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Un mes de terror sin tregua en el Catatumbo: “Mis hijas se están muriendo, me estoy volviendo loca”

Una familia queda en medio del fuego cruzado entre los dos grupos ilegales que se disputan la zona. Habían regresado una semana antes, tras un mes de huida, y han vuelto a abandonar el campo con un duelo en el alma y sin esperanza en el futuro

La familia de Johanna Quiñones se abraza al féretro durante su velorio, en Cúcuta, el 18 de febrero de 2025.
La familia de Johanna Quiñones se abraza al féretro durante su velorio, en Cúcuta, el 18 de febrero de 2025.CHELO CAMACHO
Valentina Parada Lugo

Doña Blanca Parada (Tibú, 49 años) se aferra al féretro blanco como si aún pudiera sostener el cuerpo de la menor de sus hijas. La rodean una decena de familiares. Todos llegaron desplazados hasta Cúcuta, una ciudad fronteriza en el noreste de Colombia, viviendo de refugio en refugio, con la vida en un morral y un par de bolsas. Su hija Johanna Quiñones (Puerto Concha, Venezuela, 18 años) es una de las 64 víctimas mortales de la renovada guerra en la región rural aledaña, conocida como el Catatumbo. Cayó herida el viernes 14 de febrero, con dos balas del fuego cruzado entre guerrilleros del ELN y miembros de la disidencia conocida como Frente 33, que tras una semana de tregua se citaron para enfrentarse a tiros en una carretera que conduce del municipio de Tibú a El Tarra. La casa de los Quiñones, en la vereda Villa del Río, quedó justo en medio de las casi tres horas de combate, entre la vivienda y una escuela infantil.

Llevaban apenas una semana de vuelta en la casa de paredes y techos de madera. Antes, durante un mes, estuvieron desplazados: hombres del Ejército de Liberación Nacional (ELN) ordenaron desocupar toda la vereda en la madrugada del 16 de enero. Cuando iniciaron los disparos, sobre las nueve de la mañana, doña Blanca preparaba el desayuno para sus hijos y nietos. Johanna estaba en una de las habitaciones con sus tres sobrinos pequeños, de dos, tres y cinco años. Alejandra, su hermana de 25, la acompañaba. Se lanzaron al piso, se arrastraron, buscaron a los más pequeños y los protegieron, envolviéndolos en posición fetal. Y lograron custodiarlos, pero no a sí mismas. A ambas las alcanzaron las balas.

Los dos disparos que recibió Johanna atravesaron las tablas de madera de la cocina y la impactaron en la cabeza. Casi al mismo instante, Alejandra sintió un fogonazo entre la pierna y la cadera. Ambas gritaron pidiendo auxilio, con los niños sobre su pecho, pero las balas no pararon. Doña Blanca se arrastró por el suelo para intentar socorrerlas e intentó frenar la sangre que ya hacía un charco bajo sus cuerpos. Cuando los disparos se acallaron, casi tres horas después, y una tanqueta del Ejército se asomó por la vereda, los combatientes habían huido monte adentro.

Blanca se lanzó a la vía, en el camino del blindado, sin miedo a ser arrollada. Necesitaba que sus súplicas fueran escuchadas. “Los militares me gritaron que si estaba loca, que cómo se me ocurría atravesarme así. ‘Sí, estoy loca’, les dije. ‘Mis hijas se están muriendo y me estoy volviendo loca”, recuerda, sentada sobre una silla plástica en el parque abandonado del refugio de desplazados La Mechita, en Tibú. Apenas han pasado cinco horas desde que su vida cambió para siempre.

