé hembra, agarraban sus tobillos, e
intentaban la introducción. Pero nunca hemos registrado una
secuencia tan sofisticada como la que observamos entre Flint y
Apple. El incidente más sorprendente ocurrió cuando la hija de
Miff, Moeza, tenía nueve años. Estaba ligeramente hinchada, y
por algún motivo no estaba de humor para sexo, quizás porque
había perdido temporalmente a su madre y por ello gemía sua-
vemente. Cuando el joven Héctor de la tropa Camp se apro-
ximó y se colocó sobre ella, tres veces seguidas, ella simple-
mente se puso en pie, con aspecto deprimido e ignorando com-
pletamente aquellos inútiles esfuerzos para copularla.
Los chimpancés entienden claramente y pueden responder
de modo apropiado a muchas de las posturas, gestos y llamadas
del sistema de comunicación papión: señales de amistad, ame-
naza, sumisión y sexo. Igualmente los papiones entienden men-
sajes similares realizados por los chimpancés. Los individuos
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
de cada especie son alertados por las llamadas de alerta de la
otra; en realidad, también prestan atención a los gritos de varios
tipos de monos e incluso pájaros. Esto es habitual en la natura-
leza; novedades de cierto peligro, como un leopardo, son radia-
das por el individuo que lo descubre y miembros de otras espe-
cies han aprendido a reconocer el porqué de la llamada. Esto es
altamente beneficioso para las potenciales víctimas de los car-
nívoros y seguramente frustrante para el cazador.
Un día, mientras seguía a Fifi y a su familia a través de la
jungla, escuchamos las fuertes e insistentes llamadas de alarma
de la tropa de papiones Camp al otro lado del valle: «¡waa-hoo!
¡waa-hoo! ¡waa-hoo!» Primero un papión divulgó sus noticias,
luego el mensaje fue repetido por más y más compañeros. Agu-
dos gritos juveniles y las voces más profundas de las hembras
se añadieron al gran coro de los machos. Fifi se detuvo, con
Flossi colgando a su espalda y Fanni unos pasos más atrás y
miró hacia el barullo. Tras unos momentos Fifi decidió inves-
tigar. Apartándose del camino que había estado siguiendo saltó
hacia la maleza de las colinas bajas. Preocupada por no ale-
jarme me arrastré tras ella. Pronto cruzamos el torrente y em-
pezamos a subir por la siguiente colina. A medida que nos acer-
cábamos Fifi se iba parando para mirar detenidamente a través
de la vegetación. De repente se oyó cerca un susurro. Fifi se
dio la vuelta y, con una amplia sonrisa —de miedo o excita-
ción, o de ambas cosas a la vez— alargó su mano hacia la os-
cura silueta de otro chimpancé sorprendido en la espesura. Era
Goblin, con el pelo erizado, que también sonrió cuando se sin-
tió tocado por aquella mano. Reconfortados por el contacto, si-
guieron juntos. En aquel momento yo estaba atenta a otras si-
lenciosas formas que se movían por allí, dirigiéndose todas ha-
cia el lugar donde los papiones habían señalado el desconocido
peligro.
Los primeros papiones que vimos estaban colgados en unas
ramas bajas mirando el suelo del bosque. De tanto en tanto uno
empezaba nuevas series de «¡waa-hoo! ¡waa-hoo! ¡waa-hoo!».
Los chimpancés —y habían unos ocho en aquel momento—
subieron a los árboles y miraron también abajo a través de las
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
hojas. ¿Qué habría allí? Me sentí decididamente incómoda
hasta que encontré un árbol al cual yo también podía subir en
caso de necesidad.
De repente Fanni hizo un suave «huu», sonido que signifi-
caba sorpresa y un poco de miedo. Fifi se acercó y miró en la
misma dirección que Fanni. Luego emitió también un «huu»,
seguido casi a continuación por un repentino «wraa», la lla-
mada chimpancé de alarma. Esto sirvió de señal a los otros
chimpancés y me encontré en el centro de un terrible coro. Los
machos, con el pelo erizado, empezaron súbitas exhibiciones
en los árboles, saltando de rama en rama, agitando la vegeta-
ción.
Al principio no vi nada, pero de repente, cuando Satán saltó
casi hasta el suelo profiriendo una fiera llamada también la vi,
o parte de ella: era una serpiente pitón enormemente grande,
tan ancha como el muslo de un hombre. Su camuflaje era tan
perfecto que no la habría visto si Satán no hubiese actuado
junto a ella.
Durante los siguientes veinte minutos chimpancés y papio-
nes estuvieron por los alrededores. No muy asustados; sentían
curiosidad y fascinación. Uno detrás de otro se movían acer-
cándose, saltando hacia atrás con grandes exclamaciones
cuando la serpiente se movía. Pero gradualmente, a medida que
la serpiente se iba internando por la maleza alejándose de la
vista, los espectadores perdieron interés. Los papiones se fue-
ron primero, y luego, en grupos de dos o tres, los chimpancés
se fueron también.
No tenemos pruebas de que las pitones hayan matado al-
guna vez jóvenes chimpancés o papiones en Gombe, pero en
teoría es posible. Circulan historias de pitones atrapando, aho-
gando y comiendo animales muy grandes. Alertándose de este
peligro potencial los chimpancés y los papiones se hacen un
servicio recíproco de tanto en tanto.
De todos los contactos entre chimpancés y papiones lo más
fascinante de observar son, quizás, las exuberantes sesiones de
juego. A veces una inusual buena relación —una auténtica
amistad— se desarrolla entre un joven papión y un chimpancé,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
disponiendo de la oportunidad de jugar juntos. La primera re-
lación de este tipo que observé fue a principios de los años se-
senta entre Gilka y una joven hembra de papión, Goblina.
Siempre que la madre de Gilka estaba cerca de la tropa de
Goblina las dos jóvenes se buscaban mutuamente y empezaban
a jugar, agarrándose de los dedos o moviendo las mandíbulas.
Sus juegos se acompañaban de suaves carcajadas. A veces una
de ellas acicalaba brevemente a la otra. Tristemente, unos
chimpancés cazaron, mataron y se comieron el primer bebé de
Goblina. Gilka no tomó parte en este incidente, pero sospecho
que habría pedido algo de carne si hubiese estado por los alre-
dedores. Hay pequeñas cooperativas de ganaderos que se reú-
nen para comer un cerdo que casi había sido parte de la familia.
Gilka tendría menos razones para rechazar la carne de la cría
de Goblina.
Más recientemente se desarrolló una relación parecida,
aunque menos cordial, entre el joven Freud y el joven papión
Héctor. Una y otra vez los dos se perseguían y rodaban juntos
salvajemente y Freud, el más pequeño, reía histéricamente
cuando el juego se endurecía. Nunca vi a Goblina ni a Gilka
agresivas una con otra, pero el juego entre Freud y Héctor de-
generaba a menudo en violentas persecuciones e incluso pe-
leas. Héctor solía salir victorioso, y Freud, llorando, corría ha-
cia Fifi buscando tranquilizarse. Pero cuando se volvían a en-
contrar Freud estaba tan dispuesto a jugar como siempre.
La mayor parte del juego chimpancé-papión incluye perse-
cuciones y breves episodios de lucha. Los chimpancés, parti-
cularmente los machos jóvenes, tienden a exhibirse agresiva-
mente, golpeando con los pies al suelo, arrancando ramas y
arrojando rocas. A menudo estas sesiones de juego acaban con
la huida despavorida de los papiones. A veces los papiones de-
rrotados se acercan a uno de los machos adultos y entonces,
sintiéndose seguros, se dan la vuelta y amenazan a sus compa-
ñeros de juegos. Ocasionalmente los adultos de ambas especies
entran en estas discusiones infantiles y empiezan a abusar de
los otros: los chimpancés ondean los brazos, agitan ramas y
profieren gritos; los papiones rugen, enseñan el blanco de los
— 159 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
ojos y muestran sus terribles caninos mientras intimidan a sus
oponentes. Pero esto no suele ser más que aquello de «perro
ladrador, poco mordedor» y, después de una tregua, el juego
continúa.
Quizás el más extraordinario incidente que nunca he obser-
vado entre un chimpancé y un papión fue uno en el que estu-
vieron involucrados Pom y Quisqualis de la tropa Camp. Desde
su más tierna infancia Pom había mostrado una característica
ausencia de respeto por los machos papiones adultos y sus po-
derosos caninos. En esta particular ocasión, cuando tenía unos
diez años, su conducta parecía tender hacia la completa locura.
El incidente tuvo lugar en el campamento, durante los días en
que ocasionalmente coloqué un pedazo de un mineral que en-
tusiasmaba tanto a papiones como a chimpancés. Passion y su
familia llevaban cierto tiempo allí cuando el papión Quisqualis
llegó e intentó por la fuerza desplazar a los chimpancés. Mu-
chos de los chimpancés se apartaron a la vista de la seria ame-
naza del macho papión. Pero no Passion ni Pom, ni siquiera
cuando las amenazas de Quis se hicieron realmente intensas.
Enseñaba sus enormes caninos más y más abriendo completa-
mente la boca y gritando agudamente. Enseñaba el blanco de
sus ojos. Saltaba hacia los chimpancés. Se incorporaba mo-
viendo las mandíbulas, chasqueando audiblemente los dientes.
Intentaba meter miedo a los chimpancés por los ojos, ya que
para un papión parece difícil, sino imposible, atacar a un ad-
versario sin antes mostrar su hostilidad a sus ojos. Con este ob-
jetivo Quis daba vueltas primero amenazando a uno y después
a otro. Passion y Pom lo ignoraron tranquilamente, sólo el jo-
ven Prof, como cabía esperar, demostraba tener miedo, mo-
viéndose repetidamente de modo que siempre hubiese una de
las hembras entre él y el papión.
De repente Pom pareció cansada de las amenazas y se ir-
guió. Quis, seguramente humillado por su falta de respeto, se
inclinó sobre ella y le mostró los caninos a pocos centímetros
de su cara.
Pero Pom, en vez de atemorizarse ante tal demostración de
armamento, se levantó y juguetonamente ¡pellizcó en la nariz
— 160 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
al irritado papión! Sorprendido retrocedió y gritó y una vez más
Pom, ahora con semblante alegre, le golpeó. Pero Quis no po-
día tolerar semejante insubordinación. Con un furioso rugido
la amenazó y la golpeó en la cabeza. El humor juguetón de Pom
se acabó: su pelo se erizó agresivamente, cogió una rama y le
azotó. Y Quis abandonó. Con toda la dignidad que pudo se fue,
dejando tranquilos a los chimpancés.
A veces un joven chimpancé se burla de un viejo macho
papión de manera irreverente. Nunca olvidaré cuando Freud,
de cinco años, empezó a burlarse de Heath, de la tropa Camp.
Heath estaba sentado pacíficamente en la sombra, ocupándose
de sus asuntos, y siete chimpancés estaban descansando y aci-
calándose. Freud subió a un árbol sobre Heath y empezó a co-
lumpiarse sobre su cabeza, dándole patadas juguetonamente.
De momento Heath demostró una notable paciencia. Cuando el
pie de Freud le daba en un ojo o en una oreja se limitaba a
apartar la cabeza. Pero después de diez minutos se hartó. Sal-
tando, agarró a Freud, le estiró de la rama y le mordió. Freud
empezó a gritar lo más fuerte que pudo, aunque de hecho los
dientes de Heath estaban desgastados y es poco probable que
hiriese a la cría en lo más mínimo.
Goblin tenía doce años y estaba tumbado a unos setecientos
metros de allí; se incorporó y fue a rescatar a Freud, abofe-
teando a Heath en la cabeza. Freud se escapó a un árbol, Goblin
volvió a descansar y Heath se sentó bajo la misma rama. La paz
fue restaurada. Pero no por mucho tiempo. Unos minutos más
tarde Freud, para mi sorpresa, empezó a burlarse como antes
del viejo papión. Si acaso, de manera más irritante. Heath una
vez más demostró una considerable paciencia. Pero no Goblin.
Instantáneamente se levantó y fue hacia Freud. Con el pelo eri-
zado y una furiosa expresión en la cara, Goblin cogió a Freud
y lo golpeó severamente. Freud, disciplinado, ni siquiera gritó,
pero se fue silenciosamente a sentarse junto a su madre. El
viejo papión se sentó de nuevo y volvió a sus asuntos al suave
sol de la tarde, mientras Goblin, aún con el ceño fruncido, vol-
vía a iniciar su interrumpida siesta.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
XIII. GOBLIN
Vi por primera vez a Goblin en 1964, cuando apenas tenía
unas horas. En aquel momento escribí: «... Melissa, cansada,
miró durante un largo rato la diminuta cara. Nunca hubiera
imaginado un rostro tan pequeño y divertido. Era cómico en su
fealdad, con grandes orejas, labios pequeños y una piel increí-
blemente arrugada y más negro-azulada que rosa. Cerraba fuer-
temente sus ojos para protegerlos de la potente luz del sol, y
parecía un gnomo o un goblin»1.
Diecisiete años más tarde Goblin se convirtió en el indiscu-
tible macho alfa de su comunidad. No fue una victoria fácil, ya
que durante seis años desafió a machos mayores que él y la
mayoría más grandes. Se arriesgó mucho para triunfar frente a
obstáculos a menudo excesivos para él. Ahora el relato de su
vida constituye una parte importante de la historia registrada
de Gombe.
Mirando hacia atrás me doy cuenta de que Goblin mostró
desde temprana edad muchas de las cualidades que son nece-
sarias en los altos estratos de la sociedad de los chimpancés.
Siempre determinado a hacer las cosas a su manera, odiaba ser
dominado; era inteligente y valeroso y no podía tolerar disputas
entre sus subordinados. El accidente descrito al final del capí-
tulo anterior, cuando Goblin fue rescatado primero y luego dis-
ciplinado por Freud, es un típico ejemplo de su deseo de control
social.
Además de estos rasgos personales, un factor clave del tem-
prano éxito de Goblin fue su extraordinaria relación con Figan,
antes de ser ambos machos alfa. Empezó cuando Goblin era
muy pequeño. Sin duda fue la presencia de Figan, el apoyo de
1
Goblin significa «duende» en inglés (N. del T.).
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Figan, lo que otorgó a Goblin la confianza necesaria para em-
pezar a desafiar a los otros machos a una edad desacostumbra-
damente temprana.
Como todos los machos adolescentes motivados, Goblin
empezó a desafiar a las hembras de su comunidad pronto y vi-
gorosamente. En este esfuerzo Figan desempeñaba un pequeño
papel, ya que sus exhibiciones raramente se realizaban en pre-
sencia de machos adultos. Melissa solía ayudarle en aquellas
frecuentes situaciones en las que caía víctima de la vengativa
furia de alguien de posición superior. Pero ella no siempre es-
taba cerca y a menudo Goblin tenía que resistir solo. A medida
que sus exhibiciones se hicieron más vigorosas y su confianza
aumentó, desafió a más hembras senior y muchas veces era re-
chazado, a veces por dos hembras temporalmente aliadas. Es-
tos incidentes acostumbraban a acabar en peleas que, al princi-
pio, Goblin perdía. Pero aunque escapaba corriendo siempre
estaba listo para desafiar a las mismas hembras en cuanto las
volvía a encontrar. Nunca abandonaba.
Fue durante este período de su vida cuando Goblin empezó
a desafiarme más y más a menudo. Goblin, como Flint, mos-
traba desde la infancia una tendencia a burlarse de los huma-
nos. Cuando tenía unos cuatro años nos dimos cuenta que iba
a ser una auténtica molestia. Se acercaba a mí o a uno de los
otros estudiantes y nos cogía por las muñecas. Y se agarraba
cada vez con mayor fuerza si tratábamos de quitárnoslo de en-
cima. La toma de datos se fue haciendo cada vez más difícil
cuando se encontraba por los alrededores. Finalmente se me
ocurrió la idea de armarnos con latas de grasa, aceite usado,
margarina, cualquier cosa. Cuando se acercaba nos untábamos
rápidamente muñecas y manos. Y puesto que odiaba tener las
manos grasientas pronto aprendió a dejarnos en paz. Pero a me-
dida que entró en la adolescencia empezó a molestarnos de otra
manera, o mejor dicho, ¡a molestarme a mí!
Los chimpancés pueden distinguir perfectamente entre ma-
chos y hembras humanos. Son bastante más respetuosos con
los hombres, particularmente con los hombres grandes con voz
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profunda y resonante. Con las mujeres se toman ciertas liber-
tades. Y creo que Goblin sentía realmente la necesidad de do-
minarme como había hecho con el resto de las hembras. El he-
cho que yo fuese de una especie distinta no parecía preocu-
parle. Así que estuve unos años sin saber cuando Goblin me
atacaría desde la maleza, correría detrás de mí o saltaría sobre
mi espalda o incluso me golpearía. A veces me ponía llena de
morados. Esta irritante —y a veces dolorosa— conducta desa-
pareció al cabo de un tiempo. Yo nunca me rebelaba y por eso
supongo que reconoció que me había infravalorado y ya no me
volvió a molestar. En realidad, cuando tenía doce años ya era
bastante menos agresivo con las hembras chimpancés. Como
ya las había atacado y derrotado a todas, lo consideraba una
inútil pérdida de tiempo. Pero continuaba atacando a las tres
que quedaban: Passion, Fifi y Gigi. Las tres lo atacaban tam-
bién de vez cuando, pero Goblin tomaba estos contratiempos
como un obstáculo más. Pronto habría otras oportunidades.
Cuando tenía trece años conquistó con éxito a Gigi, la más dura
de las tres. Ahora ya podía dedicar toda su atención al más bajo
en el ranking de los machos, Humphrey. El pobre Humphrey,
rey destronado, ¡desafiado por un joven! Al principio, cuando
Goblin comenzó a actuar frente a él, Humphrey le ignoraba, o
movía un brazo en señal de amenaza. Pero Goblin insistía.
Llegó el momento en que Humphrey se dio cuenta que no se
trataba de la habitual demostración de valor de un joven: sig-
nificaba el principio del fin. Luego la irritación de Humphrey
dejó paso a una nerviosa tensión y empezó a responder los im-
pertinentes desafíos de Goblin.
Esta disputa por el poder entre Humphrey y Goblin puso a
Figan en una situación difícil. Su lealtad estaba dividida entre
Humphrey, ahora considerado como su «mejor amigo», y el
joven Goblin, con el cual había disfrutado durante mucho
tiempo de una relación pacífica y casi paternal. Cuando estaba
presente durante una de estas disputas, Figan acostumbraba ex-
hibirse entre los dos, lo cual terminaba con el incidente.
El primer conflicto real que vimos entre Goblin y Humph-
rey tuvo lugar a finales de 1977. Una vez, mientras Humphrey
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se exhibía frente a él, Goblin lo azotó con un arbolito arrancado
del suelo. Humphrey cargó hacia él y Goblin empezó a comer.
Pero no Humphrey. Miró ferozmente al joven macho durante
cerca de media hora, como si estuviese meditando. Luego ac-
tuó otra vez frente a Goblin. Esta vez los dos machos se incor-
poraron y se golpearon con el pelo erizado. Humphrey empezó
a gritar, mientras Goblin permanecía tranquilo. Al final fue
Humphrey quien perdió los nervios y, gritando aún, dejó a
Goblin dueño del campo.
El segundo incidente se resolvió en una victoria aún más
clara de Goblin. Humphrey acababa de copular con una hembra
en celo y la estaba acicalando pacíficamente cuando Goblin se
aproximó, con el pelo y el pene erectos, claramente deseoso de
copular a su vez. Humphrey cargó en el acto contra su joven
rival. Pero Goblin, lejos de intimidarse, se incorporó. Ambos
lucharon por las ramas, y Humphrey, que pesaba cincuenta ki-
los contra los treinta y siete de Goblin, fue arrojado del árbol.
Huyó corriendo y Goblin, después de mirar un momento, vol-
vió con la hembra y la copuló tranquilamente.
Y así entró Goblin en la jerarquía de los machos adultos
cuando sólo tenía trece años, como mínimo dos años antes que
otros machos cuyos progresos habíamos registrado. Humphrey
quedó por debajo de él; cinco machos quedaban por encima.
Por sus maneras era patente que estaba dejando atrás la adoles-
cencia. Pasaba más tiempo acicalando a los machos adultos y
a veces ellos lo acicalaban a su vez. A menudo se unía en las
exhibiciones que se producían cuando, por ejemplo, su grupo
llegaba a un nueva fuente de comida, o cuando dos grupos se
encontraban. Solía copular con hembras el pleno celo a la vista
de los machos adultos en vez de retirarse a un rincón más pri-
vado. Cuando efectuaba una matanza podía retener una razo-
nable porción en vez de perderlo todo a manos de los mayores.
Y empezó a tomarse en serio el deber de patrullar.
Goblin aún mantenía una buena relación con Figan. Cuando
el alfa se exhibía Goblin, si estaba por allí, se le unía pisando
los talones a su héroe, imitando sus acciones. Cuando Figan
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realizaba una de sus devastadoras actuaciones matinales o ves-
pertinas por los árboles, sacando de la cama a sus chillones
subordinados, Goblin solía correr por las ramas sacudiendo la
vegetación.
Al año siguiente los progresos de Goblin no se quedaron
cortos en cuanto a espectacularidad se refiere. Sistemática-
mente empezó a desafiar a los machos senior; primero, los más
bajos en el ranking, el fácil Jomeo, el hermano de Jomeo, She-
rry, Satán y finalmente Evered, por este orden. Sólo Figan que-
daba excluido. En realidad era su relación con Figan lo que le
permitía desafiar a aquellos machos mayores y con más expe-
riencia: nunca se hubiese atrevido de no ser porque Figan es-
taba cerca; y Figan, si estaba allí, casi siempre cargaba a favor
de su joven seguidor. Una vez, por ejemplo, Goblin y Evered
empezaron a luchar cuando estaban en un árbol. Evered se de-
fendió y ambos cayeron al suelo, enzarzados, golpeándose y
dándose patadas. Goblin, que estaba perdiendo claramente este
particular combate, empezó a chillar, momento en el cual Figan
cargó y Evered salió corriendo.
Otro incidente tuvo lugar cuando Figan no estaba cerca.
Empezó cuando Goblin intentó ir a por Satán cuando todo el
grupo se estaba desplazando. Esto no podía tolerarse y Satán,
mucho mayor y más pesado, atacó al joven macho. Goblin se
retiró gritando; pero una hora después, cuando Figan se unió al
grupo, Goblin empezó a amenazar a Satán, profiriendo poten-
tes rugidos y exhibiéndose ante él. Y Satán, sin duda anticipán-
dose a la respuesta del alfa, se subió a un árbol y se sentó allí,
gimiendo para sí, mientras Goblin actuaba debajo.
Poco después de cumplir los catorce años Goblin podía
desafiar a todos los machos senior uno por uno, excepto, claro
está, Figan. Y entonces llegó el día en que vimos por primera
vez a Goblin desafiando a los hermanos Jomeo y Sherry
cuando estaban juntos. Tres veces actuó delante de ellos mien-
tras se acicalaban, acercándose cada vez más. Y entonces, du-
rante la cuarta actuación golpeó de facto a Jomeo. Enfurecidos,
los hermanos, cada uno de los cuales pesaba más que Goblin,
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lo persiguieron. Éste se retiró, pero no tiró la toalla. Cuatro me-
ses después, casi en el decimoquinto aniversario de Goblin, se
produjo un dramático conflicto. Jomeo y Sherry se estaban aci-
calando y al principio ignoraron, o al menos así lo pretendie-
ron, a Goblin cuando empezó a actuar hacia ellos. Pero cuando
estuvo realmente cerca profirieron fieros rugidos y ondearon
los brazos. La situación fue ganando en tensión y cuando la
hembra adulta Miff llegó a la escena fue inmediatamente ata-
cada con violencia, primero por Sherry y luego por Jomeo. Así
los hermanos se desahogaron.
Goblin sacó el mayor provecho de la distracción. Inmedia-
tamente de que Jomeo acabase con la pobre Miff, Goblin atacó
a Sherry con ferocidad. Rápidamente Jomeo dejó a Miff y se
abalanzó, pero sólo ayudó con amenazas orales. Goblin y She-
rry rodaron juntos; unas veces Goblin estaba arriba y otras She-
rry. Batallaron en silencio hasta que Goblin mordió profunda-
mente a Sherry en el cuello y entonces, con fuertes gritos, She-
rry se apartó y huyó. Jomeo lo siguió, gimiendo también. Y
Goblin inició la persecución. Durante veinte metros o más los
persiguió mientras corrían; entonces se detuvo, se sentó y los
miró fijamente con los ojos brillantes. Tenía rastros de saliva
por todo el cuerpo. Fue en verdad una victoria emocionante y
decisiva. A partir de entonces, Goblin fue capaz de dominar a
los hermanos incluso cuando estaban juntos.
Al mes siguiente observamos el primer cambio de actitud
de Goblin respecto a su amado héroe. Durante un tiempo estu-
vimos esperando que Goblin relevase a Figan. En realidad aún
estoy sorprendida de que Figan, tan avispado en ciertos temas
sociales, no pudiese predecir la inevitable llegada de Goblin a
su posición. El primer signo de deslealtad se registró una pací-
fica tarde en la que, en vez de apresurarse para saludar a Figan,
Goblin le ignoró. Después de esto, le ignoró cada vez más a
menudo y Figan, notando obviamente el implícito desafío, fue
poniéndose nervioso y tenso. Un día en que Goblin apareció
súbitamente, Figan comenzó a emitir grititos de miedo y corrió
a abrazar a Evered buscando tranquilizarse. Cada vez fue más
corriente ver a Figan, temeroso, correr a buscar la ayuda de uno
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o de otro macho senior. Y a partir de entonces los sucesos fue-
ron avanzando lentamente hasta su inevitable conclusión.
Durante la estación seca de 1979 Figan se hirió de algún
modo los dedos de la mano derecha. Cojeaba al andar. Del
mismo modo que Figan aprovechaba inmediatamente cual-
quier signo de debilidad en un superior, Goblin hizo lo mismo.
Empezó a desafiar a Figan en persona, exhibiéndose hacia él
una y otra vez, a veces golpeándolo cuando huía. Si uno de los
machos senior estaba cerca, Figan siempre buscaba apoyo. Y
siempre lo conseguía, así que un fuerte sentimiento de unidad
creció entre los cinco machos mayores: iban juntos, mante-
niendo el viejo orden de cosas frente al joven insolente. De esta
manera Figan disponía de cuatro potenciales aliados mientras
que Goblin, habiéndose enemistado con su amigo de siempre,
se quedaba solo. Se apoyaba simplemente en el devastador
efecto de sus repetidas y vigorosas demostraciones.
Estaba claro hasta qué punto había aprovechado Goblin su
asociación con Figan; había aprendido un montón de «trucos
de dominio». Por ejemplo, la ventaja psicológica de sorprender
a los otros machos mientras duermen con una vigorosa demos-
tración arbórea sobre sus nidos de buena mañana. Y el valor de
la sorpresa, escondiéndose en la maleza cuando un grupo se
aproximaba para luego atacar. Ambas técnicas dieron resulta-
dos que debieron ser altamente satisfactorios para el joven ma-
cho. Pero era evidente por lo envalentonado que estaba, que era
una tensa época para él. Cuando se encontraba con parejas de
machos senior, Goblin revelaba repetidamente su tensión con
repentinas exhibiciones hacia las hembras o los jóvenes de los
alrededores, aparentemente sin ningún fin. Una vez más fui yo
la frecuente puerta de escape de su ira. Recuerdo una vez que
Derek y yo mirábamos como intentaba intimidar a Satán y a
Evered, que se estaban acicalando. Goblin los atacó hasta siete
veces en total, moviendo ramas y tirando piedras. Cada vez se
acercaba a menos distancia de donde estaban sentados, pero
ellos ni siquiera le miraban. Goblin se fue frustrando y después
de cargar frente a los dos machos por octava vez vino hacia
Derek y hacia mí. Evitó a Derek, que estaba sentado junto a mí
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en el suelo; se volvió hacia mí y me dio un empujón con ambas
manos y un doble porrazo con ambos pies antes de exhibirse;
luego se sentó, mirando ceñudo al mundo en general.
A finales de septiembre vimos la primera lucha seria entre
Figan y Goblin. Goblin ganó, casi decisivamente, pateando a
Figan desde un árbol al que se había encaramado. Figan cayó
de una altura de unos treinta pies y se fue gritando. Una semana
más tarde, después de que Goblin se le hubiese exhibido unas
cinco veces, Figan buscó de nuevo refugio en un árbol. Nunca
olvidaré el día en que me senté y vi a Figan, en otro tiempo el
más poderoso alfa de Gombe, poniéndose más y más nervioso
e infeliz a medida que los minutos pasaban. Se movía sin parar.
Una vez, con mucho cuidado, empezó a bajar hacia el suelo,
pero Goblin, con el pelo erizado, lo miró tan ferozmente que
Figan, con gritos de miedo, renunció a bajar. Yo tenía reciente
el recuerdo de incidentes similares de cuando Figan hizo sufrir
a Evered las mismas humillaciones. Esta vez tuve una intere-
sante visión del humor de Goblin. Terminó por alejarse del ár-
bol de Figan y marchar con Melissa, que estaba sentada en unos
matorrales cercanos. Se tumbó en el suelo y ella empezó a aci-
calarlo. Y luego, casi imperceptiblemente, alcanzó la mano de
su madre y empezó a jugar con sus dedos. Allí se quedó, rela-
jado y pacífico, entreteniéndose con Melissa. Y cuando Figan
bajó del árbol con grandes precauciones, Goblin le siguió con
la mirada, pero continuó jugando.
Era evidente que Figan ya no podía ser considerado como
el macho alfa. Pero tampoco Goblin porque, aunque podía
mandar sobre cualquiera de los otros machos si se los encon-
traba a solas, normalmente no podía controlar la situación
cuando había dos o tres. Al tener quince años su situación de
Goblin era destacada, pero no lo suficiente. Pero no iba a des-
cansar hasta conseguir el dominio y con este objetivo actuaba
incansablemente, exhibiéndose junto los a machos senior a la
menor oportunidad.
Luego, a mitad de noviembre, vino el Gran Ataque, que du-
rante casi un año volvió a situar a Figan en la cumbre del do-
minio. Empezó durante una sesión carnívora, cuando la tensión
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llega al máximo y estallan a menudo incidentes de agresión.
Goblin, que se había quedado sin carne, actuó frente a Figan,
que disponía de su ración. Figan se puso en pie, rodeado de
potenciales aliados. Hubo una dramática lucha que duró más
de un minuto, con los dos machos luchando en medio un silen-
cio roto únicamente por las dentelladas. De repente, como en
respuesta a una llamada silenciosa, los otros machos adultos
presentes —Evered, Satán, Jomeo y Humphrey— se unieron a
la refriega, luchando bajo los colores de Figan. Con aquel pro-
blemático cinco contra uno Goblin empezó a gritar y a luchar
por escapar. Cuando finalmente consiguió liberarse huyó, con
Figan pisándole los talones y los otros machos cargando a dies-
tro y siniestro, altamente revolucionados. Goblin resultó herido
durante la lucha, con una gran herida en el muslo que todavía
sangraba una hora después.
Después de aquello, Figan recuperó parte de la confianza
en sí mismo mientras que Goblin, a su vez, se mostraba incó-
modo en presencia del macho mayor. Un mes después del Gran
Ataque, Figan tuvo la satisfacción de ver a Goblin huyendo de
una de sus exhibiciones. Aún mejor, cuando Goblin se refugió
en un árbol, Figan lo mantuvo allí, tenso e infeliz, durante los
veinte minutos o más que permaneció sentado debajo. Habían
vuelto a las tablas.
Los otros machos senior, con la confianza adquirida a raíz
del Gran Ataque, se apoyaban ahora entre sí contra Goblin con
más entusiasmo. La mayoría de machos habrían abandonado
las peleas después de una derrota tan seria como aquélla. Pero
Goblin, desesperadamente infeliz con la posición presente, es-
taba hecho de otra materia.
En cuanto curaron sus heridas Goblin, aunque momentá-
neamente evitó las confrontaciones directas con Figan, volvió
a desafiar a otros machos senior. No tardó en repetir las actua-
ciones y la armonía social volvió a tambalearse. Gradualmente,
durante los diez los meses posteriores al Gran Ataque, Goblin
fue recuperando su posición hasta que pudo dominar a los otros
en solitario, como antes. Y luego empezó a trabajar con el alfa
reinstaurado. El pobre Figan, cuya recién recuperada confianza
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era inestable incluso en sus mejores momentos, acabó desapa-
reciendo. Su mejor amigo, Humphrey, había muerto víctima tal
vez de los machos de Kalande. Y aunque Figan había intentado
cimentar una amistad con Jomeo y Evered y tenía buen trato
con ellos, no tenía a nadie en quien confiar. Cuando Goblin
estaba cerca, sus requerimientos de ayuda a los tres machos se-
nior se volvían aún más desesperados.
Al cabo de pocos meses Goblin, una vez más, había intimi-
dado claramente a su héroe de la juventud. Pronto el propio
Figan desapareció. Quizás fue víctima de una agresión interco-
munitaria. O quizás murió, sólo, de alguna enfermedad. Nunca
lo sabremos. Me apenó su muerte ya que lo conocía desde hace
muchos años y había admirado su inteligencia y su persisten-
cia.
En ausencia de Figan las exhibiciones de Goblin fueron ga-
nando violencia. Y como respuesta los machos senior se senta-
ban juntos y se acicalaban casi frenéticamente. Goblin, más
duro, intentaba interrumpir este acicalamiento, pero ellos con-
tinuaban. Cuanto más intensamente lo hacían adquirían mayor
confianza en sí mismos y por más tiempo podían ignorar, o
pretender ignorar, su tempestuosa conducta. Goblin se fue frus-
trando. Por una parte, es mucho más difícil amenazar a un rival
que no te mira; por otra, sus rivales estaban mostrando signos
de amistad y eso, para Goblin, resultaba difícil de tragar. Tenía
que interrumpir estas sesiones de acicalamiento a cualquier
precio.
Pero los machos mayores, cuyos ojos parecían sólo unas
manchitas entre la piel, pudieron mantener su actitud de desin-
terés durante unos quince minutos, pero no más. Una y otra vez
Goblin actuaba frente a ellos. Se sentaba en medio, jadeando,
y los miraba. Finalmente atravesó el umbral de la precaución y
atacó efectivamente a uno de los acicaladores.
Estos incidentes eran sorprendentes de ver. Un día, por
ejemplo, Goblin llegó repentinamente al grupo que yo había
estado siguiendo toda la mañana y en el que estaban incluidos
Satán y Jomeo. En cuanto apareció, los dos senior, como siem-
pre, se acercaron y empezaron a acicalarse. Goblin, de pie, con
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el pelo erizado, se quedó mirándolos, pero ellos no prestaron
atención alguna. Después de unos minutos empezó una de sus
exhibiciones. Los dos machos senior continuaron acicalándose
plenamente concentrados. Las hembras y los jóvenes gritaban
y se subían a los árboles. Pero Goblin no quería intimidar a
éstos, sólo a sus rivales. Se detuvo, se exhibió de nuevo más
cerca de los dos machos. Ellos continuaron acicalándose más
frenéticamente aún.
Goblin actuó vigorosamente siete veces hasta que llegó a
un estado de furia desatada. Luego, durante la octava exhibi-
ción atacó a Satán, saltando a un árbol sobre él y golpeando la
cabeza del macho mayor. Ahora los que se acicalaban se vieron
forzados a responder. Gritando sonoramente atacaron a Goblin,
ondeando los brazos. Y a pesar del hecho de que sus adversa-
rios pesaban 54 y 51,5 kilos respectivamente, Goblin, con sus
cuarenta kilos, se puso en pie y se atrevió con los dos. Durante
más de un minuto se estuvieron sacudiendo; luego, para mi sor-
presa, Satán y Jomeo huyeron mientras Goblin los perseguía,
arrojándoles rocas. Y entonces, para constatar su dominio,
Goblin volvió a atacar a Satán. Después de aquello, como si la
tensión acumulada fuese excesiva, Goblin abandonó el grupo.
En una ocasión se produjo una confrontación similar, pero
esta vez con Satán y Evered, que finalizó sin una clara victoria
de nadie. Goblin dejó a los dos y, de nuevo, se fue solo. Esa
vez Hilali lo siguió. Una hora más tarde se encontró a Fifi e
inmediatamente la atacó. Luego también pegó a Freud y a
Frodo. Acompañado de rugidos y gritos seguía actuando y rea-
lizando sus solitarias persecuciones. Cuarenta y cinco minutos
después de dejar a Fifi, Goblin encontró a otra hembra, que
también fue atacada ferozmente y, al menos por lo que a ella
concernía, sin razón aparente. Podemos imaginarle todavía fu-
rioso avanzando por la maleza, desahogando su contenida fu-
ria, dirigida en realidad hacia Satán y Evered, en el primero que
se encontraba.
Durante los tensos contactos entre los machos senior hubo
muchas ocasiones en las que Goblin atacaba súbitamente a
cualquier inocente que rondara por allí. Estas vías de escape
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solían ser machos o hembras adolescentes, además de mí
misma. Cuando advertía una de estas reacciones de Goblin
siempre me ponía en pie y me agarraba a un árbol. Así, si
Goblin me golpeaba sería menos probable que me cayese al
suelo, ya que nunca me había gustado la idea de estar en el
suelo bajo un chimpancé. Normalmente Goblin sólo me gol-
peaba un par de veces en la espalda al pasar. Tres veces sus
ataques fueron peores. Una vez me tiró de un árbol, cayendo al
suelo y pegándome entonces patadas deliberadamente. Otra
vez empezó a tirar de mí colina abajo y yo estaba aterrorizada
temiendo perder el control y caer encima de él. Dios sabe lo
que hubiese pasado. Creo que el tercer incidente fue el peor.
Empezó con sus habituales tácticas, agarrando el árbol al que
estaba cogida, saltó y golpeó con fuerza mi espalda con sus
pies. Pero entonces se puso frente a mí y me dio una patada en
la barbilla. Mientras lo hacía su enorme boca abierta con cuatro
brillantes y afilados caninos permanecía a cinco centímetros
escasos de mi cara. Ocasionalmente Goblin golpeó también a
alguno del campo de trabajo y creo que todos, tanto chimpan-
cés como humanos, esperábamos fervientemente que alcanzase
el dominio lo antes posible y quedase satisfecho de una vez.