Doña Blanca dejar caer unas lágrimas mientras espera noticia de sus hijas, en el refugio La Mechita, en Tibú, el 14 de febrero de 2025.
Doña Blanca dejar caer unas lágrimas mientras espera noticia de sus hijas, en el refugio La Mechita, en Tibú, el 14 de febrero de 2025.CHELO CAMACHO

La Mechita es el refugio de desplazados más grande de Tibú, creado por la Alcaldía para enfrentar una crisis humanitaria que suma por lo menos 50.000 personas arrojadas de sus viviendas a la fuerza. Es un predio privado, con un salón abierto en la mitad y espacio para albergar unas 250 personas, en el que se han llegado a amontonar 100 más. Para mantener un mínimo de cohesión y vida comunitaria, quienes allí se refugian se dividen por veredas, y así también se distribuyen las labores de cocina, vigilancia y limpieza. Antes de que el lugar fuera un refugio, era el salón donde se llevaban a cabo los diálogos entre las disidencias del Estado Mayor Central, al mando de Andrey Avendaño, y el Gobierno. “Centro de conversaciones para la Paz Total”, se lee en una de las paredes del lugar. “Eso ha hecho que también nos estigmaticen, porque el ELN nos señala de ser afines al EMC de las FARC, solo por estar aquí”, dice una lideresa del lugar.

Doña Blanca mantiene la mirada clavada en el suelo y, de vez en cuando, susurra oraciones por sus hijas. Johanna y Alejandra han sido trasladadas en ambulancia hasta Cúcuta, a unas tres horas de camino. “No las quisieron llevar en helicóptero”, dice con resignación. Se las llevaron por carretera, más de 126 kilómetros azarosos con las balas enclavadas en el cuerpo. Después del enfrentamiento, Blanca y su familia volvieron a ser desplazados. Se volvieron a echar al hombro las maletas con las que habían retornado, regresaron al mismo refugio que abandonaron con esperanza, porque el conflicto había cedido. Eran ella, sus hijos María y José Miguel, sus cuñados Junior y Javier, sus cuatro nietos pequeños. Apenas tienen un colchón para los nueve, y el dolor y la incertidumbre por Johanna y Alejandra.

Se apaga el día y Blanca agarra el celular a la espera de alguna llamada. Espera novedades desde el hospital Erasmo Meoz. Son las siete de la noche de un viernes, lo que en otros lados o en otros tiempos es sinónimo de descanso, de fiesta, de reunión familiar. Camina por el refugio en círculos. Se niega a recibir bocado. Cuando a una de las hijas de Alejandra, de 5 años, le preguntan por su mamá, responde tajante: “La mataron”. Alejandra está en una unidad de cuidados intensivos en la capital, pero la última vez que los niños la vieron estaba tendida en el piso. “Fueron ellos”, dice la pequeña cuando ve a la policía militar que custodia con fusiles el refugio. “Como los guerrilleros estaban también de uniforme, cree que son los mismos”, explica su abuela. Se levanta y se va a jugar.

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Ha pasado un mes desde que la guerra incendió el Catatumbo. No hay una salida ni una tregua a la vista. La violencia, por tanto tiempo latente o apenas perceptible, estalló el 16 de enero, cuando la última guerrilla en armas del país atacó a los grupos de disidentes de las extintas FARC, así como a algunos firmantes del acuerdo de paz de 2016, que en su momento generó tantas esperanzas en el país y en los catatumberos. Desde entonces, los muertos se cuentan por decenas. Hasta el 18 de febrero, el Ministerio de Defensa tenía reportes de 63 fallecidos: 33 en Tibú, 21 en Teorama, seis en El Tarra, uno en San Calixto, otro en Hacarí y uno más en Ocaña. La situación ha sido calificada, casi de manera unánime, como la peor crisis humanitaria de las últimas décadas en Colombia.

El comandante del Ejército, el general Luis Emilio Cardozo dijo el 24 de enero que esperaba “en una o dos semanas” tener el control de los puntos más críticos. El ministro de Defensa saliente, Iván Velásquez, dijo en ese momento que no se permitiría ningún plan de retorno en tanto no se pudieran garantizar las condiciones de seguridad. Un mes después, eso sigue sin ocurrir. Y el hambre apremia en los refugios. La lideresa de La Mechita, dice con reserva que “el Gobierno no entiende que la gente retorna por necesidad”. “A uno nadie le va a responder si se le pierde una gallina, un cerdo, un cultivo. Acá estamos resguardados, pero necesitamos trabajar”. Lo dice mientras explica que varios de los desplazados en Tibú, pernoctan en ese lugar, pero vuelven a las veredas en guerra a trabajar durante el día.

El enfrentamiento quedó registrado en un video que grabó uno de los combatientes. A María Quiñones, una de las hermanas de Alejandra y Johanna, le llega el clip al celular. “Son tan descarados que se graban y lo difunden”, dice con dolor. El video lo reproduce una y otra vez. Se rotan el teléfono entre ellos en silencio, y señalan, con el dedo sobre la pantalla, la imagen de su casa, que se alcanza a ver entre las balas.

Enfrentamiento entre el Frente 33 y el ELN en el que resultan heridas Johanna y Alejandra. Su casa, ubicada en la parte superior izquierda del plano, queda en medio de los disparos entre ambos grupos armados.Vídeo: Cortesía

El presidente Petro calificó las acciones del ELN como crímenes de guerra, y ordenó suspender la mesa de paz con la guerrilla, que ya estaba congelada desde mayo de 2024. La situación, además, lo llevó a declarar la conmoción interior y a emitir decretos destinados a proteger a la población. Es también uno de los golpes más graves que ha sufrido su política de paz total, con la que esperaba llegar a un acuerdo que desmovilizara a la guerrilla durante su mandato y que ahora se antoja imposible.

Jesús Gabriel Sánchez, párroco en Tibú y delegado de la comisión de paz de la Iglesia católica, habla desde su oficina, que tiene una vista privilegiada hacia un costado del parque central. “Ahí mataron a un señor ayer a esta misma hora”, señala con el dedo. Y reconoce, sin tapujos, que ningún grupo armado tiene verdadera voluntad de paz. “Como Iglesia lo sabemos. Es algo real. A ellos no les interesa entregar las armas ni reincorporarse a la vida civil porque ese mundo ilegal es un negocio, y ha sido su estilo de vida”. No por ello, argumenta, deja de apoyar los procesos de paz: “Valen la pena porque al menos ayudan a menguar o disminuir la intensidad del conflicto”. Termina la entrevista y se dirige a una vereda, donde intentará mediar con un guerrillero para lograr la liberación de una persona secuestrada. Después celebrará una misa.

Tibú, el municipio más poblado del Catatumbo, permanece militarizado desde el 24 de enero, cuando, tras una semana sangrienta, el Ejército logró desplegarse en la zona. Aun así, a plena luz del día se siguen cometiendo homicidios en el parque, la avenida principal y la plaza de mercado. La tensión se percibe en la forma en que los habitantes miran a los extraños. La mayoría de motos, camiones, carros y viviendas llevan banderas blancas improvisadas. Algunas son retazos de bolsas plásticas colgadas con palos de escoba. Como medida de autoprotección, la gente evita exponerse en sitios públicos. En esa primera semana del conflicto, llegaron 4.500 desplazados a un casco urbano que alberga poco más de 22.000 personas. Son tantos que ya ninguna entidad sigue contando cuántos son.

Jaime Botero, presidente de la asociación de juntas de acción comunal de Tibú, es una de las principales fuentes de información sobre los ataques armados en la zona rural. Líder de estas organizaciones campesinas de base, abre su celular sin cautela y muestra los grupos de WhatsApp donde llegan mensajes reenviados del ELN, listados con nombres, apellidos y fotos de las personas a quienes los grupos van amenazando de muerte. “En Catatumbo es más fácil conseguir una cita con un grupo armado, que con el Gobierno”, afirma.