Fue por esa época cuando Goblin empezó a aterrorizar sis-
temáticamente a Jomeo. Incluso a pesar de que estaba claro que
Jomeo era el más sumiso al joven macho, Goblin no perdía
oportunidad de atacarlo, durante las reuniones u otros períodos
de excitación social. En realidad, Goblin lo perseguía tan fe-
rozmente que durante un tiempo Jomeo, a no ser que estuviese
con otros machos senior, abandonaba el grupo en cuanto oía la
voz de Goblin. Y luego, tras reducir al peso pesado de Gombe
a un estado de completa inferioridad, Goblin le hizo propuestas
de amistad. De repente lo acicalaba más que a ningún otro ma-
cho, compartía comida con él, tranquilizándole en momentos
de tensión. Ambos se convirtieron en compañeros de paseo y
de comidas. En otras palabras, se hicieron amigos y Goblin,
por primera vez desde Figan, cinco años atrás, disponía de un
aliado. No muy fuerte, quizás, pero al menos cuando estaba con
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Jomeo, Goblin tenía la oportunidad de relajarse y disfrutar de
la compañía de un macho.
Aproximadamente un año después de la muerte de Figan
los otros machos parecieron abandonar. Cansados por los repe-
tidos desafíos de Goblin, le dejaron salirse con la suya. Y así,
a los diecisiete años, Goblin se convirtió en el indiscutible alfa,
capaz de controlar cualquier situación. Aunque continuaba ex-
hibiéndose a menudo, sus actuaciones disminuyeron en violen-
cia y cada vez menos incidentes acababan en ataque. A largo
plazo, la paz volvió para los otros miembros de la comunidad.
Recordando esta fascinante historia está claro que, genéti-
camente o por aprendizaje, Goblin, como Mike, Goliath y Fi-
gan antes que él, mostró un gran coraje y persistencia para al-
canzar el dominio a pesar de los contratiempos. ¿Podemos de-
cir que algunos aspectos de los primeros cuidados de Melissa
contribuyeron al desarrollo de estas características? Fue una
madre atenta, aunque no indulgente. Cuando Goblin tenía difi-
cultades durante sus primeros intentos de andar y trepar, su ma-
dre solía dejar que se las apañase solo aun cuando gemía, a
menos que estuviese realmente en un apuro, en cuyo caso se
apresuraba en ayudarle. No era muy restrictiva, pero tampoco
muy permisiva. No era una madre que castigase y no siempre
conseguía una obediencia inmediata; Goblin pronto aprendió
que, si iba probando, podía hacer las cosas a su manera. Aun-
que no le golpeaba, cuando las cosas eran realmente importan-
tes, como el destete, la madre imponía su voluntad. En todos
los aspectos puede decirse que fue una madre con buenas téc-
nicas educativas. Y en el caso que la conducta de Goblin fuese
heredada, por su contribución con un cincuenta por ciento de
los genes fue, sin lugar a dudas, una buena madre también a
este respecto.
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XIV. JOMEO
La personalidad de Jomeo era completamente distinta a la
de Goblin. Mientras Goblin estaba obsesionado en su determi-
nación por alcanzar una alta posición social, Jomeo, desde su
adolescencia, careció casi por completo de dicha ambición so-
cial. Fue el macho más pesado que conocimos en Gombe, so-
bresaliendo entre los demás con sus más de cincuenta y cinco
kilos, y era un terrible enemigo de los individuos de otras co-
munidades. Por el contrario, hacía lo posible para evitar con-
flictos con los machos de su propia comunidad. Era como una
adivinanza, con una personalidad única y una vida única.
No sabemos nada de su infancia, ya que cuando lo conoci-
mos, al principio de los años sesenta, ya era un joven adoles-
cente. Raramente se le veía con su familia, quizás porque su
madre, Vodka, era tímida y pasaba la mayor parte de su tiempo
en la parte sur del territorio junto con sus dos jóvenes vástagos,
Sherry y el pequeño Quantro. Jomeo, sin embargo, se convirtió
en un visitante habitual del campamento. En muchos aspectos
era un adolescente normal, pero tenía su propia idiosincrasia.
Cuando venía al campamento con uno o dos de los grandes ma-
chos Jomeo, como cualquier otro adolescente, raramente podía
conseguir algún plátano. Y por eso, como los otros machos
adolescentes, solía venir solo, lo cual significaba que podía
quedarse con todos los plátanos que nosotros le dábamos. En-
tonces fue cuando empezó a mostrar un comportamiento ex-
traño: en el momento en que ponía los ojos en las frutas, co-
menzaba a gritar. No se trataba de unos cuantos gritos de irre-
primible excitación, lo que hubiera sido comprensible, sino gri-
tos fuertes que duraban un par de minutos. Naturalmente, todos
los chimpancés que estaban en las cercanías corrían al campo
para ver qué pasaba y le quitaban todos los plátanos a Jomeo.
Durante al menos seis meses se comportó de este modo tan pe-
culiar. Entonces, de repente, dejó de gritar.
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Cuando tenía unos nueve años, Jomeo empezó sus intentos
de intimidación con las hembras de la comunidad erizando los
pelos y realizando esas exhibiciones que son el sello de la ado-
lescencia en los machos chimpancés. Al principio estas demos-
traciones eran vigorosas, impresionantes y audaces. Una vez
incluso se atrevió a competir con Passion por unos cuantos plá-
tanos. Cuando la hembra dominante y más agresiva empezó,
con total confianza, a coger las frutas, Jomeo se quedó erguido,
con los pelos de punta, de manera que parecía del doble de su
ya gran tamaño; se contoneó delante de ella moviendo los bra-
zos con semblante furioso. Passion, probablemente sorpren-
dida por su temeridad (para ella era todavía una cría) devolvió
lo que tenía y, mientras él se exhibía, empezó a recoger los plá-
tanos esparcidos con aspecto derrotado. Pero Jomeo había ido
a equiparse mejor para la batalla. Agarrando una gran rama
muerta que había por allí, atacó de nuevo y empezó a mostrarse
más impresionante blandiendo su arma. Y Passion, aunque se
quedó con los plátanos que ya había recogido, no disputó a Jo-
meo su derecho a los otros.
Jomeo parecía estar entonces en el camino adecuado para
alcanzar la posición más alta de la jerarquía. Pero entonces algo
ocurrió. Un día de 1966, justo unos meses después de su triun-
fal confrontación con Passion, Jomeo llegó cojeando al campa-
mento cubierto de profundas heridas; la peor era un gran corte
en la planta del pie derecho que tardó semanas en curar y que
le dejó los dedos permanentemente doblados. Nunca sabremos
quién o qué atacó a Jomeo, pero cualquier cosa que fuese, pa-
reció afectar toda su carrera posterior. Sus explosivas exhibi-
ciones hacia las hembras de la comunidad, incluso hacia las de
más bajo nivel, se interrumpieron bruscamente. Un año des-
pués observé un incidente que simbolizaba la posición de Jo-
meo en la comunidad. Empezó cuando la cría de Passion, Pom,
se instaló demasiado cerca de Jomeo cuando estaban co-
miendo. Cuando él la golpeó, avisándola para que mantuviese
la distancia, ella no se movió, mirando hacia su madre; luego
dio la espalda al gran macho y emitió un pequeño pero desa-
fiante grito. Instantáneamente Passion cargó hacia Jomeo y
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
esta vez, en claro contraste con el conflicto del año anterior, él
huyo de ella y se refugió en una palmera gritando de miedo.
Cuando ella empezó a trepar tras de él, Jomeo, gritando aún
más fuerte, saltó a otro árbol, bajó al suelo y echó a correr.
En aquella época Jomeo ya era el macho más pesado de
Gombe y su comportamiento «gallina» le convirtió en el haz-
merreír de los observadores humanos. Incluso cuando tenía
quince años y pesaba cerca de cincuenta kilos, Passion podía
obligarle a huir. Y así hubiese continuado el resto de su vida de
no ser por su hermano Sherry. Ambos empezaron a pasar más
y más tiempo juntos después de la desaparición de su madre en
1967. Si ella había muerto, o simplemente se había quedado en
algún grupo periférico, no lo sabemos: simplemente, ella y su
hijita dejaron de aparecer por el campamento y nunca las vol-
vimos a ver. Pero Sherry y Jomeo se hicieron casi inseparables,
y en cierto modo el hermano mayor actuaba in loco parentis.
Cuando Sherry, durante sus tempranos intentos de intimidar a
las hembras, se veía amenazado —lo que solía pasarle, como a
todo joven adolescente—, Jomeo corría en su defensa como
hubiese hecho Vodka de estar allí. Pasó el tiempo y Sherry
abordaba a hembras situadas en las posiciones más altas del
ranking, por lo que necesitaba con mayor frecuencia la ayuda
de Jomeo. Y cuando luchaba, Jomeo era un chimpancé a tener
en cuenta. ¡Qué importaba si su técnica no era siempre la me-
jor! continuaba siendo al menos diez kilos más pesado que la
mayor de las hembras rivales de Sherry, y les hacía daño les
diese donde les diese. Cuando levantaba a su víctima por los
aires y la dejaba caer, cosa corriente, el castigo era horrible de
ver. Y por eso, por fin, las hembras empezaron a respetar e in-
cluso a temer a Jomeo y los días de la supremacía de Passion
sobre el gran macho terminaron para siempre.
La frecuencia con la que un macho se exhibe es, desde
luego, un importante factor para determinar su posición en la
jerarquía masculina. La frecuencia de Jomeo había descendido
casi hasta cero después de su horrible herida del pie, seis años
antes. Pero ahora, a causa de su nueva autoconfianza, empezó
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
a exhibirse con más frecuencia. Pobre Jomeo; a veces me pre-
gunto si esas tempranas exhibiciones suyas, con la intención de
implantar el temor en los corazones de los que estaban cerca,
eran tan divertidas para ellos como para nosotros, los humanos.
Tenía mucho que aprender en cuanto a técnica. Por ejemplo,
una vez intentó ampliar una carga colina abajo haciendo rodar
una enorme roca. Pero en lugar de correr ruidosamente colina
abajo, añadiendo una nueva dimensión a la actuación de Jo-
meo, la roca permaneció firmemente enganchada en el duro
suelo. Cualquier otro macho hubiera cargado igualmente a pe-
sar de todo. Pero no Jomeo. Se detuvo totalmente, se volvió y
empujó la roca causante de la ofensa. Finalmente la sacó de su
sitio, pero de nada le sirvió. Era demasiado grande, y después
de rodar perezosamente medio metro se detuvo. Jomeo, con el
efecto de la exhibición totalmente arruinado, continuó co-
rriendo desganadamente sin ella.
En otra ocasión, mientras abordaba a un grupo de hembras
y jóvenes, tropezó con la raíz de un árbol y cayó entre la ma-
leza. Las hembras, en vez de gritar y huir de esa manera que
tan satisfactoriamente hubiese sido para un joven macho, ha-
bían trepado silenciosamente a los árboles cercanos y, cuando
se levantó, estaban mirándolo desde un lugar seguro.
Lo más divertido de todo (desde nuestro punto de vista) fue
«el caso del arbolito tozudo». Era un árbol pequeño, con una
bonita copa que parecía idónea para blandirla en una exhibi-
ción. Pero cuando lo agarró al pasar corriendo junto a él, no
pudo ni romperlo ni desarraigarlo. Entonces, como ocurrió con
la piedra, interrumpió su actuación para pelearse con él. Por
fin, después de treinta segundos, consiguió arrancar el arbolito.
Para entonces yo ya tenía muy claro que era demasiado grande
para ser una herramienta efectiva de exhibición. Pero Jomeo,
habiéndole ganado la batalla, estaba determinado a usarlo
igualmente. Cargó, arrastrándolo tenazmente detrás de sí. O
por lo menos, lo intentó. Pero tenía tantas ramas secundarias
que una u otra se enganchaban con las otras plantas: antes de
que abandonase la actuación, Jomeo se vio forzado en tres oca-
siones a retroceder y desenredar el arbolito con las dos manos.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
A pesar de todo, las demostraciones de Jomeo mejoraron
con el paso del tiempo y desarrolló una poderosa técnica, única
entre todas.
Lo mismo pasó con la cacería: al principio Jomeo lo hacía
muy mal. Una vez, por ejemplo, intentó coger un mono azul
adulto. La persecución fue rápida y furiosa y el mono, deses-
perado, pasó a otro árbol de un salto. Jomeo se lanzó tras él
pisándole los talones; pero no llegó. «El salto se le quedó a
medio camino», me explicó más tarde David Bygott (que había
visto el incidente). Pobre Jomeo: se estrelló desde una altura de
nueve metros, y para un chimpancé tan pesado como Jomeo
fue sin duda una buena caída. Se quedó quieto por unos mo-
mentos, mareado y probablemente dolorido. Luego se incor-
poró, contempló cómo se esfumaba su banquete del mediodía
y se limitó a comerse unos higos.
Cuando cazan, los chimpancés de Gombe principalmente
capturan crías o presas juveniles y suelen renunciar si aparece
un mono adulto. Por eso no es de extrañar que Jomeo, cuando
capturó un macho colobo completamente crecido, necesitara
unas cuantas fuertes mordeduras, golpeándole antes de que su
víctima cayera muerta a través de las ramas. Luego, antes de
que Jomeo pudiese disfrutar de un solo bocado de su valiosa
conquista, los otros machos senior se acercaron y se la arreba-
taron. Fue Richard Wrangham quien observó este drama, y re-
cuerdo que me explicó el resto de la historia después:
—Se sentó y buscó un pedazo pequeño mientras los otros
se dividían la presa. Todos estaban muy nerviosos y gritaban,
pero él se mantenía tranquilo. No se unió a las hembras y a los
jóvenes para suplicar un pedazo; se apartó y lamió unas cuantas
hojas allí donde había caído la sangre. Y luego se fue. Me dio
tanta lástima que estuve a punto de echarme a llorar.
El tiempo pasaba y llegaron otros informes en los que Jo-
meo perdía su presa a manos de machos situados en los puestos
altos del ranking —incluso una vez de Gigi—, así que todos
empezamos a sentir lástima de él. Pero también nos dimos
cuenta que muy a menudo desaparecía durante las cacerías, o
después de ellas. Y empezamos a preguntarnos si quizás de vez
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
en cuando conseguía atrapar a un mono pequeño durante la
confusión y se iba con él antes que los demás se apercibiesen.
Un día, después de atrapar una cría (que luego Figan le arre-
bató), Jomeo desapareció como de costumbre. Un par de horas
después se le encontró solo, con la barriga visiblemente satis-
fecha y agarrando los restos de la mandíbula de un antílope je-
roglífico. ¡Entonces vimos con claridad que no teníamos por
qué sentir lástima por Jomeo!
Pero en todo momento, a pesar de sus recientes logros —su
indiscutible autoridad sobre las hembras, sus mejores técnicas
de exhibición y su creciente dominio en la caza—, Jomeo con-
tinuaba lleno de incontables defectillos. Todos ellos, desde
luego, le hicieron ganarse nuestras simpatías. Por ejemplo, un
día estaba yo contemplando cómo escalaba palmo a palmo un
árbol muy alto, lentamente y con aire de intensa concentración.
Había llovido durante toda la mañana y el tronco, reluciente
como de ébano pulido, estaba muy resbaladizo. Cuando llegó
a la rama más baja, que estaba a unos siete metros del suelo y
al alcance del escalador, intentó asirse a ella, pero empezó a
resbalar. Comenzó a descender hacia el suelo con creciente ra-
pidez, agarrándose con fuerza, pero todo fue inútil. La tierra de
Gombe tembló cuando aquel peso pesado llegó al suelo. Miró
las ramas por encima de él, se puso de pie y, con gran obstina-
ción, comenzó el dificultoso ascenso por segunda vez. Nadie,
ni un entusiasta de las ferias, hubiese sido capaz de intentar
subir por un poste engrasado con semejante persistencia. Esta
vez lo consiguió. Empleó la hora siguiente en consumir tiernas
hojas verdes, y cuando llegó el momento de bajar el tronco se
había secado al sol de la tarde y consiguió llegar al suelo con
dignidad.
Entonces sucedió un incidente con un mono colobo. Los
machos adultos colobos son extremadamente bravos defen-
diendo a sus hembras y a sus jóvenes. Aun cuando los chim-
pancés están cazando en grupo, los colobos cargan contra ellos
sin miedo alguno y suelen tener éxito en echarlos. Es posible
que sea porque los colobos, aunque son más pequeños, están
dotados de largos caninos y casi siempre intentan morder al
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
cazador en los genitales. Así, no es raro ver a dos o más chim-
pancés saltando de rama en rama profiriendo grandes gritos y
perseguidos de cerca por un par de enfurecidos monos colobos.
Pero lo que le pasó aquel día a Jomeo fue especialmente ex-
traño. Estaba sentado, comiendo pacíficamente fruta y ocupán-
dose de sus propios asuntos cuando un gran macho colobo le
asaltó. Lanzándose desde una rama, el mono casi aterrizó sobre
Jomeo y le golpeó en la cabeza con los pies profiriendo curio-
sos gritos agudos a manera de llamadas de amenaza. Jomeo,
sorprendido, soltó un chillido de sorpresa y salió huyendo.
—Y quién sino Jomeo —se reía Richard una noche— echa-
ría a correr sólo de ver a tres puercoespines recién nacidos ha-
ciendo crujir ruidosamente la hierba seca.
Hasta un suceso esencialmente trágico terminaba por con-
vertir a Jomeo en un personaje cómico. No sé cómo se hirió en
el ojo izquierdo. Durante más de dos semanas lo mantuvo ce-
rrado, con gran cantidad de líquidos fluyendo de él, lo que de-
bía ser indudablemente doloroso. Le dimos antibióticos con los
plátanos y la herida terminó por curar, pero no sólo le dejó la
vista dañada, sino también con un ojo medio blanco a causa de
una cicatriz en los tejidos. Debe haber parecido siniestro; en
realidad así era, especialmente cuando miraba desde el espeso
follaje entre la suave luz del bosque. Pero normalmente parecía
más bien un juerguista. Pobre Jomeo; no sólo tenía el carácter
de un payaso, sino que ahora también lo parecía.
A pesar de que había terminado por establecer su dominio
sobre las hembras adultas, Jomeo casi nunca mostró mucho in-
terés en mejorar su posición vis a vis de los otros machos. Man-
tenía una profunda rivalidad con Satán, que tenía su misma
edad. Observamos los primeros síntomas en 1971, cuando eran
adolescentes mayores y a veces se contoneaban el uno frente al
otro con el pelo erizado cuando competían por la comida, o
durante la excitación de una reunión. En aquella época su si-
tuación en el ranking parecía ser la misma, así que estas con-
frontaciones solían acabar con los dos rivales abrazados y gi-
miendo dolorosamente. Un par de años más tarde Satán, des-
pués de ganar unas cuantas batallas imponía su dominio sobre
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
el gran macho, excepto si Sherry estaba allí para apoyar a su
hermano, en cuyo caso Satán abandonaba frente al equipo fra-
ternal.
Cuando Sherry empezó a desafiar a los machos senior de
bajo nivel sus exhibiciones se hicieron tempestuosas, atrevidas
e imaginativas. Emergía súbita e inesperadamente de entre los
matorrales arrojando pesadas rocas y agitando ramas con tal
ferocidad que los machos senior acostumbraban apartarse. De
esta manera reforzaba su ego y en consecuencia empezó a desa-
fiar más y más a menudo a los mayores. Siempre que su impe-
tuosidad le metía en líos, Jomeo, si estaba allí, lo que ocurría
casi siempre, cargaba y se exhibía de modo impresionante para
apoyar a su hermano menor. Parecía que Sherry lo tenía todo a
punto para alcanzar una alta posición y muchos predecían que
acabaría por relevar a Figan, el alfa reinante en aquella época.
Pero luego llegó la derrota decisiva. Satán, exasperado por
las largas series de exhibiciones del joven macho, finalmente
se le encaró y lo atacó ferozmente, infligiéndole numerosas he-
ridas. Jomeo, como siempre, acudió en ayuda de Sherry, y aun-
que de hecho no atacó a Satán, actuó tan violentamente en el
conflicto que Satán dejó a su víctima y fue a por el hermano
mayor. Esto salvó a Sherry de peores heridas.
Fue una lucha histórica, ya que acabó con la carrera de She-
rry hacia el puesto dominante. Después de aquello, aunque a
veces luchaba contra los machos senior, solía hacerlo en el con-
texto de comidas o de sexo; en otras palabras, cuando existía
una compensación inmediata. Pero durante el resto de su vida
jamás se volvió a esforzar por conseguir una posición alta. Así
reaccionaba Sherry ante la adversidad, como había hecho su
hermano Jomeo en aquel ataque de diez años antes, que no pre-
senció. ¡Qué diferentes eran estos dos hermanos de aquellos
machos que luchaban heroicamente para alcanzar a cualquier
precio el número uno, como Mike, Figan y Goblin!
¿Y qué decir de las hazañas de Jomeo con el bello sexo? Si
un macho puede asegurar una adecuada representación gené-
tica en futuras generaciones, compensa otros aparentes proble-
mas en otras esferas. Qué desgracia: a este respecto Jomeo era,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
de largo, un fracaso. Es posible incluso que no engendrase ni a
una sola cría. Carecía del nervio necesario para competir agre-
sivamente con otros machos en los excitados grupos que ro-
dean a las hembras en celo; carecía de la imaginación necesaria
para aprovechar repentinas oportunidades para copular cuando
sus superiores estaban ocupados en otras cosas y de las habili-
dades sociales para persuadir a las hembras deseables para que
lo acompañasen en románticas escapadas a dúo. En realidad,
en este último punto, su récord era tétrico: a menudo intentaba
llevarse a hembras, pero normalmente fracasaba. Que nosotros
sepamos, sólo tuvo quince parejas en quince años, y en casi
todas las ocasiones las hembras se las arreglaban para escapar
de él antes de la crucial época de los últimos días del celo. Lo
peor de todo —pobre Jomeo— fue que siete de sus damas,
cuando las cogió, ya estaban preñadas con la progenie de otros
machos.
Sin embargo, a pesar de su idiosincrasia y sus fracasos —o
quizás a causa de ellos—, Jomeo se convirtió en un respetado
ciudadano senior de la comunidad. Tenía tan poco interés en la
lucha por disputar el poder a los machos de estatus superior que
no representaba amenaza alguna para aquellos que considera-
ban el estatus como muy importante. Y por eso Jomeo fue ele-
gido como amigo íntimo primero por Figan (después de la
muerte de Humphrey) y luego por Goblin. Y aunque ambos
machos, con aspiraciones de dominio, habían considerado ne-
cesario aterrorizar a Jomeo y subyugarlo antes de aceptar su
amistad, tan pronto los convenció de su subordinación recibió
los beneficios que los machos alfa otorgaban a sus colaborado-
res: protección frente a otros machos senior y un cierto grado
de tolerancia en asuntos de comida y de sexo.
Jomeo venía a representar también seguridad para los ma-
chos jóvenes. A menudo, durante sus primeros viajes lejos de
sus madres, era al viejo Jomeo al que buscaban para encontrar
compañía, sintiendo su benigna tolerancia. Una vez lo seguí
mientras erraba de un lado a otro con no menos de cinco ado-
lescentes machos trotando pacíficamente a su alrededor. Du-
rante las cinco horas que estuve con ellos no lo vi amenazar a
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
ninguno, ni siquiera cuando comían muy cerca de él. Una vez
Jomeo se puso en pie para alcanzar un suculento racimo que
colgaba de una rama. En cuanto lo cogió y comenzó a masticar
Beethoven se acercó, y le arrancó un pedazo y empezó a comer
a su vez. Sabíamos que Beethoven era su favorito, pero aún así
me sorprendió que el gran macho no hiciese el menor gesto de
protesta.
Me he preguntado muchas veces por el fascinante carácter
de Jomeo, su extraña carencia de cualquier clase de ambición
de dominio. De no ser por su herida de adolescente, ¿se habría
convertido en el macho dominante? Probablemente no, ya que
después de todo su hermano Sherry mostró la misma falta de
habilidad para dominar la adversidad. ¿Era un rasgo genético,
heredado? Aunque es posible, supongo, parece más probable
que proceda de la personalidad y de las técnicas de educación
que su madre, Vodka, puso en práctica con ellos. Es una lás-
tima que no llegásemos a conocer bien a Vodka, ya que era
demasiado tímida. Podemos decir que era una hembra poco so-
ciable, que pasaba la mayor parte de su tiempo vagando, en la
sola compañía de su familia, por las zonas periféricas de su te-
rritorio. Prof, hijo de la poco sociable Passion, tampoco ha
mostrado signos de querer dominar a sus colegas. Por otro lado,
Figan y Goblin, que alcanzaron el dominio y que nunca acep-
taban la derrota, tenían madres que no sólo eran dominantes,
sino también muy sociables: Flo y Melissa.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
XV. MELISSA
Melissa merece claramente una atención especial, aunque
sólo sea como madre de uno de los más dinámicos machos alfa
de Gombe. Su vida también fue notable en otros aspectos. Ante
todo, en 1977 dio a luz a los dos únicos gemelos conocidos en
Gombe. Nunca olvidaré la primera vez que vi a los bebés, her-
manos gemelos a los que llamamos Gyre y Gimble. Melissa
estaba sentada al último sol de la tarde sosteniendo los dos mi-
núsculos cuerpos junto a su pecho, de manera que era casi im-
posible verlos. Uno estaba mamando; el otro parecía dormir.
Cuando Melissa se fue, seguida por su hija Gremlin, yo fui con
ellas y cuando volví a casa aquella noche ya tenía una idea real
de la enorme tarea de Melissa. La mayoría de las crías, cuando
tienen dos o tres semanas, pueden estar colgando de su madre
sin ayuda durante largo tiempo. Los gemelos se agarraban bas-
tante bien. Pero uno de ellos siempre se colgaba de su hermano
por equivocación: arrastraba a su gemelo y ambos empezaban
a caer profiriendo grandes gritos de terror. Melissa tenía que
ayudarles constantemente, agarrándolos con fuerza con un
brazo o viajando con las piernas dobladas aguantando sus es-
paldas con los muslos. Una vez, aquella primera tarde, uno de
los gemelos estuvo a punto de caer y se golpeó la cabeza contra
el suelo. Chilló con fuerza; el otro chilló también y pasó un
buen rato antes de que Melissa consiguiera calmarlos. También
tenía muchos problemas para hacer su nido. Yo no podía verlo
bien, ya que estaba entre un denso follaje, pero pude oír llorar
a los bebés en varias ocasiones.
Aquella noche Derek y yo hablamos con Hilali, Eslom y
Hamisi alrededor del fuego. Hamisi describió sus primeras ob-
servaciones, cuando los bebés tenían pocos días. Melissa via-
jaba con mucha lentitud; caminaba unos cuantos metros de una
vez y luego se sentaba y acunaba a los gemelos un par de mi-
nutos antes de seguir. Parecía exhausta y no tardó en preparar
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
su nido. A la mañana siguiente Eslom consiguió encaramarse
a uno de los árboles vecinos, de modo que podía divisar el nido.
Gremlin dejó su camita a las siete de la mañana y empezó a
comer cerca de allí. Pero Melissa no dio señales de actividad
hasta hora y media después. Entonces se sentó y empezó a aci-
calarse; de vez en cuando acicalaba también a uno u otro de los
gemelos. Diez minutos después se incorporó, preparándose
para partir, pero los gemelos, repentinamente, comenzaron a
gimotear. Melisa se sentó de nuevo, miró impotente a los bebés
por un momento y luego se volvió a tumbar. Un cuarto de hora
después volvió a intentar la partida pero, como antes, los bebés
empezaron a llorar, así que Melissa, después de acunarlos y
acicalarlos un ratito, volvió a tumbarse. La escena se repitió
varias veces; hasta casi dos horas después de su primer intento
no pudo Melissa ponerse en camino. Agarrando con fuerza a
los gemelos e ignorando sus frenéticos gritos bajó un tanto pre-
cipitadamente del árbol. Sólo cuando los tres estuvieron a salvo
en el suelo se detuvo para consolarlos.
Durante los tres primeros meses de vida de los gemelos se-
guimos a Melissa cada día, pues todos temíamos que Passion y
Pom la atacasen de nuevo y habíamos decidido intervenir si así
lo hacían. Y también en la mente de Melissa debía permanecer
el recuerdo de los amargos ataques a su anterior cría pues, a
pesar de las dificultades que tenía para viajar con los dos pe-
queños, durante el primer mes procuró mantenerse en todo mo-
mento cerca de alguno de los grandes machos. Las ventajas de
esta conducta se pusieron de manifiesto un día, cuando los ge-
melos tenían un mes. Había seguido a Melissa, Gremlin y Sa-
tán, que subían a la cima de una montaña que llamábamos Slee-
ping Buffalo. Era una tarde gris y fría de noviembre, con true-
nos resonando hacia el sur. Había llovido con fuerza, y nuestro
valle estaba húmedo y helado bajo el cielo plomizo. Estaba ti-
ritando mientras observaba a Melissa comer nueces por encima
de mí. De repente una ramita crujió: me di la vuelta y vi, ho-
rrorizada, cómo se acercaban Passion y Pom, moviéndose sin
apenas ruido sobre el húmedo y muelle suelo del bosque.
Ahora estaban en pie, sin moverse, mirando hacia Melissa y
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
sus bebés. Ninguno de los chimpancés de arriba las había visto.
Con lentos y suaves movimientos Pom empezó a trepar hacia
Melissa. Passion, bajo el peso de su embarazo, también subió,
pero pronto se detuvo para mirar desde una rama baja. Pom,
silenciosamente, se acercó más y más y cuando yo estaba a
punto de emitir un grito de aviso Melissa las vio. Instantánea-
mente empezó a gritar con fuerza y, de modo temerario a causa
de su pánico, dio un increíble salto hacia la rama más cercana
del árbol vecino aguantando a los bebés sólo con los muslos.
El corazón se me salía de pecho. Pero de algún modo los tres
lo consiguieron y Melissa se apresuró a sentarse junto a Satán,
que dejó de comer y miró fijamente a Pom. Melissa, con una
mano en los hombros del gran macho, se volvió gritando de
manera desafiante a la joven hembra. Así fue como el intento
fracasó. Pero si Satán no hubiese estado allí parece seguro que
se hubiera producido otra cruel batalla y yo me habría visto
impotente para ayudar.
Poco después de ese incidente los gemelos desarrollaron
unas malignas erupciones en el abdomen y en los muslos y Me-
lissa, como pudimos apreciar, había perdido una buena canti-
dad de pelo en la región inguinal. La causa fue que los tres es-
taban sucios de orina y de heces. Normalmente los excremen-
tos de un bebé caen limpiamente entre los muslos de la madre
y, si por casualidad hay un error, la madre coge rápidamente
un manojo de hojas y se limpia. Pero con los gemelos era otra
historia; Melissa, sencillamente, no daba abasto. Y por si fuera
poco, Gyre se hirió en el pie. Se notaba que le dolía, pues cada
vez que Melissa se movía gritaba con un extraño y agudo grito,
semejante al de algunas aves marinas en peligro. Pobre Me-
lissa: por si no tenía bastante con una cría llorando se le sumaba
Gimble, asustado quizás por los gritos de su hermano. A veces,
cuando chillaban, Melissa se sentaba y los acunaba hasta que
se tranquilizaban. Pero otras veces, aguantándolos con fuerza,
se movía rápido, profiriendo rugidos como si tosiera; parecía
amenazarlos. Entonces solían gritar más fuerte y después de
unos minutos Melissa, completamente confusa o harta, o am-
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bas cosas, subía a un árbol y, con los mismos rápidos movi-
mientos, construía un gran nido. Durante el proceso los gritos
se redoblaban y se podían oír desde lejos. Pero en cuanto Me-
lissa se tumbaba con ellos volvía la calma.
Ahora que Melissa no podía estar siempre con los grandes
machos, ella y Gremlin pasaban mucho tiempo en la vecindad
del campamento. Fue una suerte que Passion, cuyo embarazo
está muy adelantado, perdiese el interés en devorar las crías de
los demás. Y Pom, aunque ciertamente podría haber agarrado
a uno de los gemelos sin dificultad, carecía del nervio necesario
para abordar a una hembra adulta sin el apoyo de su madre. Sin
embargo, aunque el peligro de un ataque caníbal parecía re-
moto, otra cuestión nos preocupaba: Melissa, ocupada con la
tarea de transportar y tranquilizar a los gemelos, pasaba cada
vez menos tiempo comiendo. De hecho, algunos días sólo em-
pleaba una hora en comer, cuando lo normal es que un chim-
pancé adulto pase comiendo de seis a ocho horas al día. Le di-
mos raciones extra de plátanos, y los hombres recogían frutos
salvajes y se los ofrecían también.
Una semana después decidí dar a Melissa una dosis de an-
tibióticos. Esperaba que ayudarían a curar el pie infectado de
Gyre a través de la leche. Así, durante cinco días, cogíamos
unos cuantos plátanos cuando seguíamos a Melissa y, a inter-
valos regulares, le dábamos uno relleno de medicina. No sé si
esto ayudó, pero el pie de Gyre mejoró y pronto Melissa pudo
ocuparse de sus asuntos cotidianos sin mayor preocupación,
igual que antes.
La herida de Gyre, sin embargo, fue una rémora de la que
nunca se pudo librar y a partir de entonces se vio claro que
Gimble se desarrollaba mucho más rápido que su gemelo, aun-
que también estaba más retrasado que un joven normal. Hasta
que tuvo seis meses, cuando la mayoría de crías dan sus prime-
ros pasos, Gimble no empezó a cambiar a diferentes posiciones
sobre el cuerpo de su madre. Tan pronto comenzó estos ejerci-
cios, Gimble ya fue capaz de encaramarse a la espalda de Me-
lissa. En cuanto dominó este truco solía montar sobre su madre
mientras viajaban, o se agarraba con la cabeza colgando sobre
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
su hombro cuando ésta se sentaba a comer. A veces incluso se
dormía en esta posición. Probablemente quería alejarse del
ocupado regazo de su madre. Hasta los diez meses no se separó
por vez primera de Melissa para dar sus primeros e inseguros
pasos y trepar a unas ramas bajas. Gyre, sin embargo, nunca
intentó andar ni trepar. Se quedaba quieto en el regazo de su
madre, a menudo con los ojos cerrados.
La estación seca de 1978 fue desacostumbradamente severa
y en agosto había menos comida de lo habitual en Gombe. Aún
sin esto, Melissa nunca pareció tener bastante leche para las
dos crías; así que ahora era obvio que ambos estaban perma-
nentemente hambrientos y no pasaba un minuto en todo el día
en que uno de los gemelos, o ambos, no estuvieran tirando de
los pechos de su madre. Es casi seguro que Gimble, más fuerte
y activo que su hermano, se apoderaba de más de lo que le co-
rrespondía del escaso alimento y por eso Gyre se volvió más y
más letárgico. Cuando cogió un resfriado su debilitado sistema
no resistió. El resfriado se convirtió en neumonía y un día Me-
lissa llegó al campamento llevando a Gyre, pequeño cuerpo
renqueante, en una mano. Estaba demasiado débil para soste-
nerse, respiraba con dificultad y sus ojos estaban cerrados.
Cuando Melissa subió a un árbol, aguantando a Gyre sólo con
los muslos, él cayó, aterrizando en el suelo con estrépito tres
metros más abajo. Melissa bajó para levantarlo, lo abrazó y lo
acicaló. Aún respiraba cuando ella lo movió, pero lo llevaba
como si estuviese muerto, colgado sobre su hombro y soste-
niéndolo con la barbilla. Cayó varias veces, yaciendo inmóvil
en el suelo hasta que ella lo recogía. A la mañana siguiente es-
taba muerto.
Me sentí triste cuando murió Gyre y decepcionada por la
oportunidad perdida de comparar el desarrollo de los gemelos
en libertad y estudiar la relación entre ellos. Sin embargo, no
podía evitar pensar que fue lo mejor para Melissa y Gimble.
Entonces, Gimble empezó en verdad a recuperar el tiempo per-
dido. Aunque era pequeño para su edad, pronto comenzó a rea-
lizar acrobacias por las ramas y a jugar con los otros jóvenes.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Se fue volviendo más activo, yendo de un lado a otro, efec-
tuando pequeñas exhibiciones, dando volteretas y, en muchas
ocasiones, jugando salvajemente con las hojas caídas. A veces
las reunía con las manos en un gran montón y luego las arras-
traba. O las iba empujando hasta formar un montón más y más
grande. Acostumbraba a revolcarse en las hojas y una vez em-
pezó a tirárselas por la cabeza y por la espalda y finalmente por
la cara.
Melissa aún tenía problemas, pero ahora eran distintos.
Gimble solía negarse a seguirla cuando estaba preparada para
partir: si no lo arrastraba, tenía que esperarle. Una vez intentó
tirar de él, pero él se agarró con fuerza a la vegetación y se
mantuvo enganchado hasta que su madre pudo arrancarlo de
allí. Terminó por cargárselo a la espalda, pero después de dar
unos pocos pasos él saltó y se puso a jugar. Rápidamente Me-
lissa lo cogió y volvió a arrastrarlo. Pronto se escapó y una vez
más corrió para jugar. Melissa lo persiguió, pero él la evitó y
se escondió detrás de un árbol. Melissa lo siguió y mientras
Gimble se retorcía lo agarró. Él empezó a jugar de nuevo. Me-
lissa miró un momento, lo cogió cuidadosamente y empezó a
arrastrarlo tras ella. Gimble le mordió la mano, aunque en
broma, y ella empezó a hacerle cosquillas. Pronto estaba riendo
a carcajadas. Después se lo puso de nuevo a la espalda y esta
vez se quedó quieto.
Durante la infancia de Gimble, Gremlin fue parte integrante
de la familia. En la sociedad chimpancé de Gombe no hay otra
relación más íntima que la de una madre y su hija adulta. Las
hembras rara vez dejan a sus madres, ni siquiera unas horas,
hasta que tienen diez años y sólo cuando son sexualmente
atractivas. Esto les proporciona ciertos beneficios. Por un lado,
pueden superar a hembras mayores porque su madre interven-
drá si las cosas van mal. Es típico que la madre una sus fuerzas
a las de su hija en los primeros desafíos a los jóvenes machos.
Pero no todo son rosas. La joven hembra ha de pagar un precio
por su protección y apoyo: su madre la dominará claramente,
mostrando una disciplina autoritaria digna de la época victo-
riana. De esta manera Mamá elige qué dirección tomar, Mamá
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
decide si hay que ir más rápido o más lento, Mamá selecciona
el sitio donde comer. Gremlin, como las demás hembras jóve-
nes, pronto lo descubrió por sí misma.
Por ejemplo, cuando estaban pescando termitas, Melissa
apartaba una y otra vez a Gremlin de su puesto de trabajo o le
quitaba la herramienta. Al principio Gremlin solía estallar en
rabietas. Recuerdo una ocasión que Melissa le arrebató una es-
pléndida herramienta que Gremlin había preparado: Gremlin la
agarró con fuerza, gimiendo y luego profirió una serie de griti-
tos. Entonces Melissa la abrazó y la tranquilizó y luego ¡le
quitó la herramienta! Pero a medida que pasaba el tiempo Gre-
mlin se lo fue tomando con más filosofía: solía gemir cuando
su madre la despojaba de este modo, pero se iba a buscar otro
sitio o se hacía otra herramienta. A veces Melissa sólo tenía
que mirar a su hija con una mirada presuntamente posesiva
para que Gremlin abandonase sus derechos a su porción de co-
mida; por ejemplo, un nido de termitas o una rama cargada de
frutas. Cuando Gremlin subía a un árbol donde estaba su madre
y decidía, después de echar una ojeada, que no había comida
suficiente, se marchaba y dejaba a Melisa el campo libre. Así
es como debía ser. Melissa había amamantado a Gremlin y
compartido la comida con ella durante años, y ahora era impor-
tante que se alimentase bien para poder nutrir y amamantar a
otros jóvenes. Y Gremlin, que sólo tenía que cuidar de sí
misma, no necesitaba complementos nutritivos. Además, ella
podía comer en las altas ramas fuera del alcance de su madre.
Desde luego, Gremlin era libre de dejar a su autoritaria ma-
dre siempre que lo deseara, pero entonces pasaría a estar a mer-
ced de todas aquellas hembras que le mostraban respeto cuando
estaba con su madre. Además Melissa, con todo su egoísmo en
materia de comida, apoyaba enormemente a su hija en muchos
aspectos. Fue de lo más dramático cuando Satán atacó a Gre-
mlin y, en respuesta a los gritos de su hija, Melissa saltó sobre
él, golpeando y mordiendo al gran macho. Ella salió muy mal
parada de esta refriega. Y por eso Gremlin, como la mayoría
de las hijas, elegía quedarse ligada a la madre.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
No hay duda de que el lazo madre-hija también es benefi-
cioso para la madre. Gremlin se mostraba leal y valiente en de-
fensa de Melissa. Una vez, cuando aún era una cría, llegó a
intentar rescatarla de un brutal ataque de Satán. Lo cierto es
que, aunque era demasiado pequeña y ligera para servir de al-
guna ayuda, su valentía fue notable. Se arrojó sobre el gran ma-
cho, pegándole con los puños; luego se fue corriendo hacia
Goblin que estaba cerca, tirándole de la mano mientras miraba
en dirección a la pelea. Le estaba pidiendo claramente ayuda.
Pero Goblin, cuyas relaciones con Satán en esa época eran muy
tensas, no estaba de humor para líos y se sentó a mirar. Así que
Gremlin se lanzó de nuevo a la disputa con valor, aunque inú-
tilmente, uniéndose a los gritos de Melissa desafiando a Satán
hasta que, finalmente, éste se marchó.
Gremlin se comportó de idéntica y valerosa manera cuando
Melissa intentó salvar a la cría Genie de Passion y Pom. Una y
otra vez también Gremlin saltó sobre las hembras asesinas, gol-
peándolas con sus puñitos. Incluso fue hacia el personal del
campamento buscando ayuda. De pie frente a ellos los miraba
a los ojos, luego se volvía hacia donde Melissa estaba bata-
llando por la vida de su cría y luego otra vez hacia los hombres.
Ellos comprendieron que pedía ayuda y querían ayudar; pero
la batalla fue demasiado rápida y furiosa. Sintiéndose impoten-
tes, no pudieron hacer nada. Por tanto, Gremlin volvió sola y
se lanzó sobre las asaltantes de su madre justo cuando Pom ha-
bía arrebatado el bebé de las manos de Melissa. Y su interven-
ción fue tan feroz que, en un momento, Melissa pudo arreglár-
selas para recuperar su cría sólo para que se la arrebataran otra
vez.
Cuando Gimble creció, Gremlin aumentó su solicitud hacia
su madre, aunque de otra manera: empezó a cuidar de su joven
hermano. Si Melissa hubiese permitido a Gremlin ayudarla
cuando los dos gemelos estaban vivos la tarea hubiese sido mu-
cho más sencilla. En vez de eso, confusa con el cuidado de los
bebés, se mostró muy protectora manteniendo a Gremlin siem-
pre alejada. Cuando Gimble tenía tres años, sin embargo, había
pocos momentos en los que Gremlin no estuviese trasladándolo
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
a alguna parte; y cuando la familia estaba reunida comiendo,
Gimble acostumbraba a estar más cerca de su hermano que de
su madre. Si se metía en problemas era Gremlin quien solía
acudir a sus gritos o gemidos de auxilio, corriendo a reunirse
con él. Una vez el adolescente Atlas, copulando con Gremlin,
golpeó con fuerza a Gimble cuando se puso en medio para evi-
tar la cópula. Gremlin, enfurecida, terminó la copula brusca-
mente, se volvió y atacó a Atlas.
El interés de Gremlin por Gimble iba más allá de una mera
respuesta a sus llamadas de auxilio: como una buena madre, se
anticipaba a los problemas. Así, cuando Gimble jugaba con los
jóvenes papiones Gremlin solía vigilar de cerca y, si el juego
se complicaba, antes de que el mismo Gimble pareciese apu-
rado lo sacaba firmemente de allí. Una vez, cuando lo estaba
llevando por un sendero, vio una pequeña serpiente cerca. Cui-
dadosamente puso a Gimble en su espalda y lo mantuvo alejado
mientras agitaba ramas para alejar a la serpiente. Otra vez Gre-
mlin, con Gimble a su espalda como era habitual, se paró de
repente justo antes de que el camino se internase en una zona
de hierbas altas. Melissa continuó, pero cuando Gimble, que
había bajado al suelo, intentó seguir a su madre, Gremlin lo
detuvo. Lo empujó detrás de sí, golpeó aquí y allí en la hierba
y luego cruzaron por encima de la hierba pisada. Yo esperaba
encontrar otra serpiente escondida allí; en cambio, encontré
centenares de garrapatas.
Gremlin era muy tolerante con su hermano. Durante la tem-
porada de pesca de termitas, una cría suele tener la oportunidad
de hurgar en un agujero abandonado por un chimpancé bus-
cando una nueva herramienta. Si el propietario regresa, la cría
puede recibir un buen empujón, pero Gremlin a veces se sen-
taba durante cinco minutos o más mirando a su joven hermano
mientras probaba con varias herramientas abandonadas y vol-
viendo a su agujero sólo cuando él perdía el interés. Una vez,
cuando ya era un poco mayor, Gimble intentó apoderarse del
agujero cuando su hermana estaba aún trabajando en él y al
llamarle la atención tuvo la audacia de amenazarla, levantando
el brazo y profiriendo un grito infantil. Gremlin no hizo caso
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
de esta combinación de falta de respeto y caradura, sino que lo
apartó gentilmente y siguió con su trabajo.
Sin duda fue una buena madre para su primer hijo, Getty,
eficiente y cuidadosa en su educación desde el principio. Entre
Getty y su abuela se estableció una relación realmente maravi-
llosa. Melissa lo vio por primera vez cuando tenía un día, pues
no había estado presente durante el parto: Gremlin, como la
mayoría de las hembras, había buscado la soledad. Cuando Me-
lissa se aproximó aquella primera vez Gremlin retrocedió asus-
tada, quizás pensando que su dominante madre querría apro-
piarse de su nueva y preciada posesión de la misma manera que
se quedaba con todo. Pero Melissa se sentó junto a ella tran-
quilamente y se limitó a mirar la cría de vez en cuando, así que
pronto Gremlin se relajó. Hasta que Getty tuvo diez meses no
vimos a su abuela tocarlo, y entonces fue simplemente para
acicalarlo un rato durante una sesión con Gremlin.
Poco después contemplé un incidente fascinante. Empezó
cuando Melissa estaba acicalando la espalda de Gremlin y
Getty se puso entre las dos. Melissa lo miró, lo subió a su re-
gazo y empezó a acicalarlo como si fuese su propia cría. Gre-
mlin miró y pareció ponerse seria. Poco a poco se volvió; con
cautela, mirando la cara de su madre, se dirigió hacia Getty con
un suave gemido. Él respondió y se subió a sus brazos. Rápi-
damente Gremlin se fue, sentándose para descansar a medio
kilómetro. Era evidente que había temido otra vez que Melissa
intentase robarle su amado hijo.
A medida que pasaban los días Melissa parecía estar más y
más encantada con Getty y el lazo entre ellos creció. Cuando
Melissa y Gremlin se estaban acicalando juntas, Getty solía in-
terrumpir saltando sobre su abuela desde alguna rama cercana,
y Melissa, que nunca había jugado mucho con ninguno de sus
propios hijos, dejaba de acicalar y le hacía cosquillas. Durante
estos juegos, que a veces duraban un cuarto de hora, Gremlin
acostumbraba a sentarse a mirar. A veces era Melissa la que
empezaba el juego; otras llegaba a seguir a Getty cuando estaba
con otro joven y se lo llevaba para jugar con él. Esto no siempre
gustaba a la cría, ya que era un pequeño con voluntad propia;
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
entonces luchaba por escapar de su abuela y correr con sus
compañeros.
De todas las crías que he conocido en Gombe, Getty fue la
que más se hizo querer. Era vivo y aventurero, siempre listo
para unirse a cualquier actividad social. También era capaz de
entretenerse solo. Una vez, mientras Gremlin cogía termitas,
Getty estuvo jugando con la arena durante más de diez minu-
tos. Estaba tumbado boca arriba con la boca abierta de par en
par, recogiendo puñados de arena suelta y, manteniendo las
manos altas, la dejaba caer espolvoreándose todo el cuerpo y la
boca.
Cuando Gimble tenía seis años Melissa reanudó sus ciclos
sexuales. Esto condujo a las más extraordinarias series de inci-
dentes; Goblin, que tenía diecinueve años, de repente evidenció
un incestuoso interés sexual por su madre. Durante las anterio-
res hinchazones de Melissa, Goblin, como otros hijos maduros,
no había mostrado el menor interés por copular con ella. Pero
esta vez fue distinto. Un día, a medio camino de su primer pe-
riodo de hinchazón Goblin se aproximó a Melissa y la intimidó,
agitando poderosamente la vegetación. Ella comenzó por igno-
rarle y luego, cuando vio que insistía, lo amenazó. Esto pareció
enfurecerle; con el ceño fruncido saltó hacia ella y, al ver que
huía la persiguió y la golpeó en la espalda. Melissa se volvió
furiosa y, mientras Goblin se exhibía, le golpeó gritando de ra-
bia. Entonces él se marchó, pero al día siguiente la intimidó de
nuevo y, cuando ella intentó evitarlo, una vez más la amenazó
con el pelo erizado. Luego, ante mi sorpresa, Melissa se agachó
ante su hijo para copular. El acto sexual no se completó: Me-
lissa se apartó, chillando, a los pocos segundos. De nuevo
Goblin saltó hacia ella y la golpeó. ¡A su propia madre! No
podía evitar sentirme indignada y era evidente que Melissa sen-
tía lo mismo, pues se dio la vuelta y le pegó antes de salir hu-
yendo. Subió a un árbol, lo bastante lejos como para quedar
fuera del alcance de Goblin. Él se quedó abajo, vigilándola y
agitando las ramas enfadado, pero ella resistió y él no tardó en
abandonar.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Después de aquello la seguimos cada día hasta que su hin-
chazón desapareció. Goblin hizo un par de tímidos intentos
más, pero no vimos ninguna otra violencia entre ambos. Ni él
tampoco se mostró agresivo hacia ella en su siguiente hincha-
zón, un mes después: intentó copularla un par de veces pero
ella consiguió escapar intocada.
La antinatural conducta de Goblin cambió la relación entre
Melissa y su hijo. Antes permanecían mucho tiempo juntos,
haciéndose mutua compañía mientras comían, viajaban o des-
cansaban. Eran también frecuentes compañeros de acicala-
miento. A menudo Goblin se apresuraba en ayudar a su madre,
en sus roces por el dominio entre las hembras, o cuando era
desafiada por algún macho adolescente. Sin embargo, después
de los intentos de Goblin por copular con ella las relaciones
entre ambos se hicieron tensas. No sólo dejaron de pasar
tiempo juntos, sino que Melissa, de hecho, parecía temer a su
hijo. Pero durante su segundo periodo de celo ella quedó em-
barazada, después de lo cual, como la mayoría de las hembras
mayores, no mostró más periodos de celo. Y después de esto
las relaciones entre Melissa y su hijo volvieron a la normalidad.
Además, antes de que se produjera la mayor de sus separacio-
nes, observé algo que demostraba que su antigua relación es-
taba aún viva.
Sucedió en un momento de alto nivel de excitación entre
los chimpancés porque había seis hembras en celo, además de
Melissa, luciendo por allí sus provocativos traseros enrojeci-
dos. Todos los machos estaban presentes y también la mayoría
del resto de la comunidad. Viajaban en ruidosos grupos, lla-
mándose unos a otros a través del valle. Reinaba un ambiente
de carnaval. Los machos adultos se exhibían con magnificen-
cia; los juveniles y las crías corrían y se perseguían a través de
los árboles. Había súbitas explosiones de gritos y la excitación
hervía y provocaba agresiones. Pero sólo ocasionalmente se
producía una pelea seria. Una de ellas tuvo lugar en un árbol
justo encima de mí y la víctima fue Melissa. Estaba sentada
tranquilamente en una rama acicalando al joven Gimble
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
cuando Evered, a quien Satán había amenazado cuando corte-
jaba a una de las hembras, saltó repentinamente sobre ella. Me-
lissa gritó e intentó escapar, y entonces vi unos dientes acuchi-
llarla en la roja hinchazón y una abundante hemorragia. En
aquel momento oí un crujido a mi espalda y Goblin pasó junto
a mí en dirección al árbol. Sin detenerse atacó a Evered. Los
tres estaban enzarzados en el combate a no más de metro y me-
dio de mi cabeza. No me atrevía a bajar por la colina porque
era muy inclinada y pedregosa; yo estaba apoyada en el tronco
del mismo árbol y me quedé donde estaba, rezando para que la
rama no se quebrase y dejase caer sobre mi cabeza al trío lu-
chador. Afortunadamente la lucha se acabó como había empe-
zado, encima del árbol, excepto que Evered saltó al suelo y
huyó gritando. Goblin se quedó un rato y miró cómo Melissa
cogía unas hojas con las que se frotó la herida. Y luego, puesto
que había vuelto la paz, él también se marchó.
Al día siguiente la hinchazón de Melissa había disminuido
—típica respuesta ante una herida física— y ella dejó de intere-
sar a los machos dominantes. Pero no a Jomeo. Me encontré a
los dos, que viajaban con Gimble, casi por casualidad en el va-
lle de Kasakela. Pobre Melissa; su trasero estaba dolorido y tu-
mefacto y tenía además una terrible diarrea cuyo dolor le obli-
gaba a permanecer en cuclillas. Y en vez de estar libre para
recuperarse, Jomeo la obligaba a seguir hacia el norte. Parece
difícil imaginar una luna de miel más desgraciada, ya que Jo-
meo estaba peor aún que Melissa. Todo el lado izquierdo de la
cara, de la boca hasta el ojo, estaba hinchado y la carne aparecía
como una desagradable sombra rosa entre la piel rasgada. Con
su medio ojo blanco estaba casi grotesco. Para completar esta
patética imagen, Gimble se encontraba en plena depresión del
destete. Se mantenía junto a su madre con triste expresión, los
labios hacia dentro, poniendo mala cara continuamente.
Cuando llegué estaban los tres sentados, Melissa y Gimble
juntos y Jomeo a pocos metros. Él debía padecer un absceso en
uno de los molares superiores y creo que le apareció justo en-
tonces, mientras yo le observaba, porque de repente empezó a
tocarse la encía con el dedo. Se lamía el dedo, tocaba la encía
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
y volvía a lamerse una y otra vez. Gimble estaba fascinado, y
miraba fijamente al gran macho intentando curar su boca he-
rida.
Entonces Jomeo se puso en pie, se alejó unas yardas de Me-
lissa, miró atrás y agitó unas ramas. Melissa ignoró completa-
mente esos movimientos. Entonces Jomeo empezó a moverse
y a intimidarla hasta acabar con los pelos de punta; yo estaba
segura de que iba a atacar a Melissa. Pero en el último mo-
mento ella obedeció y fue hacia él con sumisos rugidos, incli-
nándose para besar sus muslos mientras él la acicalaba. Diez
minutos después Jomeo volvió a partir y la actuación se repitió
desde el principio hasta que, reacia, Melissa se alejó unos me-
tros.
Los seguí durante el resto del día. No fuimos lejos. Entre
dos intentos de Jomeo para moverse los tres paraban con fre-
cuencia para comer e incluso para sentarse. Jomeo se tocaba la
encía. Melissa se inclinaba o se acurrucaba, como en señal de
dolor y, de vez en cuando, recogía hojas con las que cubría su
herido trasero. Gimble importunaba repetidamente a su madre,
pidiéndole acceso a sus pezones. Cuando él se le aproximaba
haciendo pucheros, gimiendo y llorando, Melissa estaba dema-
siado cansada y enferma como para quejarse. Se rindió; él se
subió a sus brazos y mamó. Cuando los dejé, Melissa estaba
tumbada con los ojos cerrados y uno de sus brazos sobre Gim-
ble, que mantenía con firmeza un pezón en su boca. Jomeo es-
peraba cerca, tocándose el absceso.
Esa pareja, como las otras en la vida de Jomeo, no tuvo
éxito: dos días más tarde el pequeño trío reapareció en la parte
central del territorio de Kasakela. Y al mes siguiente Melissa
se fue con Satán y concibió.
Dos meses antes de que contabilizásemos la llegada del
bebé de Satán, Melissa se puso muy enferma. Sus síntomas —
tos fuerte, grandes descargas de mucosidad y fiebre alta— su-
gerían una neumonía y temimos por su vida. Durante varios
días no pudo subir a los árboles, lo que es peor, apenas podía
arrastrarse por el suelo. Comía sólo pequeños bocados, recha-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
zando lo que le ofrecía el personal del campamento. Sorpren-
dentemente se recuperó, aunque sus cuerdas vocales quedaron
permanentemente afectadas y su voz, pasó a ser un simple graz-
nido el resto de su vida. Y antes de terminar de recuperare su
embarazo acabó en un aborto.
Pero entonces, tres meses después, Melissa volvió a viajar
por las montañas luciendo su rojiza señal de hembra de chim-
pancé. Casi enseguida quedó preñada por última vez. ¡Ojalá no
hubiese ocurrido! Su último embarazo le arrebató la fuerza y la
vitalidad y cuando nació el pequeño Groucho, Melissa parecía
frágil y mucho mayor de sus aproximadamente veinticinco
años. Desde el principio Groucho fue diminuto y aletargado.
Cuando tenía nueve meses solía realizar pequeñas excursiones
junto a Melissa; empezó a comer alimentos sólidos y ocasio-
nalmente jugaba con Gimble, pero a partir de entonces su salud
empeoró. Cuando tenía un año pasaba la mayor parte del
tiempo tumbado sobre en la espalda de su madre. Gimble aún
intentaba jugar con su hermano menor, pero Groucho, aunque
a veces respondía con cara juguetona, era demasiado débil para
soportar la dureza de los juegos típicos de su edad.
Fue aquella esa época, cuando esperando que en cualquier
momento vinieran a decirme que Groucho había muerto,
cuando recibí noticias —una llamada telefónica de Kigoma—
que me comunicaron que Getty había desaparecido. Nunca ol-
vidaré la sensación de furia que experimenté al llegar a Gombe
una semana después y escuchar que su cuerpo fue encontrado
en la jungla horriblemente mutilado; la cabeza, cortada, había
desaparecido. Nunca descubrimos exactamente lo que había
ocurrido, pero sospechamos que fue cosa de brujería, ya que
estas viejas costumbres están profundamente enraizadas entre
la población waha de la zona. Jamás había ocurrido algo seme-
jante ni ha vuelto a pasar. Fue un trago amargo, ya que Getty
era el joven preferido por todos. Además estaba segura de que,
entre los chimpancés, no sólo los miembros de su familia lo
echaban de menos. Getty, con su aventurera y simpática natu-
raleza, nos había cautivado a todos.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Gremlin estuvo apática durante semanas, pero por fin, dos
meses después de perder a su hijo, recuperó sus ciclos sexuales.
Entonces empezó a pasar más y más tiempo con los machos y
menos con su vieja madre. Gimble también dejaba a menudo a
Melissa. Goblin, sin embargo, ahora que su relación con su ma-
dre se había restablecido, viajaba con ella con bastante asidui-
dad, aunque nunca durante largos periodos de tiempo. Un día
en que yo los seguía a través de la jungla escuchamos las voces
de Satán y Evered por el valle. A pesar de su rango de alfa, la
relación de Goblin con Satán, mucho más pesado que él, acos-
tumbraba a ser tensa. Miró hacia las llamadas con el pelo eri-
zado, se volvió hacia su vieja madre y, con expresión de temor,
tendió la mano hacia ella. Y ella respondió enseguida tocando
sus dedos, y Goblin se calmó a su contacto, como hacía durante
su infancia. Se volvió y avanzó para desafiar a cualquier cosa
que hubiese por allí. Melissa lo siguió un ratito, pero pronto se
detuvo a descansar.
Unos meses después iba caminando por el valle de Ka-
kombe cuando vi a Gimble llevando a un árbol algo de gran
tamaño. Era el cuerpo muerto del pequeño Groucho. Mientras
Melissa y Gremlin se acicalaban en el suelo, Gimble mecía el
cadáver en su regazo, acicalándolo afanosamente. Cuando su
familia partió Gimble bajó y la siguió, con el cuerpo colgado
del hombro. Entonces se le cayó al suelo; lo arrastró por un
brazo detrás de sí. Más tarde, cuando se pararon otra vez para
descansar, Melissa cogió el cuerpo y lo puso sobre su propia
espalda. Llevó al bebé muerto durante más de dos días y en-
tonces abandonó el cadáver en plena jungla.
Después de la muerte de su cría, Melissa pareció perder su
deseo de vivir. Antes estaba delgada; ahora, que casi no comía
nada, se quedó esquelética. Con frecuencia no dejaba su nido
hasta las diez de la mañana y a veces se iba a dormir tan pronto
como las cuatro de la tarde. Gimble se quedaba con ella alguna
vez, pero se aburría y le entraba hambre, así que pasaba más
tiempo con los grandes machos. Ni siquiera Gremlin estaba allí
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
para proporcionarle cierto bienestar: contra su voluntad se ha-
bía ido dos semanas con Satán la misma noche del día que
Groucho murió.
Diez días después de la muerte de Groucho, Melissa, utili-
zando sus últimas fuerzas, subió a un alto y frondoso mgwiza
y allí, rodeada de racimos púrpura de endrinas, hizo un gran
nido, el último. Durante el día siguiente yació sin apenas mo-
verse, mientras otros chimpancés, atraídos por las suculentas
frutas, llegaban, comían durante más o menos una hora y se
iban. Gimble estuvo cerca de Melissa durante casi todo el día
y a veces la acicalaba. Pero por la tarde se marchó.
Al atardecer, Melissa estaba sola. Un pie colgaba de su
nido; sus dedos se movían. Yo me quedé allí, sentada en el
suelo de la jungla bajo la moribunda hembra. Le hablaba de
vez en cuando. No sé si ella sabía que yo estaba allí o, si lo
sabía, si le afectaba de alguna manera. Pero quería estar con
ella mientras caía la noche; no quería que se quedase total-
mente sola. Mientras estaba allí sentada el rápido crepúsculo
tropical dio paso a la oscuridad. El número de estrellas au-
mentó y titilaron más intensamente aún a través de la espesura
del bosque. Hubo un lejano grito en el valle, pero Melissa es-
taba callada. Nunca volvería a oír su grito característico. Nunca
volvería a pasear con ella de una fuente de comida a otra, es-
perando a que descansase o a que acicalase a uno de sus hijos.
Mis lágrimas por la muerte de mi vieja amiga terminaron por
borrar las estrellas.
A la mañana siguiente vi a Melissa respirar por última vez:
su cuerpo se estremeció; luego quedó relajado. Durante aque-
llas últimas horas, las ramas se cimbreaban y crujían por los
juegos de los jóvenes, mientras los mayores comían exquisitas
frutas. En plena vida pertenecemos a la muerte. Este era un
buen epitafio para Melissa, alegórico en su descripción de los
inevitables ciclos de la naturaleza. Estaba profundamente con-
movida, pero pronto dejé de llorar. Melissa había conocida una
vida dura, con muchas desgracias, pero había vivido plena-
mente y, durante mucho tiempo, había disfrutado de estar viva.
Había alcanzado una posición alta. Y, lo más importante, había
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
dejado una sólida descendencia: Gimble, pequeño, pero, lleno
de determinación; Gremlin, fuerte y saludable, que tendría
otras crías para continuar los genes de su madre, y Goblin, ma-
cho dominante en su comunidad.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
XVI. GIGI
Gigi, al contrario que Melissa, no dejó descendencia. Sin
embargo, no podemos despreciar la influencia de esta gran
hembra estéril sobre la vida de los chimpancés de Kasakela,
particularmente en los machos. Desde 1965 cuando se volvió
sexualmente madura, quedaba en celo más o menos regular-
mente cada treinta días. Así pues, durante más de veinte años
ella estuvo disponible para los machos de Kasakela para la gra-
tificación de sus deseos sexuales. Durante esa época la sobre-
utilizada piel de su sexo se habrá hinchado y deshinchado no
menos de doscientas cincuenta veces. En cambio, Fifi sólo hin-
chó treinta veces en un periodo de veinte años. A consecuencia
de estos repetidos y poco naturales periodos de celo, Gigi aún
se hincha de manera desmesurada comparada con las otras
hembras de Gombe.
Desde el principio Gigi irradiaba «sex appeal». En nume-
rosas ocasiones ha constituido el núcleo de grandes y excitadas
reuniones, rodeada de casi todos los machos de la comunidad.
Y cuando se reúnen los machos de una comunidad, atraídos por
la magnética presencia de una hembra sexualmente popular,
comienzan a moverse hacia la periferia del territorio para pa-
trullar sus fronteras. De esta manera las magníficas hinchazo-
nes de Gigi han acicateado en muchas ocasiones a los machos
de Kasakela para preocuparse de proteger y ampliar su territo-
rio.
En cierto modo la popularidad sexual de Gigi es difícil de
entender, ya que es frecuente que aparte a los machos antes de
completar el acto sexual. Y así lo ha venido haciendo durante
veintitantos años. Creo que los machos encuentran esta con-
ducta irritante y frustrante a la vez, pero no ha conseguido apa-
gar su ardor. Otras veces Gigi se muestra extremadamente re-
ticente a cumplir con las demandas sexuales de un macho, y en
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
esas ocasiones sus pretendientes suelen mostrarse notable-
mente pacientes. Recuerdo una vez que Figan estaba inten-
tando copular con ella. Gigi estaba en el suelo, con su provo-
cativo trasero rojizo a la vista, pero ignoró totalmente el modo
cómo su pretendiente agitaba vigorosamente unas ramas. Unos
momentos después Figan, con el pelo (entre otras cosas) erecto,
estaba en pie moviendo las ramas por encima de ella. Gigi ape-
nas lo miró, se dio la vuelta y se puso boca arriba mirando a los
árboles. Perplejo, Figan se sentó un momento, agitando de vez
en cuando una ramita débilmente y con irritación, preguntán-
dose seguramente qué hacer a continuación. Gradualmente su
agitación se hizo más violenta; su pelo (si es que era posible)
se erizó aún más y echó una mirada que no presagiaba nada
bueno para Gigi si continuaba ignorándole. Aparentemente
Gigi captó el mensaje, ya que se levantó súbitamente, se apro-
ximó a Figan y se dobló frente a él. Pero justo cuando empezó
a copular ella se apartó gritando y se fue.
Luego se tumbó de nuevo a unos cien metros de Figan, que
se quedó donde estaba. Se tumbó también y durante una hora
hubo quietud. Entonces él se aproximó a Gigi de nuevo, y una
vez más ella lo ignoró. Hasta que él no repitió su salvaje actua-
ción alrededor de ella no se levantó y se puso ante él, pero otra
vez ella se apartó y se fue. Figan la siguió y su cortejo se con-
virtió en una clara amenaza. Ella respondió rápidamente, pero
para acabar igual. Excepto que Figan, altamente estimulado,
finalmente completó el acto sexual... en el aire.
No es posible que ninguna otra hembra de Kasakela haya
tenido tantas parejas como Gigi. Una y otra vez ha seguido a
diferentes machos, normalmente con desgana, a las zonas pe-
riféricas del territorio que ellos preferían. Que nosotros sepa-
mos, en los últimos veinte años ha tomado parte en cuarenta y
tres excursiones, o quizás más. En términos de biología evolu-
cionista los machos estaban «desperdiciando el tiempo» con
Gigi en la medida en que escaseaban las oportunidades de éxito
reproductivo. Sin embargo los machos no lo sabían, por lo que
competían por sus favores de buena fe. Además no tengo la
menor duda de que, aunque lo hubieran sabido, habrían votado
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
unánimemente por la plena continuidad de la presencia de Gigi
entre ellos.
Gigi ha servido a los machos de su comunidad de otra ma-
nera: ha ayudado a los jóvenes y a las crías a aprender los de-
talles del acto sexual. Los machos chimpancés son muy preco-
ces sexualmente. Desde que empiezan a andar, muestran gran
interés en los traseros hinchados y rojizos y «copulan» a las
hembras en dicha condición desde su infancia. Lógicamente
sólo son prácticas, ya que un macho es incapaz de engendrar
una cría hasta que tiene entre trece y quince años. Pero a veces
Gigi parece preferir los pequeños avances sexuales de una cría
o de un joven a las más vigorosas exigencias con los machos
adultos. A menudo se dobla, acomodándose, tan pronto como
uno de estos jóvenes empieza a cortejarla, aproximándose con
su pequeña erección y agitando imperiosamente una ramita. En
realidad, a veces solicita activamente las atenciones sexuales
de los jóvenes. Una vez, por ejemplo, se dirigió de pronto hacia
donde estaban Prof y Wilkie desarrollando un turbulento juego;
agarró a Prof por el codo, lo apartó del juego, y luego, sujetán-
dolo aún, se dobló frente a él. Sólo cuando él cumplió con sus
deseos le permitió volver a su juego.
Otras veces ignora completamente a estos jóvenes, pero
muchos de ellos insisten y en este asunto las crías pueden ser
increíblemente persistentes durante media hora o incluso más.
Recuerdo un largo viaje en el que tres petulantes pretendientes
jóvenes seguían a Gigi, en el máximo del celo. Cada uno de
ellos gemía tranquilamente para sí mientras seguían aquel ten-
tador trasero rojo. Cada uno de ellos se aproximaba y agitaba
ramas cada vez que ella paraba. Y Gigi, claramente, los igno-
raba a los tres.
En 1976 Gigi, por alguna razón, empezó a tener el ciclo con
menor regularidad y al mismo tiempo se volvió mucho menos
atractiva para los machos adultos. Esto podía deberse a algún
trastorno hormonal, porque ellos le respondían como si fuera
una hembra que presentase ciclos durante el embarazo. Y en-
tonces un día, al cabo de casi dos años, yo estaba con ella
cuando expulsó una gran cantidad de sangre, como un tejido
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
viscoso. Lo guardé (en whisky, que era el único alcohol que
tenía en aquel momento) y se lo envié a un estudioso de la re-
producción. Lo identificó como una expulsión uterina como las
que experimentan ocasionalmente (y con mucho dolor) las mu-
jeres. No sabemos lo que aquello significaba en el caso de Gigi,
pero a partir de entonces aumentó ligeramente su popularidad
con los machos, a pesar de que no tenía demasiada competen-
cia entre las otras hembras.
Con el paso de los años Gigi se ha vuelto más irritable e
impredecible en sus relaciones sexuales con los machos jóve-
nes. Aún suele responder a sus peticiones, pero con frecuencia
se da la vuelta y los golpea, o incluso los ataca, en cuanto em-
pieza la cópula. En una ocasión se encaró con Prof cuando co-
pulaba con ella en un árbol y lo empujó con tanta fuerza que
cayó al rocoso suelo seis metros más abajo. Después de sen-
tarse, inmóvil, unos instantes, Prof cogió una impresionante ra-
bieta a la cual nadie, y menos Gigi, prestó la menor atención.
Incidentes de este tipo se han vuelto más frecuentes y apenas
sorprende que los machos jóvenes no tengan tantas como antes
ganas de copular con esta irascible hembra. Lo sorprendente es
que Gigi parece dispuesta a empezar el acto sexual. Una y otra
vez se aproxima al joven pretendiente y le pide una cópula. Si
él la evita, como suele ocurrir, le sigue y vuelve a probar. Una
vez, por ejemplo, Gigi estaba en los últimos días del celo y se
reunió con joven Beethoven y su hermana, Harmony, que co-
mían en un árbol. Gigi subió inmediatamente hacia Beethoven,
pero éste la evitó. Después de unos momentos se aproximó una
vez más, pero él saltó a otro árbol. Ella lo siguió a ese árbol y
a un tercero. Luego se paró a comer; creí que abandonaba.
Nada de eso. Después de diez minutos o así ella trepó hacia él
otra vez, y todavía él la evitó. Gigi lo persiguió un pequeño
tramo y entonces empezó a comer hasta que los hermanos ba-
jaron y empezaron una sesión de acicalamiento. Gigi los siguió
en seguida y corrió detrás de Beethoven cuando intentó escon-
derse a la sombra de su hermano. Cuando él se subió a un alto
árbol ella se sentó debajo, mirándolo de vez en cuando durante
los siguientes treinta minutos. En cuanto Beethoven bajó Gigi,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
una vez más, se aproximó y se puso frente a él, ofreciéndole su
hinchado trasero. Y esta vez su persistencia fue premiada una
hora y veinte minutos después de la primera solicitud. ¡Aquella
fue una de las pocas veces que Gigi ni golpeó ni amenazó al
macho!
No sólo las crías suelen sentirse intimidadas por Gigi. Tam-
bién pone nerviosos a los adolescentes. Gigi se ha convertido
en una hembra fuerte y agresiva, capaz de poner en su sitio a la
mayoría de los machos adolescentes. Aunque es un hecho que
el macho chimpancé ataca más a menudo que la hembra, ello
no significa que las hembras no tengan su lado agresivo. En
realidad, muchas hembras adolescentes pasan por una fase al-
tamente beligerante. Pero se produce antes de dar a luz. En
cuanto la hembra se encuentra con la tarea de alimentar a un
pequeño evita peleas y desafíos porque pondría en peligro a su
bebé. Así pues, la mayoría de las hembras se vuelven menos
agresivas al llegar a la madurez.
Para Gigi, sin embargo, la situación era distinta, ya que no
llegó cría alguna a calmar su temperamental carácter. En mu-
chos aspectos se comporta como un macho. Posee una pode-
rosa exhibición y se exhibe a menudo. Resiste amenazas que la
mayoría de hembras evitarían y es frecuente verla envuelta en
peleas. Es la última hembra a la que desafían los jóvenes ma-
chos que desesperadamente intentan dominar a las hembras de
la comunidad. A veces acompaña a los machos para patrullar
por las fronteras, no sólo cuando está en celo, sino en los pe-
ríodos intermedios. Y mientras otras hembras (que sólo van
cuando están en celo) viajan característicamente como simples
acompañantes, Gigi suele tomar parte en las actividades de la
patrulla. Se ha unido a los machos en la destrucción de nidos
de forasteros y en ataques a hembras de otras comunidades ve-
cinas. Incluso tomó parte en uno de los brutales asaltos de la
guerra contra los chimpancés de Kahama.
Como cazadora, Gigi está en posesión de un destacado ré-
cord. Ha tomado parte en más cacerías que las otras hembras y
tiene un gran éxito en la captura de la presa. Incluso es capaz
de mantener la posesión de un animal frente a los vigorosos
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
intentos de los machos adultos por arrebatárselo. Por ejemplo,
una vez capturó un macho colobo juvenil y conservó su cadá-
ver a pesar de tres violentos ataques de Satán y uno de Sherry.
Durante estas luchas cayó al suelo tres veces en cerrado com-
bate con Satán, pero consiguió escapar y, sujetando todavía su
presa, subió a otro árbol. Cuando Sherry agarró la presa con las
dos manos y tiró tan fuerte como pudo ella aún pudo mante-
nerlo, incluso con Satán exhibiéndose vigorosamente por los
alrededores. Por fin Sherry consiguió arrancarle la cadera y las
piernas traseras. Entonces Gigi ya pudo comer en paz porque
Satán, antes que continuar intentando conseguir un pedazo de
la carne de Gigi, ¡optó por seguir a Sherry y quitárselo a él!