Dice que la situación le recuerda a la guerra que se vivió en Catatumbo hace 20 años, cuando los paramilitares llegaron a tomarse la región —rica en coca, cebolla y petróleo— también con listados en la mano. “La modalidad es casi la misma, solo que ahora estos grupos tienen una legitimidad política a la que nadie ha sabido hacerle frente”, cuenta. Desde que el conflicto se recrudeció, los guerrilleros han asesinado a 14 líderes comunales como Botero y, al menos, 20 más se han desplazado. “Me dejaron solo, pero no los juzgo. Se fueron para proteger su vida. De pronto yo debería hacer lo mismo”, dice con tono de resignación y la mirada baja.

Las ayudas humanitarias han menguado, y los desplazados miran con desconfianza a las instituciones. “Antes llegaban mercados grandes, ahora llegan sobras y cosas rotas”, cuenta una lideresa del refugio La Mechita. Frente a la parroquia principal, Silvia Arocoshimana, lideresa indígena Bari de la Asociación de Madres por el Catatumbo, explica que su organización se encarga de atender a algunos de los más vulnerables: mujeres y niños. Saca del bolsillo una hoja de papel arrugada con los nombres de mujeres confinadas en sus resguardos desde hace un mes. “No tienen ni toallas higiénicas”, asegura. “Están usando hojas de plátano o los pañales de sus propios hijos para gestionar la regla”.

***

La noche del 14 de febrero en Tibú fue ruidosa y violenta. Después del enfrentamiento en el que Johanna y Alejandra resultaron heridas, una veintena de militares y policías llegaron en la noche para custodiar la zona comercial y hacer cumplir el toque de queda decretado por la Alcaldía a las diez de la noche. Dos horas después, casi a la medianoche, dos artefactos explosivos sacudieron el cuartel militar, sede de un batallón de ingenieros, estremeciendo al pueblo. Nadie sabe si fueron “ensayos” del Ejército o un ataque, pero todos coinciden en que cada noche hay estallidos de ese tipo. “A uno ya no le asusta que explote algo; lo que verdaderamente da miedo es escuchar las balas”, dice doña Blanca, mientras se prepara para viajar a Cúcuta a ver a sus hijas.

Mientras viajaba, en la mañana del sábado, Johanna falleció debido a la gravedad de sus heridas. Blanca solo lo supo varias horas después, cuando llegó al hospital de Cúcuta. Su familia no se lo dijo antes para evitarle una recaída. Estaba sola. El resto de la familia seguía en Tibú, en el refugio. Allí recibieron la noticia casi de madrugada. Buscaron fotos de Johanna y suplicaron ayuda para viajar al hospital. Esperaban encontrar allí otro refugio, uno que los acogiera al menos mientras asistían a los actos fúnebres. Johanna fue herida protegiendo a los niños. Su familia solo desea rodearla, como ella lo hizo con los pequeños.

Javier Báez, el esposo de Alejandra, arrancó en su moto hacia Villa del Río para recoger la poca ropa que podían llevarse de la casa. “El piso está lleno de sangre. Las balas se ven en las paredes. Lo dejamos todo abandonado, solo traje la ropa de los niños”, dice al regresar, con los ojos encharcados y un pequeño morral verde en la espalda. Había vuelto a la vereda para trabajar en un cultivo de arroz y así reunir dinero para pagar los 400.000 pesos (100 dólares) que debían de dos meses de arriendo en la vivienda donde murió su cuñada. Pero su segundo desplazamiento en un mes ocurrió en silencio, sin despedidas y con una incertidumbre profunda. “Nos tocó volver a perderlo todo, hasta el campo que nos daba de comer”. Alejandra, su esposa, sobrevivió al ataque sin enterarse de la suerte de su hermana. Su familia no se lo ha dicho para evitarle una decaída más.

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Sobre la firma

Valentina Parada Lugo
Periodista de EL PAÍS en Colombia y estudiante de la maestría en Estudios Políticos de la Universidad Nacional. Trabajó en El Espectador en la Unidad Investigativa y en las secciones de paz y política. Ganadora del Premio Simón Bolívar en 2019 y 2022.
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