Creo que los machos realmente respetan a esta dura y va-
liente hembra, que ha sido miembro de su sociedad durante
tanto tiempo. Y por eso, a pesar de su especial conducta sexual,
Gigi disfruta de buena relación con ellos y es la preferida a la
hora de acicalarse. Como los machos, pasa mucho tiempo en
las excitadas reuniones sociales, mientras la mayoría de las
hembras, a no ser que estén en celo, prefieren una existencia
más pacífica, eligiendo pasar unos días de vez en cuando con
miembros de la familia, uniéndose sólo a los grandes grupos en
épocas de excitación. Gigi, otra vez como los machos, pasaba
gran parte de su tiempo sola, mientras que las hembras, después
de haber tenido su primer bebé (suponiendo que viva) nunca
vuelven a estar a solas. Durante el resto de su vida están siem-
pre con uno o más de sus hijos. Porque yo soy también madre,
sé perfectamente que hasta un bebé muy pequeño puede pro-
porcionar una sensación real de compañía.
Y por eso Gigi, en muchos aspectos, está sola. A pesar de
muchas de sus características masculinas no es un macho:
nunca lo ha sido y nunca lo será, aun plenamente integrada en
la camaradería de la sociedad masculina. Tampoco puede en-
contrar compañía y ánimo, como otras hembras, dentro de una
familia. Desde luego una vez formó parte de una familia, pero
de eso hace ya mucho tiempo. Incluso la primera vez que la vi,
cuando tenía unos ocho años, su único familiar parecía ser el
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
joven macho Willy Wally. Y se fue hacia el sur con los machos
de Kahama cuando se dividió la comunidad.
Sin ninguna cría propia, ni oportunidad de crear para sí ese
grupo especial de amigos o una familia unida, Gigi cultivó sin
embargo un gran número de relaciones con toda una sucesión
de crías. Se sentía atraída por todos y cada uno de ellos cuando
tenían uno o dos años, edad en la que las madres les permiten
una cierta libertad para entrar en contacto con individuos exte-
riores al círculo familiar. Ella estaba entonces con su familia, y
cuando la madre lo permitía, Gigi acicalaba, jugaba y trasla-
daba a su compañero favorito. También ayudaba a proteger a
las crías; estaba particularmente obsesionada en interrumpir se-
siones de juego cuando empezaban a endurecerse. Efectiva-
mente: con una cría tras otra asumió el papel de la tradicional
tía solterona.
Aquellas eran relaciones relativamente pasajeras porque a
los dos años y medio los jóvenes son ya más movidos y auto-
suficientes, con lo que Gigi perdía interés. Pero más reciente-
mente desarrolló relaciones más duraderas no sólo con dos
crías, hermano y hermana, sino también con su madre, Patti.
Gigi y Patti pasaban mucho tiempo juntas incluso antes que
Patti diese a luz; después, a causa de ciertas equivocaciones en
las actitudes maternales de Patti, Gigi, por primera vez en su
vida, pudo efectuar una contribución real a la educación de una
cría.
Patti inmigró a la comunidad Kasakela a principios de los
años setenta, por lo que no sabemos nada de su vida anterior.
En 1977 su primer embarazo acabó en un misterio: o su bebé
nació muerto, o murió durante sus primeros días de vida. En
esa época Pom y Passion aún cazaban recién nacidos y el de
Patti bien podría haber sido una de sus víctimas. Un año des-
pués dio a luz un macho aparentemente sano que murió por
incompetencia de la madre, ya que Patti no tenía ni idea de
cómo cuidar un bebé. Durante un viaje lo sostenía con una
mano, pero a veces era su trasero lo que ella apretaba contra su
vientre, así que la cabeza botaba y rebotaba con el suelo. Una
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
vez viajó arrastrándolo por una pierna. A veces, cuando se sen-
taba para coger una fruta lo hacía de tal manera que lo apretaba
entre el muslo y el vientre hasta que emitía extraños y agudos
gritos de terror. Apenas sorprendió a nadie que el bebé estu-
viese muerto una semana después.
Al cabo de un año Patti dio a luz de nuevo otro macho al
que llamamos Tapit. Aunque ahora era mejor madre que antes
(¡no era demasiado difícil!) creo que esa cría consiguió sobre-
vivir más gracias a su propia tenacidad y resistencia que a los
cuidados de Patti. Muchísimas veces parecía simplemente no
saber cómo tratarlo. A menudo, por ejemplo, no sabía acunarlo
correctamente, y entonces, mientras comía o se acicalaba, él se
caía al suelo. Ella lo dejaba allí hasta que lloraba, en cuyo caso
en el que se volvía a reunir con él. Una vez saltó de un árbol a
otro con Tapit del revés, es decir, con la cara mirando al trasero
de su madre. Él grito con fuerza durante esta exhibición y
cuando alcanzó su destino Patti pareció darse cuenta y se sentó
para mecerlo; pero aún estaba al revés, con los pies bajo la bar-
billa de su madre y la cabeza en la ingle. Durante los primeros
meses fueron habituales los incidentes de este tipo y oíamos
gritar a Tapit mientras su madre saltaba de árbol en árbol.
Como lo acunaba tan mal, Tapit solía tener problemas para
alcanzar los pezones de Patti. Y en esta necesidad, una de las
más básicas, Patti parecía incapaz de ayudarle. Como mamaba
en el sitio equivocado Tapit gemía y luego gritaba, y aunque
ella parecía entristecerse y lo miraba, casi nunca ajustaba su
posición para facilitarle las cosas. Incluso cuando finalmente
encontraba un pezón y empezaba a mamar, había diez proba-
bilidades contra una de que un súbito movimiento de ella le
arrebatase de la boca el preciado regalo.
A los seis meses ya localizaba fácilmente los pechos de su
madre. Pero ahora se enfrentaba a un nuevo problema. Un día
los seguí a un sombrío lugar en la jungla. Patti se tumbó a des-
cansar y pronto Tapit empezó a mamar. Por unos momentos
todo fue bien; luego, Patti empezó a reír. La miré sorprendida,
mientras ella riéndose más, apartaba a su hijo del pezón y le
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
hacía cosquillas, moviendo la cara y la cabeza. Pero Tapit que-
ría leche, no jugar. Eventualmente conseguía coger gimiendo
el pezón, pero su madre lo retiraba inmediatamente. Durante
unos minutos más trató de conseguir su objetivo pero luego
abandonó, al menos por el momento. Cuando volvió a mamar,
una hora después, Patti no le volvió a interrumpir, aunque pa-
recía tener las mismas intenciones. Una vez él luchó durante
siete minutos, gimiendo constantemente mientras su madre le
hacía cosquillas. Es difícil comprender por qué se comportaba
de aquella increíble manera. Éste es un juego utilizado por al-
gunas madres durante el destete; juegan vigorosamente con
ellos para distraerlos cuando quieren mamar o montar durante
un viaje. Pero entonces las crías tienen cuatro años. Patti, ob-
viamente, se confundía. O quizás es que los labios en los pezo-
nes le hacían cosquillas y ésa era su manera de responder.
Patti permitió a Tapit alejarse de ella cuando sólo tenía cua-
tro meses, tan pronto como pudo andar. A partir de entonces, a
menudo lo abandonaba cuando comía o se acicalaba. A veces
mientras trataba de llegar a ella escalando colina arriba o se-
guirla de rama en rama, Tapit empezaba a gemir, pero ella solía
ignorarlo totalmente. A veces se limitaba a mirarlo, incluso si
se caía a poca distancia y lloraba. Mostraba idéntica indiferen-
cia por su desarrollo social. La mayoría de las madres se preo-
cupan de prevenir a sus hijos, durante los primeros meses, del
contacto con otros adultos.
Pero Patti no. Cuando Tapit tenía sólo cinco meses subió
hacia Satán durante una sesión de acicalamiento. Tapit parecía
confuso y gemía, pero Patti no prestó atención. Llorando toda-
vía, Tapit pasó sobre Satán y pronto empezó a gritar. Sólo en-
tonces Patti fue a sacarlo de allí. Otra vez se alejó de Patti y
subió a un arbolito. Entonces se puso encima de Gremlin, gri-
tando. Ella rápidamente lo abrazó, pero él se apartó y se fue
tropezando y gritando más aún hacia Gigi. Pero Gigi aún no
había forjado un lazo con Tapit y le ignoró completamente. Fi-
nalmente, como los gritos arreciaban, Patti fue a buscarlo con
un breve suspiro.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Cuando Tapit tenía nueve meses se vio sujeto a otra de las
peculiares idiosincrasias de su madre. De nuevo me quedé pa-
ralizada cuando la observé por primera vez. Él estaba jugando
en las ramas bajas de un árbol cerca de Patti mientras ésta cogía
termitas. Cuando estaba lista para marchar, se puso en pie y en
vez de poner su mano alrededor del cuerpo de Tapit y cogerlo,
abrazándolo como es normal, agarró una de sus piernas y tiró
de él. Esto, desde luego, ponía las cosas muy difíciles para Ta-
pit. Mientras ella continuaba tirando él se agarró con más
fuerza de la rama y pronto empezó a gritar. La única respuesta
de Patti fue tirar más fuerte, hasta que él se vio forzado a sol-
tarse; entonces ella lo colgó de su vientre cabeza abajo. Esto
sucedió repetidamente durante los siguientes dos meses.
En la época que Tapit tenía un año Patti solía marcharse a
vagabundear por ahí dejando atrás a su hijo. Una vez, por ejem-
plo, ella se alejó más y más de él y forrajeó en los dulces frutos
amarillos de los arbustos budyankende que en verano cubren
gran parte de las laderas bajas de las montañas. No prestó aten-
ción a sus suaves gemidos. Al cabo de un rato ya estaba casi
fuera de su vista y sólo cuando él gritó verdaderamente fuerte
Patti miró hacia atrás y regresó con él. Cuatro meses después
lo dejó en el suelo, donde estaba jugando tranquilamente él
solo, y se subió a un árbol para comer. Cinco minutos después
Tapit intentó seguir a su madre, pero la escalada era demasiado
difícil y empezó a gemir. Patti no respondió. Incluso cuando
sus gritos se hicieron más potentes su madre se limitó a mirar
abajo para ver qué hacía. Finalmente Tapit cogió una increíble
rabieta, llorando a voz en grito, revolcándose por el suelo y ti-
rándose de los pelos.
Sólo entonces Patti, un tanto reticente, dejó de comer para
reunirse con él.
Esta conducta tan poco maternal tuvo como consecuencia
que, al correr el tiempo, madre e hijo comenzaran a separarse
ocasionalmente. Una vez me encontré a Patti viajando con un
grupo de machos: no había señal de Tapit. Cuando pararon para
comer, Patti comió con ellos, tranquilamente. Fue sólo cin-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
cuenta minutos después ¡cuando pareció «acordarse» de re-
pente de que debía haber un crío con ella! Paró de comer, miró
alrededor y empezó a gemir; luego rehízo el camino llorando.
Yo no pude seguirla, pero más tarde la volvimos a ver a salvo
con Tapit. Otra vez, cuando yo estaba siguiendo a Melissa y a
su familia, escuchamos los frenéticos gritos de un niño perdido.
Enseguida Gremlin corrió hacia los ruidos y encontró y abrazó
a la cría: era Tapit, desde luego. Ella se quedó con él, a veces
llevándolo en brazos, hasta que encontró a su madre.
Cuando Tapit tenía un año Gigi empezó a formar una buena
amistad con él. Recuerdo bien la primera vez que lo observé.
Tapit, como siempre, permanecía retrasado a unos diez metros
de su madre. Era hacia el atardecer, cuando los pequeños están
cansados y hasta otros mayores que Tapit insisten en ir monta-
dos. Entonces Tapit empezó a gemir. Patti, como siempre, ig-
noró a su hijo, pero Gigi, que había estado con ellos toda la
tarde, retrocedió hasta el pequeño, se agachó y le tendió la
mano ofreciéndole subir a su espalda. El retrocedió asustado, y
se tumbó boca arriba llorando. Gigi se fue primero, pero
cuando Tapit se levantó, gimiendo todavía, ella volvió a aga-
charse a su lado. Y esta vez Tapit se subió y ella lo llevó hasta
Patti.
Ése fue el principio de una estrecha relación entre ellos que
desempeñó un papel muy importante en el desarrollo de Tapit.
Gigi, cuando no estaba en celo, empezó a viajar siempre con
Patti y desahogaba su frustrada vocación de madre en Tapit. Lo
llevaba en los viajes, lo acicalaba y jugaba con él; y también lo
protegía mucho. Una vez un macho adolescente papión ante el
que Tapit había estado exhibiéndose perdió repentinamente la
paciencia, lo agarró y lo tiró al suelo, arrastrándolo un corto
trecho. Tapit, que sólo tenía un año, estaba aterrorizado y em-
pezó a gritar. Patti le miró, pero fue Gigi quien entró en acción:
corrió y puso a Tapit en su pecho. Envalentonado por la pre-
sencia de su protectora, Tapit se apartó de ella y de nuevo se
exhibió ante el papión, con el pelo erizado, mientras Gigi le
contemplaba gentilmente. Fue en aquel momento cuando Gigi
agarró a Tapit y subió a un árbol justo a tiempo de evitar un
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
ataque de Goblin. Y una vez, cuando Satán atacó a Patti ha-
ciendo llorar a Tapit que estaba montado en su espalda, Gigi se
exhibió y echó a Satán de allí.
Gigi se comportaba de hecho como una hermana mayor y
con frecuencia podíamos verla con Tapit a veces hasta a unos
treinta metros de donde su madre comía o descansaba. Una vez
me senté con ellos durante un caluroso mediodía mientras Ta-
pit dormía en el regazo de Gigi durante más de media hora y
su madre estaba comiendo en un árbol. Patti, por su parte, pa-
recía encantada con la «canguro». Cuando Gigi estaba cerca
aún se mostraba menos interesada. Una vez, por ejemplo, Tapit
se alejó con Gigi unos cien metros mientras Patti se quedaba
acicalando con un grupo de machos adultos. Su hijo pronto
quedó fuera de vista, e incluso cuando el grupo reaccionó y se
subieron a los árboles en una alarma, Patti parecía totalmente
despreocupada por el bienestar de Tapit. Media hora después
apareció, montado en la espalda de Gigi.
Durante el tercer año de Tapit el trato de Patti se volvió, en
algunos aspectos, más desdeñoso que antes. Durante los viajes
se veía obligado con frecuencia a recorrer rutas extremada-
mente complicadas intentando seguir a su madre. Incluso aun-
que gritara ella raramente se volvía para ayudarlo. Muchas ve-
ces no podía saltar de un árbol a otro a pesar de sus desespera-
dos esfuerzos. Entonces, llorando y gimiendo, tenía que bajar
al suelo y trepar al árbol en el que estaba Patti comiendo. Aun-
que los jóvenes de cuatro o cinco años habitualmente van sobre
la espalda de su madre para cruzar las corrientes de agua rápi-
das, muchas veces Patti dejaba a Tapit atrás, obligándole a es-
pabilarse y a buscar un camino sobre el agua a través de la ve-
getación mientras lloraba con fuerza. Pero si Gigi estaba allí
para tranquilizarlo, todo iba bien. En realidad, ella se volvió
una compañera habitual que lo protegió durante el resto de su
infancia.
No hay duda de que Gigi significó una gran diferencia en
la calidad de vida de Tapit transportándole, preocupándose por
él y tranquilizándole. Su crecimiento fue extraordinario y,
cuando tenía cinco años ya era, como cabía esperar, un notable
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
joven chimpancé. Era sorprendentemente independiente y au-
tosuficiente, capaz de caer en repentinos ataques de ansiedad si
las cosas iban mal. Y entonces, justo antes que Patti diese a luz
a su siguiente cría, Tapit murió de alguna enfermedad desco-
nocida. No deja de resultar irónico que, habiendo superado una
peligrosa infancia, a la que sobrevivió a pesar de su madre, tu-
viese que dejar el mundo cuando ya era independiente.
Pero la vida de Tapit no fue en vano, ya que enseñó a Patti
un montón de cosas sobre el comportamiento materno. Para mi
alegría fue una magnífica madre con su siguiente cría, Tita, y
no mostró ninguna de las conductas inadecuadas que caracte-
rizaron sus primeros contactos con Tapit. Y por eso la tenaci-
dad de Tapit iba a beneficiar de por vida a los jóvenes herma-
nos que nunca conoció y fortaleció la línea de Patti en las futu-
ras generaciones de chimpancés en Gombe.
Gigi empezó a hacer de tía de Tita bastante antes de que
tuviese un año, presumiblemente a causa de que, por aquel en-
tonces, Patti había aceptado a la gran hembra como parte de la
familia. Y a causa de este temprano comienzo, la relación entre
Gigi y Tita fue, en ciertos aspectos, incluso más estrecha que
la que existió entre Gigi y Tapit. El lazo entre las dos hembras
adultas también se fue fortaleciendo. En realidad Gigi, a veces
se sentía molesta si en un viaje perdía contacto accidentalmente
con Patti.
Un día, por ejemplo, Gigi subió a comer a unos quince me-
tros de Patti y Tita. Cerca de cuarenta minutos después bajó y
se dirigió hacia el árbol donde Patti y Tita debían estar. Pero
no estaban allí; se habían marchado unos minutos antes, silen-
ciosamente, a través de la maleza. Gigi miró fijamente por los
alrededores, luego empezó a llorar y gemir como un niño que
ha perdido a su madre. Después de unos momentos ella profirió
una serie de gritos acabando con un alarido que, al menos a mis
oídos, sonó algo así: «¿Dónde os habéis metido?» Momentos
después Patti y su hija aparecieron y las dos hembras se acica-
laron un rato. Entonces Gigi se acercó a Tita, invitó a la cría a
subir a su espalda y se marcharon. Patti no tuvo otro remedio
que seguirlas.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Recuerdo claramente otro día que pasé con ellas. Tras las
horas de calor del mediodía Patti subió a comer, pero Gigi per-
maneció en el suelo y Tita se quedó con ella. Jugó y retozó
alrededor de la gran hembra y luego empezó a golpearla con
una rama verde. Con cara juguetona, Gigi cogió la punta de la
rama y organizaron una especie de batalla. Entonces Gigi se
puso a hacer cosquillas a Tita, que le respondió en seguida,
mordiendo a Gigi en el cuello. Pronto las dos estaban riendo.
Después de diez minutos, Tita se cansó y trepó para jugar sola
colgándose de las ramas. Era muy pacífica. Se oían unos susu-
rros del árbol en el que Patti comía, así como el ruido de un
coro de cigarras. Gigi cerró los ojos y se durmió. De repente la
tranquilidad de la tarde quedó rota por una pelea que había es-
tallado en una cercana tropa de papiones. Tita, sorprendida,
empezó a gritar y Gigi, rápida como un rayo, se puso en pie,
subió al árbol y acercó Tita a su pecho. Llevó a la cría al suelo
y empezó a acicalarla hasta que Tita, con los ojos cerrados, se
relajó completamente. Entonces, cuando Patti acabó de comer,
las tres se desplazaron, con Tita montada, despreocupada y
confianzuda, en la fuerte espalda de la tía Gigi.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
XVII. AMOR
Pobre Gigi. Incapaz de engendrar una cría no pudo encon-
trar el tipo de relaciones tranquilizadoras que son característi-
cas de las madres chimpancés con sus jóvenes crecidos. Deses-
peradamente había buscado contacto con numerosos jóvenes,
pero uno tras otro habían crecido lejos de ella. Estaban ligados
a sus propias madres y este es el lazo más fuerte y más lleno se
significación. Ningún individuo será alimentado, protegido y
cuidado como durante su infancia. Cuando los jóvenes madu-
ran, la relación con la madre se fortalece, convirtiéndose en una
sólida amistad que puede durar toda la vida. También es verdad
que un macho puede forjar una relación parecida con su her-
mano, o incluso con un macho que no sea de la familia. Pero
una hembra, una vez pierde a su propia madre (porque ésta
muere o porque la hija se va a otra comunidad) no volverá a
vivir una relación similar hasta que sus propios jóvenes hayan
crecido.
Cuanto más estrecha es la relación entre dos chimpancés,
mayor es la angustia si se ve amenazado. Puesto que la madre
es para su hijo todo su mundo, no es sorprendente que algunas
crías se depriman tanto en el destete, ya que por primera vez
sienten el rechazo de su madre. Durante los primeros meses de
esta fase una cría casi siempre puede lograr su objetivo me-
diante una gran persistencia. Pero cuando el tiempo pasa la ma-
dre le impide mamar y subir a su espalda con mayor frecuencia
y vigor. Los suaves gemidos de la cría se convertirán en gritos
de frustración y rabietas. El trabajo de la madre se vuelve más
duro y, en algunos casos, es tan estresante para ella como para
su cría. Esto ocurre sobre todo si está intentando destetar a su
primera cría y, faltándole experiencia, es probable que sienta
más remordimiento si es un macho que si es una hembra. ¿Qué
puede hacer una madre cuando el pequeño va hacia ella gri-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
tando histéricamente y se arrodilla, golpeando al suelo y tirán-
dose los pelos? Normalmente lo coge con aspecto atemorizado
y lo abraza: supongo que quiere calmarlo. Pero él, enfadado y
resentido por su rechazo, intenta apartarse. Ella, sin embargo,
lo mantiene agarrado, aunque él la muerda o la golpee, hasta
que se tranquiliza. Las crías hembra suelen conseguir su obje-
tivo con gran sutileza: se va acercando al pezón mientras aci-
calan a su madre y entonces le dan unas rápidas chupadas.
En el pico del destete se produce otro acontecimiento que
la cría percibe seguramente como una nueva amenaza: la ma-
dre vuelve a estar en celo. Ahora, durante este período, va a
estar preocupada con el cortejo y las conductas de los machos
y la consiguiente conmoción. El primer par de ciclos suelen ser
los peores, ya que la situación es nueva, extraña y temible para
el pequeño. Ya hemos visto cómo un macho joven tiende a in-
terferir cualquier cópula que tenga lugar cerca de él. Habitual-
mente, la cosa es bastante tranquila; se limita a correr y a em-
pujar al macho adulto. Pero cuando la hembra es su propia ma-
dre su interferencia es a menudo frenética y golpeará al macho
pretendiente, gritando con angustia. Las crías hembra suelen
sorprenderse más cuando la que copula es su madre, aunque
normalmente ignoran el acto sexual cuando no implica a hem-
bras de la familia.
Aún sabemos pocas cosas de las correlaciones entre la gra-
dual desaparición de la leche materna y la frecuencia con la que
la cría se amamanta, así como de los cambios hormonales de la
madre que preceden y acompañan al desarrollo de la cría si-
guiente. Algunos pequeños maman durante el embarazo de su
madre. Otros son destetados antes de que la madre conciba o
durante los primeros meses de gestación. El nacimiento del si-
guiente bebé indica el comienzo de una nueva era para la cría
anterior, y apenas sorprende que algunos jóvenes se sientan
amenazados. Ya no pueden solicitar la plena atención de su
madre, ni pueden contar más con ir a su espalda o estar en su
cálido nido durante la noche. La infancia queda atrás. Sin em-
bargo, aunque la madre tiene que dedicar toda su atención a la
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
nueva cría, continúa allí para proporcionarle tranquilidad y se-
guridad. Compartirá la comida con él si se lo pide. Acicalará al
mayor más que al menor. El nuevo joven, por lo tanto, aunque
desconcertado al principio, habitualmente se recupera ense-
guida y se va fascinando más y más por el bebé.
Dos de los jóvenes no siguieron el camino habitual hacia la
independencia: Flint y Michaelmas. Los dos continuaron emo-
cionalmente dependientes de sus madres incluso después del
nacimiento de sus hermanos, aunque por diferentes razones. En
el caso de Flint, la causa parece ser la ancianidad de Flo, pues
ella, que en su tiempo fue la mejor de las madres, fracasó con
su última cría. Creo que si no hubiese vuelto a concebir todo
hubiese sido mejor para Flint. Pero aquel último embarazo
restó tantas fuerzas y energías a su anciano cuerpo que, simple-
mente, no pudo destetar a Flint. Rodeado por los poderosos
miembros de su familia, él se había vuelto un crío desmandado,
y cuando Flo intentaba evitar que mamase o que montase a su
espalda él cogía violentas y agresivas rabietas. Flo le consentía
una y otra vez, por lo que aún mamaba cuando nació el pequeño
Flame. Ante la urgente necesidad Flo consiguió destetarlo a
pesar de sus rabietas, pero pareció no poder evitar que fuese a
su nido por la noche o que subiese a su espalda. En realidad, a
veces insistía en ir en su vientre, en la posición infantil, encima
de su hermanita. Al mismo tiempo se fue deprimiendo, jugaba
poco y pasaba largas horas junto a Flo, acicalándola. Esto duró
los seis primeros meses de la vida de su hermana. Pero enton-
ces Flo cogió una neumonía. Se quedó tan débil que ni siquiera
podía hacerse el nido por la noche. Y cuando la encontramos,
echada en el suelo, Flame había desaparecido y nunca le volvi-
mos a ver. Cuando Flo se recuperó, a pesar de la preocupación
física y psicológica de cuidar a un pequeño ya no se preocupó
de evitar que Flint fuese a su nido o que montase a su espalda.
Finalmente Flint dejó de montar, pero tenía entonces ocho años
y Flo ya no podía aguantar su peso.
La historia de Michaelmas fue bastante distinta. Tenía
cinco años cuando su madre, Miff, reanudó sus periodos de
celo. Durante ellos era muy popular y constantemente estaba
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
rodeada por machos de la comunidad. En estos grandes grupos,
con la tensión al máximo, se producían siempre muchas agre-
siones y la propia Miff era atacada bastantes veces. Michael-
mas, que se mantenía junto a su madre a las duras y a las ma-
duras, no sólo se interponía entre su madre y sus pretendientes,
sino que también interfería en los ataques. Durante uno de estos
sucesos se hirió. Por tanto no podía seguir a su familia cuando
viajaban y Miff, que lo había estado destetando antes del acci-
dente, frenaba y permitía al pequeño subir a su espalda. Incluso
después de la llegada del bebé le permitió seguir haciéndolo, y
cuando ella ignoraba sus tristes gemidos, lo llevaba Moeza, su
hermana mayor. Seguramente a causa de su baja forma física,
Miff no intentaba echarlo de su nido y así continuó unido a la
madre y al bebé. Hasta que no tuvo siete años no le vimos hacer
su propio nido, e incluso después solía ir al nido comunitario.
Cuando un joven se va independizando, su relación con su
madre cambia. Todavía es estrecha; la madre aún se muestra
afectuosa, aún constituye una ayuda, pero la tarea de mantener
la proximidad entre ambos recae en el pequeño. Mientras la
madre, aunque esté lista para desplazarse, esperará por un bebé,
o irá a buscarlo si está impaciente, un hijo mayor tendrá que
estar atento a su madre. Esto no significa que ella siempre se
vaya sin él. Pero sí que los dos a veces se separarán. Cuando
esto sucede el hijo se desconcierta. Los fuertes sollozos pun-
tuados por histéricas llamadas emitidos por los jóvenes son
muy característicos. Las madres, normalmente, paran y esperan
al oír estos llantos, pero por algún motivo casi nunca respon-
den. Y por eso los jóvenes aprenden dos cosas: primero, que
deben intentar evitar la repetición de estas experiencias; y se-
gundo, que la separación temporal de su madre no es, después
de todo, el fin del mundo; tarde o temprano volverán a encon-
trarse. Así, termina por llegar un momento, antes para un ma-
cho que para una hembra, en que la cría empieza a abandonar
a su madre durante cortos periodos.
Pero incluso después es probable que el joven pueda sen-
tirse angustiado si se separaba accidentalmente de la madre.
Además, en las ocasiones en que él y su madre quisieran viajar
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
en direcciones distintas, él difícilmente la persuadirá de que
cambie de opinión. Si lo consigue, la separación se evitará, al
menos temporalmente. Un día, en 1982, yo estaba con Fifi y su
familia: Freud, Frodo y Fanni, que tenía un año. Habían des-
cansado una hora más o menos cuando Freud, de once años, se
sentó, miró a Fifi, acercó a Fanni a su pecho y partió hacia el
norte. Fifi que estaba acicalando a Frodo, los miró, se levantó
y los siguió.
Pronto Fanni se liberó y volvió hacia su madre, que se sentó
de nuevo y se reunió con Freud. Cinco minutos después Fifi se
levantó y se dirigió hacia el sur, muy lentamente, para que
Fanni pudiese seguirla bamboleándose tras ella. Instantánea-
mente Freud, aprovechando su oportunidad, agarró a su herma-
nita y marchó en la dirección opuesta. Fifi se detuvo, los miró
de nuevo, se volvió y siguió. No pasó mucho tiempo antes de
que Fanni se librase de Freud, pero apenas dio unos pasos hacia
Fifi, Freud tiró de ella y, a empujoncitos, la persuadió para que
avanzase con él. Viajaron así unos cuantos metros; entonces,
mientras Fanni intentaba escapar otra vez, Freud la agarró por
una pierna, la acercó a sí y la acicaló hasta que ella se quedó
tranquila. Fifi se limitaba a mirar. Después de un par de minu-
tos, Freud se levantó y agarró a Fanni por un brazo. Rápida
como la luz Fifi la cogió por el otro y tiró con fuerza. Freud
cedió enseguida y Fifi, colocando a Fanni en la posición abdo-
minal, se dirigió hacia el sur. Freud fue tras ella mirando al
norte quizás con nostalgia; luego se volvió y anduvo tras su
familia. Mucho después, cuando la familia comía, se oyó por
el este la excitada llamada de unos chimpancés. Freud inme-
diatamente comenzó a moverse hacia los ruidos, pero Fifi con-
tinuó comiendo. Freud volvió, cogió a Fanni y marchó de
nuevo. Fifi pronto los siguió. Unos ochenta metros más allá
Fanni se soltó y volvió con su madre, pero esta vez Fifi se mar-
chó con Freud y la familia se unió al gran grupo.
Todo lo anterior —destete, nacimiento de un nuevo bebé,
separación temporal— sorprende en el momento en que se pro-
duce, pero no es nada comparado con la muerte de la madre, la
final e irrevocable rotura del lazo. Desde luego, las crías que
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
todavía tienen menos de tres años y dependen aún de la leche
materna pueden sobrevivir. Pero hay jóvenes alimentariamente
independientes que pueden deprimirse hasta el punto de lan-
guidecer y morir. Flint, por ejemplo, tenía ocho años y medio
cuando murió la vieja Flo y podía cuidarse solo. Pero era tan
dependiente de su madre que parecía que no iba a sobrevivir
sin ella. Todo su mundo giraba alrededor de Flo, y con su
muerte se convirtió en vacío e insignificante. Nunca olvidaré
como Flint subió lentamente a uno de los árboles altos cerca
del torrente tres días después de la muerte de Flo. Anduvo por
una de las ramas, paró y se quedó inmóvil, mirando a un nido
vacío. Después de unos dos minutos se volvió y, moviéndose
como un anciano, bajó, anduvo unos pocos pasos y se tumbó
con los ojos abiertos mirando frente a sí. Él y Flo habían com-
partido aquel nido poco antes de que Flo muriese. ¿Qué había
pensado cuando estaba de pie, mirándolo? ¿Los recuerdos de
los días felices pasados fueron un bálsamo para su confuso sen-
timiento de abandono? Nunca lo sabremos.
Fue mala suerte que Fifi estuviese lejos del campo los días
siguientes a la muerte de Flo. Si hubiese estado allí para con-
solarlo desde el principio las cosas hubiesen sido bastante dis-
tintas. Él viajó cierto tiempo con Figan y parecía dejar atrás la
depresión con la presencia de su hermano mayor. Pero enton-
ces abandonó el grupo y corrió hacia donde había muerto Flo
y allí se hundió en la más profunda de las depresiones. Cuando
Fifi volvió Flint ya estaba enfermo, y aunque lo acicalaba y lo
esperaba cuando viajaban, él se hallaba falto tanto de ganas
como de fuerzas para seguir.
Flint se fue aletargando, rechazando casi toda la comida
hasta que su sistema inmunitario se debilitó y cayó enfermo.
La última vez que lo vi con vida tenía los ojos hundidos y ge-
mía deprimido, enterrado en la vegetación cerca de donde ha-
bía muerto Flo. Desde luego, intentamos ayudarlo. Yo tuve que
dejar Gombe poco después de la muerte de Flo, pero uno u otro
de los estudiantes se quedaba con Flint cada día, acompañán-
dole, tentándole con todo tipo de comida. Pero nada podía com-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
pensar la pérdida de Flo. El último corto viaje que hizo, pa-
rando a descansar cada muy pocos pasos, fue al sitio exacto
donde había yacido el cuerpo de Flo. Allí se estuvo varias ho-
ras, a veces mirando fijamente al agua. Luchó un poco más, se
retorció y ya no se movió nunca más.
Otros jóvenes, sin embargo, han sido cuidados por sus her-
manos mayores. Y estas adopciones nos proporcionan las his-
torias más sorprendentes, ilustrando claramente la naturaleza
afectiva y protectora de los juveniles y adolescentes hacia sus
hermanos menores. Hemos visto que los machos jóvenes pue-
den ser cuidadores tan eficientes como las hembras. Son, en
verdad, igualmente tolerantes y afectivos. Así se hizo evidente
en la familia de Passion.
Pax tenía cuatro años cuando su madre murió. Había estado
enferma durante unas semanas, moviéndose más y más lenta-
mente, con la cara progresivamente demacrada, agachándose
de vez en cuando en señal de dolor. Aunque llegué a odiarla
cuatro años antes, durante su época infanticida, no podía evitar
sentir pena por ella al final de su vida. En la última tarde estaba
tan débil que temblaba al hacer el menor movimiento. Consi-
guió subir a un árbol bajo el cual se construyó un minúsculo
nido; luego se tumbó, exhausta. La mañana siguiente amaneció
fría y gris con la lluvia cayendo de un cielo plomizo. Passion
estaba muerta. Cayó durante la noche y colgaba agarrada de
unas ramas por un brazo. Sus tres hijos, que estuvieron acom-
pañándola constantemente durante las últimas semanas de su
vida, se encontraban a su alrededor. Pom y Prof se sentaron
mirando el cuerpo de su madre. Pero Pax intentaba mamar una
y otra vez de sus fríos y húmedos pechos. Entonces, ponién-
dose nerviosa, gritando más y más, empezó a tirar de la mano
que colgaba. Estaba tan frenética que en su angustia consiguió
tirarla al suelo. Cuando Passion cayó sin vida en el embarrado
suelo, sus tres hijos examinaron su cuerpo muchas veces. De
vez en cuando iban a por un poco de comida y volvían con ella.
Al transcurrir el día Pax se fue tranquilizando y no volvió a
intentar mamar, pero parecía incluso más deprimido, lloraba
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
suavemente y tiraba de cuando en cuando de la mano de Pas-
sion. Finalmente, antes de que cayera la noche, se marcharon
juntos los tres.
Durante las semanas siguientes Pax mostró muchos signos
de depresión. Estaba apático, no jugaba en absoluto y, como
los jóvenes huérfanos, desarrolló una gran barriga. Pero se re-
cuperó con sorprendente rapidez. Durante un año los tres her-
manos pasaban casi todo el tiempo juntos. Cuando Prof se
aventuraba a viajar un rato con los machos adultos, Pax habi-
tualmente se quedaba con Pom. Pero aunque se mantenían jun-
tos y aunque ella corría para protegerlo Pax, por alguna extraña
razón, nunca se sentaba en la espalda de su hermana: ni siquiera
cuando Pax se quedaba retrasado y gemía durante un viaje con
un grupo de machos adultos; ni en esos casos ella le invitaba a
subir. Al principio, en un despertar de sus instintos maternales,
le suplicaba que subiese. Pero Pax se agarraba a la vegetación
y gritaba histéricamente hasta que ella se detenía. Prof había
intentado llevar también a su hermanito, pero Pax había recha-
zado sus ofertas de la misma inexplicable manera. Y lo mismo
pasaba cuando le ofrecía compartir sus nidos por la noche.
Aunque ellos se lo ofrecían amistosamente, él se negaba. Y así
contemplaban cómo Pax, gimiendo tristemente para sí, se hacía
un nidito por allí cerca. ¡Cuánto nos queda aún por aprender!
Un año después de la muerte de Passion, Pom emigró y se
unió a la comunidad de Mitumba, en el norte. Probablemente
lo hizo porque después de perder a su poderosa madre quedaba
a merced de las hembras de Kasakela, muchas de las cuales,
sin duda, tenían sentimientos hostiles hacia ella. Los chimpan-
cés tienen buena memoria. Pero ya antes de la partida de su
hermana Pax se había pegado a su hermano Prof, siguiéndole
como una persistente y pequeña sombra donde quiera que
fuese. La relación entre ambos había sido siempre afectiva, ya
que Prof, desde el principio, sintió fascinación por Pax y solía
llevarle y jugar con él. Recuerdo una vez que Pax, que sufría
un fuerte resfriado, estornudó ruidosamente. Prof se volvió rá-
pidamente y miró su nariz goteante; entonces cogió unas hojas
y le limpió.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Ahora Prof, un año después de la muerte de Passion, cui-
daba de Pax en muchos aspectos como lo haría una madre, es-
perándolo en los viajes y protegiéndolo. Hasta los seis años Pax
se quedaba desorientado si se separaba de Prof. Y Prof también
se preocupaba. Una vez, por ejemplo, unos dos años después
de la muerte de Passion, los hermanos se fueron en direcciones
distintas cuando el gran grupo en el que estaban comiendo se
separó. Cuando Pax se dio cuenta de que Prof no estaba allí,
empezó a gemir y llorar. Repetidamente subió a los árboles al-
tos, gritando más fuerte e inspeccionando el paisaje. Pero Prof
ya estaba para entonces fuera de su vista y de su voz, por lo que
Pax se quedó junto a Jomeo, haciendo su nido junto al del gran
macho. Incluso gritó durante la noche. Prof, por su parte, dejó
a los otros chimpancés tan pronto como vio lo que había ocu-
rrido y partió en busca de Pax. No vi el reencuentro, pero al
mediodía del día siguiente estaban juntos otra vez.
Hay un incidente que siempre recordaré. Los dos hermanos
estaban viajando en un pequeño grupo con Miff, que estaba en
celo, y Goblin, que hacía valer celosamente sus derechos de
alfa impidiendo a otros machos copular con ella. Él no prestaba
atención cuando Pax la cortejó, por lo que el joven no recibió
amenaza alguna. Miff, sin embargo, parecía irritada por el cor-
tejo de su canijo pretendiente y cuando él insistió le dio una
patada. Pax se vio lanzado a la vegetación que tenía a su es-
palda. ¡Pobre Pax! Agarró una de las más violentas rabietas que
jamás haya visto. Tirándose del pelo, se revolcaba por el suelo
y gritaba más y más fuerte. Goblin, obviamente irritado por el
ruido, miró ferozmente a Pax, y su pelo empezó a erizarse. En
ese momento Prof, que estaba comiendo a cierta distancia, se
acercó corriendo para ver qué sucedía. Por un momento se
quedó contemplando la escena; luego, dándose cuenta de que
Pax estaba en peligro inminente de un severo castigo, agarró a
su lloroso hermano por una muñeca y se lo llevó a rastras.
Hasta que no se alejaron unos veinte metros y se encontraban
fuera de peligro, Prof no le soltó: en aquel momento Pax dejó
de llorar y aceptó acompañar a su hermano.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Gimble tenía ocho años cuando Melissa murió y, aunque
pequeño en edad, podía defenderse solo. A pesar de todo,
quedó desconcertado y un poco aturdido cuando perdió a su
madre. Se dirigió a sus hermanos para encontrar tranquilidad
y, de los dos, de Goblin fue del que más recibió, por lo que
pronto siguió a su hermano a todas partes. Solían comer juntos
en el mismo árbol y Gimble hacía su nido pegado al de Goblin.
De esta manera Goblin, macho alfa y trece años mayor que su
hermano, en muchos aspectos llenó el vacío que dejó Melissa
en la vida de Gimble.
Cuando Winkle murió, Wolfi fue adoptada por su hermana
mayor, Wunda: la historia de la hembra de nueve años y su
hermano de tres es realmente notable. Wolfi, a pesar de su ju-
ventud, mostró menos signos de depresión que otros huérfanos
y es más que probable que se debiera a que la relación entre los
dos hermanos era ya muy estrecha antes de la muerte de Win-
kle. Wunda lo llevaba frecuentemente cuando la familia via-
jaba, no sólo porque estaba fascinada con su hermanito, como
todas las hermanas mayores, sino también porque, desde que él
pudo andar, Wolfi siempre quería seguirla adonde ella fuese.
Una y otra vez Wunda se iba sola, pero volvía al oír el triste
llanto de su hermanito que intentaba seguirla desesperada-
mente. Entonces ella se reunía con él y se marchaban juntos.
No hay que pensar que la estrecha relación de Wolfi con su
hermana afectaba negativamente a los cuidados maternales de
Winkle: era una madre cuidadosa, afectuosa y eficiente de la
cual Wunda, indudablemente, había aprendido muchas cosas
en lo que concierne al cuidado de los pequeños. Cuando Win-
kle murió, Wunda se encargó de todos los deberes de su edu-
cación con naturalidad. Y lo más sorprendente: esta hembra jo-
ven, aún no madura sexualmente, quizás llegó a producir leche
para su hermano menor. Desde luego, él mamaba durante va-
rios minutos cada dos horas más o menos, y se sorprendía si
Wunda intentaba detenerlo. Pero aunque nos acercamos mucho
a ellos no pudimos confirmar que sacase leche de su hermana.
Puede que simplemente encontrara tranquilizante poner los la-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
bios en sus pezones. Skosha era la primogénita y no tenía her-
manos ni hermanas para cuidarla cuando su madre murió
cuando ella tenía cinco años. Durante los dos primeros meses
pasaba la mayor parte de su tiempo con uno u otro de los ma-
chos adultos. Pero entonces se unió a Pallas, una hembra que
había perdido meses antes a su primer hijo. Pallas había sido
una buena compañera de la madre de Skosha, y a menudo nos
habíamos preguntado si eran hermanas; si lo eran, Pallas era la
tía biológica de Skosha. Pero, lo fuesen o no, ambas se volvie-
ron inseparables. Pallas fue una maravillosa madre adoptiva.
Llevaba a Skosha durante los viajes, la esperaba, le daba co-
mida, y era notablemente paciente con esta pequeña, que,
cuando las cosas no iban bien, cogía a menudo violentas rabie-
tas. A cabo de un año Pallas volvió a dar a luz una cría que
debió caer víctima de los ataques de Passion y Pom. Al año
siguiente, sin embargo, Pallas tuvo otro bebé, que sobrevivió,
y en aquellos momentos Skosha ya era un miembro plenamente
integrado de la familia. Y fue una encantadora familia también
para Pallas que, aunque no era una hembra muy sociable, era
una madre juguetona cuya pequeña Kristal, extrovertida y em-
prendedora, se convirtió en nuestra favorita. Pero una obsti-
nada mala suerte seguía a Pallas: cayó enferma y murió cuando
Kristal tenía cinco años. Y así Skosha, después de perder a su
propia madre, perdía también
a su madre adoptiva.
Yo llegué a Gombe poco después. Era descorazonador ver
a las dos huérfanas. Skosha hacía lo imposible para cuidar a
Kristal, pero la cría se deprimió y se volvió letárgica, y la
misma Skosha, que entonces tenía diez años, parecía sola y
desamparada. Se veía que le costaba emprender cualquier ac-
ción. ¿A dónde ir? ¿Qué comer? ¿Cuándo hacer los nidos?
Kristal se mantenía muy unida a Skosha mientras las dos vaga-
ban desanimadas a través de la jungla, dos bebés perdidos en
el bosque. Todos esperábamos que Kristal sobreviviera, pero
continuó languideciendo y nunca recuperó su ánimo anterior.
Nueve meses después de que Pallas muriese, Kristal desapare-
ció.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
En 1987 una epidemia de neumonía barrió a la población
chimpancé de Gombe. Muchos miembros de la comunidad de
Kasakela cayeron enfermos y aunque algunos, como Evered,
Fifi y Gremlin, se recuperaron maravillosamente, murieron
nueve chimpancés. Jomeo, Satán y Little Bee estaban entre los
que se fueron. Otra fue Miff, a la que conocía desde que era
juvenil en 1964. Unos años antes de morir Miff había tenido
una floreciente familia. Pero, primero, Michaelmas (cuya co-
jera, incidentalmente, había desaparecido) enfermó y murió in-
festado de parásitos internos. Luego el joven Mo había muerto
tras una larga enfermedad. Y ahora la propia Miff se había ido,
dejando a su hijito enfermo de tres años, el pequeño Mel. Es-
taba totalmente solo en el mundo; la hija mayor de Miff,
Moeza, estaba aún viva, pero había emigrado, tres años antes,
a la comunidad de Mitumba.
Yo estaba en los Estados Unidos en mi gira anual de con-
ferencias de primavera cuando recibí una carta de Gombe en la
que me comunicaban las noticias. Mel estaba muy débil. Va-
gaba detrás de distintos individuos, principalmente machos
adultos, pero aunque todos le toleraban, ninguno mostró por él
un interés especial. No esperaba volver a ver a Mel de nuevo.
Incluso antes de la muerte de Miff estaba tan delgado con la
barriga tan hinchada y en tal estado de letargia que envié una
muestra fecal para que la analizasen; el informe indicaba una
abundante presencia de distintos tipos de parásitos internos y
no daba muchas esperanzas. Pero entonces recibí un telegrama,
Mel adoptado por Spindle. Yo estaba sorprendida, ya que
Spindle, el hijo de doce años del viejo Sprout, no tenía la menor
conexión con Miff por lo que nosotros sabíamos. ¿Podía durar
una relación así?
Poco después de volver a Gombe me encontré con Mel, aún
vivo y con Spindle. Mirando al pequeño huérfano, con su panza
hinchada, sus delgados brazos y piernas, su pelo mate, me ma-
ravillé del flamante espíritu de lucha que le había permitido,
contra todos los obstáculos, aferrarse a la vida. Me maravillé
también por el interés y el afecto demostrados por su cuidador.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Spindle había sido huérfano, ya que Sprout había muerto du-
rante la misma epidemia que se llevó a Miff y a los demás.
Spindle, desde luego, ya podía cuidarse solo: pero ¿era, quizás,
la sensación de pérdida, un sentimiento de soledad, lo que le
llevó a mantener esa relación con Mel? Cualquiera que fuese
la razón, Spindle resultó ser un fabuloso cuidador. Compartía
su nido nocturno con Mel, y también la comida. Se esforzaba
en proteger al pequeño, apresurándose a retirarlo cuando los
machos adultos parecían excitados. Cuando Mel gemía durante
los viajes, Spindle le esperaba y le permitía subirse a su espalda
o incluso, si llovía y hacía frío, agarrarse en la posición abdo-
minal. De hecho lo llevaba tan a menudo que el pelo aparecía
gastado allí donde Mel se cogía con los pies y Spindle tenía dos
grandes manchas blancas peladas, una a cada lado. El principal
problema que tenía que afrontar Mel, además de la pérdida de
su madre y su pesada carga de parásitos y suciedad en general,
era que Spindle estaba viajando con machos adultos y en aque-
lla época del año recorrían grandes distancias diariamente, bus-
cando frutos mbula caídos. A menudo salían hacia el límite
norte de su territorio durante estas expediciones en busca de
alimento y varias veces, después de escuchar las llamadas de
los machos de la poderosa comunidad de Mitumba, viajaban
silenciosa y rapidísimamente hacia el centro de su territorio.
Era duro para el pequeño Mel, porque Spindle, aunque era muy
paciente, no siempre esperaba a su pequeña carga. Mel tenía
que hacer gran parte del recorrido por su cuenta.
La mayoría de los otros chimpancés, particularmente los
machos adultos, eran sorprendentemente gentiles y tolerantes
en sus contactos con el huérfano. Podía aproximarse sin temor
a cualquiera de ellos para suplicar comida, incluso insistiendo
para coger carne después de una matanza, cuando la tensión
está al máximo entre los individuos. La presunción de Mel pro-
vocaba a lo sumo alguna suave amenaza que le llevaba inva-
riablemente a coger una rabieta. Y a menudo tenía éxito en sus
intentos de pedir un trozo.
Hacia finales de julio, Spindle y Mel se separaron. Mel es-
taba muy angustiado. Durante unos días siguió a uno u otro de
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
los machos adultos, llegando incluso a saltar a sus espaldas en
momentos de súbita excitación. Y luego encontró un sustituto
temporal de Spindle. Increíblemente, fue Pax quien lo acogió.
Sucedió cinco años después de la muerte de Passion y
cuando Pax tenía diez, pero era muy pequeño para su edad,
como la mayoría de huérfanos que sobreviven a la pérdida de
sus madres. Era aún inseparable de Prof; el lazo entre ambos
era más estrecho que nunca. Jamás olvidaré ese verano y los
días que pasé con los dos hermanos y el pequeño Mel. Prof casi
siempre iba el primero mientras Pax, con Mel colgado a su es-
palda, seguía detrás de su hermano por caminos y torrentes.
Incluso llevaba su carga a los árboles más altos. No pasó mu-
cho tiempo antes de que Pax desarrollase el distintivo del ser-
vicio: una mancha blanca pelada a cada lado del abdomen.
Aunque los tres parecían llevarse muy bien, después de unas
semanas Mel se reunió con Spindle y ambos fueron insepara-
bles durante muchos meses.
Un año después de perder a su madre Mel parecía un poco
más saludable: sus brazos y piernas ya no eran como palillos;
su barriga había disminuido y su pelo era más grueso y bri-
llante. También estaba menos deprimido, se mostraba menos
tímido y de vez en cuando se unía a otros jóvenes para jugar.
Aunque la mejoría de su salud fue debida en parte al hecho de
que le habíamos suministrado cierta medicación para los pará-
sitos, hay pocas dudas de que Mel sobrevivió gracias al trato
recibido de Spindle. Cuando tenía cuatro años, sin embargo,
Mel empezó a pasar menos tiempo con su benefactor, y gra-
dualmente, durante el año siguiente, el lazo entre ambos dismi-
nuyó.
Esto fue cuando Mel empezó a viajar con Gigi cada vez más
a menudo. Y con ellos casi siempre estaba Darbi, cuya madre,
Little Bee, había muerto en la misma epidemia que se llevó a
Miff. Darbi tenía un hermano mayor y yo esperaba que la cui-
dase, pero aunque había pasado mucho tiempo con él durante
las semanas siguientes a la muerte de su madre, los dos nunca
se llevaron muy bien. En su lugar, Darbi se unió temporalmente
a dos adolescentes, un macho y una hembra, antes de unirse a
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Gigi. Al correr el tiempo comenzó a ser habitual ver a Gigi,
Darbi y Mel juntos, la gran hembra sin hijos al frente y los dos
pequeños sin madre detrás.
La relación de Gigi con estos huérfanos es de naturaleza
distinta a la que forjara con otras crías jóvenes en el pasado. En
aquellos casos era Gigi la que deseaba la asociación: no sólo
tenía que esforzarse en atraer a las propias crías, sino que tam-
bién tenía que atraer a las madres. Ahora, sin embargo, han sido
Mel y Darbi los que han elegido unirse a Gigi. Gigi les muestra
un pequeño pero evidente afecto y sus amistosos contactos son,
en su mayor parte, simples acicalamientos. Pero ella les pro-
porciona el apoyo que necesitan en un mundo a menudo hostil.
¡Pobre del turbulento adolescente que intente la menor exhibi-
ción!: allí está Gigi para protegerles. Cuando están con ella
pueden relajarse hasta cierto punto, sabiendo que ella tomará
todas las decisiones en cuanto a recordar la ruta, los sitios para
dormir, etc. Pero cuando Gigi está en celo y viaja con los ma-
chos, Mel y Darbi no siempre la siguen, prefiriendo quedarse
solos, lejos de la excitación y la conmoción de los grandes gru-
pos.
Estas dos crías han sobrevivido, pero la carga psicológica
de sus experiencias nunca los abandonará. Cuando miras sus
ojos parecen carecer del brillo y de la curiosidad de los jóvenes
normales de su edad. En muchos aspectos se comportan como
adultos: sus movimientos son deliberados y pasan mucho
tiempo descansando y acicalándose solos. Raramente juegan,
y cuando lo hacen no es con la exuberancia y agitado juego
normal de su edad, sino lenta y tranquilamente. ¿Cómo se com-
portarán como adultos, ellos y cuantos han sufrido similares
traumas en sus primeros años? No podemos obtener las res-
puestas sino esperando, esperando pacientemente, observando
y registrando. Cuando llegué por primera vez a Gombe, los es-
tudios de campo de más de un año de duración eran descono-
cidos. Louis Leakey predijo que tardaría unos diez años en em-
pezar a comprender a los chimpancés. ¡Qué contento estaría si
pudiera ver la investigación que surgió de su sabiduría, allá por
la década de los cuarenta!
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
XVIII. LLENANDO EL VACÍO
Louis Leakey me envió a Gombe con la esperanza de que
una mejor comprensión de nuestros familiares más cercanos
abriría una nueva ventana hacia nuestro pasado. Había acumu-
lado abundantes evidencias que le permitieron reconstruir las
características físicas de los primeros habitantes de África, y
pudo especular sobre el uso de diversas herramientas y otros
artefactos encontrados en los sitios donde vivían. Pero la con-
ducta no se fosiliza. Su curiosidad por los grandes monos se
debía a la convicción de que comportamientos comunes entre
el hombre actual y los chimpancés actuales podían estar pre-
sentes en nuestro antepasado común y, por lo tanto, en los pri-
meros hombres. Entre sus contemporáneos, Louis fue un pre-
cursor en cuanto a las ideas, y hoy su aproximación parece más
valiosa a la vista del sorprendente descubrimiento de que,
como ya he mencionado, el ADN humano sólo difiere del ADN
del chimpancé en algo más del uno por ciento.
Existen grandes muchas similitudes entre la conducta del
hombre y la del chimpancé: los lazos afectivos y de apoyo entre
los miembros de la familia, el largo periodo de dependencia de
la infancia, la importancia del aprendizaje, los patrones de co-
municación no verbal, el uso y la fabricación de herramientas,
la cooperación en las cacerías y ciertas sofisticadas manipula-
ciones sociales por citar sólo unas cuantas. Las similitudes en
la estructura del cerebro y del sistema nervioso central condu-
cen a habilidades intelectuales, sensibilidades y emociones si-
milares en las dos especies. Que esta información de la historia
natural de los chimpancés ha servido de ayuda a aquellos que
estudian a los primeros hombres ha quedado demostrado, una
y otra vez, por la frecuencia con la que los textos de antropolo-
gía hacen referencia a los chimpancés de Gombe. Desde luego,
las teorías sobre el comportamiento de los primeros hombres
no pueden ser otra cosa que especulaciones; no disponemos de
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
una máquina del tiempo y por tanto no podemos presenciar el
amanecer de estas especies para fijarnos en la conducta o seguir
el desarrollo de nuestros antepasados: si investigamos para
comprender algo acerca de estas cosas, debemos sacar el má-
ximo jugo de la menor evidencia disponible. Por lo que yo sé,
las ideas de los primeros humanos atrapando insectos con palos
y limpiándose con hojas parecen sensatas. El pensamiento de
nuestros ancestros saludándose y tranquilizándose uno a otro
con besos o abrazos, cooperando en la protección de su territo-
rio o en la caza y compartiendo comida es atractivo. La idea de
estrechos lazos afectivos entre la familia de la Edad de Piedra,
de hermanos ayudándose, de jóvenes adolescentes reclamando
la protección de sus viejas madres, de hijas adolescentes cui-
dándose de los bebés dota de vida a a las fosilizadas reliquias.
Pero el estudio en Gombe ha hecho bastante más que pro-
porcionar material sobre el que basar nuestras especulaciones
de la vida humana prehistórica. La apertura de esta ventana en
la vida de nuestros parientes vivos más cercanos nos ha pro-
porcionado una mejor comprensión no sólo del lugar de los
chimpancés en la naturaleza, sino también del lugar del hombre
en la naturaleza. Sabiendo que los chimpancés poseen capaci-
dades cognoscitivas que en otros tiempos se creyeron únicas
del hombre; sabiendo que (junto con otros animales «mudos»)
pueden razonar, sienten emociones, dolor y miedo nos senti-
mos humildes. No estamos, como creíamos, separados del
resto del reino animal por un abismo infranqueable. Sin em-
bargo, no debemos olvidar ni por un instante que, aunque no
nos diferenciamos de los monos en cuanto a clase, sino sólo en
cuanto a grado, este grado es abrumadoramente grande. Una
comprensión de la conducta del chimpancé ayuda a iluminar
ciertos aspectos de la conducta humana que son únicos y que
nos diferencian de los otros primates vivos. Sobre todo, hemos
desarrollado habilidades intelectuales que empequeñecen las
del mejor de los chimpancés. A causa del salto entre el cerebro
humano y el de nuestro pariente vivo más cercano, el chim-
pancé, extraordinariamente grande, los paleontólogos buscaron
durante años un esqueleto medio-humano, medio-mono, el
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
puente que permitiera cruzar la brecha que entre seres humanos
y no humanos. De hecho este «eslabón perdido» está formado
por una serie de cerebros desaparecidos cada uno más com-
plejo que el anterior: cerebros que están definitivamente perdi-
dos para la ciencia excepto por las débiles huellas que dejaron
en los cráneos fósiles; cerebros que contienen, en sus intrinca-
das circunvoluciones, el dramático serial de la historia del
desarrollo del intelecto que conduce hasta el hombre moderno.
De todas las características que diferencian a los humanos
de sus primos no humanos, la habilidad de comunicarse a tra-
vés del uso de un sofisticado lenguaje hablado es, creo yo, la
más significativa. En cuanto nuestros antepasados adquirieron
esta poderosa herramienta, pudieron comentar los aconteci-
mientos del pasado y realizar complejos planes a corto y largo
plazo. Podían enseñar a sus hijos explicándoles las cosas, sin
necesidad de demostración práctica. Las palabras otorgaron
sustancia a pensamientos y a ideas que, faltas de expresión, po-
dían haber permanecido indefinidas y carentes de valor prác-
tico para siempre. La interacción mente con mente amplió las
ideas y agudizó los conceptos. A veces, observando a los chim-
pancés, llegué a sentir que, puesto que no disponían de un len-
guaje como el humano, estaban cogidos en su propia trampa.
El conjunto de sus llamadas, posturas y gestos forman un rico
repertorio, un complejo y sofisticado método de comunicación.
Pero es no verbal. Pensaba en cuanto más podrían hacer si pu-
diesen hablar unos con otros. Es verdad que podemos enseñar-
les a usar los signos o símbolos de una especie de lenguaje hu-
mano. Y que tienen habilidades cognoscitivas con las que com-
binar estos signos en frases con sentido. Mentalmente, como
mínimo, podría parecer que los chimpancés están en el umbral
de la adquisición del lenguaje. Pero es obvio que aquellas fuer-
zas que empujaron a los hombres a empezar a hablar no desem-
peñan papel alguno en la configuración del cerebro del chim-
pancé.
Los chimpancés también están en el umbral de otra con-
ducta que es únicamente humana, la guerra. La guerra humana,
definida como conflicto armado organizado entre grupos ha
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
influido profundamente en nuestra historia desde la noche de
los tiempos. Allí donde se hallara el ser humano ha disputado,
en un momento u otro, alguna clase de guerra. Así, parece más
que probable que primitivas formas de guerra estuviesen pre-
sentes en nuestros primeros antecesores y que conflictos de
este tipo desempeñasen un papel importante en la evolución
humana. Se ha sugerido que la guerra puede haber supuesto
una considerable presión selectiva en el desarrollo de la inteli-
gencia y en una cooperación progresivamente sofisticada. Hu-
biera sido un proceso escalonado: cuanto mayores fueran la in-
teligencia, la cooperación y el coraje de un grupo, mayor sería
el desafío a sus enemigos. Darwin fue uno de los primeros en
sugerir que la guerra podría haber ejercido una poderosa in-
fluencia en el desarrollo del cerebro humano. Otros han postu-
lado que la guerra podría ser responsable de la gran diferencia
entre el cerebro humano y el de nuestros más cercanos parien-
tes, los grandes monos: los grupos homínidos con cerebro in-
ferior no podían ganar guerras y eran exterminados.
Así pues, es fascinante y a la vez sorprendente aprender que
los chimpancés muestran una hostil y agresiva conducta terri-
torial no muy distinta de las formas de la guerra humana primi-
tiva. Algunas tribus, por ejemplo, efectúan incursiones en cuyo
transcurso «acechan o se acercan sigilosamente al enemigo,
usando tácticas reminiscentes de la caza», escribe el etólogo
Irenäus Eibl-Eibesfeldt, que ha estudiado la agresión en pue-
blos de todo el mundo. Mucho antes de que la sofisticada gue-
rra evolucionase en nuestra propia especie, los antecesores
prehumanos deben haber mostrado preadaptaciones similares
—o idénticas— a las mostradas por los chimpancés actual-
mente, tales como la vida en grupo, la cooperación temporal,
la cooperación en la caza y el uso de armas. Otra preadaptación
necesaria hubiera sido el temor inherente, u odio, a los desco-
nocidos, a veces expresado en agresivos ataques. Pero atacar a
individuos adultos de la misma especie es siempre un asunto
peligroso y por ello, en las sociedades humanas de los tiempos
históricos, ha sido necesario entrenar a los guerreros con obje-
tos culturales tales como la gloria, la condena de la cobardía,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
el ofrecimiento de altas recompensas al valor en el campo de
batalla y el énfasis en la conveniencia de practicar deportes «vi-
riles» durante la infancia. Los chimpancés, sin embargo, parti-
cularmente los machos adultos jóvenes, encuentran los conflic-
tos inter-grupos claramente atractivos, a despecho del peligro.
Si los jóvenes machos prehumanos también hubieran encon-
trado excitación en encuentros de este tipo, ello probaría una
firme base biológica para la glorificación de los guerreros y de
la guerra.
Entre los humanos, los miembros de un grupo pueden verse
a sí mismos muy distintos de los miembros de otro grupo y
pueden tratar de manera distinta a los individuos según perte-
nezcan o no a dicho grupo. En realidad, los miembros que no
son del grupo pueden incluso ser «deshumanizados» y consi-
derados casi como criaturas de otra especie. Cuando esto su-
cede la gente se libera de cuantas inhibiciones y sanciones so-
ciales operan dentro de su grupo, y así pueden comportarse con
los miembros de otro grupo de un modo que no tolerarían en el
suyo. Entre otras cosas, eso conduce a las atrocidades de la
guerra. Los chimpancés también muestran diferente conducta
hacia los que son de su grupo y los que no lo son. Este sentido
de identidad de grupo es fuerte y reconocen claramente a los
que pertenecen a su grupo y a los extraños: los que no son
miembros de la comunidad pueden ser atacados tan ferozmente
que mueran de sus heridas. Y esto no es simplemente un
«miedo a los extraños»; los miembros de la comunidad de
Kahama son reconocidos por los agresores de Kasakela y ata-
cados con brutalidad. Al estar separados, es como si perdiesen
su «derecho» a ser tratados como miembros del grupo. Ade-
más, algunos patrones de ataque dirigidos a miembros de otros
grupos nunca se han observado entre miembros de la misma
comunidad: miembros dislocados, piel rasgada, ingestión de
sangre. Las víctimas han sido así, con toda intención y propó-
sito, «despojadas ideológicamente de su condición de chim-
pancés»; ya que estas costumbres suelen observarse cuando un
chimpancé está intentando matar una presa animal adulta, un
animal de otra especie.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Los chimpancés, como resultado de una conducta desacos-
tumbradamente hostil y violentamente agresiva hacia los indi-
viduos que no pertenecen al grupo, han alcanzado claramente
un nivel en el que están cerca de la capacidad de destrucción,
crueldad y planificación de conflictos de los hombres. Si desa-
rrollasen algún día el poder del lenguaje ¿no podrían abrir la
puerta y declarar la guerra al mejor de nosotros?
¿Y el otro lado de la moneda? ¿A qué nivel están los chim-
pancés respecto a nosotros en la expresión del amor, la compa-
sión y el altruismo? Porque la conducta brutal y violenta es fá-
cil de observar, es fácil también quedarse con la impresión de
que los chimpancés son más violentos de lo que son en reali-
dad. De hecho, los contactos pacíficos son mucho más corrien-
tes que los agresivos; las amenazas débiles son más comunes
que las fuertes; las amenazas son mucho más frecuentes que las
peleas; y los combates serios con resultado de lesiones son ra-
ros comparados con otros de corta duración y relativamente
inocuos. Además, los chimpancés poseen un rico repertorio de
conductas que sirven para mantener o restaurar la armonía so-
cial y promover la cohesión entre los miembros de la comuni-
dad. Los abrazos, besos, palmaditas y apretones de mano sirven
como saludos después de una separación, o son utilizados por
los miembros dominantes para tranquilizar a sus subordinados
después de una agresión. Las largas y pacíficas sesiones de re-
lajado acicalamiento. El reparto de comida. El interés por la
enfermedad o las heridas. La disposición para ayudar a compa-
ñeros en peligro, incluso cuando comporta arriesgar la vida o
la integridad de algún miembro. Todas estas conductas recon-
ciliadoras, amistosas y de ayuda están, sin duda, muy cerca de
nuestras cualidades de compasión, amor y sacrificio.
En Gombe el cuidado de los enfermos no es una conducta
habitual entre los chimpancés no emparentados. De hecho, un
individuo malherido es a veces esquivado por sus compañeros
no familiares. Cuando Fifi, que se hirió en la cabeza, solicitaba
repetidamente acicalamiento a los otros miembros de su grupo,
ellos miraban la herida (donde se podían ver gusanos y moscas)
y se iban corriendo. Pero su hijo la acicalaba cuidadosamente
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
alrededor de la herida y a veces la lamía. Y cuando la vieja
Madam Bee yacía moribunda después de un asalto de los ma-
chos de Kasakela, Honey Bee pasaba muchas horas cada día
acicalando a su madre y apartando a las moscas de sus terribles
heridas. Hay grupos de chimpancés cautivos, cuyos individuos
han crecido juntos y que se conocen como si fueran de la
misma familia, que celosamente se quitarán el pus de las heri-
das y espantarán los insectos. Uno de ellos sacó un grano de
arena del ojo de un compañero. Una joven hembra desarrolló
el hábito de limpiar los dientes de sus compañeros con palitos.
Encontraba la tarea particularmente fascinante cuando los
dientes de leche estaban gastados ¡incluso realizó un par de ex-
tracciones! Tales manipulaciones son en su mayor parte debi-
das a la fascinación por la actividad en sí misma y casi siempre
derivan del acicalamiento social. Los resultados, sin embargo,
son a veces beneficiosos para los receptores y, junto al interés
tan a menudo mostrado por los miembros de la familia, este
tipo de conducta proporciona una base biológica para la emer-
gencia del compasivo cuidado de la salud en el hombre.
Entre los primates no humanos en libertad es raro que los
adultos compartan comida con otros, aunque es característico
que las madres la compartan con sus jóvenes. En la sociedad
chimpancé, sin embargo, incluso los adultos no emparentados
la comparten frecuentemente con otros, aunque es más proba-
ble que lo hagan con sus mejores amigos. En Gombe se ha ob-
servado a los adultos compartir entre sí durante las comidas de
carne, cuando el poseedor permite al que suplica con una mano
extendida u otro gesto de solicitud arrancar un pedazo. En este
aspecto algunos individuos son mucho más generosos que
otros. A veces otras comidas de escaso suministro, como los
plátanos, se comparten también. Entre los chimpancés cautivos
se ha podido observar un trato equitativo en el reparto.
Wolfgang Kohler, «en interés de la ciencia», encerró una vez
al joven macho Sultán en una jaula sin su cena, mientras ali-
mentaba fuera a la vieja hembra Tschego. Cuando se sentó a
comer, Sultán cayó en un frenesí llamándola, gimiendo, gri-
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
tando, tendiendo sus brazos hacia ella e incluso lanzando bo-
cados de rabia en su dirección. Finalmente (cuando ya estaba
seguramente ahíta) ella reunió cierta cantidad de comida y la
puso en la jaula.
Los científicos suelen explicar el hecho de que los chim-
pancés compartan la comida como la mejor manera de librarse
de algo molesto: las súplicas de un compañero. A veces esto es
indudablemente cierto, ya que los individuos suplicantes pue-
den ser extraordinariamente persistentes. A menudo el indivi-
duo poseedor del objeto deseado demuestra una paciencia y to-
lerancia realmente notables. Por ejemplo, en una ocasión la
vieja Flo quería el pedazo de carne que Mike estaba masti-
cando. Le suplicó, con las dos manos en su hocico, durante más
de un minuto. Poco a poco acercando sus labios más y más
hasta ponerlos a menos de tres centímetros de Mike. Al final él
la recompensó, pasándole el trozo (bien masticado por aquel
entonces) directamente de su boca a la suya.
¿Y qué decir de la alimentación de Tschego al joven Sul-
tán? Ella debió estar harta de su rabieta, pero podría haberse
alejado. Robert Yerkes cuenta que ofrecieron a una hembra
zumo de fruta con una taza a través de las barras de su jaula.
Ella se llenó la boca y luego, respondiendo a las súplicas que
llegaban de la jaula vecina, fue hasta allí y transfirió el zumo a
la boca de su amigo. Entonces volvió a por más, que se le dio
de la misma manera. Y así continuó hasta que se vació la copa.
Hacia el final de la vida de Madam Bee hubo en Gombe un
verano desacostumbradamente seco y los chimpancés se veían
obligados a cubrir grandes distancias entre una fuente de co-
mida y la siguiente. Madam Bee, vieja y enferma, a veces se
cansaba tanto durante estos trayectos que no le quedaban ener-
gías ni para trepar a por un poco de comida. Sus dos hijas daban
grititos de alegría y subían a comer, pero ella simplemente se
quedaba debajo, exhausta. En tres ocasiones distintas Little
Bee, la hija mayor, después de comer unos diez minutos, bajó
con comida en la boca y en una mano; luego fue y colocó la
comida de su mano en el suelo junto a Madam Bee. Las dos se
sentaron juntas, comiendo. La conducta de Little Bee no era
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
sólo una demostración de donación voluntaria, sino que tam-
bién mostraba comprensión de las necesidades de su vieja ma-
dre. Sin esa comprensión no habría empatía ni compasión. Y,
tanto en los chimpancés como en los humanos, estas son las
cualidades que llevan a la conducta altruista y al servicio a los
demás.
En la sociedad chimpancé, aunque casi todos se exponen,
hay ejemplos de individuos que se arriesgan a resultar heridos
o a morir para ayudar a compañeros que no son de su familia.
Evered una vez se expuso a la furia de un papión macho adulto
para rescatar al adolescente Mustard que chillaba, atrapado, du-
rante una cacería de papiones. Y cuando una hembra enfure-
cida cogió a Freud durante una cacería de jabalí de río, Gigi
arriesgó su vida por salvarlo. La hembra de jabalí lo había co-
gido por detrás, y Freud, dejando ir a su jabato, lloraba y lu-
chaba por escapar cuando llegó Gigi con el pelo erizado. La
hembra se dirigió hacia Gigi y Freud, sangrando, pudo escapar
a un árbol.
En algunos zoológicos los chimpancés se guardan en islas
artificiales rodeadas de fosos llenos de agua. También de aquí
nos han llegado relatos heroicos. Los chimpancés no saben na-
dar y, a menos que sean rescatados, se ahogan si caen en aguas
profundas. A pesar de esto, algunos individuos han efectuado
en ocasiones esfuerzos heroicos para salvar a sus compañeros
de morir ahogados, y a veces con éxito. Un macho adulto per-
dió la vida cuando intentaba rescatar a un pequeño cuya incom-
petente madre había permitido que cayese en el agua.
Todas aquellas especies animales en las que los padres pa-
san tiempo y gastan energías para educar a sus jóvenes, arries-
garán la vida cuando la ocasión lo requiera en defensa de sus
vástagos. Es mucho más inusual en un adulto mostrar este com-
portamiento hacia un individuo que no sea de su familia. Des-
pués de todo, si se presta ayuda a un pariente, que lleva parte
de los propios genes, dicha acción beneficiará al propio clan en
su lucha por sobrevivir; aun en el caso de resultar herido du-
rante la acción. De estas raíces básicamente egoístas parte la
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
más sofisticada forma de altruismo: el que ayuda a otro cuando,
si no hace nada, uno no tiene nada que perder.
A medida que los antecesores de los chimpancés (e, inci-
dentalmente, nuestros) fueron desarrollando gradualmente ce-
rebros más complejos, el periodo de dependencia infantil se fue
alargando y la madre se vio obligada a emplear cada vez más
tiempo y energía en la cuidado de la familia. Los lazos madre-
hijo se hicieron más duraderos. Las descendientes de las ma-
dres más cuidadosas y eficientes prosperaron y se convirtieron
a su vez en buenas y cuidadosas madres con tendencia a pro-
ducir más descendencia. Los jóvenes no tan bien cuidados te-
nían menos oportunidad de supervivencia, y los que sobrevi-
vían solían ser débiles y con menos probabilidades de fundar
familias. Así, el amor y la nutrición competían en el sentido
genético con otras conductas más egoístas. Desde los eones, las
tendencias de ayuda y protección, que originariamente se desa-
rrollaron para la eficaz crianza de los jóvenes, se infiltraron
gradualmente en el acervo genético del chimpancé. Hoy obser-
vamos, una y otra vez, que la angustia de un miembro no fami-
liar, pero bien conocido, de la comunidad puede suscitar autén-
tico interés en un compañero y su deseo de ayudar.
Compasión y autosacrificio constituyen dos de las cualida-
des más valoradas en nuestra civilización occidental. En algu-
nos casos —como cuando alguien arriesga su vida para salvar
a otro— el acto altruista viene probablemente motivado por el
mismo complejo inherente a las conductas de ayuda que hacen
que un chimpancé ayude a su compañero. Pero hay incontables
momentos en que el resultado queda oscurecido por factores
culturales. Si sabemos que ése otro, especialmente un familiar
cercano o un amigo, está sufriendo, nosotros mismos nos sen-
timos mentalmente afectados, a veces hasta la angustia. Sólo
ayudando (o intentando ayudar) podemos aliviar nuestro dolor.
¿Significa, entonces, que cuando actuamos altruistamente lo
hacemos sólo para sentirnos mejor con nosotros mismo?
¿Que nuestra ayuda, analizada hasta sus últimas consecuen-
cias, no es sino un deseo egoísta de tranquilizar nuestra con-
— 241 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
ciencia? Se puede especular interminablemente sobre los mo-
tivos humanos para ayudar a los demás ¿Por qué enviamos di-
nero para los niños hambrientos del Tercer Mundo? ¿Porque
otros nos aplaudirán y nuestra reputación se verá realzada? ¿O
porque los niños hambrientos evocan en nosotros un senti-
miento de piedad que nos incomoda? Si nuestro motivo es me-
jorar socialmente o aliviar nuestra incomodidad, ¿no es la nues-
tra una acción básicamente egoísta? Es posible; pero siento in-
tensamente que no deberíamos permitirnos argumentos reduc-
cionistas de tal suerte que puedan desvirtuar aquello que ins-
pira la naturaleza de muchos actos humanos de altruismo. El
hecho real es que nos sentimos angustiados por el dolor de in-
dividuos que no conocemos, y con eso está dicho todo.
Somos, desde luego, una especie compleja e infinitamente
fascinante. Llevamos en nuestros genes, transmitidos desde
nuestro lejano pasado, tendencias agresivas profundamente
arraigadas. Nuestros patrones de agresión difieren poco de los
observados en los chimpancés. Pero mientras los chimpancés
carecen, hasta cierto punto, del conocimiento del dolor que in-
fligen, sólo nosotros, creo yo, somos capaces de la auténtica
crueldad: la deliberada inflicción de dolor físico o mental a
criaturas vivas a pesar, o incluso a causa de, nuestro exacto co-
nocimiento del dolor que provocamos. Sólo nosotros podemos
torturar. Sólo nosotros, seguramente, somos capaces de lo peor.
Pero no olvidemos tampoco que el amor y la compasión
están igualmente arraigados en nuestra herencia como prima-
tes, y en esta esfera también nuestra sensibilidad es de un orden
superior de magnitud que las de los chimpancés. El amor hu-
mano es el éxtasis derivado de la perfecta unión entre el cuerpo
y la mente, lo que lleva a unas alturas de pasión, comprensión
y ternura a la que no llegan los chimpancés. Y mientras los
chimpancés responden, realmente, a la inmediata necesidad de
un compañero afligido aunque ello suponga un riesgo para sí
mismos, sólo un ser humano es capaz de realizar actos de au-
tosacrificio con pleno conocimiento del precio que quizás
tenga que pagar no sólo en el momento mismo, sino también
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
en el futuro. Un chimpancé no posee la capacidad conceptual
de convertirse en mártir y ofrecer su vida por una causa.
Así, puesto que nuestra maldad es peor, inconmensurable-
mente peor, que la peor de las acciones concebibles en nuestros
más cercanos parientes, permítasenos confortaros con la cons-
ciencia de que nuestra bondad puede ser incomparablemente
mejor. Además, hemos desarrollado un sofisticado mecanismo,
el cerebro, que nos permite, si así lo queremos, controlar nues-
tras odiosas tendencias heredadas de agresión. Tristemente, he-
mos obtenido un pobre éxito a este respecto. Sin embargo, de-
beríamos recordar que somos la única forma viviente sobre el
planeta capaz de reprimir, por elección consciente, los dictados
de nuestra naturaleza biológica. Por lo menos, ésa es mi creen-
cia.
¿Y los chimpancés? ¿Se encuentran al final de su progre-
sión evolutiva? ¿O serán esas presiones sobre su hábitat fores-
tal las que, andando el tiempo, los situarán en el camino que
tomaron nuestros antecesores prehistóricos, produciendo mo-
nos que serán cada vez más humanos? Parece improbable; la
evolución no se repite a sí misma. Probablemente los chimpan-
cés se convertirán en algo diferente; por ejemplo, podrían desa-
rrollar el lado derecho del cerebro a expensas del izquierdo.
Pero la cuestión es puramente académica. No tendrá res-
puesta hasta dentro de miles de años, aunque ahora ya está
claro que los días de los grandes bosques africanos están con-
tados. Si los propios chimpancés sobreviven en libertad, será
en aisladas parcelas de bosque avaramente concedidas donde
las posibilidades de cambios genéticos entre los distintos gru-
pos sociales serán limitadas o imposibles. Y, a menos que ac-
tuemos pronto, nuestros parientes más cercanos sólo existirán
en cautividad, condenados, como especie, a la esclavitud del
hombre.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
XIX. PARA VERGÜENZA NUESTRA
Incluso los chimpancés de Gombe están amenazados por la
imparable marcha de la expansión humana. Estaba pensando
en esto durante una de mis recientes visitas mientras seguía a
un gran grupo de chimpancés hacia los prados abiertos de las
cumbres de la cordillera. Me hallaba sin aliento cuando llega-
mos a nuestro destino, una gran arboleda de muhandehande.
Cuando los chimpancés, con sonoras expresiones de alegría,
empezaron a comer las dulces frutas, me senté en una roca que,
a la sombra de un arbolito, conservaba aún el frescor del aire
nocturno. Nos hallábamos casi en la cumbre del mundo de los
chimpancés, bajo el pálido cielo de la mañana. A nuestros pies
la tierra descendía, abrupta unas veces, suave otras, hacia el
gris azulado del lago Tanganika. Líneas y manchas verdes
emergían justo debajo de los dorados montecillos y de las cres-
tas de las resecas cordilleras y, gradualmente, se oscurecían y
espesaban para luego converger en un laberinto de barrancos y
gargantas hundidos en los valles densamente poblados de ár-
boles. Hacia el norte, hacia el sur, un valle sucedía a otro valle,
llevando cada uno sus arroyos de rápida corriente hacia el
oeste, desde la divisoria de aguas, en las cumbres, hasta el lago.
El parque nacional de Gombe, estrecha franja de terreno
accidentado que se extiende algo menos de dieciséis kilómetros
a lo largo de la costa del lago, constituye un pequeño y conmo-
vedor baluarte para las tres comunidades de chimpancés que
viven allí. Porque, aunque aún pacen libremente, están efecti-
vamente prisioneros; su refugio está rodeado por tres de sus
lados por ciudades y tierra cultivada, mientras que en la cuarta
frontera, la costa del lago, permanecen acampados más de mil
pescadores. Sin embargo, estos ciento sesenta chimpancés es-
tán más seguros que casi todos los otros chimpancés libres en
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
África, excepto aquellos que ocupan los pocos sitios absoluta-
mente remotos en la zona central del límite de la especie. Por
lo menos, en Gombe no hay caza.
Me senté allí, disfrutando de la fresca brisa, contemplando
el reducido reino de los chimpancés. Cuando llegué a Gombe
en 1960 se podía subir a la cumbre de la cordillera y al este;
hasta donde se extendía la mirada todo estaba habitado por
chimpancés. Los bosques y las junglas, santuario de la vida sal-
vaje, se extendían sin interrupción desde el extremo norte del
lago hasta la frontera sur de Tanzania y hasta más allá. Enton-
ces debían vivir en Tanzania cerca de diez mil chimpancés,
mientras que en la actualidad no quedarán más de dos mil qui-
nientos. Pero al menos los que quedan están protegidos en dos
parques nacionales, el de Gombe y el área mucho más grande
de Mahale Mountains, en el sur. Hay también algunas reservas
donde los chimpancés todavía viven en parecida seguridad.
Ninguno de los pueblos de Tanzania se come los chimpancés
ni la exportación de chimpancés vivos ha sido nunca un nego-
cio floreciente. En muchos otros países africanos en los que
todavía viven chimpancés su situación es bastante peor.
A principios de siglo se encontraron chimpancés por cien-
tos de miles en veinticinco naciones africanas. En cuatro países
ya han desaparecido completamente. En otros cinco, la pobla-
ción es tan pequeña que la especie no podrá sobrevivir mucho
tiempo. En once países las poblaciones no llegan a cinco mil.
E incluso las cinco fortalezas centrales de los chimpancés están
perdiendo terreno ante el crecimiento de las necesidades y po-
blaciones humanas. Los bosques son arrasados para viviendas
y cultivos. La explotación forestal y minera penetran cada vez
más profundamente en sus hábitats naturales, y las enfermeda-
des humanas, a las que todos los chimpancés son susceptibles,
penetran con ellas. Además, las menguantes poblaciones de
chimpancés se van fragmentando y la diversidad genética se va
perdiendo hasta que, en muchos casos, los pequeños grupos de
supervivientes no pueden mantenerse mucho tiempo. En algu-
nos países de África Central y Occidental los chimpancés se
cazan para su consumo. Pero incluso en lugares donde no se
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
comen, las hembras a menudo son atrapadas o perseguidas con
perros y escopetas, o incluso envenenadas para capturar sus
crías y venderlas a negociantes que las introducen en el mer-
cado internacional del espectáculo y en industrias farmacéuti-
cas, o las venden como «animales de compañía» a quien las
quiera comprar.
Oí unas risas en un árbol cercano. Las dos hijas de Fifi,
Fanni y Flossi, ahítas de comida, habían empezado a jugar.
Cuando las miré, la cría más reciente de Fifi, el pequeño Faus-
tino, tocó uno de los frutos que su madre estaba masticando y
luego se lamió los dedos. Varios chimpancés, saciado su ape-
tito, bajaron al suelo y se tumbaron. Gremlin y Galahad estaban
cerca de mí y, aunque yo las observaba, la cría se durmió, rela-
jada por el acicalamiento de los dedos de su madre. Estaban a
ciento cincuenta metros de donde yo estaba y una vez más me
sorprendí por la absoluta confianza que mostraban y cuán pa-
téticamente seguros estaban de mi responsabilidad hacia ellos:
nunca debía quebrar dicha confianza. Galahad, quizás soñando,
agarró de repente el pelo de su madre. Gremlin respondió ins-
tantáneamente cogiéndolo, tranquilizándolo incluso mientras
dormía, de manera que volvió a relajarse. Mirándolos pensé,
como hoy pienso a menudo, en el triste destino de centenares
de chimpancés africanos. En las madres muertas, en las crías
arrebatadas de sus manos que aturdidas, aterrorizadas y heridas
se ven arrastradas a una nueva y amarga vida. Una vida estéril
y fría, siempre sin los tranquilizadores brazos de su madre, sin
el confort y la nutrición de sus pechos.
El negocio, totalmente morboso, de capturar crías de chim-
pancés con cualquier objetivo no es sólo cruel, sino además
constituye un auténtico derroche. Las armas de los cazadores
son en su mayoría viejas e inseguras. Muchas madres escapan
heridas, sólo para morir más tarde de sus lesiones. Sus crías
seguramente también morirán. A menudo sucederá lo mismo
con los jóvenes, particularmente cuando las armas son rudi-
mentarias y cargadas con pedazos de metal. Y si otros chim-
pancés corren en defensa de la madre y el hijo, dispararán tam-
bién sobre ellos.
— 246 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Sólo ocasionalmente los cazadores fracasan. Hay una his-
toria verídica de dos cazadores que partieron en busca de un
joven chimpancé. Después de tres días, durante los cuales dis-
pararon sobre cuatro madres, tres de las cuales escaparon heri-
das y otra fue asesinada junto a su cría, localizaron y mataron
a una quinta.
Ésta cayó al suelo, con su cría aún viva. El hombre bajó el
arma y fue a coger al aterrorizado crío, que se agarraba con
fuerza a su madre moribunda gritando con desesperación. De
repente hubo un estruendo en la maleza y un macho chimpancé
adulto, con el pelo erizado, cargó hacia ellos. Con un rápido
movimiento escalpó —arrancó el cuero cabelludo— a uno de
los cazadores. Agarró al otro y lo lanzó contra unas rocas, rom-
piéndole varias costillas. Luego cogió a la cría y se la llevó ha-
cia el bosque. La primera vez que escuché la historia creí que
el pequeño habría muerto. Pero eso fue antes de que viésemos
a Spindle cuidando al pequeño Mel, lo que nos permitió supo-
ner que el macho justiciero había mostrado una conducta pare-
cida y que el joven era tan tenaz como Mel. Los dos hombres
consiguieron llegar a un hospital, donde se recuperaron y fue-
ron encarcelados después.
Tales incidentes, sin embargo, son poco corrientes. Para la
mayoría de las crías la muerte de su madre lleva a un cambio
radical y provoca una sucesión de nuevas experiencias. Des-
pués de esa brutal separación, la cría debe soportar la pesadilla
de un viaje a un poblado nativo o al campamento del comer-
ciante. El cautivo, a menudo con los pies y las manos atados
con cuerdas, se ve metido en una pequeña caja o cesta, o guar-
dado en un saco sofocante. Y con el profundo cambio, con el
nuevo ambiente de cautividad, la libertad, la comodidad y la
alegría quedan muy, muy lejos. Y no nos olvidemos que una
cría de chimpancé sufre de la misma manera, emocional y men-
talmente, como sufriría un niño humano.
Muchos jóvenes no sobreviven a estos viajes porque en ruta
no reciben la menor atención. Los que resisten llegan en un
estado lamentable. Muchos están heridos, todos deshidratados,
sufriendo por el «shock». Es muy improbable que recobren la
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
confianza y la alegría, ya que las condiciones que prevalecen
en tales lugares son típicamente precarias y los niveles de cui-
dados atroces. Y mientras esperan el embarque hacia su destino
final, más crías morirán aún. Los supervivientes deben soportar
el traslado a distintos lugares alrededor del mundo. Los retrasos
en los aeropuertos son corrientes y pocos alimentan a los ani-
males cautivos. A menudo la salida es de hecho ilegal, por lo
que los traficantes, y quienes los pagan, hacen lo posible por
ocultar la naturaleza de la carga. Estos traficantes son auténti-
cos malvados. Engordan y se enriquecen con la sangre de estos
inocentes, como los que traficaban con esclavos humanos hace
muchos años.
Es sorprendente que algunos jóvenes salgan vivos de esos
cajones de transporte llenas de aire viciado. Pero a veces lo
consiguen, contra todo pronóstico. Como los supervivientes de
los campos de concentración del Tercer Reich, estos pequeños
chimpancés muestran una sorprendente tenacidad para sobre-
vivir. Pero incluso su llegada no es necesariamente el final del
trayecto; algunos deben viajar por tortuosos caminos para que
su país de origen quede disimulado. Es por eso que pueden ser
importados como nacidos en cautividad a países que no acep-
tan importar chimpancés nacidos en libertad procedentes de
África. Y por eso el número de vidas malgastadas continua cre-
ciendo. Estos jóvenes que, eventualmente, llegan vivos a su
punto de destino final suelen estar tan débiles, tan castigados
emocionalmente, que es imposible que recuperen la salud. Se
ha estimado que entre diez y veinte chimpancés mueren por
cada cría que sobrevive al final de su primer año en su último
destino.
Mis pensamientos se interrumpieron cuando el grupo de
chimpancés, alimentado y descansado, empezó a bajar de la
montaña. Cuando seguía a Fifi y a su familia mi placer del prin-
cipio se veía turbado por una profunda depresión. La vista de
Faustino disfrutando de las atenciones de su madre y sus dos
hermanas mayores me recordaba constantemente a todas las
crías arrebatadas tan bruscamente de parecidos grupos familia-
res.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
¿Qué ocurre con los pocos que sobreviven al horror de la
captura y el transporte? ¿Qué les ofrecemos como recompensa
a su resistencia? Demasiado a menudo, sus vidas serán tan des-
dichadas y tristes que más les hubiera valido morir durante
aquellos primeros meses de su cautiverio a manos humanas.
Muchas crías nacen en cautividad con un futuro igualmente
crudo. Lo mejor que estos chimpancés prisioneros pueden es-
perar es terminar en un buen zoológico. Y es triste decirlo, pero
son pocos aún los zoológicos que ofrecen buenas condiciones
de vida a los chimpancés. A causa de que los chimpancés adul-
tos son demasiado fuertes y escapan con facilidad, las jaulas
que pueden proporcionarles un ambiente adecuado son caras.
Por eso innumerables chimpancés languidecen en pequeñas
celdas de barrotes de acero y suelo de cemento en todas partes
del mundo. Algunos de estos desgraciados tienen dos o tres
compañeros con quien compartir su encarcelamiento; otros de-
ben sufrir solos más de cincuenta años de completo aburri-
miento. Se frustran y se vuelven apáticos y, finalmente, psicó-
ticos. Las condiciones tienden a ser particularmente tristes en
muchos zoológicos africanos y del Tercer Mundo, cosa apenas
sorprendente en vista del hecho de que también centenares de
Beses humanos deben soportar allí la miseria. Pero no hay ex-
cusa para las sorprendentes condiciones que aún prevalecen en
muchos zoológicos de Europa y los Estados Unidos.
Tampoco hay excusa para el abuso de chimpancés jóvenes
en la costa sur de España y en las zonas costeras de las Islas
Canarias. Estos jóvenes, traídos ilegalmente al país desde
África, están sujetos a años de miseria en manos de un grupo
de fotógrafos que hacen su negocio durante la temporada de
vacaciones, ofreciendo a los turistas la oportunidad de ser fo-
tografiados sosteniendo a un joven chimpancé vestido con ro-
pas de niño. Las fotos sirven como recuerdo de unas placente-
ras vacaciones al sol en un país que parece más exótico a causa
de la presencia de animales salvajes. Después de todo, no se
pueden ver chimpancés en los paseos de Brighton, ni en Bla-
ckpool, ni en la Riviera Francesa.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
El turista casual no tiene ni idea del sufrimiento infligido a
estas patéticas crías. Durante el día los obligan a transitar bajo
un sol de justicia. Por la noche, algunos deben soportar clubs
nocturnos y discotecas, donde sus ojos se inflaman en una at-
mósfera cargada de humo y cuyo ruido debe ser angustioso
para sus sensibles tímpanos. Llevan los pies metidos en zapatos
que no tienen la forma adecuada para sus dedos. Llevan paña-
les (que apenas se cambian) bajo unos pantalones de plástico
de manera que sus traseros se irritan, con el consiguiente dolor.
La mayoría de ellos están muy drogados. Se les disciplina a
golpes y a algunos también con la punta de un cigarrillo encen-
dido. A medida que envejecen se les arranca los caninos de le-
che, y a veces también otros dientes, para evitar el riesgo de
que muerdan al cliente. A los cinco o seis años son demasiado
grandes y fuertes para este trabajo; entonces son sacrificados o
vendidos a los comerciantes.
Gracias a los persistentes esfuerzos de una pareja británica
que vivía en España, Simon y Peggy Templar, se ha aprobado
una nueva legislación que permite a las autoridades confiscar
chimpancés sin permiso. Yo estaba presente cuando dos de es-
tos jóvenes fueron trasladados desde el asilo de los Templar en
España a un refugio en Inglaterra.
Uno de ellos, Charlie, había sido rescatado pocas semanas
antes de que llegásemos. Tenía seis o siete años. Le habían
arrancado todos los dientes, excepto tres caninos y los molares,
que estaban saliendo. Estaba delgado, casi demacrado. Y sus
movimientos eran lentos, como los de un anciano; parecía muy
sabio para su edad y abrumado por sus experiencias de la vida.
Sus ojos parecían mirar sólo hacia dentro, hacia su sufrimiento.
Un veterinario británico, Kenneth Pack, que había estado
ayudando a los Templar durante años, estaba allí con su pistola
somnífera para que los chimpancés pudiesen guardarse en las
cajas de viaje. Cuando le puso una inyección a Charlie, éste
miró tranquilamente al dardo enganchado en su brazo, con su
pequeña aguja roja; luego se la retiró y la examinó cuidadosa-
mente. Sacó la aguja, luego intentó volverla a poner. Entonces,
ante mi incredulidad, intentó inyectarse a sí mismo. Desde
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
luego fracasó, puesto que no había aguja. Vino hacia mí y me
entregó la jeringa. Pero cuando se la iba a coger, él dirigió mi
mano, sosteniendo la jeringa, hacia su brazo.
Los Templar habían descrito cómo algunos de los jóvenes
confiscados que recogieron pasaron los horribles síntomas del
«mono», a veces durante varias semanas. Cuando vi a Charlie,
con su cara triste, con su vieja cara de joven, me puse enferma.
Aquí teníamos un adicto intentando darse un «chute».
Y también están los chimpancés utilizados en la industria
del espectáculo, en circos y películas. Desde luego es posible
entrenar a los chimpancés con amabilidad, pero las pulidas ac-
tuaciones de los chimpancés estrella, tales como aquellos que
aparecen en las películas de Tarzán, Project X, Bedtime for
Bonzo, etc... se consiguen, casi sin excepción, a base de cruel-
dad. En el plató la brutalidad es rara; no sería tolerada. Pero
durante las sesiones de entrenamiento los futuros actores no
humanos son rutinariamente golpeados. El entrenador suele
utilizar una cachiporra envuelta en papel de periódico. Cuando
el entrenamiento continúa en el estudio, en presencia de actores
humanos, el rollo de papel es el símbolo que asegura la obe-
diencia instantánea.
Muchos chimpancés cautivos acaban como animales do-
mésticos, particularmente en África. La mayoría pertenecen a
personas que los rescatan, acurrucados y miserables, de un
mercado o de la cuneta. Sus madres han sido abatidas, trocea-
das y vendidas como carne. Las crías tienen poca carne y los
cazadores, si tienen suerte, pueden sacar más dinero vendién-
dolos como animales de compañía. Y así el negocio continúa.
En un principio estos jóvenes son fáciles de cuidar en casa.
Vestidos con pañales son como muñecos vivos, dóciles, afec-
tivos y lindos. Pueden estar mimados y bien cuidados y cuando
los propietarios se toman la molestia de proporcionarles una
dieta nutritiva, seguridad y amor, las crías disfrutarán de esa
clase de vida, aunque sea poco natural. Pero cuando crecen son
más difíciles de llevar y a los cuatro o cinco años se han con-
vertido ya en una molestia. Son fuertes y curiosos. Quieren in-
vestigar su entorno. Suben por las cortinas, lo rompen todo,
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
asaltan la nevera, cierran con llave los armarios. Deben ser dis-
ciplinados cada vez más y se resienten ante los castigos. Cogen
fuertes rabietas y muerden. Y por eso son desterrados de la
casa, a menudo a pequeñas jaulas en la terraza. Un chimpancé,
Sócrates, había estado en una prisión así durante meses cuando
lo conocí. La historia del sufrimiento que había conocido en
sus escasos tres años estaba claramente escrita en su cara.
Whiskey estuvo encadenado. Yo había visto fotografías su-
yas atado en la parte de atrás de un garaje, pero incluso así no
estaba preparada para el estallido de pura rabia que me barrió
cuando lo vi. Su celda tenía el suelo de hormigón y las paredes
de ladrillo y metro cincuenta por metro ochenta. Había una pe-
queña abertura en el desvencijado techo. El pequeño cubículo
se hallaba junto a un urinario de tipo asiático, algo más que un
agujero en el suelo con la puerta medio abierta. Probablemente
el «hogar» de Whiskey había tenido el mismo uso alguna vez.
«Es como un hijo para mí» dijo el sonriente árabe. Lo miré,
pasmada, ¿Era estupidez o insolencia lo que le llevaba a pre-
sentarme a un «hijo» atado con una cadena de medio metro a
un poste de acero detrás de un urinario abandonado? Miré a
Whiskey y me encontré con su mirada interrogadora. «Su ca-
dena se alarga por la noche», dijo su «padre». «Así se puede
mover por el garaje». Sí, pensé, por la noche, cuando el chim-
pancé duerme. Fui hacia Whiskey y él puso sus brazos a mi
alrededor, devolviéndome un abrazo.
Mientras me marchaba comenzó a dar volteretas, tirando de
la cadena y golpeando el muro con las manos y los pies. Miró
hacia mí; luego arrojó una piel de plátano, que fue todo lo que
pudo encontrar en su prisión. Me habían dicho que solía arrojar
excrementos, pero lo habían limpiado todo para mi visita.
¿Qué ocurre con estos desafortunados chimpancés cuando
se hacen realmente grandes y fuertes, en la adolescencia? ¿O
cuando sus propietarios abandonan el país? Algunos van a pa-
rar a un zoológico local donde, aunque tengan las mejores in-
tenciones, los fondos son limitados. Además, los dueños tienen
sus propias familias que cuidar y el coste de los chimpancés es
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
demasiado elevado. Cuando los zoológicos no acogen a los jó-
venes chimpancés suelen matarlos, ya que la mayoría de los
países prohíben su exportación legal. Con demasiada frecuen-
cia no hay asilo para ellos en el país que les corresponde.
También hay muchos chimpancés como animales de com-
pañía en los Estados Unidos. Allí, sus «cariñosos» propietarios
dilatan cuanto pueden el momento de la separación. A algunos
chimpancés se les extraen los dientes. Una hembra joven tenía
los dos pulgares amputados para que así no pudiese (pensaba
su «madre») subir a las cortinas y romperlas. Pero al final estos
miembros simios de la familia usualmente tienen que irse. Y
en ese momento es difícil para ellos ajustarse a ser chimpancés.
Toda su vida han sido enseñados a comportarse como huma-
nos. ¿Qué será de ellos, de estos patéticos proscritos? De nin-
guna manera es fácil colocar chimpancés criados en hogares y
abandonados en los zoológicos americanos, ya que tienden a
ser socialmente ineptos y malos reproductores. A menudo se
venden a comerciantes. Acaban en zoológicos secundarios, ex-
hibidos en minúsculas jaulas para que los ignorantes les moles-
ten. O en laboratorios de investigación médica.
¿Y qué ocurre con el montón de chimpancés utilizados por
los científicos porque son tan parecidos fisiológicamente a los
humanos? ¿Cómo les tratan quienes utilizan sus cuerpos vivos
para intentar aprender más sobre las enfermedades humanas, la
adicción a las drogas o las enfermedades mentales? Cierta-
mente, no como invitados de lujo en los laboratorios. En reali-
dad, a muchos de ellos se les mantiene en condiciones similares
a las que soportaron los convictos de épocas pretéritas. Pero
estos chimpancés no sólo son inocentes de cualquier crimen,
sino que están ayudando a aliviar el sufrimiento humano. In-
cluso en el mejor de los laboratorios, donde los grupos repro-
ductores disponen de espacios exteriores relativamente gran-
des, los chimpancés utilizados en experimentos viven encerra-
dos en jaulas relativamente pequeñas con reducidos espacios
externos. Y en algunos de los laboratorios que he visitado, los
chimpancés se guardan en condiciones que sólo pueden ser
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
descritas, en el mejor de los casos, como ausencia de compren-
sión de las necesidades del inquilino, y en el peor, como sor-
prendentemente crueles.
El primer laboratorio que visité estaba en Rockville, Mary-
land. Había visto un vídeo tomado durante una visita subrepti-
cia, pero aun así no estaba preparada para el mundo de pesadi-
lla en el que fui introducida por sonrientes hombres de blanco.
Cuando les seguí, con la puerta exterior ya cerrada, desapareció
toda la luz del cielo. Nos dirigimos por pasillos subterráneos
poco iluminados y me enseñaron habitación tras habitación lle-
nas de pequeñas jaulas, colocadas una sobre la otra, en las que
los monos daban vueltas sin parar. Luego había una habitación
donde jóvenes chimpancés, de dos o tres años, vivían apretados
de dos en dos, en pequeñas cajas que medían 55 por 55 centí-
metros y 60 de alto, según me dijeron. Apenas podían moverse.
Aún no formaban parte de ningún experimento y ya llevaban
allí más de tres meses. Aquellas jaulas estaban colocadas en
cajas metálicas que parecían hornos microondas, ya que cada
prisionero podía mirar fuera sólo a través de un panel de vidrio.
¿Y que podían ver? El muro de enfrente. ¿Y qué había en la
jaula para proporcionar distracción, comodidad, estímulo?
Nada. Nada, excepto sus propios excrementos y, de vez en
cuando, algo de comida.
Sí, había dos chimpancés en cada jaula, así que como mí-
nimo tenían al otro que les hacía compañía. Pero no por mucho
tiempo. Una vez inoculados —con hepatitis, SIDA o cualquier
otra enfermedad vírica— se verían separados y, como los otros
que vi ese día, colocado solos en otras jaulas. Miré a uno de
estos chimpancés mayores, una hembra juvenil, moverse de un
lado a otro, aislada del mundo exterior dentro de su habitación
metálica. Permanecía en semioscuridad. Todo lo que podía oír
era el incesante rugido del aire corriendo por los ventiladores
de su celda. Cuando uno de los técnicos la levantó, se sentó en
sus brazos como una apática muñeca de trapo. Siempre me veré
perseguida por esos ojos, y por los ojos de los otros chimpancés
que vi ese día. Eran apagados e inexpresivos, claramente va-
cíos de esperanza. ¿Alguna vez habéis mirado a los ojos de una
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
persona que, sometida a una fuerte tensión, se ha rendido, ha
sucumbido completamente al abandono de la desesperación?
Una vez vi un niñito africano cuya familia toda había encon-
trado la muerte durante una lucha en Burundi. Él también mi-
raba al mundo sin verlo, desde unos ojos apagados e inexpre-
sivos.
A menos que los cambios prometidos se realicen por fin,
allí seguirán los chimpancés durante los siguientes tres o cuatro
años. Durante este tiempo quedarán permanentemente afecta-
dos, emocional y psicológicamente.
Estas jaulas no cumplen con las regulaciones sobre el bie-
nestar de los animales. Pero aunque así lo hicieran la diferencia
hubiera sido mínima. Me ha entristecido encontrar tantos cien-
tíficos y personal de laboratorio que no ven nada malo en el
tamaño mínimo legalmente obligatorio para las jaulas en los
Estados Unidos. Cientos de chimpancés se ven confinados, en
absoluta soledad, en cárceles de poco más de dos metros cua-
drados por dos metros de alto. Estos seres, altamente sociales
e inteligentes, cuyas emociones son tan parecidas a las nues-
tras, pueden permanecer encerrados en estas cajas metálicas de
por vida. Durante más de cincuenta años.
Imaginemos lo que debe ser permanecer encerrados en una
celda de ese tipo, rodeados de barrotes; barrotes en cada lado,
encima y debajo. Y sin nada que hacer. Nada con lo que huir
de la monotonía de los larguísimos días. Sin contacto físico al-
guno con alguien de tu especie. El contacto físico amistoso es
terriblemente importante para los chimpancés. Aquellas largas
y relajadas sesiones de acicalamiento social son importantísi-
mas para ellos. Nunca podré olvidar la primera vez que miré a
los ojos de un macho completamente adulto aprisionado en una
de estas jaulas estándar de laboratorio. Un neumático viejo que
colgaba de los barrotes superiores era lo único que había en
aquella prisión, excepto él mismo. Había otros nueve chimpan-
cés macho en la tétrica sala subterránea. No había ventanas.
Nada que ver, excepto los otros prisioneros. Los muros eran de
un blanco uniforme; las puertas, de acero. Los ruidos de los
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
chimpancés resonaron y vibraron en ellos cuando llegué acom-
pañada de una veterinaria. Cuando gritaban y se movían gol-
peando los barrotes de sus prisiones, el ruido se hacía insopor-
table.
Cuando se calmaron miré a los ojos de Jojo. No vi odio; eso
hubiese sido más fácil de soportar. Sólo desconcierto, gratitud
de que yo me parase a hablar con él, de haber roto el insopor-
table aburrimiento del día. Pensé entonces en los chimpancés
de Gombe, libres para correr por los bosques, libres para jugar
y acicalarse y hacer nidos en las verdes ramas. Jojo alargó un
gentil dedo y tocó mi mejilla húmeda de mis lágrimas, que se
deslizaban en mi mascarilla de laboratorio.
En Austria, en las afueras de Viena, tuvo lugar otra visita
de pesadilla. Para llegar allí atravesé unos paisajes maravillo-
sos. El sol brillaba. En el laboratorio los chimpancés estaban
encerrados en el sótano. Era un flamante edificio nuevo para la
investigación del SIDA y cualquiera que se acercase a los
chimpancés estaba obligado a llevar un pesado traje protector.
Parecía un traje de astronauta. Me dijeron que me ahogaría si
no conectaba mi tubo respiratorio a la salida de aire en todas
las habitaciones que debía visitar. Cuando me puse el casco y
sentí unas manos cerrándolo por atrás, tuve un momento de pá-
nico. Mi guía desapareció en una ducha química para esterilizar
su traje. Esperé los minutos prescritos, mirando a través de mi
visor, y avancé torpemente detrás de él.
La pesada puerta cerraba herméticamente. En cada una de
las tres pequeñas cámaras a las que me llevaron habían dos
chimpancés, cada uno prisionero solitario en una jaula de dos
metros cuadrados. Unas sábanas de algún tipo de plexiglás o
plástico colgaban entre las jaulas y a través de ellas se supone
que los animales podían verse. Recuerdo que la mayoría de
ellos nos miró cuando entramos a la habitación. Una chim-
pancé pareció excitarse, o asustarse; no puedo especificarlo. Se
acercó a los barrotes para buscar la seguridad de una mano
torpe y enguantada. Cuando nos fuimos se hundió en la apatía;
al menos nada se oyó cuando se cerraron las puertas.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
A través de ese breve recorrido por aquellas cámaras sub-
terráneas sentí que estaba en un mundo de fantasía, lejos de la
realidad. Intenté imaginarme un hospital con enfermos de
SIDA —enfermos humanos— donde todos los médicos y en-
fermeras se movieran grotescamente vestidos con trajes espa-
ciales y donde todos los visitantes tuviesen que ponerse los
mismos trajes protectores. ¡Cuánto se debieron aterrorizar los
chimpancés la primera vez que vieron una de esas monstruosas
siluetas y oyeron esas voces distorsionadas por el casco! Ahora
ya están acostumbrados. Para ellos, el mundo exterior, el
mundo real con árboles y cielo y el confort del contacto coti-
diano y amistoso con otros seres vivos, ha desaparecido para
siempre.
¿Cómo pueden tolerar estas condiciones las personas que
trabajan con chimpancés? ¿No tienen sentimientos, ni compa-
sión? ¿Han perdido la comprensión? ¿Son sádicos, que disfru-
tan de su poder y su control sobre esas potencialmente peligro-
sas criaturas? Creo que en su mayor parte las actitudes de los
equipos vienen obligadas por el sistema científico. El personal
recién empleado se sorprende por lo que ve. Algunos abando-
nan, incapaces de soportar el sufrimiento que les rodea, sintién-
dose impotentes para ayudar. Y muchos de los que aguantan
gradualmente van aceptando la crueldad, creyendo (u obligán-
dose a creer) que es parte inevitable de la lucha para reducir el
sufrimiento humano. Algunos de ellos se endurecen en el pro-
ceso, pues «toda compasión frena al trabajo».
Afortunadamente para los chimpancés, hay personas com-
pasivas que no se conforman con las condiciones de los labo-
ratorios, pero que se quedan en ellos porque creen que de esta
manera pueden ayudar a mejorar las cosas para los chimpancés.
Uno de ellos es el Dr. James Mahoney, que cuida esmerada-
mente a los 250 chimpancés a su cargo. Fue Jim quien me pre-
sentó a Jojo. Y ese día, cuando me arrodillé en el suelo repri-
miendo mis lágrimas Jim, que había salido para hablar con
otros chimpancés, vino y vio mi tristeza. Se agachó y me rodeó
con sus brazos. «No hagas eso, Jane» dijo. «Yo tengo que so-
portarlo cada día de mi vida.»
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Y eso, desde luego, hace la angustia peor. Jim es una de las
personas más gentiles y compasivas que conozco. Esa visión
infernal que durante tanto tiempo debe resistir, añadía una
nueva dimensión a mi comprensión. Las condiciones de los la-
boratorios no deben mejorar sólo por los chimpancés, sino tam-
bién por las personas que los cuidan. Por esos técnicos cuyos
propios ojos se llenaban de lágrimas cuando les preguntaba
cómo podían soportar supervisar la separación de madres e hi-
jos, la separación de un despreocupado joven de la guardería
para que empiece su vida en la cárcel. Sé que mis visitas les
llevan nuevas esperanzas, coraje para luchar por las mejoras. Y
por eso, por ellos y por los chimpancés, vuelvo una y otra vez.
Vuelvo a lo que para mí es el infierno.
Desafortunadamente, aquellos que trabajan desde dentro
para mejorar las condiciones tienen que afrontar difícil tarea
que debemos agradecer. Por un lado, la mayoría de sus colegas
no tienen la menor idea del comportamiento real de un chim-
pancé. Los únicos que conocen son los chimpancés de labora-
torio. Y los chimpancés de laboratorio, privados de casi todo
lo que necesitan para su comodidad y para su estimulación
mental, probablemente son malhumorados e incluso perversos.
Pueden escupir y arrojar heces, agarrar y morder. En parte es
debido a la frustración; en parte, porque intentan establecer al-
gún contacto con la gente y en parte también porque no tienen
nada más que hacer. Estos chimpancés son pobres embajadores
de su clase y no es sorprendente que a muchos técnicos no les
gusten e incluso que los teman.
Es verdad que en algunos laboratorios los chimpancés pa-
recen estar en condiciones razonablemente buenas, a pesar de
su esterilizado ambiente. Suele creerse erróneamente que si los
animales parecen sanos, comen bien y, sobre todo, se reprodu-
cen satisfactoriamente es porque están contentos; por lo tanto,
su entorno es adecuado. No se necesita un cambio. Desde luego
esto no es cierto; ciertamente no lo es cuando se trata de seres
humanos. Incluso en los campos de concentración nacieron be-
bés, y no hay una buena razón para creer que es diferente para
los chimpancés.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
En general, los científicos que diseñan las condiciones ex-
perimentales bajo las que tiene que desarrollarse su investiga-
ción olvidan que están tratando con seres vivos dotados de sen-
timientos. Insisten en que los animales sean tratados de la ma-
nera tradicional. Creen que sólo así sus experimentos y pruebas
darán resultados fiables. Opinan que es necesario un entorno
tétrico, estéril y restrictivo para los animales de laboratorio.
Las jaulas deben ser estériles, sin cama ni juguetes, porque así
es menos probable que los animales cojan enfermedades o pa-
rásitos. Y, desde luego, las jaulas deben ser fáciles de lavar;
pequeñas, porque de otra manera es difícil tratar a los sujetos,
inyectarlos o extraerles sangre. Los chimpancés deben ser en-
jaulados individualmente para evitar el riesgo de infecciones
cruzadas.
De hecho, las cosas no necesitan ser así; hay laboratorios
donde actitudes más humanas han llevado a mejorar las condi-
ciones. Las jaulas pueden ser mayores porque se puede enseñar
a los chimpancés a acercarse y enseñar sus nalgas para ponerles
una inyección, o sus brazos para una extracción de sangre. Pue-
den aprender a trasladarse a jaulas más pequeñas para otro tipo
de tratamientos. Se les puede persuadir de que intercambien
juguetes, mantas etc. por comida, para que la limpieza de la
jaula sea más fácil. Y hay incluso algunos laboratorios donde
los chimpancés solitarios son la excepción y no la regla. Re-
cientemente unos eminentes inmunólogos y virólogos de Esta-
dos Unidos y Europa han publicado un artículo que afirma que,
en general, los experimentos que tradicionalmente han necesi-
tado chimpancés encerrados individualmente, pueden ser adap-
tados satisfactoriamente a parejas de chimpancés. Esto signi-
fica, que todos los chimpancés utilizados en investigación so-
bre hepatitis y SIDA (la mayoría de animales de experimenta-
ción), se empieza a vislumbrar el final del confinamiento en
solitario. Desde luego, cualquiera que enjaulase a un chim-
pancé individualmente debería ser obligado a probar convin-
centemente ante un grupo de científicos cualificados la necesi-
dad de tales condiciones inhumanas, particularmente en vista
— 259 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
del aumento de la evidencia de que tales condiciones, que pro-
ducen animales estresados, no sólo son crueles sino que, de he-
cho, pueden alterar los resultados de los experimentos. Puesto
que el estrés afecta al sistema inmunológico, los datos recogi-
dos sobre la eficacia de un medicamento recogidos de un sujeto
estresado pueden ser engañosos.
Por desgracia todos nosotros, los que estamos luchando
para mejorar las condiciones de los laboratorios, vamos en con-
tra del sistema establecido. Y éste opone el sufrimiento de los
animales experimentales al sufrimiento de los humanos. Las
reformas, argumentan, son costosas. Si los chimpancés dispo-
nen de jaulas más grandes, grupos sociales y un ambiente me-
jorado, así como mejores cuidados costará mucho más. Acaba-
rían por detenerse algunos experimentos cruciales y esto, di-
cen, se pagará en términos de sufrimiento humano. Por su-
puesto, ello no es cierto.
La investigación realmente esencial continuaría. Es difícil,
en términos morales, justificar cualquier utilización de los
chimpancés como tubos de ensayo vivientes incluso bajo las
mejores condiciones. Que podamos tolerar dicha utilización
continua en condiciones de laboratorio tales como las que he
descrito es un maldito indicativo de los valores éticos de nues-
tro tiempo.
De hecho, soplan los vientos del cambio. Las actitudes ha-
cia animales no humanos están cambiando a la vez que el gran
público es cada vez más consciente de la crueldad que nos ro-
dea.
En algunos centros de primates de todo el mundo se discu-
ten con regularidad los valores éticos en el uso y manutención
de nuestros más cercanos parientes, y ha habido y hay intentos
para mejorar las condiciones. En algunos laboratorios existen
grandes recintos exteriores para los grupos de reproducción, y
los animales de experimentación son, al menos, enjaulados en
parejas y con acceso al exterior. Se están introduciendo progra-
mas diseñados para enriquecer la vida de los inquilinos en más
y más laboratorios, no sólo para beneficio de los chimpancés,
sino también para el bienestar mental de quienes los cuidan.
— 260 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Estos programas no implican necesariamente el desembolso de
grandes cantidades de dinero; un día será mucho más distraído
para un chimpancé si se le da, por ejemplo, una revista para
leer, o un peine, o un cepillo de dientes y un espejo, o un simple
tubo de plástico lleno de pasas o caramelos y un par de ramitas
que pueda utilizar como herramientas para sacarlos. Se están
planeando modos más sofisticados para aliviar el aburrimiento,
como los videojuegos.
Una de las inesperadas recompensas que he encontrado
mientras me implicaba con mayor intensidad en las tareas de
conservación y trato, ha sido el conocimiento de tanta gente
dedicada, cuidadosa y comprensiva que libran la misma bata-
lla, luchando por mejorar las condiciones de los chimpancés en
cautividad, para reducir el sufrimiento, para crear santuarios
para individuos maltratados o huérfanos y para conservar los
hábitats naturales. Estas notables personas ofrecen su tiempo,
su dinero —y a veces su salud— para ayudar a los chimpancés
en esta hora terrible de sufrimientos. Geza Teleki, por ejemplo,
se quedó prácticamente ciego de una enfermedad incurable-
mente cuando trabajaba para el gobierno de Sierra Leona para
crear un parque nacional específicamente para chimpancés.
Esa gente ha conseguido mucho, luchando solos a menudo con-
tra poderosos adversarios. Y ahora, como si un director invisi-
ble hubiera movido repentinamente la batuta, muchas de estas
personas están uniendo sus fuerzas. Esto será, inevitablemente,
muy beneficioso para los chimpancés de todo el mundo (para
una lista más completa de los esfuerzos para ayudar a los chim-
pancés, véase Apéndice II).
¿Cuál es, realmente, el futuro del chimpancé en África, del
ser salvaje, libre y majestuoso que hemos llegado a conocer tan
bien? Lo mejor que podemos esperar son series de parques na-
cionales o reservas, bien protegidos con zonas «tapón», donde
los chimpancés y otras especies salvajes puedan vivir natural-
mente y en paz. No hay duda que, de alguna manera, esto se
logrará. Desde luego es necesario persuadir a los gobiernos de
los países implicados de que vale la pena, de que la conserva-
— 261 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
ción de los recursos naturales es mejor que su explotación in-
mediata para el provecho instantáneo. Los proyectos de inves-
tigación atraen divisas extranjeras. El turismo aún más. Los dos
deben ser planeados conjuntamente para que el flujo de visi-
tantes no moleste a los investigadores ni, lo que es más impor-
tante, a los animales. Los programas de educación despiertan
la conciencia de la población local. Empleando como trabaja-
dores de campo a los habitantes de las inmediaciones de las
áreas reservadas, como hemos hecho en Gombe, se ayuda a la
economía local y, lo que es igualmente importante, se genera
el entusiasmo de la gente implicada, entusiasmo que se ex-
tiende a familiares y amigos. Esta es una de las razones por las
que los chimpancés de Gombe están tan a salvo de la caza.
Debemos recordar que la gente que vive en áreas califica-
das recientemente de protegidas pueden tener derecho a sen-
tirse resentidas. ¿Por qué deben ser privados de una tierra que
sus antepasados han utilizado durante generaciones? La con-
servación, la educación y el lujo de los dólares del turismo no
son suficiente recompensa. Los imaginativos proyectos agro-
forestales alrededor de las reservas forestales y de los parques
—la plantación de árboles para madera, carbón vegetal, cons-
trucción de postes, etc.— no sólo protegen a las especies indí-
genas, sino que permiten a la gente utilizar la tierra como nunca
lo hicieron en los tiempos pasados. ¡Algunos conservacionistas
tienden a olvidar que los hombres también son animales!
No puedo cerrar este capítulo sin compartir una historia que
tiene para mí un significado realmente simbólico. Trata de un
chimpancé cautivo, Old Man, que fue rescatado de un labora-
torio o un circo cuando tenía unos ocho años y vivía con tres
hembras en una isla artificial en un zoológico de Florida. Había
estado allí durante muchos años cuando un joven, Marc Cu-
sano, fue empleado para cuidar de los chimpancés. «No vayas
a la isla», le dijeron a Marc. «Esos brutos son peligrosos. Te
matarán.»
Al principio Marc obedeció las instrucciones y echaba la
comida a los chimpancés desde un bote. Pero pronto se dio
cuenta de que no los podía cuidar adecuadamente a menos que
— 262 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
estableciese algún tipo de relación con ellos. Empezó a acer-
carse más y más cuando los alimentaba. Un día Old Man alargó
la mano y cogió un plátano de la mano de Marc.
¡Cuánto me acuerdo de la primera vez que David Grey-
beard, en Gombe, cogió un plátano de mi mano! Y, como su-
cedió conmigo y David, ese fue el principio de una relación de
mutua confianza entre Marc y Old Man. Unas semanas después
Marc ya fue a la isla. Terminó por acicalar e incluso jugar con
Old Man, aunque las hembras, una de las cuales tenía un bebé,
se mostraban menos abiertas.
Un día, cuando Marc estaba limpiando la isla, resbaló y
cayó. Esto sorprendió a la cría, que gritó; su madre, despierto
su instinto materno, saltó para atacar a Marc. Le mordió en el
cuello cuando estaba en el suelo boca abajo, y él sintió la san-
gre correr por su barbilla. Las otras dos hembras corrieron para
socorrer a su amiga. Una le mordió en la muñeca; la otra en la
pierna. Marc había sido atacado antes, pero nunca con tal fero-
cidad. Pensó que todo había terminado para él.
Y entonces Old Man acudió al rescate de aquel su primer
humano amigo en muchos años. Apartó a las hembras y las
ahuyentó. Entonces se quedó cerca, manteniéndolas apartadas,
mientras Marc se arrastraba lentamente hacia la barca. «Sabes,
Old Man me salvó la vida», me dijo Marc después, cuando sa-
lió del hospital.
Si un chimpancé —uno, además, que ha sido maltratado por
los humanos— puede saltar la barrera de las especies para ayu-
dar a un amigo humano en necesidad, seguro que nosotros, con
nuestra más profunda capacidad de compasión y comprensión,
podemos ayudar a los chimpancés que hoy nos necesitan tan
desesperadamente ¿verdad?
— 263 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
XX. CONCLUSIÓN
Hace treinta años que empecé a estudiar a los chimpancés.
Treinta años durante los cuales se han producido muchos cam-
bios en el mundo, incluyendo nuestra manera de pensar sobre
los animales y el medio ambiente. Mis propios viajes persona-
les durante este periodo, a través de los pacíficos bosques de
Gombe y de los espinosos muros levantados alrededor de los
temas del bienestar de los animales y su conservación, me han
llevado a recorrer un largo camino desde que, siendo una joven
e ingenua chica inglesa desembarqué con mi madre en la playa
de Gombe con tanta ilusión. Pero aquella chica todavía está ahí,
todavía forma parte de mi yo más maduro, susurrando excita-
damente en mi oído cuando observo algo nuevo o fascinante
sobre el comportamiento de los chimpancés; no sólo en
Gombe, sino también en cautividad. Cuando veo de cerca un
recién nacido, cuando una madre tiende los brazos con una
pizca de preocupación para recoger a su hijo extraviado,
cuando uno de los grandes machos carga con el pelo erizado y
los labios apretados de magnífico orgullo, me emociono tan in-
tensamente como en mis primeros meses de estudio.
Mis viajes entre los chimpancés se han visto enriquecidos
con las experiencias más excitadoras y gratificantes que nadie
podría haber imaginado al principio. Su cosecha —la compren-
sión obtenida de las largas horas pasadas con nuestros parientes
vivos más cercanos— ha abierto muchas ventanas a un mundo
desconocido hace treinta años. ¡Qué afortunada fui cuando el
destino dirigió mis pasos hacia Louis Leakey y él, a su vez, me
dirigió a mí a Tanzania, donde durante todos estos años he po-
dido seguir a la búsqueda de más y más conocimientos, ayu-
dada y apoyada por uno de los gobiernos más estables, pacífi-
cos e interesados por la conservación del medio ambiente de
toda África!
— 264 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
La información recogida en Gombe, junto a la procedente
de otros lugares de estudio en África y de la investigación con
chimpancés cautivos, nos ha permitido pintar un fascinante re-
trato de nuestros parientes vivos más cercanos e incluso cono-
cer los gustos de estos complejos seres. Desde luego el retrato
está aún incompleto; no hemos sondeado en las profundidades
de la agresividad del chimpancé, ni tampoco hemos medido sus
máximos de cuidado y compasión. No los hemos estudiado
tiempo suficiente; después de todo, treinta años representan tan
sólo los dos tercios de la esperanza de vida de un chimpancé.
Sobre todo, nuestra experiencia en Gombe ha puesto el énfasis
en la necesidad de estudios a largo plazo si lo que queremos es
entender la compleja sociedad de estos chimpancés. Muchas de
sus conductas sociales sólo empezaron a hacerse patentes
cuando habíamos permanecido con ellos el tiempo suficiente
para averiguar quién estaba relacionado con quién entre los
adultos. Y sólo estando allí año tras año pudimos documentar
los estrechos, resistentes y duraderos lazos que se forman entre
los miembros de una familia. Además, si la investigación hu-
biera terminado al cabo de diez años, nunca podríamos haber
observado la brutalidad que puede haber en los choques inter-
comunitarios. Si se hubiera acabado al cabo de veinte años, no
podríamos haber registrado la conmovedora historia de la
adopción de Mel por el adolescente Spindle. Y ¿quién sabe lo
que nos revelará la próxima década? Que habrá más sorpresas,
no lo dudo, ya que cada año, de 1960 en adelante, ha traído
nuevas recompensas en términos de nuevas observaciones so-
bre la naturaleza de los chimpancés, nuevos atisbos de cómo
funciona su mente. ¡Son seres tan complejos, de comporta-
miento tan flexible y de individualidades tan marcadas...!
A lo largo de los años nos hemos ido familiarizando con un
creciente número de chimpancés, cada uno con su carácter
único y personal. ¡Qué rica gama de caracteres, cada uno mol-
deado por una compleja interacción de herencia genética y ex-
periencia, vida familiar y momento histórico de su nacimiento!
Porque los chimpancés, como los humanos, tienen su propia
historia. Epidemias de polio o neumonía y series de violentos
— 265 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
contactos intercomunitarios no muy distintos de la guerra hu-
mana han causado estragos en la comunidad. Hubo años oscu-
ros, como aquellos en que Passion y Pom, asesinas de crías,
caníbales, convirtieron en un peligro para las madres y sus be-
bés recién nacidos caminar por la aparente paz del bosque.
Hubo luchas por el poder tan dramáticas en sus detalles como
las que rodean las sucesiones de reyes y dictadores humanos.
Y yo he tenido el privilegio, desde los primeros años sesenta,
de registrar esos hechos, de compilar la historia de un grupo de
seres que no tienen lenguaje escrito propio.
Como en las sociedades humanas, ciertos individuos han
desempeñado papeles clave en el modelado del destino de su
comunidad. Algunos de los machos adultos que han demos-
trado cualidades de liderazgo, como determinación, coraje e in-
teligencia figurarían de manera destacada en los libros de his-
toria de los chimpancés: Goliath Corazón Valiente; Mike el de
los Bidones; Humphrey el Bruto; Figan el Grande; Goblin el
Tempestuoso. Se hubieran escrito relatos épicos acerca de
cómo luchaban y conquistaban el poder. Y otros individuos
también han desempeñado papeles importantes. Si no hubiese
sido por Hugh y Charlie la comunidad de Kasakela nunca se
hubiera dividido. Sin Gigi y el montón de machos excitados
que atraía, el grupo bien pudiera haber sido menos agresivo,
menos marcial en su actitud hacia los vecinos.
Pero los machos de la comunidad eran fuertes; sus victo-
rias, impresionantes. Imaginemos, si los chimpancés pudieran
hablar, las conmovedoras historias que contarían alrededor del
fuego sobre la Guerra de los Cuatro Años contra los desertores
de Kahama; la liquidación de los machos rebeldes que volvie-
ron la espalda a los amigos de siempre e intentaron hacer su
vida. Y qué historias, también, las que podrían contarse sobre
cómo repelieron a los invasores de Kalande y Mitumba cuando
—según el rumor— Humphrey y Sherry perdieron la vida en
defensa del reino. Y cómo a las hembras les gustaría cantar ala-
banzas de Gigi, leyenda viva, Amazona de su comunidad.
La extraña conducta de Passion, infame asesina, y su hija
Pom, sería analizada en toda la literatura criminal. Y las madres
— 266 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
amenazarían a sus hijos traviesos: «Passion te cogerá si te por-
tas mal».
También los chimpancés tendrían sus propios mitos. Hon-
rarían a los sabios de antaño, que les enseñaron a levantar el
suelo y fabricar herramientas para atrapar termitas y hormigas
y cómo intimidar a los enemigos con piedras y palos. Y los
adolescentes aprenderían a propiciar al gran dios Pan, deidad
silvana de todas las criaturas salvajes, con impresionantes ce-
remonias en las cascadas y danzas de la lluvia en el corazón de
la jungla.
Y, desde luego, tendrían un mito relacionado con la Gran
Simia Blanca que apareció repentinamente en su vida. Que pri-
mero fue recibida con miedo e ira, pero que luego les propor-
cionaba plátanos mágicamente, como caía el maná del cielo.
David Greybeard también figuraría en la leyenda como el
único chimpancé que no temía a la Simia Blanca y que la in-
trodujo en el mundo salvaje de su especie.
De hecho, si Louis Leakey no me hubiese enviado a Gombe
en 1960 los chimpancés habrían perdido su refugio con toda
seguridad. Puesto que entre la población local había un movi-
miento para cambiar la condición de zona protegida del terri-
torio para poder regresar allí y cultivar la tierra, el interés que
mi estudio despertó en todo el mundo aseguró la continuidad
de Gombe como zona protegida. Si los chimpancés lo hubieran
sabido ¡me habrían convertido en su santa patrona!
En realidad ¿cómo me perciben? ¿A mí y a los otros huma-
nos que nos hemos trasladado para observarlos y que hemos
participado en la documentación de su historia? Creo que hoy
se nos da por sabidos. En el esquema de las cosas de los chim-
pancés lo más importante son los demás chimpancés, particu-
larmente los familiares y amigos, y el macho dominante del
momento. Animales, como monos, jabalíes y otros son también
importantes como fuente de comida. Los papiones, a los que
ignoran con frecuencia, son considerados asimismo como po-
tenciales competidores por la comida, excepto los jóvenes pa-
piones, a los que los jóvenes chimpancés ven como posibles
— 267 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
compañeros de juegos. Y los humanos, en Gombe, son consi-
derados simplemente como otra especie animal, un compo-
nente natural del entorno del chimpancé. Como un proveedor
de plátanos ocasional que no representa amenaza alguna. A ve-
ces irritante, porque suele hacer mucho ruido, pero en general
benigno e inofensivo.
Desde luego los chimpancés nos conocen como individuos.
Muchos de ellos están más relajados ante mi presencia que ante
otros observadores humanos. Creo que la causa es que yo los
sigo casi en solitario. Y porque yo me quedaba silenciosamente
detrás, sin entrometerme lo más mínimo, a menudo desperdi-
ciando oportunidades de recoger datos adicionales o de conse-
guir una foto de alguna actitud en concreto, si ello implicaba
molestar o irritar a los chimpancés. En general los chimpancés
son también muy tolerantes con los trabajadores del campa-
mento de Tanzania, hombres que trabajan con ellos cada día,
mes tras mes, año tras año. Pero habitualmente se comportan
de manera extraña si se encuentran africanos forasteros en el
parque. He estado con chimpancés que, oyendo un grupo de
pescadores avanzar por el camino de la costa del lago hasta el
poblado, se agazapan quietos y silenciosos en los matorrales o
en la hierba alta hasta que pasan los hombres. Algunos de los
chimpancés evitan a los turistas; las hembras más tímidas no
visitan el campamento a menos que formen parte de un gran
grupo, en cuyo caso, evidentemente, hallan seguridad en el nú-
mero. Pero algunos, particularmente aquellos que crecieron en
los días en que había muchos estudiantes, realmente parecían
encontrar interesantes a los turistas y sus extrañas costumbres.
Al menos así lo parecía cuando Fifi, Gigi o Prof se acercaban
a una cámara y se quedaban frente a ella.
Hasta cierto punto, la naturaleza de mi relación con los
chimpancés se ha visto constreñida por nuestros métodos de
investigación en Gombe. Deliberadamente mantenemos una
distancia respecto a los chimpancés; en parte, porque son mu-
cho más fuertes que nosotros y pueden ser peligrosos si pierden
su respeto hacia los humanos; en parte, porque debemos influir
— 268 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
lo menos posible en su conducta. Sí que tratamos de adminis-
trar medicinas si un chimpancé está enfermo o herido o en-
fermo, pero en general nos limitamos a observar y apuntar. Los
chimpancés de ningún modo dependen de mí, ni siquiera por
los plátanos que a menudo reciben muy de vez en cuando. Esta
es probablemente la razón por la que, como muchos suponen,
yo no considero a los chimpancés como una extensión de mi
familia. Siento un profundo respeto y consideración por ellos.
Me siento infinitamente fascinada por su conducta y puedo pa-
sar horas y días en su compañía. A menudo me preguntan si
prefiero a los chimpancés o a los humanos. La respuesta es fá-
cil: prefiero ciertos chimpancés a ciertos humanos; ciertos hu-
manos a ciertos chimpancés. Porque, desde luego, son todos
muy diferentes. Uno o dos de los que he conocido, como
Humphrey y Passion, me fueron muy antipáticos. Otros, como
David Greybeard, Flo, Gilka, Fifi y Gremlin crearon en mi co-
razón un profundo sentimiento de afecto cercano al amor. Pero
es un amor por unos seres esencialmente libres y salvajes. Y
como yo no jugaba con ellos ni los acicalaba, ni entraba en sus
disputas, es un amor unilateral: ellos no me corresponden,
como haría un niño o un perro. Pero esto de ningún modo mi-
nimiza lo que siento por ellos.
Nunca olvidaré cuando estaba sentada junto al cuerpo
muerto de Flo y, unos diez años después, bajo el nido donde
Melissa respiró por última vez. Cuando recuerdo sus vidas noto
una sensación de pérdida, y he lamentado sus muertes tanto
como las de algunos amigos humanos. Cuando encontraron al
pequeño Getty muerto, con su cuerpo mutilado, quedé aturdida
por el shock, y de nuevo me sentí muy triste. Ya no podría vol-
ver a verlo jugar con exuberancia, registrar sus innovadores
juegos, contento, sin temor.
De todos los chimpancés de Gombe, fue David Greybeard
al que tuve en más estima. Su cuerpo nunca fue encontrado.
Simplemente dejó de venir al campamento y, cuando las sema-
nas pasaron a ser meses, gradualmente nos dimos cuenta de que
no lo volveríamos a ver. Entonces sentí una pena más profunda
— 269 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
que la que antes o después he sentido por cualquier otro chim-
pancé. Estoy contenta de haberme evitado la angustia de verlo
muerto. David Greybeard, gentil pero testarudo, tranquilo pero
valiente; David Greybeard, el que abrió mi primera ventana al
mundo de los chimpancés.
Y cuán mágico es dicho mundo para mí, alejado del bullicio
de la sociedad moderna, donde puedo encontrar paz y energía.
Un mundo con poder para curar un espíritu maltrecho. Porque
en el bosque el tiempo parece no existir y en las vidas de los
chimpancés, tan parecidos a nosotros y tan diferentes, hay una
cualidad que nos hace enfrentarnos con las realidades básicas.
Ellos continúan con su vida y, aunque las cosas a veces pueden
ir muy mal, en general disfrutan de la vida por completo.
Hacia Gombe me dirigí, en busca de paz, después de que
Derek perdiese su heroica batalla contra el cáncer. Murió en
Alemania, donde por un momento pusimos nuestras esperan-
zas en una milagrosa cura; una esperanza a la que nos agarra-
mos desesperadamente, como tantos otros en las mismas cir-
cunstancias. Cuando la esperanza se desvaneció, conocí la
amargura y la desesperación que nos invade al perder a alguien
a quien amamos. Pasé un corto tiempo con mi familia en Ingla-
terra. Luego volví a Dar, con todas la tristeza que asociaba a
aquella ciudad, mirando cada día el océano índico donde De-
rek, a pesar de sus piernas lisiadas, había encontrado la libertad
nadando entre los corales. Fue un verdadero desahogo dejar la
casa y volver a instalarme en Gombe. Porque allí podía escon-
der mi dolor entre los árboles, encontrar nuevas fuerzas para
vivir en los bosques que tan poco deben de haber cambiado
desde que Cristo andaba por las colinas de Jerusalén.
Durante aquella época, cuando yo pasaba horas en el campo
con escaso interés por recoger datos, me acerqué a los chim-
pancés si cabía más que antes. Porque yo estaba allí no ya para
observarlos o para aprender, sino simplemente porque necesi-
taba su compañía, silenciosa y libre de compasión. Y a medida
que mi espíritu iba sanando gradualmente, iba siendo cada vez
más consciente de una empatía intuitiva con los chimpancés,
con nuestros más cercanos parientes vivos. Desde entonces me
— 270 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
he sentido más en armonía con el mundo natural, con los infi-
nitos ciclos de la naturaleza, con la interdependencia de todas
las cosas vivas en la jungla.
Nunca olvidaré mientras viva una tarde que pasé en com-
pañía de Fifi, su familia y Evered. Durante tres horas seguí a
los chimpancés, pacíficos y armoniosos, mientras vagaban de
un lugar a otro, aquí comiendo, allá descansando y gruñendo
mientras los jóvenes jugaban. Hacia el final de la tarde se diri-
gieron hacia el valle de Kamombe siguiendo el torrente de Ka-
kombe hacia el este guiados por las higueras —mtobogolo,
como les llaman los nativos— que crecen cerca de la cascada
de Kamombe. Mientras nos acercábamos, el rugido del agua al
crecer aumentó en el suave aire verdeante. Evered y Freud, con
el pelo erizado, aceleraron el paso. De repente vimos la caída
del agua a través de los árboles, formando una cascada de
ciento cincuenta metros o más. Siglo tras siglo el agua ha ido
excavado un profundo agujero en la dura roca. En la otra orilla
colgaban lianas enredándose en la pared rocosa. Los helechos,
de un verde vívido, se movían sin cesar en el viento creado por
la caída del agua a través del rocoso canal.
De repente Evered cargó hacia adelante, saltando para aga-
rrar uno de los racimos colgantes, balanceándose sobre el to-
rrente por entre el agua pulverizada. Un momento después
Freud se le unió. Los dos saltaban de una liana a la siguiente,
columpiándose por el espacio, girando sobre sí mismos colga-
dos de sus amarres. Frodo apareció en la ribera de la corriente,
tirando roca tras roca, con la piel empapada.
Durante diez minutos los tres realizaron sus exhibiciones
mientras Fifi y sus jóvenes vástagos los contemplaban desde
una de las higueras junto al torrente. ¿Estaban los chimpancés
expresando sentimientos de adoración hacia los elementos,
como los hombres primitivos en el origen de las religiones?
¿Adorando el misterio del agua, que parece vivir, corriendo
siempre sin desaparecer jamás, siempre la misma y siempre
distinta?
— 271 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
El rito finalizó; los chimpancés se fueron del torrente y se
dirigieron hacia la higuera donde estaba Fifi sentada. Empeza-
ron a comer emitiendo ruiditos de placer. Una suave brisa agi-
taba las ramas y pequeños destellos de luz brillaban entre la
arboleda sobre nosotros. Inundándolo todo, el casi intoxicante
aroma de los higos, el zumbido de los insectos y los ruidos de
los pájaros. Las grandes ramas de la higuera desbordaban de
racimos de higos y trepaban hacia el cielo. Sus flores daban
néctar a las mariposas y a los iridiscentes pájaros nectarínidos.
Los chimpancés comían higos escupiendo las semillas para que
pudiesen crecer nuevas higueras. Un día el árbol caerá al suelo
con toda su rica fauna y flora y de su decadente riqueza resur-
girá la vida. En todas partes la muerte enlaza con la vida, per-
petuando así el hogar de los chimpancés. Un ciclo intermina-
ble, viejo como los primeros árboles. Los viejos modelos se
repiten por caminos siempre nuevos.
En la riqueza de un entorno semejante vivían las criaturas
parecidas a los chimpancés que se convirtieron en los primeros
hombres. Poco a poco fueron evolucionando. Algunos eran
más aventureros y abandonaban la jungla en excursiones aden-
trándose en la sabana en busca de nuevos alimentos y territo-
rios. ¡Qué alivio debieron experimentar volviendo a la seguri-
dad de la jungla después de estas aventureras expediciones!
Pero gradualmente, igual que las primeras formas de vida se
fueron independizando del mar, de los lagos y de los ríos, los
hombres fueron apartándose de la jungla. Encontraron cuevas
y descubrieron el fuego, aprendieron a construir viviendas, a
cazar con armas, a hablar. Y entonces se volvieron atrevidos y
arrogantes. Empezaron a derribar su propio bosque, destru-
yendo lo que durante tanto tiempo los nutrió. Hoy, cambiando
la faz del globo, los humanos arrancan los árboles, depredan la
tierra, cubren de asfalto kilómetro tras kilómetro. Los humanos
domestican lo salvaje y lo saquean. Nos creemos todopodero-
sos. Pero no lo somos.
Imparablemente el desierto gana terreno sustituyendo con
aridez y rigor ese sostén de la vida que son los bosques. Espe-
cies de animales y plantas se extinguen, perdidos para un
— 272 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
mundo que aún desconoce su valor, perdido su lugar en el gran
esquema de las cosas. La temperatura del mundo aumenta, la
capa de ozono va mermando. A nuestro alrededor sólo vemos
destrucción, polución, guerra, miseria, cuerpos lisiados y men-
tes deformadas, tanto humanos como no humanos. Si permiti-
mos que esta desertización continúe nos habremos condenado
a nosotros mismos. No podemos entrometernos de esta manera
en el plan maestro y esperar sobrevivir.
Me sentía abrumaba pensando en esta terrible imagen, en la
magnitud de nuestro pecado contra la naturaleza, contra las
criaturas compañeras nuestras. ¿Cómo podría yo —o cual-
quiera— justificar tan vasta e insensata destrucción?
Un higo cayó a mi lado, sorprendiéndome. Fifi bajó del ár-
bol y se tumbó cerca de mí, completamente satisfecha. Aquí, al
menos, había perfecta confianza entre humanos y animales,
perfecta armonía entre las criaturas y su entorno salvaje. Faus-
tino, andando a trompicones, se me acercó y, con los ojos abier-
tos de par en par me miró, alargó la mano para tocar la mía y
luego volvió con Fifi. Confianza. Y libertad. Pensé en los in-
contables chimpancés que han perdido sus viviendas arbóreas
y en los que permanecen prisioneros en zoológicos y laborato-
rios de todo el mundo. Recordé la historia de Old Man y cómo
había respondido a la necesidad de un amigo humano.
En mí estalló el deseo de luchar, de batallar contra un
amargo final. Los chimpancés necesitan ahora más ayuda que
nunca y sólo podemos dársela si cada uno de nosotros aporta
su granito de arena sin importar lo pequeño que pueda parecer.
Si no lo hacemos así no sólo perjudicaremos a los chimpancés,
sino también a nuestra propia humanidad. Y nunca debemos
olvidar que, por insuperables que parezcan los problemas am-
bientales del mundo, si todos juntos nos esforzamos se nos dará
la oportunidad del gran cambio. Debemos hacerlo. ¡Es así de
sencillo!
Evered, Freud y Frodo bajaron y, con Fifi y Faustino, se
fueron hacia la paz del bosque. Los miré partir; luego, volví la
vista atrás. Y allí donde brillaba el sol a través de una ventana
— 273 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
de la densa vegetación, un arco iris apareció al pie de la cas-
cada.
— 274 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
APÉNDICE I
ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE LA EXPLOTACIÓN
DE ANIMALES NO HUMANOS
Cuanto más aprendemos de la auténtica naturaleza de los
animales no humanos, especialmente aquellos con cerebros
complejos y con su correspondiente comportamiento social
complejo, más preocupaciones éticas aparecen acerca de su uti-
lización al servicio del hombre, ya sea en entretenimiento,
como mascotas, como alimento, en laboratorios de investiga-
ción o cualquiera de los demás usos a los que los sometemos.
Esta preocupación se agudiza cuando dicha utilización trae
consigo un intenso sufrimiento físico o mental, como cierta-
mente ocurre con la vivisección.
La investigación biomédica que implica el uso de animales
vivos empezó en una época en la que el hombre de la calle,
aunque sabía que los animales sienten dolor (y otras emocio-
nes), no se preocupaba en general por su sufrimiento. Subse-
cuentemente, los científicos se vieron muy influidos por los
conductistas, escuela de psicólogos que mantenían que los ani-
males eran poco más que máquinas, incapaces de sentir dolor
o cualquier otro sentimiento o emoción de tipo humano. Así
pues, no se consideraba importante, ni siquiera necesario, aten-
der a todos los requerimientos y necesidades de los animales
experimentales. En aquel tiempo nada se sabía del efecto del
estrés en los sistemas endocrino y nervioso; no se sospechaba
que el hecho de usar animales estresados podía afectar los re-
sultados de los experimentos. De esta manera las condiciones
en que se guardaban los animales —tamaño y mobiliario de la
jaula, confinamiento individual en vez de comunitario— esta-
ban diseñadas para hacer lo más cómoda posible la vida del
cuidador y del experimentador. Cuanto más pequeña es la jaula
— 275 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
más barata es su fabricación, más fácil es de limpiar y su inqui-
lino más fácil de cuidar. Por eso apenas sorprende que los ani-
males para la investigación se guardaran en diminutas jaulas
estériles, apiladas una sobre otra, normalmente con un animal
por jaula. Y las preocupaciones éticas por los animales-sujeto
se mantenían firmemente de puertas afuera (y éstas cerradas
con llave).
Con el paso del tiempo el uso de animales no humanos en
los laboratorios se incrementó, particularmente cuando ciertos
tipos de investigación clínica en animales humanos se volvie-
ron, por razones éticas, más difíciles de llevar a cabo legal-
mente. Los científicos y el público en general comenzaron a
ver la investigación animal como crucial para el progreso mé-
dico. Hoy se da ampliamente por sentado que es el método para
adquirir nuevos conocimientos sobre las enfermedades, su tra-
tamiento y su prevención. Y también el método aceptado para
probar todo tipo de productos, destinados al uso humano, antes
de que salgan al mercado.
Al mismo tiempo, gracias al creciente número de estudios
sobre la naturaleza y los mecanismos de la percepción y la in-
teligencia animal, la mayoría de la gente cree ahora que todos
los animales no humanos, excepto los más primitivos, experi-
mentan dolor, y que los animales «superiores» tienen emocio-
nes similares a esas emociones humanas que calificamos como
placer o tristeza, miedo o desesperación. ¿Cómo es posible en-
tonces que los científicos, al menos cuando se ponen sus batas
blancas y cierras tras de sí las puertas del laboratorio, puedan
continuar tratando a los animales experimentales como simples
«cosas»? ¿Cómo podemos nosotros, ciudadanos de los civili-
zados países occidentales, tolerar laboratorios que —desde el
punto de vista de los prisioneros animales— no son tan distin-
tos de los campos de concentración? Creo que es, principal-
mente, porque la mayoría de la gente, incluso en estos tiempos
ilustrados, tiene muy poca idea de lo que ocurre detrás de las
cerradas puertas de los laboratorios, abajo, en el sótano. E in-
cluso aquellos que saben algo, o aquellos a quienes afectan los
— 276 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
informes sobre la crueldad que ocasionalmente emiten las or-
ganizaciones en defensa de los animales, creen que toda inves-
tigación animal es esencial para la salud humana y el progreso
de la medicina y que el sufrimiento en que tan a menudo está
involucrado en él es una parte necesaria de la investigación.
No es cierto. Tristemente, mientras algunas investigaciones
se llevan a cabo con un objetivo claramente definido que pueda
conducir a un descubrimiento médico, hay muchos proyectos,
algunos de los cuales provocan muchos sufrimientos a los ani-
males utilizados, que no tienen absolutamente ningún valor
para la salud humana (o animal). Además, muchos experimen-
tos simplemente duplican trabajos anteriormente realizados.
Finalmente, algunas investigaciones se realizan por el conoci-
miento en sí mismo. Y mientras ésta es una de nuestras habili-
dades intelectuales más sofisticadas, ¿debemos perseguir estos
objetivos a expensas de otros seres vivos a los que, para su des-
gracia, somos capaces de dominar y controlar? ¿No es una
asunción insolente que nos arroguemos el derecho a (por ejem-
plo) cortar, probar, inyectar, drogar e implantar electrodos en
animales de cualquier especie en nuestro intento de aprender
más sobre lo que les hace funcionar? ¿O sobre el efecto que
ciertos productos químicos puedan tener en ellos? Y así suce-
sivamente.
Estaríamos de acuerdo en que el público en general ignora
completamente lo que ocurre en los laboratorios y las razones
de la investigación que en ellos se realiza, casi del mismo modo
como los alemanes ignoraban, en su mayoría, todo lo referente
a los campos de concentración nazis. Pero ¿qué ocurre con los
técnicos en animales, los veterinarios y los científicos dedica-
dos a la investigación, aquellos que realmente trabajan en los
laboratorios y que saben exactamente lo que ocurre? ¿Son
monstruos sin corazón todos aquellos que utilizan animales vi-
vos cómo parte del aparato de un laboratorio estándar?
Desde luego que no. Algunos habrá, ya que en todas partes
hay sádicos ocasionales. Pero deben ser una minoría. El pro-
blema, tal como yo lo veo, yace en la manera como educamos
— 277 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
a la gente joven en nuestra sociedad. Son víctimas de una es-
pecie de lavado de cerebro que empieza, demasiado a menudo,
en la escuela y que se ve intensificado en casi todas las univer-
sidades, menos en algunas pioneras, a través de cursos superio-
res de educación científica. Se enseña a los estudiantes que es
éticamente aceptable perpetrar en nombre de la ciencia lo que
desde el punto de vista de los animales sólo podría clasificarse
como tortura. Se les anima a suprimir su empatía natural por
los animales y se les persuade de que los sentimientos y el dolor
de los animales son muy diferentes de los nuestros, si es que en
realidad existen. Cuando llegan a los laboratorios, estos jóve-
nes han sido programados para aceptar el sufrimiento que los
rodea. Y es también demasiado fácil para ellos justificar este
sufrimiento diciendo que el trabajo que se lleva a cabo es para
el bien de la humanidad. Para el bien de una especie animal que
ha desarrollado una sofisticada capacidad para la empatía, la
compasión y la comprensión, atributos que orgullosamente se
proclaman como distintivo del ser humano.
Yo he sido descrita como una «anti-viviseccionista faná-
tica». Pero mi propia madre está viva porque su atascada vál-
vula aórtica fue sustituida por la de un cerdo. Nos dijeron que
la válvula en cuestión —según parece, «bioplastificada»—
procedía de un cerdo degollado con fines comerciales. En otras
palabras, que el cerdo hubiese muerto de todos modos. Esto,
sin embargo, no elimina mis sentimientos de preocupación por
ese cerdo en particular: siempre he tenido un especial cariño
por los cerdos. El sufrimiento de los cerdos de laboratorio y de
aquellos que se crían en granjas intensivas me preocupa espe-
cialmente. Estoy escribiendo un libro, An Antology of the Pig,
que espero que ayudará a despertar el interés público por el do-
lor de estos inteligentes animales.
Desde luego me gustaría ver las jaulas de los laboratorios
vacías. Lo mismo le sucedería a todo cuidador, a todo ser hu-
mano compasivo, incluyendo a aquellos que trabajan con ani-
males en investigación biomédica. Pero si todo el trabajo con
animales en los laboratorios se detuviera de repente, probable-
— 278 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
mente se produciría, por lo menos al principio, una gran con-
fusión, y muchas líneas de investigación se detendrían. Esto
significa que, hasta que las alternativas a la utilización de ani-
males vivos en los laboratorios de investigación estén amplia-
mente disponibles y, además, los investigadores y las compa-
ñías farmacéuticas estén legalmente autorizadas a utilizarlos,
la sociedad exigirá, y aceptará, el continuo abuso de animales
por su propio bien.
Ya en muchos campos de investigación el creciente interés
por el sufrimiento animal ha llevado a importantes avances en
el desarrollo de técnicas como el cultivo de tejidos, las pruebas
in vitro, la simulación por ordenador, etc. Al final llegará un
día en que ya no será necesario utilizar animales. Tiene que
llegar. Pero hay que ejercer mucha más presión para acelerar el
desarrollo de técnicas alternativas. Deberíamos invertir mucho
más dinero en investigación y dar el debido reconocimiento a
aquellos que realizan nuevos avances, concederles como mí-
nimo el premio Nobel. Es necesario atraer a los más brillantes
a este campo. Más aún, se debe insistir en el uso de técnicas ya
desarrolladas y probadas. Mientras tanto, es imperativo el nú-
mero de animales utilizados se reduzca drásticamente. Debe
evitarse la innecesaria duplicación de investigaciones. Tienen
que implantarse normas más restrictivas acerca de para qué y
para qué no pueden utilizarse animales. Deben ser utilizados
sólo para los proyectos más acuciantes que supongan claros be-
neficios para la salud colectiva y que contribuyan significati-
vamente al alivio del sufrimiento humano. Otros usos de ani-
males en los laboratorios deben detenerse inmediatamente, in-
cluyendo las pruebas de cosméticos y productos para el hogar.
Finalmente, mientras los animales sean utilizados en los labo-
ratorios por cualquier razón, deben ser tratados lo más huma-
namente y en las mejores condiciones de vida posibles.
¿Por qué relativamente pocos científicos están preparados
para apoyar a quienes insisten en establecer mejores y más hu-
manas condiciones para los animales de laboratorio? La res-
puesta usual es que cambios de este tipo costarían tanto que
todo progreso en la ciencia médica se acabaría. No es cierto.
— 279 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
La investigación esencial continuaría; el coste de construir de
nuevas jaulas e instigar la formación de mejores programas de
cuidados puede ser considerable, pero despreciable al fin, estoy
segura, comparado con el coste del sofisticado equipamiento
utilizado hoy en día por los científicos investigadores. Desafor-
tunadamente, sin embargo, muchos proyectos están mal conce-
bidos y a menudo son totalmente innecesarios. Realmente se
verían afectados si los costes de los animales de investigación
se incrementasen. La gente que se gana la vida gracias a ellos
perdería su trabajo.
Cuando la gente se lamenta por el coste de humanizar di-
chas condiciones de vida mi respuesta es: «Fíjate en tu nivel de
vida, tu casa, tu coche, tu ropa. Piensa en los edificios adminis-
trativos en los que trabajas, en tu salario, tus gastos, en tus va-
caciones. Y después de meditar en estas cosas, entonces dime
que tenemos que escatimar alguno de los dólares extra que gas-
tamos en hacer un poco menos triste la vida de los animales
que se utilizan para reducir el sufrimiento humano».
Seguramente debería ser una cuestión de responsabilidad
moral que nosotros, los seres humanos, que diferimos de los
otros animales principalmente en virtud de nuestro más desa-
rrollado intelecto y, con él, de nuestra mayor capacidad de
comprensión y compasión, nos aseguremos de que el progreso
médico deje de alimentarse del estiércol del sufrimiento y de-
sesperación de los animales no humanos. Especialmente
cuando implica la servidumbre de nuestros parientes más cer-
canos.
En los Estados Unidos la ley federal todavía requiere que
cada lote de vacunas de hepatitis B sea probada en un chim-
pancé antes de ser comercializada para uso humano. Además,
los chimpancés todavía se utilizan en investigaciones alta-
mente inadecuadas, tales como el efecto que les producen cier-
tas drogas adictivas. En los laboratorios del Reino Unido no
hay chimpancés; los científicos británicos utilizan chimpancés
en los Estados Unidos, o en el TNO Primates Centre, en Ho-
landa, donde se han destinado recientemente fondos de la CEE
a la obtención de chimpancés (los científicos británicos, desde
— 280 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
luego, utilizan masivamente otros primates no humanos y mi-
les de perros, gatos, roedores, etc.).
El chimpancé se parece más a nosotros que cualquier otro
ser vivo. Las similitudes fisiológicas han sido descritas con en-
tusiasmo por los científicos durante muchos años, y eso ha lle-
vado a la utilización de chimpancés como «modelos» para el
estudio de ciertas enfermedades infecciosas a las que son resis-
tentes la mayoría de animales no humanos. Existen, desde
luego, similitudes igualmente sorprendentes entre humanos y
chimpancés en la anatomía del cerebro y del sistema nervioso
y —aunque muchos se han mostrado refractarios a admitirlo—
en el comportamiento social, cognición y emotividad. Porque
los chimpancés demuestran habilidades intelectuales que an-
taño se creyeron únicas de nuestra propia especie, la línea que
separaba a los humanos del resto del reino animal, antes tan
clara, se ha difuminado. Los chimpancés son el puente que
salva el espacio entre «nosotros» y «ellos».
Esperemos que esta nueva comprensión del lugar de los
chimpancés en la naturaleza signifique algún alivio para los
centenares de ellos que hoy viven prisioneros, bajo el dominio
del hombre.
Esperemos que nuestro conocimiento de su capacidad de
afecto, goce, diversión, temor, tristeza y sufrimiento nos con-
duzca a tratarlos con la misma compasión que mostramos con
nuestro prójimo humano. Esperemos que mientras la ciencia
médica continúe utilizando chimpancés para experimentos do-
lorosos y psicológicamente aflictivos, tengamos la honestidad
de calificar estas investigaciones como tortura de víctimas
inocentes.
Y esperemos que nuestro conocimiento del chimpancé
traiga también una mejor comprensión de la naturaleza de otros
animales no humanos, una nueva actitud hacia las otras espe-
cies con las que compartimos este planeta. Pues, como dijo Al-
bert Schweitzer:
«Necesitamos una ética sin límites que incluya también
a los animales». Y en el momento presente nuestra ética,
— 281 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
incluso con los animales no humanos, es limitada y con-
fusa.
En nuestro mundo occidental nos impresiona y encoleriza
ver a un campesino golpeando a un burro viejo, forzándolo a
tirar de una carga excesivamente pesada más allá de sus fuer-
zas. Eso es crueldad. Pero no consideramos una crueldad arre-
batar a una cría de chimpancé de los brazos de su madre, ence-
rrarla en el desolado mundo de un laboratorio, inocularle en-
fermedades humanas, cuando se hace en nombre de la Ciencia.
Llevando el análisis hasta su conclusión, tanto el burro como
el chimpancé están siendo explotados y maltratados para bene-
ficio de los hombres. ¿Por qué un caso es más cruel que el otro?
Sólo porque veneramos la ciencia y porque se supone que los
científicos actúan por el bien de la especie humana, mientras
que el campesino maltrata egoístamente al pobre animal en be-
neficio propio. De hecho, muchas investigaciones con anima-
les son igualmente egoístas, y muchos experimentos se diseñan
con objeto de conseguir subvenciones.
Y no olvidemos que nosotros, en occidente, encarcelamos
a millones de animales domésticos en granjas intensivas para
que transformen proteínas vegetales en proteínas animales para
alimentación. Mientras esto suele disculparse con razones
como la necesidad económica, o incluso considerado por algu-
nos como cría de animales domésticos, es tan cruel como el
apaleamiento del burro o el encarcelamiento del chimpancé.
Igual que las granjas para obtener pieles. Y el abandono de ani-
males domésticos. Y las granjas ilegales de cachorros. Y la
caza del zorro. Y mucho de lo que hay tras los espectáculos de
animales entrenados para nuestra diversión. La lista podría ser
muy larga.
A menudo me preguntan si no siento que es «antiético» em-
plear el tiempo con los animales cuando tantos seres humanos
están sufriendo. ¿No sería más apropiado ayudar a niños ham-
brientos, esposas apaleadas o vagabundos? Afortunadamente,
hay cientos de personas que dirigen su talento, sus principios
humanitarios y su habilidad para conseguir fondos para tales
causas. No necesitan mis energías. La crueldad, ciertamente, es
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
el peor de los pecados humanos. Luchar contra la crueldad, de
una manera u otra —ya sea dirigida hacia otros seres humanos
o no humanos— nos sitúa en un conflicto directo con esa des-
afortunada parte nuestra de inhumanidad que yace en todos no-
sotros. Si pudiésemos superar la crueldad con compasión esta-
ríamos en el buen camino para crear un nuevo lazo ético, uno
que respetase a todos los seres vivos. Deberíamos estar en el
umbral de una nueva era en la evolución del hombre, la reali-
zación, por fin, de nuestra cualidad más específica: la humani-
dad.
— 283 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
APÉNDICE II
LA CONSERVACIÓN Y LOS SANTUARIOS DE LOS
CHIMPANCÉS
En el mundo occidental y en muchos países del Tercer
Mundo, las actitudes hacia los animales y hacia el entorno es-
tán cambiando. Existe una mayor conciencia de la condición
de los chimpancés que hace unos años, así como un creciente
interés y deseo de ayuda. En respuesta a necesidades especiales
la gente acude a la llamada de la necesidad.
El Comité para la Conservación y Cuidado de los Chim-
pancés, las cuatro C, está profundamente implicado en el fo-
mento y la asistencia de las estrategias de conservación en
África. Se trata de un grupo de científicos, todos ellos preocu-
pados por la conservación y el bienestar de los chimpancés. Su
presidente es el Dr. Geza Teleki, que trabaja junto al Dr. Tos-
hisada Nishida y otros para poner en marcha un plan de acción
diseñado para ayudar lo más rápidamente posible a los acorra-
lados chimpancés de todo el continente africano. El mapa de la
página siguiente muestra los lugares donde aún pueden encon-
trarse chimpancés. Algunos proyectos de investigación, como
los de Gombe y las montañas de Mahale, en Tanzania, el del
bosque de Tai, en Costa de Marfil, y Lope, en Gabón, hace mu-
chos años que funcionan. En todos los casos estos proyectos
resultan altamente beneficiosos para la conservación de los
chimpancés en las regiones vecinas.
Para saber más sobre el área de distribución actual de los
chimpancés se necesitan desesperadamente estudios en mu-
chos países. Y en ciertas zonas clave, es importante desarrollar
proyectos de investigación tan pronto como sea posible. Sin
estos proyectos, que hay que llevar a cabo conjuntamente con
— 284 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
una educación sobre la conservación, el turismo y la agricul-
tura, los chimpancés desaparecerán pronto de muchos países.
Desde luego, los estudios serán importantes por sí mismos. Nos
permitirán aprender más acerca de uno de los aspectos menos
conocidos y más fascinantes de la conducta del chimpancé, que
son las diferencias de comportamiento de las poblaciones en
distintas partes de África. En estos momentos no sólo están
muriendo centenares de chimpancés, sino que además están
desapareciendo culturas antes de que tengamos tiempo de es-
tudiarlas.
Áreas de distribución de los chimpancés en África. Las principales con-
centraciones de chimpancés que se conservan en África coinciden con los
países poseedores de amplias y vírgenes zonas forestales, como Zaire, Ga-
bón y Camerún. (Mapa reproducido por cortesía del Dr. Geza Teleki y el
Comité cara la Conservación y Cuidado de los Chimpancés.)
Durante el año 1989 me vi implicada en la conservación y
protección del chimpancé en Burundi, a unas cien millas al
norte de Gombe, junto al lago Tanganika. Fue una consecuen-
cia directa de los intereses conservacionistas del embajador Ja-
mes D. Phillips (Dan) y su mujer, Lucie. Primero visité Bu-
rundi atendiendo a su invitación; conocí al Presidente Buyoya
y a algunos de sus ministros, así como a otros miembros de su
Gobierno, incluyendo al Secretario General, Venant Bambo-
nehoyo, y quedé sinceramente impresionada por los esfuerzos
de este Gobierno para salvar las zonas forestales que quedaban
— 285 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
en su maravilloso país. Me impresionaron también los pasos
que ya se estaban dando hacia la conservación de los chimpan-
cés. Conocí a Peter Trenchard, coordinador del Proyecto de Di-
versidad Biológica, que había pasado muchos meses obser-
vando a los chimpancés del Parque Nacional de Kibira, una en-
cantador bosque pluvial de montaña al norte del país. Paul Co-
wles y Wendy Bromley me llevaron a visitar un pequeño grupo
de chimpancés al sur del país. Existe un cierto número de nati-
vos empleados como «guarda-chimpancés» que controlan sus
movimientos mientras viajan de una franja boscosa a otra, atra-
vesando zonas cultivadas y poblaciones nativas. La yuxtaposi-
ción de chimpancés y nativos no es rara y encontré extraordi-
narios los pasos dirigidos a preservar los chimpancés, pasos
comenzados por un conservacionista de gran previsión, Robert
Clausen. Pero la situación era potencialmente explosiva, ya que
los granjeros necesitaban tierras con urgencia. Paul (que antes
había trabajado como voluntario del cuerpo de Paz y era enton-
ces consultor técnico de los servicios asistenciales católicos en
el Instituto Nacional para la Conservación del Entorno y la Na-
turaleza) explicó el proyecto agro-forestal del que formaba
parte. Primero se desarrollan en incubadora especies arboríco-
las de crecimiento rápido. Los retoños se plantan después alre-
dedor de los poblados. Muchos de los árboles pueden utilizarse
al cabo de dos años para construir postes, para carbón vegetal,
para leña, para sombra y para enriquecer el suelo con nitró-
geno. Cada especie de árbol tiene su propia función. La aplica-
ción de este proyecto para la protección de las áreas forestales
indígenas que quedan es obvia. Wendy trabajaba con Paul, ex-
plicando este nuevo concepto a los nativos. Burundi tiene que
felicitarse por este programa, sin el cual hubiese sido imposible
conservar chimpancés salvajes en este diminuto país de altí-
sima densidad de población.
Para proporcionar ingresos e incentivos adicionales a la po-
blación local es necesario desarrollar un turismo controlado.
Como primer paso, Charlotte Uhlenbroek, apoyada por la Ins-
titución Jane Goodall del Reino Unido, empezó a habituar a un
— 286 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
grupo de chimpancés en el sur del país a la presencia de huma-
nos. Como parte integral de este programa (cuya intención,
desde luego, es recoger tantos datos del comportamiento de los
chimpancés como sea posible) unos «guarda-chimpancés» vi-
sitaron Gombe para aprender los métodos de observación del
personal del campo de Tanzania.
Una nueva conciencia e interés por los chimpancés en el
país sacó a la luz el hecho de que en la capital, Bujumbura, y
en otros lugares por todo el país, se utilizaban chimpancés
como animales de compañía. La mayoría de estas crías habían
pasado de contrabando desde el vecino Zaire. Gracias al apoyo
del Gobierno y a la ayuda de muchos individuos, la Institución
Jane Goodall del Reino Unido, en estrecha colaboración con el
Instituto Nacional para la Conservación del Entorno y la Natu-
raleza, puede ahora continuar la construcción de un santuario
cerca de Bujumbura, donde los rescatados animales de compa-
ñía, así como otros jóvenes, pueden vivir en libertad. Este san-
tuario fue primero planeado, después se localizó el lugar y por
último, con ayuda de Steve Matthews, comenzó la construc-
ción en 1990. Los dos primeros huérfanos, Poco y Sócrates,
estuvieron un tiempo en una jaula provisional en el jardín de
Melinda (Mimi) Brian. Una parte importante del santuario es
el centro educativo, donde la población local y los visitantes
pueden observar a los chimpancés y su conducta.
En el mismo año Karen Pack partió hacia Pointe Noire, en
Congo-Brazaville, para intentar montar un santuario para
chimpancés ex-animales de compañía y para aquellos chim-
pancés confiscados por el Gobierno a los cazadores. Karen está
actualmente trabajando para la Institución Jane Goodall del
Reino Unido en el zoológico de Pointe Noire para enriquecer
el entorno de los ocho chimpancés que hay allí. Esperamos re-
unir estos ocho con nuevos ex-animales de compañía y jóvenes
confiscados en un santuario que será construido por la Institu-
ción Jane Goodall. Está planificado un centro educativo del
mismo estilo que el de Burundi. Se llevará a cabo con el pleno
apoyo del Gobierno del Congo. Una vez más, Steve Matthews
— 287 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
supervisará la construcción, con el generoso apoyo de la Co-
noco Inc., compañía petrolífera que demuestra auténtica preo-
cupación por el medio ambiente. Estamos especialmente agra-
decidos a Roger Simpson. Hasta que el santuario esté termi-
nado, Mme. Jamart cuidará de los jóvenes chimpancés confis-
cados por el Gobierno. Ella y su marido están realizando una
notable labor.
Ciertamente, éstos no son los primeros santuarios para
chimpancés maltratados o abandonados. Eddie Brewer co-
menzó el primero en África, a finales de los años 60. Como
oficial del Gobierno encargado de la vida salvaje, Eddie con-
fiscaba jóvenes chimpancés llevados ilegalmente a Gambia
(donde, por aquel entonces, los chimpancés se habían extin-
guido). Su hija, Stella, llevaba los chimpancés a Senegal,
donde se intentaba reintroducirlos en su hábitat natural. Des-
afortunadamente, los chimpancés salvajes no permitían la en-
trada de nuevos ejemplares en su territorio y fue necesario re-
tirar a los ex-cautivos y recolocarlos en la isla de los Babuinos,
en el río Gambia. Durante muchos años este proyecto ha sido
llevado a cabo por una magnífica persona, Janice Carter.
Una pareja inglesa realmente notable, que vivía en Zambia,
Sheila y David Siddle, han convertido su casa en refugio para
jóvenes confiscados. Los chimpancés no son propios de Zam-
bia, y muchos de los huérfanos eran confiscados después de
salir de contrabando de Zaire. Los Siddle han construido un
notable recinto de ocho acres2 y tienen un ambicioso plan para
vallar grandes zonas de matorral donde, finalmente, el grupo
entero podrá vivir en relativa libertad. El nuevo Centro de
Rehabilitación y Orfelinato de Animales de Liberia dispone de
un recinto para chimpancés y hay planes para el desarrollo de
2
Puede obtenerse información sobre las personas y lugares mencionados aquí
en el Jane Goodall Institute for Research, Education and Conservation, P.O.
Box 26846, Tucson, Arizona 85726, USA; o en el Jane Goodall Institute (UK),
10 Durley Chine Road South, Bournemouth BM 2 5HZ; o en el Jane Goodall
Institute (Canadá), PO Box 3125 Station «C», Ottawa, Ontario, Kl Y4J4.
— 288 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
otros santuarios en Zaire y Kenia. En Uganda, jóvenes confis-
cados en el zoológico de Entebbe necesitan desesperadamente
un sitio más grande. Casi todos los países de África donde aún
viven chimpancés tienen el problema de los huérfanos. La ex-
cepción es Tanzania, donde puedo anunciar orgullosamente
que hay sólo dos animales de compañía rescatados, proceden-
tes de Zaire, que pronto encontrarán, esperamos, refugio con
los Siddle.
En el capítulo XIX he presentado a Simon y Peggy Tem-
plar, paladines de los chimpancés maltratados. Algunos de sus
jóvenes confiscados salieron hacia Gambia, pero más reciente-
mente los apaleados huérfanos del tráfico ilegal que tiene lugar
en España han encontrado refugio en Monkey World, en Dor-
set, Inglaterra. Este santuario fue creado gracias a los esfuerzos
de Jim Cronin, Steve Matthews y el veterinario Ken Pack. Al-
gunos de estos jóvenes estaban en un estado penoso cuando
llegaron, pero Jeremy Keeling los alimentó, jugó con ellos, les
enseñó y los trató con amor. Jeremy Keeling es una persona
que se preocupa realmente, cuyo excepcional trato a los chim-
pancés ha hecho mucho para cicatrizar sus heridas emociona-
les.
Wallace Swett empezó una notable tarea con el Primarily
Primates, en Texas, Estados Unidos. Allí, entre otros veinte
chimpancés, está Virgil (cuyo verdadero nombre es Willie), es-
trella de la película Project X, junto con su «novia» Ginger
(cuyo verdadero nombre es Harry). Vivían junto con la más
extraordinaria y variada colección de chimpancés jamás mal-
tratados en los Estados Unidos.
Dos laboratorios biomédicos han realizado programas de
«jubilación» para chimpancés que han dejado de ser utilizados
en experimentos. Fred Prince, del New York Blood Center, ha
llevado a ciertas islitas de Liberia a algunos de los chimpancés
que habían pasado por su laboratorio. Jorg Eichburg, de la
Southwest Biomedical Foundation, ha construido jaulas con-
vencionales de las que se puede salir. Si yo fuera un chimpancé
no me gustaría pasar mis últimos días en ninguno de ambos
lugares, pero cualquier cosa es mejor que una pequeña jaula de
— 289 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
laboratorio. Y como concepto significa dar un paso importante
en la dirección correcta.
En resumen, la condición de los chimpancés en todo el
mundo es muy triste. En África existe una imperiosa necesidad
de fondos —para investigaciones, para estudios y para santua-
rios— así como también de gente devota y cualificada para lle-
var a cabo dichos estudios y para trabajar con chimpancés con-
fiscados o abandonados. También fuera de África existe una
creciente necesidad de santuarios, ya que se confiscan envíos
ilegales de chimpancés en distintos países y muchos individuos
son rescatados del mundo del ocio y del mercado de los anima-
les de compañía y otros de los laboratorios de investigación.
Aun así, estoy de algún modo segura de que aparecerá gente
devota y maravillosa como aquellos que tanto han hecho hasta
ahora por los chimpancés sin hogar, proporcionándoles amor y
un lugar en un santuario. Los seres humanos, por su ignorancia
y su codicia, han llevado a centenares de chimpancés a ese pe-
noso estado; los seres humanos, con su interés y su compasión,
están obligados a hacer cuanto puedan para corregir sus erro-
res.
— 290 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
AGRADECIMIENTOS
¿Cómo, después de casi treinta años, puedo ni siquiera em-
pezar a manifestar mi agradecimiento adecuadamente a cuan-
tas personas han hecho posible continuar la investigación en
Gombe? Mirando hacia atrás, resulta difícil distinguir entre las
contribuciones hacia el estudio actual y las contribuciones ha-
cia mi propia persona. Después de todo, los años en Gombe,
observando e investigando la vida de los chimpancés, están tan
indisolublemente unidos a mi propia vida personal que es difí-
cil separar ambos aspectos. Seguramente, ni siquiera debería
intentarlo. Tendría que escribir otro libro, pues la ayuda y el
soporte que he recibido ha sido inmenso. Algunas veces me ha
desbordado la amabilidad, generosidad y deseo de ayuda que
he encontrado en gente de todo el mundo. Proporcionaron calor
a mi corazón, dándome una y otra vez fuerzas para resistir en
los tiempos difíciles.
Creo y espero haber expresado mi gratitud a todos aquellos
que ayudaron a Gombe durante los diez primeros años de estu-
dio en mi primer libro In the shadow of man. Ahora voy a tratar
de hacer lo mismo a todas aquellas personas y organizaciones
que me han permitido continuar desde entonces.
Primero debo mencionar mi gratitud al Gobierno de Tanza-
nia: a nuestro anterior Presidente, Mwalimu Julius Nyerere,
ahora presidente del partido, conservador de los hábitats fores-
tales y botánico por mérito propio, y a su sucesor, el Presidente
Hassan Mwinyi, y a todos aquellos que desde diferentes depar-
tamentos gubernamentales me han ayudado durante todos estos
años. Especialmente quiero agradecer a varios de los comisa-
rios regionales y a los directores de desarrollo de distrito de la
Región de Kigoma, la ayuda que me han prestado en todo mo-
mento, y al director de Vida Salvaje (Wildlife), Costa Mlay.
Debo especial agradecimiento al Director de los Parques Na-
— 291 —
JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
cionales de Tanzania, David Babu, y a muchos de sus guardia-
nes, así como al Director del Instituto de Investigación de
Wildlife, Karim Hirji y al director del Consejo de Investigación
Científica de Tanzania y a su equipo (especialmente a Addie
Lyaruu).
Muchas fundaciones, instituciones y particulares han con-
tribuido generosamente durante los pasados veinte años. Para
la Sociedad National Geographic, una especialísima gratitud.
La Sociedad patrocinó todo el programa de investigación du-
rante muchos años y continúa sosteniendo nuestra labor de
múltiples maneras. La publicidad de que han sido objeto los
chimpancés de Gombe durante estos años, a través de artículos
en revistas, programas de televisión y, más recientemente,
anuncios en los periódicos ha sido, más que ningún otro factor
individual, lo que me ha permitido, a mí y a cuantos me ayu-
daban, recaudar fondos para distintos programas con los chim-
pancés. Debo mencionar especialmente a Melvin Payne, Gil
Grosvenor, Mary Smith y Neva Folk, quienes en los últimos
años nos han ayudado extraordinariamente.
La LSB Leakey Foundation ha efectuado muchas y gene-
rosas donaciones; especiales gracias a Tita Caldwell, a Gordon
Getty, a George Jagels, a Coleman Monton y a Debbie Spies
por su ayuda y amistad.
También muchas donaciones particulares han ayudado a
mantener la investigación en Gombe desde que la generosa
subvención de la fundación Grant terminó inmediatamente
después de los sucesos de 1975, cuando cuarenta hombres ar-
mados raptaron a cuatro estudiantes (como se relata en el capí-
tulo VII). Las personas que han contribuido son tan numerosas
que es imposible nombrarlas a todas, pero doy gracias de todo
corazón a cada una de ellas, no sólo por las grandes contribu-
ciones, sino también por los pequeños regalos que representan,
por parte de quienes los mandaron, idéntico espíritu magná-
nimo. Una de las más preciadas donaciones me llegó a África
de parte de un niño que envió un cuarto de dólar pegado con
cinta adhesiva en una hoja de papel, en la que escribía que en-
viaría más en cuanto pudiera ganar dinero.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Permítaseme también agradecer a mi buen amigo Jim
Caillouette los suministros médicos para el equipo de trabaja-
dores de Tanzania.
También hemos recibido donaciones de algunas compa-
ñías; debo agradecerle especialmente a Jeff Walters y la Com-
pañía Sony el que nos cediese cámaras de vídeo, filmadores y
cintas para poder filmar el comportamiento de los chimpancés
en el campo.
Mucha gente de Kigoma, ciudad próxima a Gombe, nos ha
aportado su ayuda. Especialmente quiero agradecer la colabo-
ración de Blanche y Toni Bescia, Subhadra y Ramji Dharsi,
Rhama y Christopher Liundi, Asgar Remtulla y Kirit y Jayant
Vaitha.
Siempre estaré agradecida a Robert Hinde por la paciencia
que tuvo conmigo cuando era mi profesor en mi juventud y por
la ayuda que me ha venido prestando desde entonces. También
quiero agradecer a David Hamburg, quien en 1972 negoció una
afiliación entre Gombe y la Universidad de Stanford, lo que
permitió que una serie de buenos estudiantes trabajaran en
Gombe como ayudantes de investigación, proporcionando al
proyecto un nuevo vigor.
No puedo mencionar uno por uno a todos los estudiantes
que participaron en la observación e investigación de los chim-
pancés. Pero quiero mencionar a aquellos que permanecieron
en el campamento durante varios años, como Harold Bauer,
David Bygott, Patrick McGinnis, Larry Goldman, Hetty y
Frans Plooij, Anne Pusey, Alice Sorem Ford, Geza Teleki,
Mitzi Thondal, Caroline Tutin y Richard Wrangham. También
Curt Busse y David Riss, que siguieron durante cincuenta días
a Figan.
Ahora quiero manifestar mi agradecimiento a los Asisten-
tes de Campo de Tanzania, por los que siento gran respeto por
su cuidadoso trabajo y dedicación. Estos hombres trabajaron
en Gombe durante varios años; el trabajo es su vida. Después
del secuestro de 1975 nuestro trabajo habría finalizado de no
haber sido por la colaboración y el soporte que estos hombres
nos dieron. Un especial agradecimiento a Hilari Matama, que
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
empezó a trabajar en Gombe en 1968 y que aún está aquí, y a
Hamisi Mkono y a Estorn Mpongo, quienes han estado con-
migo durante diez años. También a Yahaya Alamasi, Ra-
madhani Fadhili, Bruno Helmani, a Hamisi Matama y Gabo
Paulo. Y quiero rendir un tributo especial a Mzee Rashidi
Kikwale, que murió en 1988. Rashidi era quien me acompa-
ñaba en mis primeras excursiones por las montañas de Gombe.
Con él vi aquí los primeros chimpancés. A lo largo de los años
siguientes y hasta su muerte Rashidi fue un leal trabajador y un
gran amigo. Hacia el final de su vida realizaba una importante
tarea en Gombe, pues actuaba como jefe honorario de los tra-
bajadores del campamento. Después de su muerte, uno de los
hombres, Hilali, lamentaba su pérdida diciendo: «Somos como
un cuerpo sin cabeza». Fue una gran pérdida.
También quiero mencionar la colaboración de otras dos
personas en la investigación de Gombe: son Christopher Boehu
y Anthony Collins. Chris introdujo el uso de las videocámaras
de 8 mm en el equipo de filmación de Tanzania y además en-
señó a utilizarlas a varios miembros del campamento. Esto me
permitió observar y registrar las escenas únicas e inolvidables
del comportamiento de los chimpancés filmadas cuando tenía
que ausentarme del campamento. Por otro lado Tony es Direc-
tor de Campo del estudio de los papiones. Durante los dos años
y tres meses que duró su colaboración, se encargó también de
la Administración del campamento, así como de los salarios,
beneficios, seguros, etc.; por ambos aspectos le estaré siempre
agradecida. Más recientemente entró en escena un veterinario
británico, al que también quiero mencionar: Kenneth Pack.
Gracias a su oportuna visita se salvó la vida de uno de los chim-
pancés que más quiero, Goblin; por ello le estaré siempre agra-
decida, así como por el trato amistoso que nos aportó cuando
la reciente epidemia destruyó los estudios que se venían reali-
zando con los papiones.
Hay en Dar es Salaam un fabuloso equipo de personas que
ha sido de gran ayuda para mí tanto en los trabajos de análisis
como en los de administración. Trusha Pandit fue mi mano de-
recha durante ocho años; no había nada que ella no controlara.
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JANE GOODALL A TRAVÉS DE LA VENTANA
Nos ha dejado recientemente para volver junto a su marido a la
India y nadie podrá reemplazarla. Otros que han dedicado hora
tras hora a analizar los datos y a controlar en Gombe, organi-
zando incluso mi propio trabajo, son Jenny Gould, Jennifer Ha-
nay, Ann Hinks, Uta Soutter y Judy Taylor. Mi más cariñoso
agradecimiento para todas. Y también para aquellos maravillo-
sos amigos que me animaron después de la muerte de Derek,
ayudándome física y moralmente: primero, como es lógico, to-
dos los miembros de mi propia familia; luego Vanne, mi ma-
dre, quien tuvo que marcharse a los pocos meses para ser so-
metida a una operación de corazón; a Olly, a Audrey y a Judy.
Y también Grub, pobre niño cuya madre estaba siempre cui-
dando a los chimpancés e investigando la comunicación entre
ellos. En Dar es Salaam está el hijo de Derek, Ian. Y gracias a
Clarissa y Gunar Barnes, Jenny y Michael Gould, Frauke y
Benno Haffner, Sigy y Ted McMahon, Nancy y Robert Nooter,
el marido de Trusha Prashant Pandit, Judy y Adrian Taylor. Y
a mis muy especiales amigos, con los que estuve durante los
primeros deprimentes días tras mi regreso a Tanzania, Dick
Viets y su maravillosa mujer, Marina, quien murió trágica-
mente en fecha reciente y a la que echo de menos y recuerdo
con mucho amor y afecto. Y a otros que han sido de gran
ayuda: Liz y Ron Fennell, Uta y Martin Souter, Catherine y
Tony Marsh, Penelope Breeze y Stevenson McIllvaine, Mollie
y David Miller y Julie y Don Petterson y Dimitri Mantheakis y
sus hijos.
A continuación debo hacer llegar mi agradecimiento a
cuantos hicieron posible el Instituto para la Investigación, Con-
servación y Educación Jane Goodall, una organización exenta
de impuestos a través de la cual se canalizan todas las donacio-
nes. Fue concebida por el último Príncipe Raniero de San Faus-
tino y su mujer, Genevieve. Después de su muerte, Genie tra-
bajó duro y cumplió su sueño con la ayuda de otros maravillo-
sos amigos: Joan Cathcart, Bart Deamer, Margaret Gruter,
Douglas Schwartz, Dick Slottow y Bruce Wolfe. ¡Cuánto es-
fuerzo, cuánta generosidad en tiempo o en dinero, o en ambos!
Después de ellos otros seguidores leales han formado parte del
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Instituto: Larry Barker, Ed Bass, Hugh Caldwell, Sheldon
Campbell, Bob Fry, Warren Hiff, Jerry Lowenstein, Jeff Short
y Mary Smith. Y aquí destaco mi gran agradecimiento a las
personas cuya generosidad fue muy importante para poner en
pie la institución: Gordon y Ann Getty, cuya fabulosa donación
en 1984 puede considerarse como nuestra fundación. Y mis
más sinceras gracias, también, a William Clement, que realizó
donaciones increíblemente generosas cuando el Instituto se
trasladó de San Francisco a Tucson, Arizona. Debo expresar
también mi agradecimiento a las personas que han trabajado
tan duro a cambio de tan poco para ayudarme a realizar alguno
de mis antiguos sueños. A Sue Engel, por ayudar a que despe-
gase el Instituto. Y a Jennifer Kenyon y a la coordinadora de
ChimpanZoo, Virginia Landau. Hay también una serie de per-
sonas que generosamente han donado sus esfuerzos y su di-
nero, y especialmente quiero agradecer a Leslie Groff, Gale
Paulin y Humphrey y Penny Taylor. Y no sé cómo expresar
adecuadamente mis gracias a Robert Edison y Judy Johnson
que se han esforzado para levantar el Instituto a lo largo de los
años. Bob, en particular, comparte todas mis ideas en lo que
concierne al bienestar de los animales. Quiero asimismo expre-
sar mi gratitud a Geza Teleki quien, después de luchar por la
conservación y el bienestar de los chimpancés casi individual-
mente desde su regreso de Sierra Leona, se ha unido ahora con
el JGI. Geza, de hecho, es «Nuestro hombre en Washington»,
donde dirige el Comité para la Conservación y el Cuidado de
los Chimpancés (las cuatro C). Geza, junto con Heather
McGriffin, también me proporciona su maravillosa hospitali-
dad cada vez que visito la capital de América, lo cual, en estos
días, sucede muy a menudo. Otra gente que está profunda-
mente implicada en los esfuerzos por mejorar las cosas de los
chimpancés, y que han sido de gran ayuda en Washington, son
Michael Bean, Bonnie Brown, Roger Coras, Kathleen Moz-
zoco, el senador John Melcher, Ron Nowak, Nancy Reynolds,
y Christine Stevens.
Otros muchos han hecho grandes contribuciones, cada uno
a su propia manera, y estoy enormemente agradecida a todos
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ellos, especialmente a Michael Aisner por sus grandes esfuer-
zos en la creación de la fundación; a Mark Maglio por contri-
buir de manera tremenda; y a Peggy Detmer, Trent Meyer y
Bart Walter por sus maravillosas ayudas.
Aún más recientemente nació el Instituto Jane Goodall
(Reino Unido). Hoy es ya una poderosa organización a causa
de las notables personas que pusieron en él toda su confianza:
Robin Brown, Mark Collins, Geri di san Faustino, Robert
Hinde, Bertil Jernberg, Guy Parsons, Victoria Pleydell-Bouve-
rie, Sir Laurens van der Post, Susan Pretzlik, Karsten Schmidt,
John Tandy, Steve Matthews, el hasta hace poco Sir Peter
Scott, y mi madre Vanne. Junto con Karsten Schmidt, que guió
con seguridad el Instituto ante la Charitable Trust Comission,
la carga del trabajo cotidiano está sobre los hombros de Guy
Parsons, Robert y Dilys Vass, Steve Matthews, Sue Pretzlil y
Vanne. El éxito del lanzamiento de este Instituto se debió tam-
bién a una generosa donación de Condor Preservation Trust,
ordenada por Robin y Jane Cole, al duro trabajo de Clive Ho-
llands y su equipo y a las contribuciones, conseguidas con los
libros y posters de Michael Neugebauer. Animados con un
principio tan prometedor esperamos hacer mucho en Gran Bre-
taña para despertar las conciencias sobre el dolor de los chim-
pancés, particularmente las de los niños. Y mucha gente, como
John Eastwood, Pat Groves, Neil Margerison y Pippit Waters
siempre están allí para ayudarnos.
Es difícil expresar mi deuda de gratitud con mi último ma-
rido, Derek Bryceson, por su ayuda y por sus consejos. Sin él
dudo que hubiese podido seguir la investigación después del
secuestro de 1975. Derek, con su amplio conocimiento y com-
prensión de Tanzania, me ayudó a entrenar a los trabajadores
del campamento y a reorganizar la recogida de datos. Muchos
fueron los intercambios de impresiones que tuve con él sobre
sorprendentes aspectos del comportamiento del chimpancé;
sus comentarios, realizados desde el punto de vista de un gran-
jero, a menudo eran penetrantes y me abrían nuevos puntos de
vista. Su contribución fue realmente grande; incluso ahora, a
causa de que su nombre fue tan amado y honrado en Tanzania,
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dicho nombre me confiere a mí, su viuda, una posición que de
ninguna otra manera hubiese conseguido.
Ahora debo intentar agradecer a mi madre, Vanne, la asom-
brosa contribución que ha realizado. No sólo animó mi sueño
de la infancia de estudiar a los animales salvajes, sino que,
desde luego, incluso me acompañó a Gombe en 1960. Su sabi-
duría y consejo durante todos estos años desde entonces y hasta
ahora son imposibles de valorar. Ha contribuido a levantar la
fundación, ha leído y comentado manuscritos y ha sido un per-
manente manantial de energía. Y, desde luego, no hubiese ha-
bido libro de no ser por ella ¡yo no estaría aquí!
Finalmente, están los propios chimpancés, todos ellos úni-
cas y vívidas personalidades: Flo y Fifi, Gilka y Gigi, Melissa
y Gremlin, Goliath y Mike, Figan y Goblin, Jomeo y Evered.
Y David Greybeard que, a pesar de que se fue a los Felices
Campos de Caza hace más de veinte años, permanece dentro
de mi corazón.
FIN
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